DESPUÉS DE LA BATALLA |
Aún continuaba la lucha, entonces ya muy lejana, sobre la otra vertiente de la
meseta, a una distancia de dos leguas o de tres, a lo sumo. El día llegaba a su
término sin que el cañoneo disminuyese. La neblina glacial, que se elevaba
desde el fondo del valle próximo, apagaba el fragor de los estampidos.
Un soldado francés de infantería caminaba a
duras penas por la principal carretera del departamento, avanzando solo y herido
en el pie izquierdo. Una bala le había rozado el talón, afortunadamente sin
fracturar el hueso, y había salido de la parte lesionada. Obligado el infante a
quitarse el zapato, vendó la herida como pudo, rasgando un trozo de la camisa
en tiras. Avanzaba con mucha lentitud, utilizando el fusil como bastón y
apoyando solamente lo indispensable el pie enfermo sobre el suelo endurecido y
resbaladizo, por efecto de la helada. Los trapos del apósito estaban
completamente rojos y empapados en sangre, como si fueran una esponja.
No solamente era muy intenso el dolor
físico, sino que por la agitación de la fisonomía, y por ciertos
estremecimientos prolongados que sacudían todo el cuerpo del infante, se podía
afirmar que aquél organismo delicado y débil, de complexión nerviosa, sentía
excesivamente cualquier impresión agradable o desagradable, moral o física. Un
pequeño tapabocas de lana muy fina aparecía arrollado en derredor del cuello.
Las delicadas manos, amoratadas por el frío, y que ordinariamente eran muy
blancas, sin duda alguna, presentaban grietas en los dedos, como las de un
niño. Aun cuando había cumplido veintiocho años de edad, no aparentaba
veinte. Su bigote estaba apuntando.
A pesar de su aspecto delicado, el joven herido
no había arrojado la mochila, cuyo peso abrumaba sus débiles hombros. A
trancas y a barrancas seguía, más bien que andando, saltando sobre un pie, y deteniéndose
a cada dos o tres saltos, para reponer sus fuerzas. Mas llegó un momento en
que, a pesar de su enérgica voluntad, le fue imposible ir más lejos. Sólo
tuvo tiempo para llegar al borde del camino y acercarse a un guardacantón, a
cuyo pie dejó caer la mochila, para sentarse sobre ella. La noche había
cerrado ya y la niebla era más densa. Con la espalda apoyada sobre el
guardacantón estuvo escuchando y no oyó nada. Ni un rumor humano, ni siquiera
el lejano ladrido de algún perro, ni un chillido de búho. Era cosa de que se
creyera en el fondo de un desierto, y de un desierto tal, que no hubiese en él
animal viviente. Aplicó el oído al suelo, y percibió con mucha dificultad un
rumor muy lejano, que resonaba allá, en el fondo de la niebla; era que seguía
retumbando el cañón.
¿Qué le importaba a él, en aquel momento, que
prosiguiese o no la batalla, y que el ejército francés quedase o no quedase
victorioso? Él, no obstante, era un soldado voluntario, alistado por entusiasmo
patriótico. Se dedicó a asegurar de la mejor manera que le fue posible el
improvisado vendaje de su herida. Luego, por lo mismo que no había tomado
bocado alguno desde muchas horas antes, recordó que debía conservar un trozo
de bizcocho en el bolsillo del capote, y se puso a roer melancólicamente el
duro alimento. Sentía sed ardiente, y no tenía qué beber. Llevaba una
calabacita en bandolera, pero estaba vacía. La destapó, a pesar de todo, y la
aproximó a sus labios; una sola gota de aguardiente llegó hasta la lengua.
Entonces comenzó a meditar acerca de su situación.
Ni siquiera sabía en qué sitio se hallaba. Tantas
marchas y contramarchas durante quince días, es decir, desde que su
destacamento se había incorporado al ejército de Chanzy y había entrado en
campaña, le desorientaron por completo. Además, desde el momento en que se
repuso del síncope sufrido en medio del campo de batalla, sus ideas eran
confusas.
¿Cuánto tiempo había estado sin sentido?
¿Diez minutos? ¿Tres horas? ¿Un día entero? No lo sabía. Todo lo que le era
dable recordar se reducía a lo siguiente: Su batallón había pasado toda una
noche en un estrecho camino, que formaba hondonada, tendidos los soldados boca
abajo y completamente vestidos. Se había prohibido vivaquear y basta encender
una cerilla. Todo ello para no llamar la atención de las avanzadas bávaras, a
quienes se trataba de sorprender. Poco antes de apuntar la aurora llegó una
batería de seis cañones al camino de la hondonada, y el batallón del herido
se alejó 1.500 metros. Entonces hizo alto durante breves minutos detrás de una
cortina de álamos; después, un centenar de camaradas y él tuvieron que
avanzar en concepto de tiradores contra una larga cerca aspillerada por los
alemanes. Hubiera sido facilísimo arrasar la pared con unos cuantos cañonazos;
mas, probablemente, sin órdenes superiores no debía empezar combate la
batería del camino de la hondonada.
Necesario fue, por lo tanto, adelantar brutalmente, a
pecho descubierto, contra un muro aspillerado ¡Cómo le latía el corazón!
¡El primer encuentro! Había llegado el momento, aguardado. Con impaciencia
durante cuatro meses mortales, que gastó en los campos de maniobras, mal
equipado, mal alimentado, mandado torpemente y fatigado por enojosos ejercicios.
Aún no clareaba el día. No se oía un disparo de fusil. No se veía un
centinela enemigo. ¡Quién sabe! Tal vez iban a sorprender. una vez a los que
nos habían sorprendido tantas. ¿ No se contaban acaso maravillas del joven
General en jefe? ¿No seria, por Ventura, aquella helada aurora la aurora de un
gran triunfo? El no sentiría miedo, cumpliría su deber como los demás. ¿Y si
tuviera miedo, a pesar de todo? Esta importuna y humillante duda le imprimía al
andar un temblor nervioso También sentía en aquel momento, impaciencia, un
deseo furioso de que no se hiciese esperar mucho tiempo aquella primera
descarga, que habría de revelar su valor, que le obligara a caer sin sentido,
acobardado y nervioso, o que lo había de transfigurar con la sobreexcitación
del héroe. Habían llegado entonces a 40 metros de la pared aspillerada. ¿Qué
aguardaban para tirar los hijos de aquel pueblo flemático y parsimonioso?
Sentía casi tentación de gritarles: "¡Haced fuego, pardiez! ¡Imbéciles!"
Al menor pretexto hubiera disparado él su chassepot al aire, con tal de
llamarles la atención. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, le dejó aturdido
un ruido ensordecedor, y él mismo hizo fuego al azar, en medio de la humareda;
después se tendió instintivamente boca abajo.
A partir de ese instante, sus recuerdos se confundían
y se reducían a vaguedades. Había proseguido el provocador estruendo de las
detonaciones. Entre la humareda, más densa cada vez, silbaban las balas, en
ocasiones muy cerca de su oreja, y después se hundían en la tierra,
destrozando las remolachas, como los granizos impulsados por un viento
huracanado. Lo único que sabia era que los otros eran tiradores, camaradas
suyos, estaban tendidos como él, sanos y salvos o muertos. Lo que en medio de
las brumas de su memoria distinguía aún, y esto de una manera clara entonces,
era e1 espantoso e inolvidable cambio repentino del rostro de un soldado negro,
situado a cuatro pasos de él, rostro que instantáneamente y durante un minuto
se había vuelto horriblemente blanco, mientras la masa cerebral se escapaba,
fluyendo fuera del cráneo, cuya tapa había sido levantada, y mientras cubría
la ensortijada cabellera. Entonces él, manteniéndose al lado del cadáver, se
había encogido sin hacer movimiento alguno, esforzándose por cubrir su cráneo
con la culata del chassepot. De lo que después ocurrió, sólo conservaba vagas
reminiscencias: la especie de latigazo que creyó haber recibido en el talón,
la pérdida de sangre, cierto entumecimiento en toda la pierna izquierda, la
sensación experimentada en el pie, como si éste hubiera sido bañado por un
líquido cálido en un principio y helado después, todo se confundía en su
imaginación, como las embrolladas apariciones de una pesadilla. No tenía
certidumbre de haber intentado en un momento ponerse en pie y de haber caído al
suelo nuevamente. También le parecía posible haber sentido una conmoción del
suelo, sacudido por la caballería, haber visto cascos de los caballos que
agitaban el aire junto a su mismo rostro, y tal vez habría pasado todo un
escuadrón por encima de su cuerpo. Esas cosas, y probablemente otras, también
pudieron ocurrir más allá del velo negro que había caído sobre sus ojos y le
había envuelto con el ambiente del no ser. Por último, acababa de despertar y
verse solo en medio de la helada niebla, al caer la noche y en la inmensidad de
la campiña, que había quedado repentinamente desierta y silenciosa.
Temblaba de frío y de miedo. Una tentativa para
levantarse, sólo dio por resultado un agudo dolor en el pie izquierdo. Al caer
quedó sentado sobre la mochila y se apoyó nuevamente con el codo sobre el
guardacantón, sintiéndose desalentado y muy débil. Si llegaban a transcurrir
algunos instantes sin que nadie le socorriera, volvería a perder el
conocimiento Sólo le quedaba una esperanza; que una persona cualquiera,
francés o prusiano, amigo o enemigo, pasara pronto por la carretera. Prestabas
oído atento, y ¡nada!
Entonces, poniendo a contribución toda la escasa
fuerza que le quedaba y con voz trabajosa y doliente, exclamó:
-¡Socorro! ¡Que venga alguien, por favor!
¡Alguien, socorro!
Descansó un momento y repitió sus clamores
varias veces, y entre llamamiento y llamamiento se ponía a escuchar. ¡Nadie!
Un silencio aterrador! En aquellos instantes las lágrimas inundaron sus ojos,
lágrimas abundantes, que corrieron luego silenciosamente por sus mejillas de
niño.
De pronto, como si se le hubiera ocurrido un
supremo recurso en que no había pensado aún, cesaron de fluir sus lágrimas.
Se puso a persignarse; sus labios se agitaban y murmuraban por lo bajo algunas
frases, oraciones y oraciones fervorosas. Pero esas oraciones estaban en latín.
Durante mucho tiempo estuvo rezando de esa
suerte, con las manos juntas y moviendo por costumbre el pulgar y el Índice de
la mano derecha, como si sus dedos hubieran estado pasando las cuentas de su
rosario. De vez en cuando besaba con devoción un escapulario y una medallita
pendientes de su cuello y sujetos a él con un cordón negro, que acababa de
sacar de entre las ropas. El quepis, de que se había despojado por respeto,
yacía en tierra. En la parte alta del occipucio blanqueaba una mancha circular,
en la cual se veía la carne, por no haber brotado nuevamente los cabellos;
quien de esa suerte imploraba la ayuda del cielo, había sido tonsurado.
Entonces llegó a sus oídos un lejano rumor de
ruedas. ¡Gran Dios! ¿Han sido oídas milagrosamente mis súplicas?
Desfallecido con la esperanza, se inclinó hacia el lado de donde procedía el
ruido. No cabía duda; era el rodar de un carruaje. Se oía ya distintamente el
chirriar de los ejes y los golpes de los cascos de caballo. Mas nada se veía
aún. ¡Con tal de que llegara el vehículo por la carretera, en cuyo borde se
hallaba él sentado!, pensaba el herido. Hubo un momento en que no percibió
rumor alguno, y se estremeció todo su cuerpo. ¡Habría llegado el carruaje a
su destino y no avanzaría ya! ¿Se alejaría acaso por algún camino
transversal? Una tras otra, se santiguó cuatro o cinco veces; esta vez de puro
cobarde. ¿Qué hacer en tal situación? Dar voces, pero ¿sería esto prudente?
Los gritos podían asustar al conductor y decidirle a tomar otra dirección.
Después oyó nuevamente el ruido. El caballo avanzaba por el camino al trote y
pasaría pronto por delante del herido. ¡Si no se detuviera en aquel instante,
si diera un latigazo al caballo por contestación a los gemidos del estropeado!
-No, pensaba éste; me tenderé de través.
Prefiero que pasen entonces las ruedas sobre mi cuerpo.
Y la desesperación le comunicó fuerzas para
arrastrarse hasta la parte media del camino. Un carromato grande, de cuatro
ruedas, cubierto con una tela embreada y tendida sobre tres aros de madera, se
acercaba a él a trote corto y sólo distaba ya algunos pasos. El herido,
rendido y sin alientos, quiso llamar y únicamente logró emitir algunos sonidos
inarticulados. El carruaje no llevaba farol encendido y aquél podía ser
aplastado. Por fortuna el caballo se espantó, se detuvo de golpe y aun
retrocedió algunos pasos.
-¿Quién va?-gritó una voz de mujer.
Y se oyó el ruido de un revólver, al ser
amartillado.
-¡Socorro! ¡Piedad! ¡ Estoy herido!
No pudo decir una palabra más. Se cerraron sus
ojos, y su cabeza volvió a caer sobre el helado lodo del camino.
Cuando, transcurridos algunos instantes, volvió
a abrir los ojos, le deslumbró una viva claridad. La mujer acababa de encender
una linterna, y desde el extremo del carromato, inclinada hacia el herido, le
estaba contemplando.
-¿Quién sois? - repitió. - ¿Qué hacéis
ahí, en medio del camino?
Su voz sonora y musical, algo baja, ahogada por
la violenta emoción que la mujer trataba de disimular, revelaba que ésta era
muy joven. Bien abrigada contra el frío, envuelta en una enorme pelliza de
color oscuro y propia de una campesina, pelliza bajo la cual debía llevar otro
abrigo, se había echado el capuchón sobre la cabeza. No dejaba ver parte
alguna del rostro y su mano derecha no abandonaba el revólver, completamente
montado. Sentía desconfianza y la entraban tentaciones de apagar la linterna de
golpe, y obligar al caballo a dar un rodeo, a fin de no aplastar aquella larva
humana que gemía y obstruía el camino, y alejarse rápidamente. Mas esto
hubiera sido huir, sentir miedo con el pretexto de ser prudente, y acobardarse.
Con fingida distracción e indiferencia seguía
preguntando al joven, cuánto tiempo haría que estaba herido y dónde sentía
el dolor. Al oír las contestaciones del otro, sostenía ella en su interior una
batalla. De repente se volvió hacia la trasera del vehículo, y la mirada que
dirigió al interior, bajo el toldo tendido sobre los aros; una de esas miradas,
con las cuales se consulta ordinariamente a una persona, la inspiró una
resolución al parecer.
La joven viajaba sin compañía.
-Aguardad - dijo - voy a bajar.
A pesar de su gran debilidad, el herido se dio
exacta cuenta de todo esto. La joven, al aproximarse a él, seguía temblando
nerviosamente. Había conservado en la mano la linterna. Con la otra, presentó
al joven una botella destapada. Era de ron. Él bebió con avidez.
-Gracias -dijo.-Me siento ya mejor.
Ella le alargó la botella otra vez.
-Tomad, tomad más...
La mujer se inclinó hacia el herido, y el
capuchón dejó la cabeza al descubierto. Le pareció maravillosamente hermosa.
No se cansaba de beber; se sentía turbado, y la joven perdió la paciencia.
-Vamos pronto - exclamó - no tengo tiempo...
Entonces la miró él intranquilo.
-Guardad la botella. También tengo pan y os lo
entregaré enseguida. Y ahora procurad apartaros del medio del camino; os daré
la manta del caballo y podréis aguardar hasta que amanezca.
Decía todas estas frases en tono seco, cortado e
imperativo, como si no admitiese réplica. Así manda una dama de alta clase a
sus criados. Él se sentía humillado, cual si hubiera recibido una limosna. Con
el corazón inundado de gratitud hacia la mujer que le socorría, hubiera
deseado besar su mano, y sin embargo, le entraban deseos de llorar.
Con el rubor en el rostro, confortado por el ron
y aguijado por la vergüenza sobre todo, se puso en pie. Había quedado el saco
en tierra. La mujer le recogió y le llevó hasta el guardacantón próximo.
-Por lo menos ahí- dijo - no os expondréis a
ser aplastado.
Entonces levantó la linterna. El infeliz avanzó
cojeando y ella no se atrevió a decirle: daos prisa. Hasta dio algunos pasos
para salirme al encuentro, siguiendo con la linterna en alto. Sus miradas se encontraron
con las del herido y reparó en que éste tenía los ojos humedecidos por las
lágrimas. También observó que era muy joven. Comenzó a surgir en ella la
simpatía y le dirigió nuevas preguntas:
-¿Cómo os llamáis?
-Gabriel... Gabriel Marty.
-¿De dónde sois?
-De Vitri.
-¡Cómo! ¡De Vitri!-¡Y ella de Rennes!
Bretón, lo mismo que ella, casi un compatriota. Le miró con mayor atención.
La distinción de aquel rostro macilento y marcado por el dolor, impresionó a
la joven. Volvió la vista hacia el carruaje otra vez. Nuevamente sostenía una
lucha interior. En circunstancias ordinarias habría transportado al mozo a
cualquier punto, hasta una ambulancia o hasta el primer mesón.
-¡No puedo, no puedo!-murmuraba.
Al pronunciar el no puedo, se contristó, a
juzgar por el tono de su voz. Debía hallarse bajo el peso de una profunda pena.
Y Gabriel Marty, olvidada por un momento su angustia personal, contenía la
respiración.
-Vos mismo os vais a convencer de que me es
imposible.
Se aproximó a la trasera del vehículo; levantó
bruscamente un extremo de la tela embreada y dijo:
-¡Mirad!
A la luz del farol se vio una caja de madera sin
barnizar, cubierta con una tela negra.
-Ahí está el cadáver del barón de Plémoran,
antiguo zuavo pontificio, que murió en el campo de batalla.
Se vio obligada a guardar silencio durante
algunos segundos, como para recobrar la voz y agregó:
-Era mi marido... Le he encerrado esta mañana en
el féretro. Se estaba dando una batalla y nadie quería transportarle. Entonces
compré a un labriego este caballo y este carro...
No sabiendo qué decir, Gabriel Marty se quitó
el kepis, cayó de rodillas, hizo la señal de la cruz y se puso a rezar.
Un cuarto de hora después el carromato avanzaba
por la carretera arrastrado por el caballo, que caminaba a trote corto. La viuda
del Barón conducía el carruaje, y detrás de ella el joven soldado, tendido en
el vehículo sobre un poco de paja, dormía ya profundamente al lado del
féretro.
El caballo era un animal de labor, pesado pero
fuerte. Para que no abandonase el trote, la joven le fustigaba a cada momento.
La carretera, destrozada y casi destruida por las idas y venidas de varios
cuerpos de ejército, iba siendo más penosa a medida que avanzaban. La joven
salvaba los riesgos por su cuenta, porque había montado mucho a caballo.
Serían las nueve de la noche, poco más o menos.
Apareció ante los viajeros una subida muy pendiente y larga. No era cosa de
marchar al trote ya. La mujer abandonó el látigo, aflojó las riendas y dejó
que el caballo caminase a su gusto. Entonces se entregó ella por completo a sus
meditaciones.
Sin saber por qué, se había tranquilizado
mucho. Su cuerpo no experimentaba ya aquel fatigoso temblor nervioso que una
hora antes la agitaba a pesar suyo. Después pensó que tal vez debía la
tranquilidad de aquel momento a la presencia del herido. ¿Por ventura no hay
instantes en que la compañía de un niño con andadores y aun la de un animal
basta para alentarnos? ¡Quién sabe! Acaso al siguiente día cortasen la pierna
al mozo. Tal vez a las veinticuatro horas estaría muerto como el barón de
Plémoran. Pues bien, en tal estado le necesitaba ella. Si hubiese estado útil,
bien sano, bien armado y dispuesto a prestarla ayuda, no habría querido nada
con él. ¿Por qué? Porque entonces, cuando había hecho algo más que ser
heroica, no se avenía a que la minasen su heroísmo.
Así, tenía resuelto su plan. En tanto que no
chistase el joven; en tanto que no fuese molesto, le conduciría, hasta que,
llegado el día, pudiera dejarle en una posada o en cualquier granja
hospitalaria. Hasta entregaría dinero para que no le faltase nada al
desventurado y fuese cuidado de una manera conveniente.
Después continuaría ella el viaje hasta llegar
a la próxima estación del ferrocarril. Si estuviese cortada la vía, seguiría
avanzando más allá. Aun cuando tuviese que recorrer cien kilómetros sola y
por medio de aquella comarca, donde se estaban batiendo hacía quince días
varios cuerpos de ejército, acabaría seguramente por encontrar un tren que la
condujese a ella y a los restos de su marido a la baja Bretaña, a Plémoran.
Después de todo ¿qué tenía ella que temer? La
generalidad respeta a los muertos. Si los azares de su fúnebre viaje la
obligaban a cruzar entre un destacamento armado, lo peor que pudiera suceder era
que fuese registrado el carruaje. Alemanes y franceses, soldados regulares,
hulanos o francotiradores, se descubrirían ante el féretro y la dejarían paso
libre, presentándola las armas. No habrá, en suma, otro peligro que el de
tropezar con merodeadores aislados, con rezagados desertores o campesinos
codiciosos. Había oído hablar de esa hez de malhechores que van arrastrando
tras sí los ejércitos en campaña, de esos cuervos humanos que al siguiente
día de un encuentro se arrojan sobre el campo de batalla para despojar a los
cadáveres, y que rematan a los heridos a fin de registrarlos con mayor holgura.
Contra tales cobardes, cualquiera que fuese su nacionalidad, tenía ella un
revolver. Al pensar esto metió la mano derecha en el bolsillo de la pelliza
para palpar el arma. Esta continuaba allí, y ella se tranquilizó mucho.
Luego cambió el curso de sus ideas. No era ella
ya quien caminaba así sola, de noche, por las carreteras, sino otra mujer, una
mujer extraordinaria, que ella vio algunas veces en sueños y que tenía un modo
de vivir que ella no conoció jamás. Y lo increíble de la aventura, lo
inverosímil de aquella realidad la obligaba a reír en algunos momentos con una
risa interior.
¿ No se la había aparecido aquella mujer
extraordinaria, siendo ella niña, en las ochenta estancias destartaladas del
castillo de Plémoran? Su mismo tío, el anciano Marqués, de taciturno
carácter, a pesar de su edad, pasaba a veces tres días consecutivos cazando y
tres meses enteros sin dirigir la palabra. Su tía, de estatura desmesuradamente
elevada, seca, angulosa, fea y mal vestida, cuando no estaba rezando en la
capilla del fondo del parque, la obligaba a recitar el Catecismo y la aterraba
con los suplicios de la condenación eterna, o la explicaba fórmulas para
conservar las manzanas. Su primo hermano, con quince años de edad más que
ella, el Sr. Trivulce, tan malo como la sarna y tan egoísta como un hijo
único, aun cuando casado ya con la señorita Edith, se cuidaba de ella lo mismo
que de esas pobres harapientas, a quienes ahuyentaba a pedradas cuando notaba
que estaban recogiendo algunas ramas de leña muerta. Una de las grandes
distracciones del Sr. Trivulce durante las horas de recreo, que le consentía su
preceptor el abate, ¿no se reducía acaso a dar empellones, a pellizcar o a
abofetear a la que había de ser su mujer? Tal vez la hubiese inutilizado para
toda su vida sin la protección de la nodriza, la suya, una excelente bretona
nacida en Phítnoran y que no sabía leer ni escribir, una imaginación
candorosamente poética que la refería todo género de leyendas.
De esas leyendas, recogidas en la edad infantil;
de los retratos de familias, algunos de ellos negros con el polvo de varios
siglos, y todos colgados en las inmensas galerías; de las viejas tapicerías
señoriales, gastadas hasta verse la trama del tejido, de la misma atmósfera
sombría y rancia de aquella poco recreativa morada, había salido la señorita
Edith, una criatura ideal. Obligada a vivir en interior recogimiento, llevada a
soñar por la influencia de la misma comarca, de aquel cielo cubierto de
extensos bosques, de aquel sordo golpear del Océano, que martilleaba el
acantilado no lejos del castillo, y de aquel viento que penetraba por las
entornadas vidrieras mal unidas y que mugía a través de los interminables
corredores, la joven hubiera muerto sin esa compañera invisible, que al parecer
crecía y se transformaba al mismo tiempo que ella.
Por lo pronto, durante su infancia, ajena a toda
clase de juegos, se había distraído mucho con aquella hermanita soñada.
Después, a los catorce años, cuando se ocultaba tiempo para leer libros de
caballería robados en la biblioteca, la hermanita de los sueños se transformó
en una hermosa y heroica castellana, que inspiraba nobles pasiones, y era amada
con cariño puro por caballeros que caían mortalmente heridos besando un
mechón de los cabellos de la dama. La belleza de la hermosa y heroica
castellana estaba constituida por cien y cien diversos rasgos tomados de todas
las Plémoran de varios siglos, cuyas imágenes pendían de los muros de la
galería de retratos.
La elegancia y esbeltez de su talle procedía de
la hierática rigidez de cierta contemporánea de Felipe Augusto; tenía ojos
grandes, circundados de barniz como los de la dama que dio golpe en la corte de
Luis XIII, y la tez, de azucena y rosa, realzada por un lunar postizo como los
que estaban de moda en tiempos de la Regencia, la cabeza noblemente erguida de
otra Plémoran y la nariz ligeramente arqueada de toda la serie, y por último,
el hermoso cuello de cisne do la última retratada, cuello segado
implacablemente cierto día por la cuchilla del doctor Guillotin. Desde los
catorce hasta los diecinueve años, continuó soñando así. ¡Que vida tan
deliciosa!
Trivulce, terminada su educación, vivía
a. su capricho en París, aguardando la hora de celebrar la ya concertada boda
con su prima hermana. El Marqués, con parálisis en las piernas, no se movía
de su gran sillón; hablaba poco, y no aceptaba otros cuidados ni más compañía
que la de un antiguo criado, septuagenario ya. Su tía, además de dedicarse a
sus rezos en la capilla, criaba cotorras y perritos. Por entonces, la joven
gozaba la más amplia libertad. ¡Cuántas correrías a caballo por las
profundidades del bosque y por acantilados, acompañada únicamente por dos
guardas del monte, que la seguían desde lejos! También tenía verdadera
pasión por la lectura. Principalmente de noche, cuando hacía mucho tiempo que
todos dormían en el castillo, se sepultaba en el amplio lecho de colgaduras,
colocando la lámpara sobre la mesita. Inútil era que el viento zumbase por las
hendiduras de las puertas con gemidos de alma del purgatorio: las horas transcurrían
agradable y rápidamente, y la inmovilidad del cuerpo contribuía a que el
pensamiento volase mejor a sus anchas, ¡Soledad viviente y fecunda, poblada de
visiones intensas! Cuántas veces al apagar la luz había tenido que correr los
pesados cortinajes del lecho, a fin de no ver la del naciente día! Verdad es
que en tales casos no abría los ojos hasta que no sonaba la campanilla que
llamaba a almorzar; y la joven llegaba con retraso, con los ojos fatigados y el
rostro muy pálido. Mas la tía, que nunca había acabado de atusar a los perros
a tal hora, bajaba más tarde aún. Andando el tiempo, todos los libros de la
biblioteca pasaron por las manos de la joven.
En un viejo Robinson Crusoe, del cual faltaban
algunas páginas, hizo palpitar el corazón de la joven el pie de imprenta de
"Vendredi." Había leído dos veces todas las obras de Walter Scott,
una interminable historia de las Cruzadas, y novelas de la Edad Media; después
leyó relatos de viajes maravillosos y la Conquista de Méjico Hernán Cortés.
Atala, René y Los Natchez habían envuelto su espíritu en una nube de poesía,
en medio de la cual apareció súbitamente un rayo de luz: la lectura de un
volumen suelto de la Comedia humana. Luego se lanzó sobre el teatro. ¡No
comprendió nada de Shakespeare, traducido por Ducis! ¡Racine la produjo
fastidio, más descubrió fuentes de emoción en Corneille; Moliére la hizo
reír con entusiasmo en una edad en que, por no conocer nada de la vida, no
comprendió el cruel sentido oculto de risas tales. También devoró a Diderot
sin asimilársele; los cien volúmenes de las obras completas de Voltaire, dos
libros de quí-mica y de historia natural y el Diccionario filosófico. Cierto
día, en que abrumada por libros que no estaban a su alcance, cuando nada tenía
ya que leer y estaba nuevamente abrasada de curiosidad, revolvía la biblioteca
de arriba abajo, la casualidad la reveló la existencia de un secreto. La bastó
oprimir un botón imperceptible que simulaba un nudo natural de la madera;
osciló una tabla y dejó al descubierto una cavidad oculta. Había dado la
joven con una veintena de libros pornográficos.
El que abrió al azar, una novela del marqués de
Sade, nada la reveló, ¡tal era entonces la inocencia de la joven! Hojeó otros
varios sin comprender una palabra. Después abrió el titulado Gamiani, escrito
por el marqués Alcides de T., y que tenía grabados. Al ver tales grabados, se
puso repentinamente roja como una amapola. Sintió correr por la espina dorsal
un súbito fuego y se volvió para entrar hacia la puerta, inquieta e indecisa.
Una criada, terminado el arreglo de las
habitaciones de su cargo, estaba barriendo en la galería que había delante de
la biblioteca. La tía iba a pasar para dirigirse a la capilla. ¡Podía entrar
alguna! Entonces, Cerrando precipitadamente el escondrijo, Edith se fue a
refugiar en el extremo del parque, en el fondo de un espeso bosquecillo, a donde
nadie más que ella iba desde hacía diez años. Allí, segura de no ser
molestada, al pie de un antiguo fauno de piedra mutilado ya, que estrechaba una
ninfa sin brazos, la joven miró los grabados otra vez. Luego abrió otro
volumen Daphnís y Cloe. Devoró éste desde el principio hasta el fin sin
saltar un renglón. ¡Qué tarde tan memorable! Hacía tres semanas que la joven
había cumplido diecinueve años. Era el mes de junio. Se sentía calor. En
derredor de ella, en lo más recóndito de las arboledas se percibían suaves
frotes de alas y ruidos de invisibles carreras. A veces interrumpía la lectura
con las mejillas ardiendo, la frente bañada de sudor y falta ella de aliento.
Dos mariposas blancas revoloteaban lentamente una en derredor de otra y después
acabaron por formar una sola mariposa blanca.
Por la tarde la joven no comió en la mesa.
Desde entonces, durante dos largos años, desde
los diecinueve a los veintiuno, se sintió muy cambiada. ¿Adónde se había
retirado aquélla hermana de sus sueños, aquélla criatura imaginaria que
siendo ella niña había compartido sus juegos, y que luego había ido creciendo
a la par de ella, y que había ido hermoseándose con las bellezas repartidas
entre una estirpe entera y con las deliciosas reminiscencias de las propias
lecturas? ¿Habría vuelto al no ser? ¿Acaso, detenida en lejanos sitios por
una potencia superior, gemía secretamente, con el corazón henchido y los ojos
anegados de lágrimas eternas? Porque no era posible que la inmaculada
aparición, la simpática compañera de los años de castidad, se hubiese
trocado en un ser bestial. Y ciertamente era una bestia quien había inquietado
a la joven día y noche durante los dos años aquellos; una bestia desenfrenada
e impúdica, que arrastraba inmundas voluptuosidades y aspiraba a una saciedad
inasequible. ¡Ni un momento de descanso! Lo mismo durante el día, en medio del
solemne fastidio del antiguo castillo señorial, que durante las noches,
aquellas noches de ardor en que la aurora acababa por sorprenderla sin haber
pegado los ojos. Cuando la primavera hacia palpitar el campo con un
estremecimiento de vida, la joven salía de madrugada a caballo o a pie, siempre
con la idea fija, siempre con la esperanza vaga de tranquilizarse en medio de la
general agitación amorosa de los seres.
Pero regresaba al castillo exasperada y en un
estado de ánimo que inspiraba compasión; subía sin detenerse a su estancia,
se encerraba en ella con llave, se despojaba de su traje o de su amazona, desabrochaba
el corsé y se arrojaba boca abajo sobre el lecho, sofocada y tendiendo en el
vacío los brazos abiertos a un ser desconocido, para retorcerlos después con
desesperación, conteniendo los roncos gritos de llamada. ¿Acaso no había
visto en el camino real, y en un carruaje de vagabundos, a una muchacha de su
edad, de cabellos encrespados y completamente desceñida, que iba durmiendo
abrazada a la cintura del hombre que conducía el vehículo? A través de un
seto había oído además los apagados gritos de una campesina, arrojada por un
mozo de labranza sobre la recién segada hierba y que solamente oponía resistencia
al gañán, que levantaba las sayas con las palabras: ¡acaba, Pedro, que doy
voces! ¡qué me enfado! poco ruidosas por cierto. En su misma presencia la moza
de la granja había ayudado al toro a cubrir una vaca. Sobre una rama se habían
emparejado dos abejarucos. Y ella no era la hembra del abejaruco, ni la vaca, ni
la campesina, ni la vagabunda. Hasta las emanaciones de las flores primaverales
envenenaban el ambiente con un excitante perfume de amor.
Había enflaquecido mucho y circundaba sus ojos
un gran círculo azulado; acabó por enfermar. Un médico de la ciudad, a quien
se acudió, le prescribió el hierro. La tía mandaba encender cirios en la
capilla. La nodriza, que no sabía leer ni escribir, murmuraba, entre dientes:
convendría casarla.
Después quedó destruida a su vez la cínica
bestia que la había hostigado durante aquellos años de malestar. Desde el día
en que contrajo matrimonio con Trivulce, que regresó de París para ese objeto,
todo murió en ella. Solamente por la forma en que depositó sobre su frente el
primer beso de desposado aquél a quien al cabo de cinco años volvía ella a
ver, se sintió abrumada por inmensa desesperación. Con todo, se consumó el
matrimonio, sin que Edith se atreviese a proferir una queja, a abrir el corazón
a su tío o a su tía y a arriesgar la manifestación de un reparo. En la
iglesia de Plémoran, cuando ostentaba el velo de desposada, en el momento de
convertirse en mujer de aquel primo que la maltrató desde su niñez y que
continuó siendo tirano y necio, experimentó una impresión de ahogo en la
garganta. La faltó de repente aire para respirar, como si hubiese caído en un
foso y hubiese oído que ajustaban una lápida sepulcral sobre su cabeza.
Al fin, pasados quince meses había penetrado un
poco de aire y de luz por una inesperada hendidura en aquella asfixiante fosa
del matrimonio. Habiendo estallado la guerra, después de nuestras primeras
derrotas Trivulce volvió un día de la casa de un vecino, el Señor de Kérazel,
diciendo: ¡Grandes novedades! Vosotros no sabéis una palabra: Cathelineau
está alistando y armando voluntarios. Kérazel es uno de ellos. También lo son
de la Ferté y de Kéralu y de Quiberon... Ella le, contempló con mayor
interés que ordinariamente. Yo parto mañana, agregó él con sencillez.
¡Gracias a Dios! Ya veía un Plémoran, ella, que era de la familia. Le tendió
la mano con una amabilidad que no le había manifestado nunca. Al día siguiente
emprendió el hombre la marcha. La noche en que hemos conocido a la joven, ésta
le conducía muerto ya, tendido en aquel féretro de madera sin barnizar. Edith
volvió nuevamente la cabeza hasta la trasera del vehículo.
Habían pasado la penosa cuesta y la joven
fustigó el caballo. Al avanzar con mayor rapidez, el carruaje daba grandes
saltos, en cuanto las ruedas tropezaban con alguna piedra. A veces la piedra era
muy alta y todo el vehículo sonaba produciendo un chirrido de dislocación. A
cada movimiento de esa especie, Edith sentía maquinalmente la tentación de
volver la cabeza, para asegurarse de que la tartana contenía su carga lúgubre.
Entonces casi creía que había amado al Barón.
No recordaba ya la infernal malicia con que, durante las horas de recreo, el
Señor Trivulce tomaba en ella venganza del enojo de haber tenido que traducir a
Plutarco y haber estado paseando con el abate por el centro del jardín de las
raíces griegas. Olvidaba que su marido contaba quince años de edad más que
ella, el profundo egoísmo del hijo único, la vulgaridad de una alma baja, la
indiferencia y el hastío de los que fue vividor por algunos momentos en París
y que no se consolaba de haber sido recluido en su provincia por la escasez de
su fortuna. Aquel triste personaje, de detestable carácter, había cumplido su
deber alistándose y había muerto en el campo de batalla, como debe morir un
Plémoran. La joven sólo pensaba en esa acción meritoria. Lo demás, no tenía
realidad alguna. Hay más: ella, que había nacido también Plémoran, pensaba
que este apellido acababa de extinguirse para siempre, puesto que no existía
otra rama y ella no tenía hijo alguno. No estaba, por lo tanto, muy ajena de
creerse desgraciada en sumo grado. Si no la hubiese sostenido la idea de que
cumplía un alto deber y de que tenía a su vez la obligación de mostrarse
digna de su estirpe, acaso, y gracias a la intervención de los nervios, se
hubiera echado a llorar con sinceridad completa. De repente, a pesar suyo, se
estremeció Edith. Un prolongado suspiro y el ruido de un cuerpo que se
revolvía, sonaron a sus espaldas. Acababa de moverse Gabriel Marty, de quien se
había olvidado la joven por completo.
Se había vuelto sobre el costado izquierdo, apoyando en el féretro la espalda
y los pies. En aquella nueva postura roncaba con mucha fuerza, como una persona
rendida de fatiga. Y ese ronquido sacó de sus casillas a la señora de
Plémoran.
Aquellos ronquidos la impedían seguir el
hilo de sus meditaciones. En aquel momento lamentaba haberse hecho cargo del
herido. Solamente había atendido a un movimiento de compasión y resuelto con
sobrada premura. Las personas que en el primer momento se dejan llevar por el
corazón, deben desconfiar del movimiento inicial de la voluntad. La joven
tardaba mucho en reflexionar. Si llegase a encontrar a los prusianos, la
presencia de aquel soldado francés, con su uniforme y armado de fusil en el
vehículo, podría serla muy perjudicial. Así, en la primera habitación que
encontrase se desembarazaría del herido, y aun si llegara a cruzarse con
cualquier carruaje en el camino, entablaría gestiones para alejarle enseguida,
entregando dinero. Entre tanto, aun cuando la carretera se elevaba otra vez por
una cuesta, la joven molía a golpes al caballo, para ob1igarle a galopar y con
objeto de que el ruido de las ruedas no permitiera oír aquel roncar que la
irritaba.
A las doce y media de la noche despertó Gabriel
Marty.
Se sentía mejorado. Las pocas gotas de ron que
había deglutido y cuatro o cinco horas de profundo sueño, le habían devuelto
parte de sus fuerzas. La herida del pie cuya inflamación había desaparecido
con el reposo, no le hacía sufrir tanto.
Apenas fue amargada la impresión de bienestar
por el recuerdo de que estaba echado al lado de un cadáver. Por lo demás,
¿qué le importaba que hubiera un hombre muerto detrás de aquella tabla? Ni
siquiera herían sus miradas los paños negros, puesto que habían acabado por
caerse entre el féretro y el fondo del carromato. ¡El no había visto nunca a
aquel hombre! Además, desde algunos días antes la muerte era una cosa
ordinaria en derredor suyo, y la de otra persona nos deja impasibles y aun nos
inspira una involuntaria satisfacción egoísta, cuando se piensa en que podía
haber sido uno mismo la víctima. Hizo, sin embargo, la señal de la cruz,
agitó un poco los labios murmurando el De profundis en voz muy baja, y luego,
después de sacar de entre la casaca el escapulario, le besó con recogimiento.
Entonces volvió la espalda A la Señora de Plémoran.
La joven, por su parte, no se había dado cuenta
de nada. Sentada sobre el banco en la delantera del carruaje, seguía ejerciendo
de conductor. Le hubiera bastado al herido extender el brazo para tocarla, pero
la noche era tan oscura que sólo confusamente distinguía la silueta. De vez en
cuando una fuerte tos la agitaba sobre la pelliza; estaba acatarrada.-¡Con tal
de que esta admirable y animosa joven no atrape una enfermedad! -pensaba él. Si
hubiera sido bastante atrevido, él, que había recobrado el calor, se habría
despojado de su capote para tenderle sobre los pies de la joven y hubiera
colocado en derredor del cuello de ésta el tapabocas de lana. Después comenzó
a divagar el pensamiento de Gabriel. Acabaron por juntarse sus largas pestañas
y cayó en un estado de somnolencia.
Se sentía sumido en grato bienestar; invadía
una felicidad desconocida todo su ser y se entregaba a ella. Todo ello dimanaba
de la presencia de aquella joven, cuyas facciones sólo había entrevisto durante
un momento. ¡Le había salvado la vida! En una efusión de gratitud, el alma
del joven se lanzaba constantemente hacia ella. Y comprendía que la mujer
estaba junto a él, al alcance de la mano; con leví-simo movimiento había
podido estrechar la cintura de la joven.
Hasta le asaltaba una tentación; la de extender disimuladamente un brazo sobre
la paja, dirigir silenciosamente la mano al mismo borde de los vestidos y
tocarlos con las puntas de los dedos. Sabía que tal contacto le causaría la
voluptuosidad de una caricia. Él sentía sed de tal voluptuosidad. Mas, con el
sopor de la somnolencia, el brazo no estaba dispuesto a satisfacer el deseo
inmediatamente, y el abate Marty tuvo tiempo para acordarse de que era
sacerdote.
¡Le estaba vedada la mujer! ¡No podía tocarla,
ni aun con el pensamiento! Hasta entonces le había preservado de su contacto un
terror santo y misterioso.
Mas no había sido sacerdote siempre.
Precisamente retrocediendo a sus más lejanos años, recordaba que la mujer
había sido la precoz, intuitiva y única preocupación de su existencia.
Siendo todavía niño, y hallándose en Vitri,
cuando salía de vísperas con su piadosa madre, bajo los olmos seculares de la
plaza y cerca de la gótica basílica, se acercaba una anciana amiga, constantemente
acompañada de una hija, una moza alta y robusta, de veinticinco años, que no
hallaba manera de casarse, y ésta se inclinaba siempre para besar a Gabrielito.
Y Gabrielito se mantenía un minuto muy cabal colgado del cuello de la hermosa
muchacha, comiéndola el color de las mejillas y estrechándola con sus piernas
de gatito lascivo.
Su padre era escribano de la curia. Criado en el
despacho del escribano, entre las notificaciones de juicios, protestas, embargos
y legajos de papel sellado y amarillento, de los cuales se exhalaba el olor del
polvo, de las cosas encerradas y de las enmohecidas, rociado con el perfume
repugnante de los autos, Gabriel había pasado la niñez entera, en un triste
aposento, cuya única ventana, cerrada con polvorientos vidrios, daba a una
callejuela. Esta era estrecha y nadie acudía a ella a no ser los sábados,
domingos y lunes, días en que varios hombres con blusa, vacilantes siempre,
entraban y salían, como parroquianos que eran de una mala taberna, oculta en un
piso bajo del fondo de la calleja. En tales días se oían en la taberna oleadas
de voces aguardentosas, juramentos, disputas y cantos báquicos, eructos de
borracho y vómitos se mezclaban con el garganteo de las aguas de fregar,
vertidas desde los diferentes pisos en las cañerías de desagüe.
Pero en una ventana de enfrente correspondiente
al piso alto, en medio de un marco de campanillas y capuchinas, que se elevaban
a lo largo de cuatro hilos, trabajaba una muchacha. A cada momento la reñía la
voz seca y brutal de su madre, exclamando: ¡María! ¡María! Sin embargo,
María, sin perder un momento, trabajaba desde por la mañana hasta la noche
Constantemente se oía el ruido de su aguja o de sus tijeras. Solamente durante
las tardes, en que su madre iba al lavadero con un paquete de ropa en la cabeza,
María se tomaba algún rato de descanso y se ponía a mirar a la calle.
Entonces él veía aparecer la frente de la muchacha, brillante por su blancura,
y los abundantes cabellos rojos, siempre desordenados. A veces se entretenía
ella en escupir a la calle o trataba de molestar a algún gato lanzándole un
terroncito de tierra, recogido en la caja de las campanillas. Las ruidosas
carcajadas descomponían en ocasiones la pañoleta azul cruzada sobre su pecho.
A veces penetraba también su mirada en el despacho del escribano. Entonces
Gabriel se ruborizaba y bajaba inmediatamente la nariz sobre los papeles.
Y lo que le parecía delicioso a los diez años,
mientras como escribiente en miniatura copiaba los papelotes, era pensar que
aquella María, la cual tenía sin embargo doble edad que él, trabajaba a su lado.
Algunos días por la tarde se ponía María a entonar cualquier canción
lánguida, cuya letra repetía eternamente con voz monótona y parsimoniosa. Y
el padre de Gabriel estaba entonces en el Tribunal. Y penetraba por la abierta
ventana un reflejo del sol poniente, inundando de amarillenta luz el viejo y
oscuro despacho. No comprendía bien aún el muchacho las palabras "amante,
querido, amor", de que estaban sembradas las canciones de María. Sin
embargo, aquellas noches apenas había acabado de acostarse y se llevaba su
madre la luz, Gabriel veía con la imaginación la ventana de las campanillas y
de las capuchinas. La cabeza despeinada de María se presentaba ante él, y
hasta ella en persona llegaba a deslizarse en la habitación del muchacho. La
contemplaba allí entonces, a su lado, en su propio lecho; la retenía abrazada
y la decía por lo bajo: te amo, te amo, hasta que se quedaba dormido.
Después, bruscamente y desde cierto día, María
cesó de cantar. No era ya la misma; contestaba a su madre cuando la reñía; se
echaba de repente a llorar y sus ojos estaban rodeados por un círculo sombrío.
Una mañana, cuando la miraba él a hurtadillas, a tiempo que ella regaba las
plantas, hasta le pareció que caía una gruesa lágrima en el cajón. De seguro
la pasaba algo; Después, cierta noche, desde la habitación del muchacho, cuya
ventana estaba próxima a la del gabinete, oyó Gabriel una escena violenta -
¡Sucia! ¡Puta!...gritaba el padre de María.-¡En cinta y sin querer decirnos
de quién siquiera! ¡Toma, puta! ¡Toma, sucia! Y cada injuria iba acompañada
de un nuevo golpe. Gabriel oyó perfectamente el ruido apagado producido por la
cabeza de la muchacha golpeada con los muebles. Hasta que amaneció, María
estuvo bramando de dolor, y desde entonces no la volvió a ver el muchacho entre
las campanillas. Se había separado de sus padres. Y pareciéndolo que el
despacho del escribano era tan triste como una tumba, manifestó a su padre que
él no sería escribano nunca. Como su madre había estado siempre deseosa de
tener un hijo cura, el joven se hizo sacerdote.
Aun siéndolo no había podido despojarse de la
idea fija de la mujer. Por lo pronto, durante los seis años de Seminario, se
acordó de aquella María muchas veces. En clase, mientras le explicaban el Epítome
historiae sacrae, su pensamiento volaba a ella. ¿Qué haría entonces? ¿Se
habría casado con el que la dejó en cinta? ¿Habría vuelto a la casa de sus
padres? ¿ Se habría convertido en una ramera? Y después se echaba a buscar en
su diccionario francés-latino las voces ramera, mujer alegre, prostituta. En la
sala de estudio, los vecinos, ocultos por sus pupitres, completamente abiertos,
se entregaban a actos obscenos. Él escondía el rostro entre las manos, cerraba
los ojos, se tapaba las orejas, y pensaba en la ventana rodeada de campanillas.
María había protegido su castidad. ¿Acaso no se imaginaba él oír un lejano
eco de la dulcísima voz de la joven, cuando el armonium acompañaba los
cánticos en la capilla? La muchacha tenía un parecido vago con una virgen de
cabellera amarilla, pintada en los cristales de colores que había sobre el
altar. Cierto día compuso versos dirigidos a ella, una famosa composición en
alejandrinos, sorprendida por su profesor de historia eclesiástica, que la
leyó ante toda la clase, colmándole de elogios, a pesar de la pobreza de la
rima. Después conforme avanzó en años, una impalpable gasa fue cubriendo
insensiblemente el recuerdo de María. Sus cabe1los, sus facciones, su voz,
hasta su nombre, todo se fue hundiendo paulatinamente en una bruma. Pero con
todo, quedaba algo de aquella mujer en el fondo de la ardiente piedad que
sintió en el Seminario conciliar el joven. Quiso éste amar a Dios con toda la
energía que hubiera amado a una mujer. En el lugar de la mujer, Dios; misterio
por misterio. Tal fue su vocación.
Y se había ligado con lazos eternos. Pero en el
fondo del entusiasmo y de la abnegación, ¿no se prometió siempre por ventura,
para calmar las fatales rebeldías de la carne, que le serían concedidas esas
dichas con centuplicadas creces en un mundo superior? Aun en el pleno ejercicio
de su divino ministerio, y durante tres años, cuando decía misa, cuando
consagraba la hostia, cuando daba la absolución, no había podido menos de
creer que encontraría esas voluptuosidades espiritualizadas algún día, y
exentas de las perturbaciones de la saciedad. ¡En la confesión sobre todo!
Allí, en medio de la tranquilidad y la penumbra de ese tribunal de indulgencia,
había seguido amando a la mujer. A través del indeleble enrejado, había oído
los cuchicheos de misteriosas confidencias. ¡Qué horas tan deliciosas! Con la
mano de cirujano espiritual, autorizado para levantar los últimos velos, había
visto al desnudo a la mujer, a la mujer en toda su integridad. Esta le había
revelado las instructivas tribulaciones de una inocencia virginal, que no tenía
aún conocimiento de sí misma; aquélla, las últimas resistencias de un
corazón dominado por la pasión ya; otra, la repercusión de las primeras
desilusiones, los prematuros remordimientos de una contrición pronta a resbalar
por las recaídas; alguna, las vacilaciones de la edad crítica de los
definitivos desencantos; una de las últimas, las aberraciones de una senil
recaída, que había cambiado de objeto; mezquindades de beatería, puerilidades
y charlatanerías, y chispas pálidas de una llama moribunda. A todas las había
amado él de igual manera, con sacerdotal afecto; las facilitó las
revelaciones, adivinó lo que callaban, e indulgente con las extraviadas y
conmovido con todos los dolores, lloró con ellas sobre sus miserias. Y lo que
en todas ellas había amado entonces, con amor casto, según creía,
cristianamente, es decir, con el mismo amor con que Nuestro Señor Jesucristo
amó también a la Magdalena, no era siquiera lo que amó en otro tiempo con la
candorosa violencia del instinto, sino un ser único, abstracto, la más
adorable criatura de Dios: ¡la mujer!
Mas, si siempre amó a la mujer como Nuestro
Señor Jesucristo, y a través de la reja del confesionario, ¿no era una
injusticia monstruosa, que al cabo de tres años de sacerdocio, se le prohibiera
la entrada en el tribunal de la penitencia? ¡Oh! ¡celos de colegas de las
poblaciones vecinas, a los cuales había arrebatado él penitentes de rango!
¡Denuncias al arzobispo de Rennes! ¡Cartas anónimas! Llamado cinco veces en
ocho días al palacio arzobispal, no fue simpático al Gran Vicario. Privado de
su cargo, y privado de las licencias para decir misa durante seis meses, se
resignó cristianamente en un principio, hasta que se le metió en la cabeza la
idea de sentar plaza, después de leer una noche en el periódico el relato de
los primeros desastres. Y en los momentos en que le presentamos, herido y a
punto de morir de frío y de inanición, acababa de ser salvado milagrosamente
por una joven.
En aquel momento fue acometida Edith por un golpe de tos.
-Hace mucho fríopensó otra vez el hombre.-Va a coger una fluxión de pecho, y
mía sería la culpa.
Su pasado de sacerdote, no le impedía tratar de que se sentase ella en su
puesto, bajo la tela embreada, en tanto que él conduciría a su vez el
vehículo. Se sentía completamente fortalecido. Mas ¿cómo formular la
proposición a aquella Baronesa que le había hablado en la carretera como a un
sirviente? Su timidez le llevó primero a cambiar dos o tres veces de postura
sobre la paja, dirigiéndose a sí mismo un "vamos, no he dormido
mal". Después, se sentó apoyando la espalda sobre el féretro.
La señora de Plémoran, volvió la cabeza a su
vez:
-¿Necesitáis algo?- dijo. - Tengo pan y carne
fiambre.
Gabriel Marty se negó a aceptar el ofrecimiento.
Por el momento no echaba de menos nada. Comería más tarde, cuando comiera
también la señora.
-No os ocupéis de mí-dijo ella con sequedad.
Y sin parar mientes en la resistencia del herido,
le dio parte de sus provisiones. Gabriel comió dócilmente y con el corazón
enternecido. También bebió ron. Luego, con ese tono obsequioso que adopta un
cura campesino cuando es invitado a la mesa del castillo, se deshizo en
manifestaciones de gratitud y en excusas por las molestias que causaba. El mismo
hábito le sugirió esta frase: " Pediré para vos, señora, todas las
bendiciones del Dios omnipotente". Mas una repentina reflexión, contuvo la
frase cuando iba a pronunciarla, y la modificó, reduciéndola sencillamente a
esta: " Por la mañana y por la noche no os olvidaré en mis
oraciones."
Edith le escuchaba algo asombrada. Se expresaba
bien siendo un simple soldado. Tenía sentimientos religiosos. ¡Era un
verdadero bretón! Después, como se prolongasen las manifestaciones de gratitud
del militar, creyó poner término a ellas, diciendo:
-Todo eso no es nada... Sois un mozo excelente...
Acababa de empuñar las riendas de nuevo.
-Podéis echaros a dormir otra vez-agregó. Y dio
un latigazo al caballo. Volviendo a tomar ya el interrumpido hilo de sus pensamientos,
se dedicó a calcular las consecuencias de su viudez. Veamos. Llegaría a
Plémoran. ¿Cómo la recibirían sus tíos, es decir, sus suegros? ¿Qué
actitud había de guardar ella ante la desesperación de los ancianos, ella que
no había aprobado la oposición de estos a que sentara plaza su hijo único?
¿Cómo amortiguar el golpe hasta donde era posible? Avisar por telegrama, no;
una carta era preferible. Mas entonces, reparó en que el soldado no había
vuelto a acostarse sobre la paja. Y, el importuno se atrevía aún a dirigirle
la palabra. Era una verdadera falta de tacto, casi una insolencia. ¿Se
imaginaría, por lo tanto, que iba a pasar la noche con él? El desgraciado la
tomaba por una de su clase.
-¡Vamos! ¡Vamos!-dijo con tono que no admitía
réplica.-¡Guardemos silencio!
Ni siquiera volvió la cara hacia él para decir
esto. Toda la sangre de Gabriel se quedó helada en las venas. Sin quererlo,
había molestado por lo visto. Y no era, seguramente, tal el sentido de sus palabras,
es decir, de toda clase de circunlocuciones, para ofrecerse a desafiar el frío
en el puesto de ella. Y a su lado ¡cuán pequeño, mezquino, indigno y
miserable se juzgaba! Volvió a acostarse dócilmente como un perro.
Por su parte, Edith, después de las brusquedades
del arrebato, sentía ya la reacción de la bondad nativa en ella. " Tal
vez he sido demasiado áspera con ese muchacho - pensaba. - Después de todo
tiene trazas de estar bien educado; es tímido y reservado más bien que audaz.
Mas ¿cómo es que ya no chista?" Una sonrisa asomó a los labios de Edith.
El desgraciado pensaba indudablemente algo para contestar a tan brusca salida de
tono. "¡Está bien! Que haga lo que quiera. Es necesario darle tiempo para
que ese interesante mozo dé con la réplica." Entonces recordaba las
facciones del herido, que ella vio a la luz de la linterna. Nueva sonrisa."
Ea - pensó-¿ me voy a estar ocupando de él tanto tiempo? Luego se oscureció
su frente; había vuelto a Plémoran con el pensamiento. Pronto regresó. "
¿Qué hará mi herido'?-se dijo, y se puso a escuchar. - ¿Se habrá dormido?
"
Entonces, como ni siquiera oía respirar a
Gabriel, tuvo un vago sentimiento de miedo... No, no se muere con tanta rapidez.
Más bueno era poner en claro las cosas. Después de todo no conocía a aquel hombre.
Entre los bretones hay de esos caracteres recatados y susceptibles. ¿Quién
sabía si no se dispondría aquél a sorprenderla por la espalda con algún
golpe de mal género? Había dejado ya las riendas, había cogido la linterna y
proyectaba la claridad de ésta en dirección a Gabriel.
Se cruzaron sus miradas. Ella advirtió
inmediatamente el cambio operado en el rostro del herido.
-¿Qué tenéis, pues?-exclamó.
Gabriel volvió la cabeza.
-¿Os hace sufrir más acaso vuestra herida?
Él hizo un signo negativo.
Edith se fue acercando, conservando en la mano la
linterna.
-Seré tal vez yo... Os habré disgustado.
Su voz se había dulcificado mucho.
-¡Veo que soy yo la causa! Es necesario que no
me guardéis rencor; bien sabéis... No nos encontramos en circunstancias
ordinarias.
Ella le tendió la mano y él no volvió la
cabeza siquiera.
-¡Mirad! Estoy aquí... Vengo a brindaros mi
mano y a pedir que me dispenséis.
Gabriel oprimía aquella mano, y no pudiendo
pronunciar una palabra y conteniéndose para no sollozar, la llevó a sus
labios. Edith se la abandonaba con la tranquilidad de conciencia propia de quien
acaba de enmendar un yerro.
Precisamente entonces se sentía arrastrada por
la humildad cristiana y la abnegación. ¿Acaso cuando se alistó el Sr. de
Plémoran no pensó ella en partir también, para entrar al servicio de las
ambulancias? Verdaderamente hubiera sido una extraña auxiliar con la cruz roja
de Ginebra, si no hubiese prescindido de sus altanerías de hija de familia
noble. "En la guerra, como en la guerra." Solamente por curiosear iba
a jugar a la hermana de caridad un poco tiempo.
Se empeñó de todas veras en curar la herida de
Gabriel. Este se negaba a consentirlo, porque no sentía ya dolores, según
afirmaba bajo palabra de honor. No valía la pena; el vendaje del pie era
suficiente. Por dicha había salido la bala, y bastaría el reposo para lograr
la curación. Mas ella no quería contentarse con palabras. De ver la herida, en
todo caso, no podía seguirse daño alguno, y ella tenía afán por verla.
Varias veces invocó el argumento: " Si llegara a presentarse la gangrena...
" Sin embargo, todo fue inútil; el bretón se aferró en su negativa. Mil
muertes antes que impresionar a la joven con la exhibición de los enrojecidos
trapos, de la llaga desnuda y del pie manchado de sangre y de lodo. Le era
insoportable sobre todo la idea de que seguramente aquello despedía mal olor.
Por fin, como la lucha de circunspección y de
caritativo celo amenazaba eternizarse, Edith se dejó llevar de un arrebato y
exclamó:
-Lo quiero... ¿ me oye bien? Lo quiero... yo. A la
verdad, ¿era o no era ella el ama sobre el carruaje? A él le hubiera bastado
con no subir, y la joven llegó a agregar con aspereza:
-Si no cedierais, tendréis que apearos. Una
prolongada mirada de terror y de sumisión cariñosa fue la contestación de
Gabriel. La linterna, colgada de una escarpia clavada en una de las paredes del
carruaje, sólo los alumbraba con dudosa claridad. Edith sacó más la bujía.
Luego, arrodillada sobre la paja al lado de su herido, se dispuso a sacar de un
enorme saco de viaje una esponja, vendas de hilo y diferentes frascos con
árnica, agua alcanforada, etc., una completa farmacia llevada desde Plémoran
por precaución. Mas ¿dónde depositar tantos avíos? ¿ Acaso no se hallaba
allí mismo, ante sus manos, una caja de madera sin pintar, como si hubiera sido
colocada exprofeso? Sin titubear, distribuyó los objetos de su botiquín sobre
el féretro, que fue para ella tan útil como cualquier mesa. Al dar el
vehículo un tumbo, se derramó parte del agua que había echado sobre la
esponja, colocada en un plato previamente. Y penetrando por las mal unidas
tablas, algunas gotas de agua rociaron sin duda los restos mortales del zuavo
pontificio. Pero Edith, que acababa de despojarse de la pelliza y de doblar
hasta los codos las mangas de su abrigo de terciopelo negro guarnecido de
pieles, solamente pensaba en sus preparativos.
Había en ella algo de infantil. Ponía su
vanidad en aparecer como mujer de grande experiencia.
-Ea, nada tenéis que temer - dijo - no os haré
daño; tengo la mano muy suave.
Y desenvolviendo entonces las vendas, con la
destreza de un alumno interno de los hospitales, se puso fa referir que en otra
época, hallándose en Plémoran, había colocado el vendaje a la hija de un
arrendatario suyo, que sufrió una atroz caída en presencia de la joven.
Después, así que todo estuvo preparado, detuvo el caballo con objeto de que no
la molestasen las trepidaciones del carruaje al andar.
-Alto - dijo.-Cuanto a vos, es necesario que os
tendáis cuan largo sois sobre la paja.
Gabriel intentó resistirse nuevamente.
-Es preciso - repitió la joven con tono que no
admitía réplica.-Debo estar a mis anchas. Por vuestra parte, nada necesitáis
ver...
Sin embargo, Edith iba palideciendo a medida que
separaba con delicadeza los sangrientos y enlodados jirones. Mas cuando quedó a
la vista la desgarradura causada por la bala, se inclinó resueltamente y la
examinó muy de cerca, utilizando una segunda bujía, que acababa de encender.
A la luz de la vela, Gabriel, tendido sobre la
paja, veía de lleno el rostro de Edith. Esta fruncía el entrecejo. Una
profunda arruga, trazada de arriba abajo, dividía su frente en dos mitades.
Contemplaba en silencio al herido, en tanto que éste, a quien la impresión del
aire producía intenso escozor, temblaba de pies a cabeza y lanzaba apagados
quejidos. Después, hablando campanuda y gravemente, con la tranquila
certidumbre de un profesor de clínica al emitir su dictamen ante los alumnos
durante la visita de la mañana, dijo:
-Nada hay que temer, amigo mío. Esto no será
nada.
Gabriel experimentó entonces una sensación de
bienestar. Sentía sobre la herida la suavidad de aquellas vendas de usado y
flexible lino, recubiertas de cerato, que acababa de aplicarle con delicadeza, y
¡le había llamado ella amigo suyo!
-Gracias, gracias - murmuró, abrumado por la
gratitud.
Se había arrodillado ante ella sobre la paja.
Hubiera deseado pronunciar discursos, frases, mas solamente salía de sus labios
la palabra gracias. Entonces se le presentó el recurso de las lágrimas, y
lloró mucho tiempo, prosternado ante Edith. Se sentía aliviado con llorar. A
la vez que saltaba de sus ojos aquella lluvia cálida y bañaba su rostro, se
esparcía por su ser y la inundaba de felicidad, antes desconocida, algo tibio
también y extraordinariamente delicioso. Ella, sentada a su lado sobre la paja,
le dejaba llorar, no sin advertir que tenía expresivos y hermosos ojos. Por vez
primera le miró con atención y observó los detalles de sus facciones a la luz
de la linterna. "Es casi un niño, pensaba; verdaderamente es muy joven,
más joven de lo que yo creía." Y casi inmediatamente decía para sus
adentros: "Sus negros y recortados cabellos están admirablemente
distribuidos. ¡Calla! ¡que labios tan rojos y frescos!" De pronto, cuando
estaba la joven entregada a saborear tales descubrimientos, se oscureció su
frente. Una penetrante inspección que llegó hasta el fondo de su pasado, una
rápida comparación, y luego la amargura de decirse: "Jamás me estrechó
entre sus brazos un hombre como este". Entonces recordó que regresaba con
objeto de enterrar a Plémoran para siempre, y notó que el caballo continuaba
parado en medio del camino.
Edith cogió nuevamente las riendas y obligó al
caballo a andar. Después aceptó el ofrecimiento de Gabriel, que deseaba
también ser conductor, toda vez que había dormido. Abandonó ella la banqueta,
por lo tanto, y fue a sentarse en el interior del vehículo sobre la paja, en el
sitio que había ocupado el joven.
La tela embreada, extendida sobre los aros,
abrigaba a Edith de la intemperie y la joven no sentía tanto frío. Pero estaba
junto al féretro, y su imaginación penetró horrorizada entre las cuatro
maderas, donde cada tumbo agitaba un cuerpo inerte. Entonces le pareció que el
viaje fúnebre era interminable. Miró la hora en su reloj. ¡Las dos y media
apenas! Aún había cuatro horas de noche. ¡Estarían todavía lejos de Blois
cuando amaneciese! En Blois, sino la habían engañado, encontraría un tren y
después pasaría hacia Angers, por Tours. Una vez en Bretaña... Mas había
allí tantos sinsabores en perspectiva, tal cúmulo de deberes crueles y de
insípidas tareas, que, para no pensar en ellas, se dedicó a hacer hablar a
Gábriel sobre lo primero que se la ocurriese; ¿Había sufrido muchas pérdidas
su regimiento? ¿Vivían aún los padres del joven? ¡Él era de Vitri! ¡Qué
perspectiva tan magnífica la de todo el valle, visto desde la plaza de la
iglesia! ¿No había tenido hermanos? Y para disimular la incoherencia y la
falta de oportunidad de la conversación, fingía ella que la interesaban todas
esas cosas. Su voz tocaba en las inflexiones de una intimidad cariñosa. Gabriel
no trataba de saber nada. ¡Ni siquiera el pasado, ni el porvenir existían para
él! Solamente la invasora voluptuosidad de la hora presente, que él hubiera
deseado eternizar. Sentado en el banco, le dominaba la languidez. Sus
contestaciones eran breves. Le parecían muy pesadas las riendas, que continuaba
sosteniendo. Las hubiera soltado al menor pretexto; se habrían cerrado sus ojos
y se hubiera dejado caer al lado de la joven.
También ella iba cayendo en estado de languidez.
Las frases iban siendo entrecortadas. Después cesó de hecho la conversación.
Edith creyó que sentía sueño; se tendió a lo largo sobre la paja y adoptó
disposiciones para dormir. Estaba echada al lado derecho con los pies envueltos
en una manta en la parte anterior del vehículo, y la cabeza un poco levantada y
tocando casi en el féretro. Había cerrado los ojos un momento antes, tratando
de dormitar, cuando se apagó bruscamente la linterna, cuya vela había ardido
hasta el cabo.
Ambos se encontraban en el fondo de una densa
oscuridad. Gabriel, que continuaba sobre la banqueta con las riendas en la mano,
ni siquiera distinguía ya el camino. El caballo seguía avanzando maquinalmente.
Entonces Gabriel, que no oía removerse a la joven, creyó que estaba durmiendo
y tuvo la osadía de tenderse con precaución paralelamente a ella y a la mayor
distancia que le fue posible. Pero ni uno ni otro dormían y manteniéndose
inmóviles, llegaron poco a poco a sentir mucho frío; se acercaron. En lo
profundo de la noche y con un intenso frío, sin haberse dicho una palabra, he
aquí que se encontraron casi uno en brazos del otro. Entonces, de repente se
estrecharon con frenesí y sus labios, que se andaban buscando, acabaron por
encontrarse. Las circunstancias eran más poderosas que su voluntad, se devoraron
a caricias.
A las cinco de la madrugada, Gabriel, que estaba
durmiendo teniendo a Edith adormecida entre los brazos, despertó sobresaltado y
medio aturdido. El carruaje estaba casi volcado sobre un carril profundo y la
cabeza del joven había chocado contra el féretro pero el carruaje se enderezó
y Gabriel volvió a dormirse inmediatamente estrechando con más fuerza a Edith
que no había despertado. La niebla se iba disipando al acercarse el alba, y el
animal continuaba avanzando lentamente sin que le asustara el rojo fulgor de
cinco poblaciones incendiadas, que cubría de color de sangre el horizonte.
Terminada la guerra, el abate Marty recobró el
favor cerca de su Obispo. Se había conducido bien sobre el campo de batalla.
Todavía cojeaba. Le dieron el curato de una aldea. Edith de Plémoran se casó
en segundas nupcias con un agente de cambio.