DESPUÉS DE LA BATALLA
Por Paul Alexis

Paul Alexis

      Aún continuaba la lucha, entonces ya muy lejana, sobre la otra vertiente de la meseta, a una distancia de dos leguas o de tres, a lo sumo. El día llegaba a su término sin que el cañoneo disminuyese. La neblina glacial, que se elevaba desde el fondo del valle próximo, apagaba el fragor de los estampidos.
      Un soldado francés de infantería caminaba a duras penas por la principal carretera del departamento, avanzando solo y herido en el pie izquierdo. Una bala le había rozado el talón, afortunadamente sin fracturar el hueso, y había salido de la parte lesionada. Obligado el infante a quitarse el zapato, vendó la herida como pudo, rasgando un trozo de la camisa en tiras. Avanzaba con mucha lentitud, utilizando el fusil como bastón y apoyando solamente lo indispensable el pie enfermo sobre el suelo endurecido y resbaladizo, por efecto de la helada. Los trapos del apósito estaban completamente rojos y empapados en sangre, como si fueran una esponja.
       No solamente era muy intenso el dolor físico, sino que por la agitación de la fisonomía, y por ciertos estremecimientos prolongados que sacudían todo el cuerpo del infante, se podía afirmar que aquél organismo delicado y débil, de complexión nerviosa, sentía excesivamente cualquier impresión agradable o desagradable, moral o física. Un pequeño tapabocas de lana muy fina aparecía arrollado en derredor del cuello. Las delicadas manos, amoratadas por el frío, y que ordinariamente eran muy blancas, sin duda alguna, presentaban grietas en los dedos, como las de un niño. Aun cuando había cumplido veintiocho años de edad, no aparentaba veinte. Su bigote estaba apuntando.
      A pesar de su aspecto delicado, el joven herido no había arrojado la mochila, cuyo peso abrumaba sus débiles hombros. A trancas y a barrancas seguía, más bien que andando, saltando sobre un pie, y deteniéndose a cada dos o tres saltos, para reponer sus fuerzas. Mas llegó un momento en que, a pesar de su enérgica voluntad, le fue imposible ir más lejos. Sólo tuvo tiempo para llegar al borde del camino y acercarse a un guardacantón, a cuyo pie dejó caer la mochila, para sentarse sobre ella. La noche había cerrado ya y la niebla era más densa. Con la espalda apoyada sobre el guardacantón estuvo escuchando y no oyó nada. Ni un rumor humano, ni siquiera el lejano ladrido de algún perro, ni un chillido de búho. Era cosa de que se creyera en el fondo de un desierto, y de un desierto tal, que no hubiese en él animal viviente. Aplicó el oído al suelo, y percibió con mucha dificultad un rumor muy lejano, que resonaba allá, en el fondo de la niebla; era que seguía retumbando el cañón.
     ¿Qué le importaba a él, en aquel momento, que prosiguiese o no la batalla, y que el ejército francés quedase o no quedase victorioso? Él, no obstante, era un soldado voluntario, alistado por entusiasmo patriótico. Se dedicó a asegurar de la mejor manera que le fue posible el improvisado vendaje de su herida. Luego, por lo mismo que no había tomado bocado alguno desde muchas horas antes, recordó que debía conservar un trozo de bizcocho en el bolsillo del capote, y se puso a roer melancólicamente el duro alimento. Sentía sed ardiente, y no tenía qué beber. Llevaba una calabacita en bandolera, pero estaba vacía. La destapó, a pesar de todo, y la aproximó a sus labios; una sola gota de aguardiente llegó hasta la lengua. Entonces comenzó a meditar acerca de su situación.
     Ni siquiera sabía en qué sitio se hallaba. Tantas marchas y contramarchas durante quince días, es decir, desde que su destacamento se había incorporado al ejército de Chanzy y había entrado en campaña, le desorientaron por completo. Además, desde el momento en que se repuso del síncope sufrido en medio del campo de batalla, sus ideas eran confusas.
      ¿Cuánto tiempo había estado sin sentido? ¿Diez minutos? ¿Tres horas? ¿Un día entero? No lo sabía. Todo lo que le era dable recordar se reducía a lo siguiente: Su batallón había pasado toda una noche en un estrecho camino, que formaba hondonada, tendidos los soldados boca abajo y completamente vestidos. Se había prohibido vivaquear y basta encender una cerilla. Todo ello para no llamar la atención de las avanzadas bávaras, a quienes se trataba de sorprender. Poco antes de apuntar la aurora llegó una batería de seis cañones al camino de la hondonada, y el batallón del herido se alejó 1.500 metros. Entonces hizo alto durante breves minutos detrás de una cortina de álamos; después, un centenar de camaradas y él tuvieron que avanzar en concepto de tiradores contra una larga cerca aspillerada por los alemanes. Hubiera sido facilísimo arrasar la pared con unos cuantos cañonazos; mas, probablemente, sin órdenes superiores no debía empezar combate la batería del camino de la hondonada.
     Necesario fue, por lo tanto, adelantar brutalmente, a pecho descubierto, contra un muro aspillerado ¡Cómo le latía el corazón! ¡El primer encuentro! Había llegado el momento, aguardado. Con impaciencia durante cuatro meses mortales, que gastó en los campos de maniobras, mal equipado, mal alimentado, mandado torpemente y fatigado por enojosos ejercicios. Aún no clareaba el día. No se oía un disparo de fusil. No se veía un centinela enemigo. ¡Quién sabe! Tal vez iban a sorprender. una vez a los que nos habían sorprendido tantas. ¿ No se contaban acaso maravillas del joven General en jefe? ¿No seria, por Ventura, aquella helada aurora la aurora de un gran triunfo? El no sentiría miedo, cumpliría su deber como los demás. ¿Y si tuviera miedo, a pesar de todo? Esta importuna y humillante duda le imprimía al andar un temblor nervioso También sentía en aquel momento, impaciencia, un deseo furioso de que no se hiciese esperar mucho tiempo aquella primera descarga, que habría de revelar su valor, que le obligara a caer sin sentido, acobardado y nervioso, o que lo había de transfigurar con la sobreexcitación del héroe. Habían llegado entonces a 40 metros de la pared aspillerada. ¿Qué aguardaban para tirar los hijos de aquel pueblo flemático y parsimonioso? Sentía casi tentación de gritarles: "¡Haced fuego, pardiez! ¡Imbéciles!" Al menor pretexto hubiera disparado él su chassepot al aire, con tal de llamarles la atención. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, le dejó aturdido un ruido ensordecedor, y él mismo hizo fuego al azar, en medio de la humareda; después se tendió instintivamente boca abajo.
     A partir de ese instante, sus recuerdos se confundían y se reducían a vaguedades. Había proseguido el provocador estruendo de las detonaciones. Entre la humareda, más densa cada vez, silbaban las balas, en ocasiones muy cerca de su oreja, y después se hundían en la tierra, destrozando las remolachas, como los granizos impulsados por un viento huracanado. Lo único que sabia era que los otros eran tiradores, camaradas suyos, estaban tendidos como él, sanos y salvos o muertos. Lo que en medio de las brumas de su memoria distinguía aún, y esto de una manera clara entonces, era e1 espantoso e inolvidable cambio repentino del rostro de un soldado negro, situado a cuatro pasos de él, rostro que instantáneamente y durante un minuto se había vuelto horriblemente blanco, mientras la masa cerebral se escapaba, fluyendo fuera del cráneo, cuya tapa había sido levantada, y mientras cubría la ensortijada cabellera. Entonces él, manteniéndose al lado del cadáver, se había encogido sin hacer movimiento alguno, esforzándose por cubrir su cráneo con la culata del chassepot. De lo que después ocurrió, sólo conservaba vagas reminiscencias: la especie de latigazo que creyó haber recibido en el talón, la pérdida de sangre, cierto entumecimiento en toda la pierna izquierda, la sensación experimentada en el pie, como si éste hubiera sido bañado por un líquido cálido en un principio y helado después, todo se confundía en su imaginación, como las embrolladas apariciones de una pesadilla. No tenía certidumbre de haber intentado en un momento ponerse en pie y de haber caído al suelo nuevamente. También le parecía posible haber sentido una conmoción del suelo, sacudido por la caballería, haber visto cascos de los caballos que agitaban el aire junto a su mismo rostro, y tal vez habría pasado todo un escuadrón por encima de su cuerpo. Esas cosas, y probablemente otras, también pudieron ocurrir más allá del velo negro que había caído sobre sus ojos y le había envuelto con el ambiente del no ser. Por último, acababa de despertar y verse solo en medio de la helada niebla, al caer la noche y en la inmensidad de la campiña, que había quedado repentinamente desierta y silenciosa.
      Temblaba de frío y de miedo. Una tentativa para levantarse, sólo dio por resultado un agudo dolor en el pie izquierdo. Al caer quedó sentado sobre la mochila y se apoyó nuevamente con el codo sobre el guardacantón, sintiéndose desalentado y muy débil. Si llegaban a transcurrir algunos instantes sin que nadie le socorriera, volvería a perder el conocimiento Sólo le quedaba una esperanza; que una persona cualquiera, francés o prusiano, amigo o enemigo, pasara pronto por la carretera. Prestabas oído atento, y ¡nada!
      Entonces, poniendo a contribución toda la escasa fuerza que le quedaba y con voz trabajosa y doliente, exclamó:
      -¡Socorro! ¡Que venga alguien, por favor! ¡Alguien, socorro!
      Descansó un momento y repitió sus clamores varias veces, y entre llamamiento y llamamiento se ponía a escuchar. ¡Nadie! Un silencio aterrador! En aquellos instantes las lágrimas inundaron sus ojos, lágrimas abundantes, que corrieron luego silenciosamente por sus mejillas de niño.
      De pronto, como si se le hubiera ocurrido un supremo recurso en que no había pensado aún, cesaron de fluir sus lágrimas. Se puso a persignarse; sus labios se agitaban y murmuraban por lo bajo algunas frases, oraciones y oraciones fervorosas. Pero esas oraciones estaban en latín.
      Durante mucho tiempo estuvo rezando de esa suerte, con las manos juntas y moviendo por costumbre el pulgar y el Índice de la mano derecha, como si sus dedos hubieran estado pasando las cuentas de su rosario. De vez en cuando besaba con devoción un escapulario y una medallita pendientes de su cuello y sujetos a él con un cordón negro, que acababa de sacar de entre las ropas. El quepis, de que se había despojado por respeto, yacía en tierra. En la parte alta del occipucio blanqueaba una mancha circular, en la cual se veía la carne, por no haber brotado nuevamente los cabellos; quien de esa suerte imploraba la ayuda del cielo, había sido tonsurado.
      Entonces llegó a sus oídos un lejano rumor de ruedas. ¡Gran Dios! ¿Han sido oídas milagrosamente mis súplicas? Desfallecido con la esperanza, se inclinó hacia el lado de donde procedía el ruido. No cabía duda; era el rodar de un carruaje. Se oía ya distintamente el chirriar de los ejes y los golpes de los cascos de caballo. Mas nada se veía aún. ¡Con tal de que llegara el vehículo por la carretera, en cuyo borde se hallaba él sentado!, pensaba el herido. Hubo un momento en que no percibió rumor alguno, y se estremeció todo su cuerpo. ¡Habría llegado el carruaje a su destino y no avanzaría ya! ¿Se alejaría acaso por algún camino transversal? Una tras otra, se santiguó cuatro o cinco veces; esta vez de puro cobarde. ¿Qué hacer en tal situación? Dar voces, pero ¿sería esto prudente? Los gritos podían asustar al conductor y decidirle a tomar otra dirección. Después oyó nuevamente el ruido. El caballo avanzaba por el camino al trote y pasaría pronto por delante del herido. ¡Si no se detuviera en aquel instante, si diera un latigazo al caballo por contestación a los gemidos del estropeado!
      -No, pensaba éste; me tenderé de través. Prefiero que pasen entonces las ruedas sobre mi cuerpo.
      Y la desesperación le comunicó fuerzas para arrastrarse hasta la parte media del camino. Un carromato grande, de cuatro ruedas, cubierto con una tela embreada y tendida sobre tres aros de madera, se acercaba a él a trote corto y sólo distaba ya algunos pasos. El herido, rendido y sin alientos, quiso llamar y únicamente logró emitir algunos sonidos inarticulados. El carruaje no llevaba farol encendido y aquél podía ser aplastado. Por fortuna el caballo se espantó, se detuvo de golpe y aun retrocedió algunos pasos.
      -¿Quién va?-gritó una voz de mujer.
      Y se oyó el ruido de un revólver, al ser amartillado.
      -¡Socorro! ¡Piedad! ¡ Estoy herido!
      No pudo decir una palabra más. Se cerraron sus ojos, y su cabeza volvió a caer sobre el helado lodo del camino.
      Cuando, transcurridos algunos instantes, volvió a abrir los ojos, le deslumbró una viva claridad. La mujer acababa de encender una linterna, y desde el extremo del carromato, inclinada hacia el herido, le estaba contemplando.
      -¿Quién sois? - repitió. - ¿Qué hacéis ahí, en medio del camino?
      Su voz sonora y musical, algo baja, ahogada por la violenta emoción que la mujer trataba de disimular, revelaba que ésta era muy joven. Bien abrigada contra el frío, envuelta en una enorme pelliza de color oscuro y propia de una campesina, pelliza bajo la cual debía llevar otro abrigo, se había echado el capuchón sobre la cabeza. No dejaba ver parte alguna del rostro y su mano derecha no abandonaba el revólver, completamente montado. Sentía desconfianza y la entraban tentaciones de apagar la linterna de golpe, y obligar al caballo a dar un rodeo, a fin de no aplastar aquella larva humana que gemía y obstruía el camino, y alejarse rápidamente. Mas esto hubiera sido huir, sentir miedo con el pretexto de ser prudente, y acobardarse.
      Con fingida distracción e indiferencia seguía preguntando al joven, cuánto tiempo haría que estaba herido y dónde sentía el dolor. Al oír las contestaciones del otro, sostenía ella en su interior una batalla. De repente se volvió hacia la trasera del vehículo, y la mirada que dirigió al interior, bajo el toldo tendido sobre los aros; una de esas miradas, con las cuales se consulta ordinariamente a una persona, la inspiró una resolución al parecer.
      La joven viajaba sin compañía.
      -Aguardad - dijo - voy a bajar.
      A pesar de su gran debilidad, el herido se dio exacta cuenta de todo esto. La joven, al aproximarse a él, seguía temblando nerviosamente. Había conservado en la mano la linterna. Con la otra, presentó al joven una botella destapada. Era de ron. Él bebió con avidez.
      -Gracias -dijo.-Me siento ya mejor.
      Ella le alargó la botella otra vez.
      -Tomad, tomad más...
      La mujer se inclinó hacia el herido, y el capuchón dejó la cabeza al descubierto. Le pareció maravillosamente hermosa. No se cansaba de beber; se sentía turbado, y la joven perdió la paciencia.
      -Vamos pronto - exclamó - no tengo tiempo...
      Entonces la miró él intranquilo.
      -Guardad la botella. También tengo pan y os lo entregaré enseguida. Y ahora procurad apartaros del medio del camino; os daré la manta del caballo y podréis aguardar hasta que amanezca.
      Decía todas estas frases en tono seco, cortado e imperativo, como si no admitiese réplica. Así manda una dama de alta clase a sus criados. Él se sentía humillado, cual si hubiera recibido una limosna. Con el corazón inundado de gratitud hacia la mujer que le socorría, hubiera deseado besar su mano, y sin embargo, le entraban deseos de llorar.
      Con el rubor en el rostro, confortado por el ron y aguijado por la vergüenza sobre todo, se puso en pie. Había quedado el saco en tierra. La mujer le recogió y le llevó hasta el guardacantón próximo.
      -Por lo menos ahí- dijo - no os expondréis a ser aplastado.
      Entonces levantó la linterna. El infeliz avanzó cojeando y ella no se atrevió a decirle: daos prisa. Hasta dio algunos pasos para salirme al encuentro, siguiendo con la linterna en alto. Sus miradas se encontraron con las del herido y reparó en que éste tenía los ojos humedecidos por las lágrimas. También observó que era muy joven. Comenzó a surgir en ella la simpatía y le dirigió nuevas preguntas:
       -¿Cómo os llamáis?
      -Gabriel... Gabriel Marty.
      -¿De dónde sois?
       -De Vitri.
      -¡Cómo! ¡De Vitri!-¡Y ella de Rennes! Bretón, lo mismo que ella, casi un compatriota. Le miró con mayor atención. La distinción de aquel rostro macilento y marcado por el dolor, impresionó a la joven. Volvió la vista hacia el carruaje otra vez. Nuevamente sostenía una lucha interior. En circunstancias ordinarias habría transportado al mozo a cualquier punto, hasta una ambulancia o hasta el primer mesón.
      -¡No puedo, no puedo!-murmuraba.
      Al pronunciar el no puedo, se contristó, a juzgar por el tono de su voz. Debía hallarse bajo el peso de una profunda pena. Y Gabriel Marty, olvidada por un momento su angustia personal, contenía la respiración.
      -Vos mismo os vais a convencer de que me es imposible.
      Se aproximó a la trasera del vehículo; levantó bruscamente un extremo de la tela embreada y dijo:
      -¡Mirad!
      A la luz del farol se vio una caja de madera sin barnizar, cubierta con una tela negra.
      -Ahí está el cadáver del barón de Plémoran, antiguo zuavo pontificio, que murió en el campo de batalla.
       Se vio obligada a guardar silencio durante algunos segundos, como para recobrar la voz y agregó:
      -Era mi marido... Le he encerrado esta mañana en el féretro. Se estaba dando una batalla y nadie quería transportarle. Entonces compré a un labriego este caballo y este carro...
      No sabiendo qué decir, Gabriel Marty se quitó el kepis, cayó de rodillas, hizo la señal de la cruz y se puso a rezar.
      Un cuarto de hora después el carromato avanzaba por la carretera arrastrado por el caballo, que caminaba a trote corto. La viuda del Barón conducía el carruaje, y detrás de ella el joven soldado, tendido en el vehículo sobre un poco de paja, dormía ya profundamente al lado del féretro.
      El caballo era un animal de labor, pesado pero fuerte. Para que no abandonase el trote, la joven le fustigaba a cada momento. La carretera, destrozada y casi destruida por las idas y venidas de varios cuerpos de ejército, iba siendo más penosa a medida que avanzaban. La joven salvaba los riesgos por su cuenta, porque había montado mucho a caballo.
      Serían las nueve de la noche, poco más o menos. Apareció ante los viajeros una subida muy pendiente y larga. No era cosa de marchar al trote ya. La mujer abandonó el látigo, aflojó las riendas y dejó que el caballo caminase a su gusto. Entonces se entregó ella por completo a sus meditaciones.
      Sin saber por qué, se había tranquilizado mucho. Su cuerpo no experimentaba ya aquel fatigoso temblor nervioso que una hora antes la agitaba a pesar suyo. Después pensó que tal vez debía la tranquilidad de aquel momento a la presencia del herido. ¿Por ventura no hay instantes en que la compañía de un niño con andadores y aun la de un animal basta para alentarnos? ¡Quién sabe! Acaso al siguiente día cortasen la pierna al mozo. Tal vez a las veinticuatro horas estaría muerto como el barón de Plémoran. Pues bien, en tal estado le necesitaba ella. Si hubiese estado útil, bien sano, bien armado y dispuesto a prestarla ayuda, no habría querido nada con él. ¿Por qué? Porque entonces, cuando había hecho algo más que ser heroica, no se avenía a que la minasen su heroísmo.
      Así, tenía resuelto su plan. En tanto que no chistase el joven; en tanto que no fuese molesto, le conduciría, hasta que, llegado el día, pudiera dejarle en una posada o en cualquier granja hospitalaria. Hasta entregaría dinero para que no le faltase nada al desventurado y fuese cuidado de una manera conveniente.
      Después continuaría ella el viaje hasta llegar a la próxima estación del ferrocarril. Si estuviese cortada la vía, seguiría avanzando más allá. Aun cuando tuviese que recorrer cien kilómetros sola y por medio de aquella comarca, donde se estaban batiendo hacía quince días varios cuerpos de ejército, acabaría seguramente por encontrar un tren que la condujese a ella y a los restos de su marido a la baja Bretaña, a Plémoran.
      Después de todo ¿qué tenía ella que temer? La generalidad respeta a los muertos. Si los azares de su fúnebre viaje la obligaban a cruzar entre un destacamento armado, lo peor que pudiera suceder era que fuese registrado el carruaje. Alemanes y franceses, soldados regulares, hulanos o francotiradores, se descubrirían ante el féretro y la dejarían paso libre, presentándola las armas. No habrá, en suma, otro peligro que el de tropezar con merodeadores aislados, con rezagados desertores o campesinos codiciosos. Había oído hablar de esa hez de malhechores que van arrastrando tras sí los ejércitos en campaña, de esos cuervos humanos que al siguiente día de un encuentro se arrojan sobre el campo de batalla para despojar a los cadáveres, y que rematan a los heridos a fin de registrarlos con mayor holgura. Contra tales cobardes, cualquiera que fuese su nacionalidad, tenía ella un revolver. Al pensar esto metió la mano derecha en el bolsillo de la pelliza para palpar el arma. Esta continuaba allí, y ella se tranquilizó mucho.
      Luego cambió el curso de sus ideas. No era ella ya quien caminaba así sola, de noche, por las carreteras, sino otra mujer, una mujer extraordinaria, que ella vio algunas veces en sueños y que tenía un modo de vivir que ella no conoció jamás. Y lo increíble de la aventura, lo inverosímil de aquella realidad la obligaba a reír en algunos momentos con una risa interior.
      ¿ No se la había aparecido aquella mujer extraordinaria, siendo ella niña, en las ochenta estancias destartaladas del castillo de Plémoran? Su mismo tío, el anciano Marqués, de taciturno carácter, a pesar de su edad, pasaba a veces tres días consecutivos cazando y tres meses enteros sin dirigir la palabra. Su tía, de estatura desmesuradamente elevada, seca, angulosa, fea y mal vestida, cuando no estaba rezando en la capilla del fondo del parque, la obligaba a recitar el Catecismo y la aterraba con los suplicios de la condenación eterna, o la explicaba fórmulas para conservar las manzanas. Su primo hermano, con quince años de edad más que ella, el Sr. Trivulce, tan malo como la sarna y tan egoísta como un hijo único, aun cuando casado ya con la señorita Edith, se cuidaba de ella lo mismo que de esas pobres harapientas, a quienes ahuyentaba a pedradas cuando notaba que estaban recogiendo algunas ramas de leña muerta. Una de las grandes distracciones del Sr. Trivulce durante las horas de recreo, que le consentía su preceptor el abate, ¿no se reducía acaso a dar empellones, a pellizcar o a abofetear a la que había de ser su mujer? Tal vez la hubiese inutilizado para toda su vida sin la protección de la nodriza, la suya, una excelente bretona nacida en Phítnoran y que no sabía leer ni escribir, una imaginación candorosamente poética que la refería todo género de leyendas.
      De esas leyendas, recogidas en la edad infantil; de los retratos de familias, algunos de ellos negros con el polvo de varios siglos, y todos colgados en las inmensas galerías; de las viejas tapicerías señoriales, gastadas hasta verse la trama del tejido, de la misma atmósfera sombría y rancia de aquella poco recreativa morada, había salido la señorita Edith, una criatura ideal. Obligada a vivir en interior recogimiento, llevada a soñar por la influencia de la misma comarca, de aquel cielo cubierto de extensos bosques, de aquel sordo golpear del Océano, que martilleaba el acantilado no lejos del castillo, y de aquel viento que penetraba por las entornadas vidrieras mal unidas y que mugía a través de los interminables corredores, la joven hubiera muerto sin esa compañera invisible, que al parecer crecía y se transformaba al mismo tiempo que ella.
      Por lo pronto, durante su infancia, ajena a toda clase de juegos, se había distraído mucho con aquella hermanita soñada. Después, a los catorce años, cuando se ocultaba tiempo para leer libros de caballería robados en la biblioteca, la hermanita de los sueños se transformó en una hermosa y heroica castellana, que inspiraba nobles pasiones, y era amada con cariño puro por caballeros que caían mortalmente heridos besando un mechón de los cabellos de la dama. La belleza de la hermosa y heroica castellana estaba constituida por cien y cien diversos rasgos tomados de todas las Plémoran de varios siglos, cuyas imágenes pendían de los muros de la galería de retratos.
      La elegancia y esbeltez de su talle procedía de la hierática rigidez de cierta contemporánea de Felipe Augusto; tenía ojos grandes, circundados de barniz como los de la dama que dio golpe en la corte de Luis XIII, y la tez, de azucena y rosa, realzada por un lunar postizo como los que estaban de moda en tiempos de la Regencia, la cabeza noblemente erguida de otra Plémoran y la nariz ligeramente arqueada de toda la serie, y por último, el hermoso cuello de cisne do la última retratada, cuello segado implacablemente cierto día por la cuchilla del doctor Guillotin. Desde los catorce hasta los diecinueve años, continuó soñando así. ¡Que vida tan deliciosa!
       Trivulce, terminada su educación, vivía a. su capricho en París, aguardando la hora de celebrar la ya concertada boda con su prima hermana. El Marqués, con parálisis en las piernas, no se movía de su gran sillón; hablaba poco, y no aceptaba otros cuidados ni más compañía que la de un antiguo criado, septuagenario ya. Su tía, además de dedicarse a sus rezos en la capilla, criaba cotorras y perritos. Por entonces, la joven gozaba la más amplia libertad. ¡Cuántas correrías a caballo por las profundidades del bosque y por acantilados, acompañada únicamente por dos guardas del monte, que la seguían desde lejos! También tenía verdadera pasión por la lectura. Principalmente de noche, cuando hacía mucho tiempo que todos dormían en el castillo, se sepultaba en el amplio lecho de colgaduras, colocando la lámpara sobre la mesita. Inútil era que el viento zumbase por las hendiduras de las puertas con gemidos de alma del purgatorio: las horas transcurrían agradable y rápidamente, y la inmovilidad del cuerpo contribuía a que el pensamiento volase mejor a sus anchas, ¡Soledad viviente y fecunda, poblada de visiones intensas! Cuántas veces al apagar la luz había tenido que correr los pesados cortinajes del lecho, a fin de no ver la del naciente día! Verdad es que en tales casos no abría los ojos hasta que no sonaba la campanilla que llamaba a almorzar; y la joven llegaba con retraso, con los ojos fatigados y el rostro muy pálido. Mas la tía, que nunca había acabado de atusar a los perros a tal hora, bajaba más tarde aún. Andando el tiempo, todos los libros de la biblioteca pasaron por las manos de la joven.
      En un viejo Robinson Crusoe, del cual faltaban algunas páginas, hizo palpitar el corazón de la joven el pie de imprenta de "Vendredi." Había leído dos veces todas las obras de Walter Scott, una interminable historia de las Cruzadas, y novelas de la Edad Media; después leyó relatos de viajes maravillosos y la Conquista de Méjico Hernán Cortés. Atala, René y Los Natchez habían envuelto su espíritu en una nube de poesía, en medio de la cual apareció súbitamente un rayo de luz: la lectura de un volumen suelto de la Comedia humana. Luego se lanzó sobre el teatro. ¡No comprendió nada de Shakespeare, traducido por Ducis! ¡Racine la produjo fastidio, más descubrió fuentes de emoción en Corneille; Moliére la hizo reír con entusiasmo en una edad en que, por no conocer nada de la vida, no comprendió el cruel sentido oculto de risas tales. También devoró a Diderot sin asimilársele; los cien volúmenes de las obras completas de Voltaire, dos libros de quí-mica y de historia natural y el Diccionario filosófico. Cierto día, en que abrumada por libros que no estaban a su alcance, cuando nada tenía ya que leer y estaba nuevamente abrasada de curiosidad, revolvía la biblioteca de arriba abajo, la casualidad la reveló la existencia de un secreto. La bastó oprimir un botón imperceptible que simulaba un nudo natural de la madera; osciló una tabla y dejó al descubierto una cavidad oculta. Había dado la joven con una veintena de libros pornográficos.
      El que abrió al azar, una novela del marqués de Sade, nada la reveló, ¡tal era entonces la inocencia de la joven! Hojeó otros varios sin comprender una palabra. Después abrió el titulado Gamiani, escrito por el marqués Alcides de T., y que tenía grabados. Al ver tales grabados, se puso repentinamente roja como una amapola. Sintió correr por la espina dorsal un súbito fuego y se volvió para entrar hacia la puerta, inquieta e indecisa.
      Una criada, terminado el arreglo de las habitaciones de su cargo, estaba barriendo en la galería que había delante de la biblioteca. La tía iba a pasar para dirigirse a la capilla. ¡Podía entrar alguna! Entonces, Cerrando precipitadamente el escondrijo, Edith se fue a refugiar en el extremo del parque, en el fondo de un espeso bosquecillo, a donde nadie más que ella iba desde hacía diez años. Allí, segura de no ser molestada, al pie de un antiguo fauno de piedra mutilado ya, que estrechaba una ninfa sin brazos, la joven miró los grabados otra vez. Luego abrió otro volumen Daphnís y Cloe. Devoró éste desde el principio hasta el fin sin saltar un renglón. ¡Qué tarde tan memorable! Hacía tres semanas que la joven había cumplido diecinueve años. Era el mes de junio. Se sentía calor. En derredor de ella, en lo más recóndito de las arboledas se percibían suaves frotes de alas y ruidos de invisibles carreras. A veces interrumpía la lectura con las mejillas ardiendo, la frente bañada de sudor y falta ella de aliento. Dos mariposas blancas revoloteaban lentamente una en derredor de otra y después acabaron por formar una sola mariposa blanca.
Por la tarde la joven no comió en la mesa.
      Desde entonces, durante dos largos años, desde los diecinueve a los veintiuno, se sintió muy cambiada. ¿Adónde se había retirado aquélla hermana de sus sueños, aquélla criatura imaginaria que siendo ella niña había compartido sus juegos, y que luego había ido creciendo a la par de ella, y que había ido hermoseándose con las bellezas repartidas entre una estirpe entera y con las deliciosas reminiscencias de las propias lecturas? ¿Habría vuelto al no ser? ¿Acaso, detenida en lejanos sitios por una potencia superior, gemía secretamente, con el corazón henchido y los ojos anegados de lágrimas eternas? Porque no era posible que la inmaculada aparición, la simpática compañera de los años de castidad, se hubiese trocado en un ser bestial. Y ciertamente era una bestia quien había inquietado a la joven día y noche durante los dos años aquellos; una bestia desenfrenada e impúdica, que arrastraba inmundas voluptuosidades y aspiraba a una saciedad inasequible. ¡Ni un momento de descanso! Lo mismo durante el día, en medio del solemne fastidio del antiguo castillo señorial, que durante las noches, aquellas noches de ardor en que la aurora acababa por sorprenderla sin haber pegado los ojos. Cuando la primavera hacia palpitar el campo con un estremecimiento de vida, la joven salía de madrugada a caballo o a pie, siempre con la idea fija, siempre con la esperanza vaga de tranquilizarse en medio de la general agitación amorosa de los seres.
      Pero regresaba al castillo exasperada y en un estado de ánimo que inspiraba compasión; subía sin detenerse a su estancia, se encerraba en ella con llave, se despojaba de su traje o de su amazona, desabrochaba el corsé y se arrojaba boca abajo sobre el lecho, sofocada y tendiendo en el vacío los brazos abiertos a un ser desconocido, para retorcerlos después con desesperación, conteniendo los roncos gritos de llamada. ¿Acaso no había visto en el camino real, y en un carruaje de vagabundos, a una muchacha de su edad, de cabellos encrespados y completamente desceñida, que iba durmiendo abrazada a la cintura del hombre que conducía el vehículo? A través de un seto había oído además los apagados gritos de una campesina, arrojada por un mozo de labranza sobre la recién segada hierba y que solamente oponía resistencia al gañán, que levantaba las sayas con las palabras: ¡acaba, Pedro, que doy voces! ¡qué me enfado! poco ruidosas por cierto. En su misma presencia la moza de la granja había ayudado al toro a cubrir una vaca. Sobre una rama se habían emparejado dos abejarucos. Y ella no era la hembra del abejaruco, ni la vaca, ni la campesina, ni la vagabunda. Hasta las emanaciones de las flores primaverales envenenaban el ambiente con un excitante perfume de amor.
      Había enflaquecido mucho y circundaba sus ojos un gran círculo azulado; acabó por enfermar. Un médico de la ciudad, a quien se acudió, le prescribió el hierro. La tía mandaba encender cirios en la capilla. La nodriza, que no sabía leer ni escribir, murmuraba, entre dientes: convendría casarla.
      Después quedó destruida a su vez la cínica bestia que la había hostigado durante aquellos años de malestar. Desde el día en que contrajo matrimonio con Trivulce, que regresó de París para ese objeto, todo murió en ella. Solamente por la forma en que depositó sobre su frente el primer beso de desposado aquél a quien al cabo de cinco años volvía ella a ver, se sintió abrumada por inmensa desesperación. Con todo, se consumó el matrimonio, sin que Edith se atreviese a proferir una queja, a abrir el corazón a su tío o a su tía y a arriesgar la manifestación de un reparo. En la iglesia de Plémoran, cuando ostentaba el velo de desposada, en el momento de convertirse en mujer de aquel primo que la maltrató desde su niñez y que continuó siendo tirano y necio, experimentó una impresión de ahogo en la garganta. La faltó de repente aire para respirar, como si hubiese caído en un foso y hubiese oído que ajustaban una lápida sepulcral sobre su cabeza.
      Al fin, pasados quince meses había penetrado un poco de aire y de luz por una inesperada hendidura en aquella asfixiante fosa del matrimonio. Habiendo estallado la guerra, después de nuestras primeras derrotas Trivulce volvió un día de la casa de un vecino, el Señor de Kérazel, diciendo: ¡Grandes novedades! Vosotros no sabéis una palabra: Cathelineau está alistando y armando voluntarios. Kérazel es uno de ellos. También lo son de la Ferté y de Kéralu y de Quiberon... Ella le, contempló con mayor interés que ordinariamente. Yo parto mañana, agregó él con sencillez. ¡Gracias a Dios! Ya veía un Plémoran, ella, que era de la familia. Le tendió la mano con una amabilidad que no le había manifestado nunca. Al día siguiente emprendió el hombre la marcha. La noche en que hemos conocido a la joven, ésta le conducía muerto ya, tendido en aquel féretro de madera sin barnizar. Edith volvió nuevamente la cabeza hasta la trasera del vehículo.
      Habían pasado la penosa cuesta y la joven fustigó el caballo. Al avanzar con mayor rapidez, el carruaje daba grandes saltos, en cuanto las ruedas tropezaban con alguna piedra. A veces la piedra era muy alta y todo el vehículo sonaba produciendo un chirrido de dislocación. A cada movimiento de esa especie, Edith sentía maquinalmente la tentación de volver la cabeza, para asegurarse de que la tartana contenía su carga lúgubre.
      Entonces casi creía que había amado al Barón. No recordaba ya la infernal malicia con que, durante las horas de recreo, el Señor Trivulce tomaba en ella venganza del enojo de haber tenido que traducir a Plutarco y haber estado paseando con el abate por el centro del jardín de las raíces griegas. Olvidaba que su marido contaba quince años de edad más que ella, el profundo egoísmo del hijo único, la vulgaridad de una alma baja, la indiferencia y el hastío de los que fue vividor por algunos momentos en París y que no se consolaba de haber sido recluido en su provincia por la escasez de su fortuna. Aquel triste personaje, de detestable carácter, había cumplido su deber alistándose y había muerto en el campo de batalla, como debe morir un Plémoran. La joven sólo pensaba en esa acción meritoria. Lo demás, no tenía realidad alguna. Hay más: ella, que había nacido también Plémoran, pensaba que este apellido acababa de extinguirse para siempre, puesto que no existía otra rama y ella no tenía hijo alguno. No estaba, por lo tanto, muy ajena de creerse desgraciada en sumo grado. Si no la hubiese sostenido la idea de que cumplía un alto deber y de que tenía a su vez la obligación de mostrarse digna de su estirpe, acaso, y gracias a la intervención de los nervios, se hubiera echado a llorar con sinceridad completa. De repente, a pesar suyo, se estremeció Edith. Un prolongado suspiro y el ruido de un cuerpo que se revolvía, sonaron a sus espaldas. Acababa de moverse Gabriel Marty, de quien se había olvidado la joven por completo.
Se había vuelto sobre el costado izquierdo, apoyando en el féretro la espalda y los pies. En aquella nueva postura roncaba con mucha fuerza, como una persona rendida de fatiga. Y ese ronquido sacó de sus casillas a la señora de Plémoran.
       Aquellos ronquidos la impedían seguir el hilo de sus meditaciones. En aquel momento lamentaba haberse hecho cargo del herido. Solamente había atendido a un movimiento de compasión y resuelto con sobrada premura. Las personas que en el primer momento se dejan llevar por el corazón, deben desconfiar del movimiento inicial de la voluntad. La joven tardaba mucho en reflexionar. Si llegase a encontrar a los prusianos, la presencia de aquel soldado francés, con su uniforme y armado de fusil en el vehículo, podría serla muy perjudicial. Así, en la primera habitación que encontrase se desembarazaría del herido, y aun si llegara a cruzarse con cualquier carruaje en el camino, entablaría gestiones para alejarle enseguida, entregando dinero. Entre tanto, aun cuando la carretera se elevaba otra vez por una cuesta, la joven molía a golpes al caballo, para ob1igarle a galopar y con objeto de que el ruido de las ruedas no permitiera oír aquel roncar que la irritaba.
      A las doce y media de la noche despertó Gabriel Marty.
      Se sentía mejorado. Las pocas gotas de ron que había deglutido y cuatro o cinco horas de profundo sueño, le habían devuelto parte de sus fuerzas. La herida del pie cuya inflamación había desaparecido con el reposo, no le hacía sufrir tanto.
      Apenas fue amargada la impresión de bienestar por el recuerdo de que estaba echado al lado de un cadáver. Por lo demás, ¿qué le importaba que hubiera un hombre muerto detrás de aquella tabla? Ni siquiera herían sus miradas los paños negros, puesto que habían acabado por caerse entre el féretro y el fondo del carromato. ¡El no había visto nunca a aquel hombre! Además, desde algunos días antes la muerte era una cosa ordinaria en derredor suyo, y la de otra persona nos deja impasibles y aun nos inspira una involuntaria satisfacción egoísta, cuando se piensa en que podía haber sido uno mismo la víctima. Hizo, sin embargo, la señal de la cruz, agitó un poco los labios murmurando el De profundis en voz muy baja, y luego, después de sacar de entre la casaca el escapulario, le besó con recogimiento. Entonces volvió la espalda A la Señora de Plémoran.
      La joven, por su parte, no se había dado cuenta de nada. Sentada sobre el banco en la delantera del carruaje, seguía ejerciendo de conductor. Le hubiera bastado al herido extender el brazo para tocarla, pero la noche era tan oscura que sólo confusamente distinguía la silueta. De vez en cuando una fuerte tos la agitaba sobre la pelliza; estaba acatarrada.-¡Con tal de que esta admirable y animosa joven no atrape una enfermedad! -pensaba él. Si hubiera sido bastante atrevido, él, que había recobrado el calor, se habría despojado de su capote para tenderle sobre los pies de la joven y hubiera colocado en derredor del cuello de ésta el tapabocas de lana. Después comenzó a divagar el pensamiento de Gabriel. Acabaron por juntarse sus largas pestañas y cayó en un estado de somnolencia.
      Se sentía sumido en grato bienestar; invadía una felicidad desconocida todo su ser y se entregaba a ella. Todo ello dimanaba de la presencia de aquella joven, cuyas facciones sólo había entrevisto durante un momento. ¡Le había salvado la vida! En una efusión de gratitud, el alma del joven se lanzaba constantemente hacia ella. Y comprendía que la mujer estaba junto a él, al alcance de la mano; con leví-simo movimiento había podido estrechar la cintura de la joven.
Hasta le asaltaba una tentación; la de extender disimuladamente un brazo sobre la paja, dirigir silenciosamente la mano al mismo borde de los vestidos y tocarlos con las puntas de los dedos. Sabía que tal contacto le causaría la voluptuosidad de una caricia. Él sentía sed de tal voluptuosidad. Mas, con el sopor de la somnolencia, el brazo no estaba dispuesto a satisfacer el deseo inmediatamente, y el abate Marty tuvo tiempo para acordarse de que era sacerdote.
      ¡Le estaba vedada la mujer! ¡No podía tocarla, ni aun con el pensamiento! Hasta entonces le había preservado de su contacto un terror santo y misterioso.
      Mas no había sido sacerdote siempre. Precisamente retrocediendo a sus más lejanos años, recordaba que la mujer había sido la precoz, intuitiva y única preocupación de su existencia.
      Siendo todavía niño, y hallándose en Vitri, cuando salía de vísperas con su piadosa madre, bajo los olmos seculares de la plaza y cerca de la gótica basílica, se acercaba una anciana amiga, constantemente acompañada de una hija, una moza alta y robusta, de veinticinco años, que no hallaba manera de casarse, y ésta se inclinaba siempre para besar a Gabrielito. Y Gabrielito se mantenía un minuto muy cabal colgado del cuello de la hermosa muchacha, comiéndola el color de las mejillas y estrechándola con sus piernas de gatito lascivo.
      Su padre era escribano de la curia. Criado en el despacho del escribano, entre las notificaciones de juicios, protestas, embargos y legajos de papel sellado y amarillento, de los cuales se exhalaba el olor del polvo, de las cosas encerradas y de las enmohecidas, rociado con el perfume repugnante de los autos, Gabriel había pasado la niñez entera, en un triste aposento, cuya única ventana, cerrada con polvorientos vidrios, daba a una callejuela. Esta era estrecha y nadie acudía a ella a no ser los sábados, domingos y lunes, días en que varios hombres con blusa, vacilantes siempre, entraban y salían, como parroquianos que eran de una mala taberna, oculta en un piso bajo del fondo de la calleja. En tales días se oían en la taberna oleadas de voces aguardentosas, juramentos, disputas y cantos báquicos, eructos de borracho y vómitos se mezclaban con el garganteo de las aguas de fregar, vertidas desde los diferentes pisos en las cañerías de desagüe.
      Pero en una ventana de enfrente correspondiente al piso alto, en medio de un marco de campanillas y capuchinas, que se elevaban a lo largo de cuatro hilos, trabajaba una muchacha. A cada momento la reñía la voz seca y brutal de su madre, exclamando: ¡María! ¡María! Sin embargo, María, sin perder un momento, trabajaba desde por la mañana hasta la noche Constantemente se oía el ruido de su aguja o de sus tijeras. Solamente durante las tardes, en que su madre iba al lavadero con un paquete de ropa en la cabeza, María se tomaba algún rato de descanso y se ponía a mirar a la calle. Entonces él veía aparecer la frente de la muchacha, brillante por su blancura, y los abundantes cabellos rojos, siempre desordenados. A veces se entretenía ella en escupir a la calle o trataba de molestar a algún gato lanzándole un terroncito de tierra, recogido en la caja de las campanillas. Las ruidosas carcajadas descomponían en ocasiones la pañoleta azul cruzada sobre su pecho. A veces penetraba también su mirada en el despacho del escribano. Entonces Gabriel se ruborizaba y bajaba inmediatamente la nariz sobre los papeles.
      Y lo que le parecía delicioso a los diez años, mientras como escribiente en miniatura copiaba los papelotes, era pensar que aquella María, la cual tenía sin embargo doble edad que él, trabajaba a su lado. Algunos días por la tarde se ponía María a entonar cualquier canción lánguida, cuya letra repetía eternamente con voz monótona y parsimoniosa. Y el padre de Gabriel estaba entonces en el Tribunal. Y penetraba por la abierta ventana un reflejo del sol poniente, inundando de amarillenta luz el viejo y oscuro despacho. No comprendía bien aún el muchacho las palabras "amante, querido, amor", de que estaban sembradas las canciones de María. Sin embargo, aquellas noches apenas había acabado de acostarse y se llevaba su madre la luz, Gabriel veía con la imaginación la ventana de las campanillas y de las capuchinas. La cabeza despeinada de María se presentaba ante él, y hasta ella en persona llegaba a deslizarse en la habitación del muchacho. La contemplaba allí entonces, a su lado, en su propio lecho; la retenía abrazada y la decía por lo bajo: te amo, te amo, hasta que se quedaba dormido.
      Después, bruscamente y desde cierto día, María cesó de cantar. No era ya la misma; contestaba a su madre cuando la reñía; se echaba de repente a llorar y sus ojos estaban rodeados por un círculo sombrío. Una mañana, cuando la miraba él a hurtadillas, a tiempo que ella regaba las plantas, hasta le pareció que caía una gruesa lágrima en el cajón. De seguro la pasaba algo; Después, cierta noche, desde la habitación del muchacho, cuya ventana estaba próxima a la del gabinete, oyó Gabriel una escena violenta - ¡Sucia! ¡Puta!...gritaba el padre de María.-¡En cinta y sin querer decirnos de quién siquiera! ¡Toma, puta! ¡Toma, sucia! Y cada injuria iba acompañada de un nuevo golpe. Gabriel oyó perfectamente el ruido apagado producido por la cabeza de la muchacha golpeada con los muebles. Hasta que amaneció, María estuvo bramando de dolor, y desde entonces no la volvió a ver el muchacho entre las campanillas. Se había separado de sus padres. Y pareciéndolo que el despacho del escribano era tan triste como una tumba, manifestó a su padre que él no sería escribano nunca. Como su madre había estado siempre deseosa de tener un hijo cura, el joven se hizo sacerdote.
      Aun siéndolo no había podido despojarse de la idea fija de la mujer. Por lo pronto, durante los seis años de Seminario, se acordó de aquella María muchas veces. En clase, mientras le explicaban el Epítome historiae sacrae, su pensamiento volaba a ella. ¿Qué haría entonces? ¿Se habría casado con el que la dejó en cinta? ¿Habría vuelto a la casa de sus padres? ¿ Se habría convertido en una ramera? Y después se echaba a buscar en su diccionario francés-latino las voces ramera, mujer alegre, prostituta. En la sala de estudio, los vecinos, ocultos por sus pupitres, completamente abiertos, se entregaban a actos obscenos. Él escondía el rostro entre las manos, cerraba los ojos, se tapaba las orejas, y pensaba en la ventana rodeada de campanillas. María había protegido su castidad. ¿Acaso no se imaginaba él oír un lejano eco de la dulcísima voz de la joven, cuando el armonium acompañaba los cánticos en la capilla? La muchacha tenía un parecido vago con una virgen de cabellera amarilla, pintada en los cristales de colores que había sobre el altar. Cierto día compuso versos dirigidos a ella, una famosa composición en alejandrinos, sorprendida por su profesor de historia eclesiástica, que la leyó ante toda la clase, colmándole de elogios, a pesar de la pobreza de la rima. Después conforme avanzó en años, una impalpable gasa fue cubriendo insensiblemente el recuerdo de María. Sus cabe1los, sus facciones, su voz, hasta su nombre, todo se fue hundiendo paulatinamente en una bruma. Pero con todo, quedaba algo de aquella mujer en el fondo de la ardiente piedad que sintió en el Seminario conciliar el joven. Quiso éste amar a Dios con toda la energía que hubiera amado a una mujer. En el lugar de la mujer, Dios; misterio por misterio. Tal fue su vocación.
      Y se había ligado con lazos eternos. Pero en el fondo del entusiasmo y de la abnegación, ¿no se prometió siempre por ventura, para calmar las fatales rebeldías de la carne, que le serían concedidas esas dichas con centuplicadas creces en un mundo superior? Aun en el pleno ejercicio de su divino ministerio, y durante tres años, cuando decía misa, cuando consagraba la hostia, cuando daba la absolución, no había podido menos de creer que encontraría esas voluptuosidades espiritualizadas algún día, y exentas de las perturbaciones de la saciedad. ¡En la confesión sobre todo! Allí, en medio de la tranquilidad y la penumbra de ese tribunal de indulgencia, había seguido amando a la mujer. A través del indeleble enrejado, había oído los cuchicheos de misteriosas confidencias. ¡Qué horas tan deliciosas! Con la mano de cirujano espiritual, autorizado para levantar los últimos velos, había visto al desnudo a la mujer, a la mujer en toda su integridad. Esta le había revelado las instructivas tribulaciones de una inocencia virginal, que no tenía aún conocimiento de sí misma; aquélla, las últimas resistencias de un corazón dominado por la pasión ya; otra, la repercusión de las primeras desilusiones, los prematuros remordimientos de una contrición pronta a resbalar por las recaídas; alguna, las vacilaciones de la edad crítica de los definitivos desencantos; una de las últimas, las aberraciones de una senil recaída, que había cambiado de objeto; mezquindades de beatería, puerilidades y charlatanerías, y chispas pálidas de una llama moribunda. A todas las había amado él de igual manera, con sacerdotal afecto; las facilitó las revelaciones, adivinó lo que callaban, e indulgente con las extraviadas y conmovido con todos los dolores, lloró con ellas sobre sus miserias. Y lo que en todas ellas había amado entonces, con amor casto, según creía, cristianamente, es decir, con el mismo amor con que Nuestro Señor Jesucristo amó también a la Magdalena, no era siquiera lo que amó en otro tiempo con la candorosa violencia del instinto, sino un ser único, abstracto, la más adorable criatura de Dios: ¡la mujer!
      Mas, si siempre amó a la mujer como Nuestro Señor Jesucristo, y a través de la reja del confesionario, ¿no era una injusticia monstruosa, que al cabo de tres años de sacerdocio, se le prohibiera la entrada en el tribunal de la penitencia? ¡Oh! ¡celos de colegas de las poblaciones vecinas, a los cuales había arrebatado él penitentes de rango! ¡Denuncias al arzobispo de Rennes! ¡Cartas anónimas! Llamado cinco veces en ocho días al palacio arzobispal, no fue simpático al Gran Vicario. Privado de su cargo, y privado de las licencias para decir misa durante seis meses, se resignó cristianamente en un principio, hasta que se le metió en la cabeza la idea de sentar plaza, después de leer una noche en el periódico el relato de los primeros desastres. Y en los momentos en que le presentamos, herido y a punto de morir de frío y de inanición, acababa de ser salvado milagrosamente por una joven.
En aquel momento fue acometida Edith por un golpe de tos.
-Hace mucho fríopensó otra vez el hombre.-Va a coger una fluxión de pecho, y mía sería la culpa.
Su pasado de sacerdote, no le impedía tratar de que se sentase ella en su puesto, bajo la tela embreada, en tanto que él conduciría a su vez el vehículo. Se sentía completamente fortalecido. Mas ¿cómo formular la proposición a aquella Baronesa que le había hablado en la carretera como a un sirviente? Su timidez le llevó primero a cambiar dos o tres veces de postura sobre la paja, dirigiéndose a sí mismo un "vamos, no he dormido mal". Después, se sentó apoyando la espalda sobre el féretro.
      La señora de Plémoran, volvió la cabeza a su vez:
      -¿Necesitáis algo?- dijo. - Tengo pan y carne fiambre.
      Gabriel Marty se negó a aceptar el ofrecimiento. Por el momento no echaba de menos nada. Comería más tarde, cuando comiera también la señora.
      -No os ocupéis de mí-dijo ella con sequedad.
      Y sin parar mientes en la resistencia del herido, le dio parte de sus provisiones. Gabriel comió dócilmente y con el corazón enternecido. También bebió ron. Luego, con ese tono obsequioso que adopta un cura campesino cuando es invitado a la mesa del castillo, se deshizo en manifestaciones de gratitud y en excusas por las molestias que causaba. El mismo hábito le sugirió esta frase: " Pediré para vos, señora, todas las bendiciones del Dios omnipotente". Mas una repentina reflexión, contuvo la frase cuando iba a pronunciarla, y la modificó, reduciéndola sencillamente a esta: " Por la mañana y por la noche no os olvidaré en mis oraciones."
      Edith le escuchaba algo asombrada. Se expresaba bien siendo un simple soldado. Tenía sentimientos religiosos. ¡Era un verdadero bretón! Después, como se prolongasen las manifestaciones de gratitud del militar, creyó poner término a ellas, diciendo:
      -Todo eso no es nada... Sois un mozo excelente...
      Acababa de empuñar las riendas de nuevo.
      -Podéis echaros a dormir otra vez-agregó. Y dio un latigazo al caballo. Volviendo a tomar ya el interrumpido hilo de sus pensamientos, se dedicó a calcular las consecuencias de su viudez. Veamos. Llegaría a Plémoran. ¿Cómo la recibirían sus tíos, es decir, sus suegros? ¿Qué actitud había de guardar ella ante la desesperación de los ancianos, ella que no había aprobado la oposición de estos a que sentara plaza su hijo único? ¿Cómo amortiguar el golpe hasta donde era posible? Avisar por telegrama, no; una carta era preferible. Mas entonces, reparó en que el soldado no había vuelto a acostarse sobre la paja. Y, el importuno se atrevía aún a dirigirle la palabra. Era una verdadera falta de tacto, casi una insolencia. ¿Se imaginaría, por lo tanto, que iba a pasar la noche con él? El desgraciado la tomaba por una de su clase.
      -¡Vamos! ¡Vamos!-dijo con tono que no admitía réplica.-¡Guardemos silencio!
      Ni siquiera volvió la cara hacia él para decir esto. Toda la sangre de Gabriel se quedó helada en las venas. Sin quererlo, había molestado por lo visto. Y no era, seguramente, tal el sentido de sus palabras, es decir, de toda clase de circunlocuciones, para ofrecerse a desafiar el frío en el puesto de ella. Y a su lado ¡cuán pequeño, mezquino, indigno y miserable se juzgaba! Volvió a acostarse dócilmente como un perro.
      Por su parte, Edith, después de las brusquedades del arrebato, sentía ya la reacción de la bondad nativa en ella. " Tal vez he sido demasiado áspera con ese muchacho - pensaba. - Después de todo tiene trazas de estar bien educado; es tímido y reservado más bien que audaz. Mas ¿cómo es que ya no chista?" Una sonrisa asomó a los labios de Edith. El desgraciado pensaba indudablemente algo para contestar a tan brusca salida de tono. "¡Está bien! Que haga lo que quiera. Es necesario darle tiempo para que ese interesante mozo dé con la réplica." Entonces recordaba las facciones del herido, que ella vio a la luz de la linterna. Nueva sonrisa." Ea - pensó-¿ me voy a estar ocupando de él tanto tiempo? Luego se oscureció su frente; había vuelto a Plémoran con el pensamiento. Pronto regresó. " ¿Qué hará mi herido'?-se dijo, y se puso a escuchar. - ¿Se habrá dormido? "
      Entonces, como ni siquiera oía respirar a Gabriel, tuvo un vago sentimiento de miedo... No, no se muere con tanta rapidez. Más bueno era poner en claro las cosas. Después de todo no conocía a aquel hombre. Entre los bretones hay de esos caracteres recatados y susceptibles. ¿Quién sabía si no se dispondría aquél a sorprenderla por la espalda con algún golpe de mal género? Había dejado ya las riendas, había cogido la linterna y proyectaba la claridad de ésta en dirección a Gabriel.
      Se cruzaron sus miradas. Ella advirtió inmediatamente el cambio operado en el rostro del herido.
      -¿Qué tenéis, pues?-exclamó.
       Gabriel volvió la cabeza.
      -¿Os hace sufrir más acaso vuestra herida?
      Él hizo un signo negativo.
      Edith se fue acercando, conservando en la mano la linterna.
      -Seré tal vez yo... Os habré disgustado.
      Su voz se había dulcificado mucho.
      -¡Veo que soy yo la causa! Es necesario que no me guardéis rencor; bien sabéis... No nos encontramos en circunstancias ordinarias.
      Ella le tendió la mano y él no volvió la cabeza siquiera.
      -¡Mirad! Estoy aquí... Vengo a brindaros mi mano y a pedir que me dispenséis.
      Gabriel oprimía aquella mano, y no pudiendo pronunciar una palabra y conteniéndose para no sollozar, la llevó a sus labios. Edith se la abandonaba con la tranquilidad de conciencia propia de quien acaba de enmendar un yerro.
      Precisamente entonces se sentía arrastrada por la humildad cristiana y la abnegación. ¿Acaso cuando se alistó el Sr. de Plémoran no pensó ella en partir también, para entrar al servicio de las ambulancias? Verdaderamente hubiera sido una extraña auxiliar con la cruz roja de Ginebra, si no hubiese prescindido de sus altanerías de hija de familia noble. "En la guerra, como en la guerra." Solamente por curiosear iba a jugar a la hermana de caridad un poco tiempo.
      Se empeñó de todas veras en curar la herida de Gabriel. Este se negaba a consentirlo, porque no sentía ya dolores, según afirmaba bajo palabra de honor. No valía la pena; el vendaje del pie era suficiente. Por dicha había salido la bala, y bastaría el reposo para lograr la curación. Mas ella no quería contentarse con palabras. De ver la herida, en todo caso, no podía seguirse daño alguno, y ella tenía afán por verla. Varias veces invocó el argumento: " Si llegara a presentarse la gangrena... " Sin embargo, todo fue inútil; el bretón se aferró en su negativa. Mil muertes antes que impresionar a la joven con la exhibición de los enrojecidos trapos, de la llaga desnuda y del pie manchado de sangre y de lodo. Le era insoportable sobre todo la idea de que seguramente aquello despedía mal olor.
      Por fin, como la lucha de circunspección y de caritativo celo amenazaba eternizarse, Edith se dejó llevar de un arrebato y exclamó:
     -Lo quiero... ¿ me oye bien? Lo quiero... yo. A la verdad, ¿era o no era ella el ama sobre el carruaje? A él le hubiera bastado con no subir, y la joven llegó a agregar con aspereza:
      -Si no cedierais, tendréis que apearos. Una prolongada mirada de terror y de sumisión cariñosa fue la contestación de Gabriel. La linterna, colgada de una escarpia clavada en una de las paredes del carruaje, sólo los alumbraba con dudosa claridad. Edith sacó más la bujía. Luego, arrodillada sobre la paja al lado de su herido, se dispuso a sacar de un enorme saco de viaje una esponja, vendas de hilo y diferentes frascos con árnica, agua alcanforada, etc., una completa farmacia llevada desde Plémoran por precaución. Mas ¿dónde depositar tantos avíos? ¿ Acaso no se hallaba allí mismo, ante sus manos, una caja de madera sin pintar, como si hubiera sido colocada exprofeso? Sin titubear, distribuyó los objetos de su botiquín sobre el féretro, que fue para ella tan útil como cualquier mesa. Al dar el vehículo un tumbo, se derramó parte del agua que había echado sobre la esponja, colocada en un plato previamente. Y penetrando por las mal unidas tablas, algunas gotas de agua rociaron sin duda los restos mortales del zuavo pontificio. Pero Edith, que acababa de despojarse de la pelliza y de doblar hasta los codos las mangas de su abrigo de terciopelo negro guarnecido de pieles, solamente pensaba en sus preparativos.
      Había en ella algo de infantil. Ponía su vanidad en aparecer como mujer de grande experiencia.
      -Ea, nada tenéis que temer - dijo - no os haré daño; tengo la mano muy suave.
      Y desenvolviendo entonces las vendas, con la destreza de un alumno interno de los hospitales, se puso fa referir que en otra época, hallándose en Plémoran, había colocado el vendaje a la hija de un arrendatario suyo, que sufrió una atroz caída en presencia de la joven. Después, así que todo estuvo preparado, detuvo el caballo con objeto de que no la molestasen las trepidaciones del carruaje al andar.
      -Alto - dijo.-Cuanto a vos, es necesario que os tendáis cuan largo sois sobre la paja.
      Gabriel intentó resistirse nuevamente.
      -Es preciso - repitió la joven con tono que no admitía réplica.-Debo estar a mis anchas. Por vuestra parte, nada necesitáis ver...
      Sin embargo, Edith iba palideciendo a medida que separaba con delicadeza los sangrientos y enlodados jirones. Mas cuando quedó a la vista la desgarradura causada por la bala, se inclinó resueltamente y la examinó muy de cerca, utilizando una segunda bujía, que acababa de encender.
      A la luz de la vela, Gabriel, tendido sobre la paja, veía de lleno el rostro de Edith. Esta fruncía el entrecejo. Una profunda arruga, trazada de arriba abajo, dividía su frente en dos mitades. Contemplaba en silencio al herido, en tanto que éste, a quien la impresión del aire producía intenso escozor, temblaba de pies a cabeza y lanzaba apagados quejidos. Después, hablando campanuda y gravemente, con la tranquila certidumbre de un profesor de clínica al emitir su dictamen ante los alumnos durante la visita de la mañana, dijo:
      -Nada hay que temer, amigo mío. Esto no será nada.
      Gabriel experimentó entonces una sensación de bienestar. Sentía sobre la herida la suavidad de aquellas vendas de usado y flexible lino, recubiertas de cerato, que acababa de aplicarle con delicadeza, y ¡le había llamado ella amigo suyo!
      -Gracias, gracias - murmuró, abrumado por la gratitud.
      Se había arrodillado ante ella sobre la paja. Hubiera deseado pronunciar discursos, frases, mas solamente salía de sus labios la palabra gracias. Entonces se le presentó el recurso de las lágrimas, y lloró mucho tiempo, prosternado ante Edith. Se sentía aliviado con llorar. A la vez que saltaba de sus ojos aquella lluvia cálida y bañaba su rostro, se esparcía por su ser y la inundaba de felicidad, antes desconocida, algo tibio también y extraordinariamente delicioso. Ella, sentada a su lado sobre la paja, le dejaba llorar, no sin advertir que tenía expresivos y hermosos ojos. Por vez primera le miró con atención y observó los detalles de sus facciones a la luz de la linterna. "Es casi un niño, pensaba; verdaderamente es muy joven, más joven de lo que yo creía." Y casi inmediatamente decía para sus adentros: "Sus negros y recortados cabellos están admirablemente distribuidos. ¡Calla! ¡que labios tan rojos y frescos!" De pronto, cuando estaba la joven entregada a saborear tales descubrimientos, se oscureció su frente. Una penetrante inspección que llegó hasta el fondo de su pasado, una rápida comparación, y luego la amargura de decirse: "Jamás me estrechó entre sus brazos un hombre como este". Entonces recordó que regresaba con objeto de enterrar a Plémoran para siempre, y notó que el caballo continuaba parado en medio del camino.
      Edith cogió nuevamente las riendas y obligó al caballo a andar. Después aceptó el ofrecimiento de Gabriel, que deseaba también ser conductor, toda vez que había dormido. Abandonó ella la banqueta, por lo tanto, y fue a sentarse en el interior del vehículo sobre la paja, en el sitio que había ocupado el joven.
      La tela embreada, extendida sobre los aros, abrigaba a Edith de la intemperie y la joven no sentía tanto frío. Pero estaba junto al féretro, y su imaginación penetró horrorizada entre las cuatro maderas, donde cada tumbo agitaba un cuerpo inerte. Entonces le pareció que el viaje fúnebre era interminable. Miró la hora en su reloj. ¡Las dos y media apenas! Aún había cuatro horas de noche. ¡Estarían todavía lejos de Blois cuando amaneciese! En Blois, sino la habían engañado, encontraría un tren y después pasaría hacia Angers, por Tours. Una vez en Bretaña... Mas había allí tantos sinsabores en perspectiva, tal cúmulo de deberes crueles y de insípidas tareas, que, para no pensar en ellas, se dedicó a hacer hablar a Gábriel sobre lo primero que se la ocurriese; ¿Había sufrido muchas pérdidas su regimiento? ¿Vivían aún los padres del joven? ¡Él era de Vitri! ¡Qué perspectiva tan magnífica la de todo el valle, visto desde la plaza de la iglesia! ¿No había tenido hermanos? Y para disimular la incoherencia y la falta de oportunidad de la conversación, fingía ella que la interesaban todas esas cosas. Su voz tocaba en las inflexiones de una intimidad cariñosa. Gabriel no trataba de saber nada. ¡Ni siquiera el pasado, ni el porvenir existían para él! Solamente la invasora voluptuosidad de la hora presente, que él hubiera deseado eternizar. Sentado en el banco, le dominaba la languidez. Sus contestaciones eran breves. Le parecían muy pesadas las riendas, que continuaba sosteniendo. Las hubiera soltado al menor pretexto; se habrían cerrado sus ojos y se hubiera dejado caer al lado de la joven.
      También ella iba cayendo en estado de languidez. Las frases iban siendo entrecortadas. Después cesó de hecho la conversación. Edith creyó que sentía sueño; se tendió a lo largo sobre la paja y adoptó disposiciones para dormir. Estaba echada al lado derecho con los pies envueltos en una manta en la parte anterior del vehículo, y la cabeza un poco levantada y tocando casi en el féretro. Había cerrado los ojos un momento antes, tratando de dormitar, cuando se apagó bruscamente la linterna, cuya vela había ardido hasta el cabo.
      Ambos se encontraban en el fondo de una densa oscuridad. Gabriel, que continuaba sobre la banqueta con las riendas en la mano, ni siquiera distinguía ya el camino. El caballo seguía avanzando maquinalmente. Entonces Gabriel, que no oía removerse a la joven, creyó que estaba durmiendo y tuvo la osadía de tenderse con precaución paralelamente a ella y a la mayor distancia que le fue posible. Pero ni uno ni otro dormían y manteniéndose inmóviles, llegaron poco a poco a sentir mucho frío; se acercaron. En lo profundo de la noche y con un intenso frío, sin haberse dicho una palabra, he aquí que se encontraron casi uno en brazos del otro. Entonces, de repente se estrecharon con frenesí y sus labios, que se andaban buscando, acabaron por encontrarse. Las circunstancias eran más poderosas que su voluntad, se devoraron a caricias.
      A las cinco de la madrugada, Gabriel, que estaba durmiendo teniendo a Edith adormecida entre los brazos, despertó sobresaltado y medio aturdido. El carruaje estaba casi volcado sobre un carril profundo y la cabeza del joven había chocado contra el féretro pero el carruaje se enderezó y Gabriel volvió a dormirse inmediatamente estrechando con más fuerza a Edith que no había despertado. La niebla se iba disipando al acercarse el alba, y el animal continuaba avanzando lentamente sin que le asustara el rojo fulgor de cinco poblaciones incendiadas, que cubría de color de sangre el horizonte.
      Terminada la guerra, el abate Marty recobró el favor cerca de su Obispo. Se había conducido bien sobre el campo de batalla. Todavía cojeaba. Le dieron el curato de una aldea. Edith de Plémoran se casó en segundas nupcias con un agente de cambio.