LA SANGRÍA
Por Henri Céard

Henri Céard

I

      Son las diez de la mañana de uno de los últimos días de Octubre. Lugar de la escena, París durante el sitio. La víspera se habían batido encarnizadamente en los lodazales de las cercanías de Saint-Denis. Las noticias son malas, los despachos telegráficos oscuros y en los bandos que acaba de fijar el Gobierno en las esquinas se nota no sé qué indecisión, no sé qué mentiras. Las frases eran confusas; no decían nada. Bajo la aparente confianza de las proclamas se adivinaba el involuntario reconocimiento de una derrota, la confesión de un desastre. En la niebla, bajo, los transparentes crespones de un cielo enlutado, los vendedores de periódicos han pasado, como de costumbre, pregonando escaramuzas, anunciando encuentros, y el eco de sus voces sube siniestramente hasta los últimos pisos de las casas, envueltas en densa bruma.
      Otro retroceso, otra derrota. Cañones sin cartuchos, refuerzos que no llegan, avanzadas que se abandonan, posiciones ganadas que el ejército no se cuida de conservar: "¿Quién quiere la toma de Dourget por los prusianos?, cinco céntimos" Y las mujeres, que hacen cola a la puerta de las carnicerías, con los pies en el agua y con la esperanza de comprar media libra de carne; los guardias nacionales, que vuelven de las murallas agobiados, tiznados por la pólvora, los ojos fatigados por una noche de insomnio y de guardia, todos los que pasan por la calle compran y devoran la lacónica noticia del parte oficial: "Los voluntarios rechazados, la aldea definitivamente del enemigo que se fortifica en ella; todo un batallón de guardias móviles de Batignolles, hecho prisionero".
      Los periódicos dan más detalles, y sus narraciones particulares agravan las noticias atenuadas del parte oficial. Las tropas se han batido bien, pero no eran bastante numerosas. Los regimientos que han tomado parte en la lucha no han sido sostenidos por las reservas y el fuego del enemigo los ha diezmado. No se publica la cifra de los muertos; tampoco el número de los heridos; pero uno y otro se cree que son considerables. Circulan rumores espantosos. La defensa se hace ya imposible. Se habla de capitulación. En las plazas, gente que presume de estar enterada, afirma. que la noche pasada M. Thiers había entrado en París llevando proposiciones de paz. De boca en boca corre una palabra, una palabra de horror y de acusación: "Nos han hecho traición". Y todo París lo repite con acento feroz, en medio de la niebla que va aumentando.
      La emoción se ha apoderado del General en jefe. Los continuos partes que recibe le han hecho saber que en el ensanche amenaza el pueblo con un motín y que los tambores recorren las calles, tocando generala, de Belleville a Montmartre. Ha reunido a los oficiales; todos están allí escuchándole. Todos están de acuerdo en que se ha hecho lo que se podía hacer; juzgan también que los discursos bastarán para calmar la efervescencia del pueblo. Se propone publicar una nueva proclama, y en el gran salón de Sesiones del palacio del Estado se oyó durante largo rato el ruido de una pluma sobre el papel. Fuera, aumenta la oscuridad. Lejanos clamores, sonidos de corneta dominados por el "a las armas, ciudadanos" de la Marsellesa atraviesan el aire saturado de humedad, y batiendo un instante los cristales, que vibran en los marcos, vienen a morir en medio del sombrío salón.
El hombre que acaba de escribir levanta la cabeza. Pide una lámpara, y levantando la pantalla, tose un poco, habla de su responsabilidad personal. Después, cogiendo una a una las cuartillas que ha escrito y que numera con cuidado, dice:
      -He ahí, señores, lo que propongo que se proclame en París.
      El General cambia de postura, y con calma, detallando las frases, calculando la entonación, haciendo resaltar las palabras como un actor, lee un discurso largo, en el cual explica las sabias razones de su templanza, alaba sus retrasos, enumera infinitas dificultades, el resultado que tendría la resistencia. Cuando habla de esperanza, de éxito definitivo, de triunfo futuro, una sonrisa ligera de ironía mueve sus labios. Delante de él, alrededor de la mesa, el Estado Mayor, por educación o por un resto inconsciente de disciplina, escucha y trata de aparentar que presta atención. Pero hay manos distraídas que juegan con las gorras, con los puños de los sables, atormentando las cintas de las condecoraciones, o acarician sin cesar las plumas de ganso esparcidas alrededor del tintero sobre el tapete verde. Algunos, faltos de esperanza, se retuercen violentamente el bigote, se cruzan de brazos y cambian de postura, se sientan, cruzadas las piernas calzadas de bota alta, cuyas espuelas hacen en medio del silencio un pequeño ruido de acero. En un rincón, de pie, con aire burlón y un cuadernillo en la mano, como si tomara notas, un joven oficial de la Guardia móvil dibuja rápidamente el cuadro que aparece a su vista.
      La proclama es larga, interminable. De vez en cuando toma aliento el lector, y entonces, aunque están cerradas las ventanas, entran con más violencia los clamores de fuera. En la plaza ruedan los carros, suenan las trompetas, se entrecruzan las voces de mando, formando una sinfonía de gritos y de patadas, mientras que allá, a lo lejos, los cañonazos de los fuertes sirven de fúnebre acompañamiento. Parece por un instante que el Estado Mayor escucha con atención; después comienza otra vez la lectura, somnolienta y triste, meciendo en vaga torpeza a esa gente que se esfuerza en dar gravedad a su aburrimiento, expresión e inteligencia a sus caras de perros azotados. De, pronto, el General se interrumpe bruscamente. Los gritos son más terribles y parecen llevados por un viento de odio. Diez mil voces exasperadas se levantan unísonas a través de las brillantes notas de la Marsellesa y del aire de Lampion; un grito se repite, un grito de súplica y de amenaza: "¡La salida! ¡La salida!"
      Se levanta un oficial y abre con ademán de impaciencia el balcón. De la plaza del Hótel de Ville, cuajada de gorras y erizada de bayonetas, cuyas puntas de acero brillan a través de la niebla, surge un hurra irónico seguido de un insulto.
      Algunos, tomando al oficial por un General en jefe, lo injurian y le interpelan tuteándole.
      En medio de tanta confusión, se oyen roncas voces que piden armas; unos quieren marchar adelante y que todos les sigan; otros, creyendo que alguno quiere hablar, gritan para imponer silencio. Unos dicen: "¡delegados, delegados!" y proponen enviar una comisión que se entienda con el Gobierno, mientras los entusiastas agitan febrilmente las gorras y gritan ¡bravo! con todas sus fuerzas, sin saber por qué. No se consigue restablecer la calma, y como el oficial, algo pálido, se retira sin decir una palabra, un grito único, más amenazador y más fuerte, desgarra la atmósfera brumosa, condensando toda la cólera y todo el delirio de la multitud: "¡Capitulan! ¡Capitulan!"
      -¡Vaya unos caracoles de muralla! - dijo el oficial cerrando la ventana. Habrá que acabar por hacerles una sangría; sino no estarán contentos: y colocando entre las piernas el sable que le golpea en el costado, se sienta tranquilamente. Se sonríen los que le rodean; encuentran ingeniosa la frase. El General mismo la aprueba con la cabeza; después da cuerda a la lámpara, que produce tufo, levanta la mecha, y murmurando entre dientes las últimas palabras interrumpidas por este incidente, se dispone a continuar la lectura.
      De pronto llaman suavemente a la puerta, se oye un murmullo de voces, como la insistente súplica de un importuno a quien un ujier prohíbe la entrada. Suenan de nuevo los golpes, el Estado Mayor escucha:
      "Al arma ciudadanos,
      Formad los batallones."
      que canta el pueblo en la plaza con acento de desesperación, que no amenguan las paredes ni los tapices de la sala.
      "Marchemos, que los ríos de la patria
      De sangre impura vamos a llenar."
      Y al tiempo del atronador sonido que producen las voces al cantar las últimas notas de la canción, se abre la puerta de un modo muy singular:
      -¿Se puede entrar? ¿Se entra? ¡Bah! lo mismo da, yo entro.
      Entonces se oye sobre el entarugado el ruido de unos tacones, mezclado con crujido de enaguas, y entra sonriendo una mujer en la sala.
      Su sombrero negro, de forma sencilla, está adornado con cintas tricolores, y bajo un velo de blanca gasa muy apretado sobre la nariz, se atenúan las facciones de su cara y la hacen parecer joven. Es alta, su paso es atrevido, luce un gran gabán de pieles que lleva en la manga izquierda la insignia de la Convención de Ginebra: la cruz de las ambulancias, roja sobre fondo blanco.
      -Salud, mi General.
      Y llevándose a la frente la mano derecha, elegantemente enguantada, imita con gravedad el saludo militar.
     Después, con más confianza:
      -A todos, buenos días - añade.
      Entonces, paseando alrededor de la mesa con gracia y desenfado, saluda ligeramente a unos, y a otros les da fuertes apretones de manos, según son los grados de amistad y simpatía. En la extremidad de la manga, donde brilla una faja de finísima piel, se mueve el diminuto guante de Suecia, va y viene, deja una mano para agarrarse a otra, desaparece entero bajo la burda piel de un enorme guante de ordenanza, reaparece y vuelve a desaparecer bajo los enormes bigotes que lo cubren con un beso ceremonioso, mientras que detrás, el vestido al moverse, produce un ambiente de voluptuoso perfume y de elegancia provocadora.
-¿No encuentran ustedes muy aburrido este sitio? Yo vengo de las ambulancias. ¡Hijos míos! ¡no tienen ustedes idea de lo mal que huele en ellas! ¿Me permiten ustedes?
Sin esperar contestación, tira el sombrero sobre un sillón. Aparece entonces su cabellera peinada como para un baile, un pelo magní-fico teñido de rojo que caía en bucles sobre la. espalda, con flequillo sobre la frente. La cara blanca de los polvos de arroz, los labios pintados de carmín, los ojos agrandados por una franja negra dibujada al lado de las pestañas, el vestido de seda negro, lleno de volantes y escotado. Sobre el borde del cuerpo, en que también se destacan adornos con los colores nacionales, se muestra la forma del pecho, sostenido por el corsé. De sus brazos, que salen desnudos del extremo de las mangas, donde la cruz de Ginebra brilla también, en medio de los bordados, de las cintas; de los encajes, se desprende un tenue olor de mujer de su carne amorosa, deliciosamente ajamonada.
      -Y bien ¿qué hay de nuevo? ¿Siempre lo mismo?
      Y viendo la proclama sobre la mesa:
      -¡Ah! ¡pues sí hay novedad! debí haberlo sospechado. ¡Palabras y palabras! ¿no es eso? ¿Qué les cuentan ustedes ahora a los parisienses? Verdaderamente, es necesario que sean de buena pasta. ¿Les ensartan ustedes muchas mentiras? Veamos la nueva remesa.
      Inclinada sobre la mesa, doblada por el talle, con la postura de una esfinge, empieza a leer. A lo lejos el cañón deja oír periódicamente su ronco estampido. Los amotinados, sin aliento ya, acallan sus clamores, ahogan sus cantos, parece que toman aliento. Pero por el incesante ruido de pasos, por las numerosas órdenes que se escuchan, por el murmullo humano que se oye debajo de las ventanas en medio de la densa niebla, se conoce que el gentío aumenta desmesuradamente. De todos los extremos de París, de Montmartre, de Bercy, asustados, impacientes, exasperados, se han puesto en camino, siguiendo los redobles del tambor y recibiendo continuamente refuerzos. La insurrección creciente sólo espera para estallar la voz de un jefe, una orden o simplemente la casualidad.
      La elegante señora sigue leyendo; después, cansada de volver las hojas del manuscrito, tararea alegremente. Con un gestecillo picaresco tira todos los papeles; los esparce por el aire y canta el estribillo de la canción de moda:
     "C'est le sire de Fichtonkhan
      qui s'en vaten guerres
."
      El Estado Mayor la contempla estupefacto; el General, aturdido por completo, se retuerce el bigote; está tan asombrado que no dice ni una palabra. Alrededor de la mesa, iluminados por la luz de la lámpara, guardan todos silencio, disgustados por semejante inconveniencia.
      -Pues qué ¿para esto se han reunido ustedes? ¿ Saben lo que se me ocurre? Pues bien; están ustedes haciendo esfuerzos para aparentar que toman en serio cosas que les aburren y fastidian soberanamente. Ea ¡basta de silencio! ¡atención! ¡rompan filas!
      Y cogiendo al azar un quepis galoneado que estaba sobre un velador se lo puso audazmente en la cabeza, y con la voz grave de un presidente levantó la sesión.
      El General en jefe salta sobre su asiento. Está pálido de indignación. Se acerca a la atrevidísima señora con los puños cerrados y apretando los dientes; ella se echa hacia atrás; da la vuelta a la mesa y se burla en sus barbas riéndose a carcajadas; unas carcajadas sonoras, comunicativas, que empiezan a contagiar al Estado Mayor.
      -¡No me cogeréis, no me cogeréis!
      -¡Señora!-dice con voz balbuciente el General.
      -Puedes llamarme Huberta; no te prives porque estén delante estos señores.
      -¡Señora! - repite el General.
      Y va a cogerla. Sus manos se agitan coléricas; el General siente la necesidad de desahogar su cólera. La ha cogido por un brazo y estruja la insignia de Ginebra. Pero ella, por un movimiento brusco de hombros se escapa, y precipitándose detrás de un sillón como detrás de una barricada, exclama:
      -¡Señores! ¡señores! ¡Yo les ruego que nos dejen solos! ¿No ven ustedes que quiere dar un espectáculo?
       Y dirigiéndose al General, añade:
        -Anda, vete, querido mío.
      Los oficiales consultan con la mirada al Jefe, que tiembla bajo sus condecoraciones. Después se levantan; salen silenciosamente, y al abrir la puerta se oyen los ecos de la Marsellesa cantada a pleno pulmón.
      La señora se acerca al General tratando de besarle. Él la rechaza con dureza.
      -Eres insoportable, imprudente, entrometida - la dice el General -¿a qué has venido al Consejo? ¡A comprometerme! ¡nada más que á comprometerme! ¿Cómo van a respetarme después de lo ocurrido? ¡Mis oficiales se reirán de mí; pierdo todo mi prestigio! ¡Es necesario que todo esto acabe! ¡ estoy decidido!
      -¿Tú, decidido?-dijo ella con un gesto de asombro e incredulidad.
      -¡Sí! has caído aquí como una bomba; has turbado nuestras más graves deliberaciones. lo has desarreglado todo; ¡todo lo has echado a perder! Puede pasar que en la intimidad me des consejos estratégicos y me propongas planes de campaña inverosímiles… ¡nadie había de saberlo! Pero aquí ¡delante de todo el mundo, venir á imponerte! ¡Ah! qué arrepentido estoy de haber sido débil contigo.
      Había tratado de dar tono grave a su voz. Pero se esfuerza en vano, pues encuentra la situación cómica.
       Ese demonio adorable de Madame Pahauen es verdaderamente divertido No deseaba él, ciertamente, sino perdonarle otra vez sus travesuras; pero, después de todo, ¡había hecho tales demostraciones de familiaridad con ciertos miembros del Consejo! Esto le desagrada y no lo aguantará más.
      -Lo has comprendido, ¿no es verdad? -le dice.
      Madame Pahauen suelta una sonora carcajada que hace temblar su pecho sobre el corsé, agita la cadena de su reloj y mece hasta los encajes de su falda.
      -¿Tienes celos? -dice por fin.
      El General no contesta, pero su silencio parece una afirmación.
      -Pobrecito mío! Pues bien, no te faltaba más que eso, ahora reúnes todas, todas las ridiculeces.
      -¿Ridículo yo? ¿Yo ridículo? ¿Y por qué? ¿me hace usted el favor de decírmelo? No quiero oírlo ni de los labios de una mujer. ¡Ridículo! ¿Qué ridiculeces tengo? ¿en qué? ¿por qué? ¿cómo? Yo soy un buen oficial, todo el mundo lo sabe, los periódicos que me atacan no han puesto nunca en duda mi valor. Los Generales inspectores lo han hecho constar con frecuencia en sus informes particulares; tengo notas soberbias, hojas de servicio magníficas...
      Y empezó a citar, henchido de vanidad una a una sus campañas, enseñó sus condecoraciones, dijo que todo el ejército le respetaba. Había publicado libros notables sobre cuestiones militares, pues era muy buen literato. ¡Y ella pretendía que pasase por un ser ridículo! Repetía sin cesar esa palabra, volvía constantemente a ella y la colocaba siempre como final de sus razonamientos. ¡Ridículo!
       Pero Madame Pahauen, con su voz aflautada, como mujer que sabe lo que se dice y que apoya su opinión en la opinión pública, dice:
      -Ridículo, sí, ridículo, digas lo que digas.
       El General hizo un gesto terrible.
       Ella prosiguió:
      -¿Pero tú no ves nada? ¿no lees nada? ¿no oyes nada?
      Entonces, con una gracia cruel, con movimientos de mano que cortaban el aire, secamente y apoyando sus afirmaciones, le recordó sus torpezas, su mala suerte, sus desaguisados que ella exageraba, atribuyéndo1os con saña feroz a su incapacidad y a sus pretensiones. Le contó todas las pequeñeces que él proclamaba no tomar en serio: los que entraban en acción sin órdenes, el ejército sin organización, las batallas dadas por la casualidad, acabando por la derrota siempre; las provisiones retrasadas, la falta de municiones, los puentes demasiado cortos. Le habló de París, donde todos los voluntarios armados estaban sin movilizar por indecisión, paralizados por desconfianza, y la Guardia nacional inútil detrás de las fortificaciones, donde se moría de fastidio, de impaciencia y de inercia. Desfilaban de este modo estrechas y terribles sus acusaciones, que ella detallaba tranquilamente con una vocecita agridulce.
      A medida que hablaba, como si se cansase, olvidaba sus gestos de autoridad, y sus dedos, sin guante ya, jugaban con las sortijas que hacía pasar de una mano a otra. Acabó por echarle en cara la muerte de los soldados caídos en las escaramuzas, los combates que ella calificaba de carnicerías organizadas, los pobres reclutas que veía en los hospitales, sangrando de sus heridas y gritando al sentir penetrar en sus carnes el bisturí del médico. Hasta le acusó, como de un crimen personal, de la muerte de un joven capitán de Estado Mayor matado en la última refriega. Ella le conocía, le había visto muchas veces en sociedad.
      -¡Uno de tus queridos! ¡sin duda! -gritó el General.
      Hasta entonces no había dicho nada, bajando la cabeza, rabiando en su interior ante las recriminaciones brutales, cuya justicia comprendía él sin embargo.
      -Y aunque así fuera, ¿qué?-contestó ella descaradamente.
      -No me extraña eso nada - replicó él ¿con quién no te has acostado? Tu cama es una garita en que se relevan los centinelas a cada momento.
      Entonces, soltando el trapo, dando libre salida a la amargura de su corazón, le nombró uno a uno sus amantes. Los había de todas las armas, de caballería, de infantería y de artillería, y hasta soldados reclutas. Citaba los cuerpos, los grados, con voz de despecho, con entusiasmo, porque él levantaba la jerarquía de sus amores y se creía comprometido, no por sus infidelidades, sino porque las había cometido con inferiores suyos.
      Con gran calma oía Madame Pahauen esa serie de acusaciones, y dulcemente, como distraída, se abanicaba la pierna con la falda.
      De vez en cuando una fecha citada por él, la hacía reír estrepitosamente. A cada nuevo nombre que añadía el General a la lista de amantes, contestaba ella "presente", y al oír algunos, se iluminaba su voluptuoso semblante. Sin duda evocaban en ella lujuriosos recuerdos, cuya sola idea le producía lánguida complacencia.
      El General se había callado, falto de respiración, con la sorda cólera del hombre cuyo poder no es reconocido, cuya fuerza resulta inútil. ¡Sé burlaba de él aquella mujer! ¡No pudiendo decidirse á pegarla, se veía obligado á sufrir sus sarcasmos; él, que por una desobediencia podía hacer fusilar a un hombre y diezmar un regimiento. Con el fin de resistirse a la necesidad de violencia que sentía, apretaba los puños y así evitaba la tentación de abofetearla en ambas mejillas, como se hace para corregir las impertinencias de una niña mal criada.
      Ahora era ella la que hablaba, era ella la que, con sus irónicas confesiones, le echaba esos nombres al rostro. Para aumentar su exasperación, exageraba hasta lo infinito, atribuyéndose amantes que no había tenido nunca, y por medio de una alusión premeditada y al parecer involuntaria, aparentó tener relaciones con un miembro del Gobierno.
      Le designó claramente quien era, porque sabía que era su enemigo mortal.
       -¡El!-gritó el General con acento de indignación.
      -Calma, amigo mío - dijo ella, y se arrellanó en su sillón, pasó la lengua por sus labios y balanceó la cabeza con aire de profunda satisfacción, como mujer que saborea de nuevo una dicha pasada.
       -¡Él!-repetía el General, fuera de sí.
       -Pues sí, él ¿y qué?
       En aquel instante un clamor más violento dominó toda la gritería de la mañana. Diez mil voces invadieron la sala, confundidas en un grito único y prolongado. Los retratos de los Generales temblaron en sus marcos colgados de las paredes. Los cristales de las arañas chocaron sonoramente, mientras el maderamen de las puertas crujía como impulsado por una fuerza secreta. Y, sin embargo, en medio de tanto ruido, se oían claramente las siguientes palabras:
      -¡Abajo! ¡abajo! ¡dimisión! ¡dimisión!
      Madame de Pahauen hizo un gesto de profundo desprecio.
      Extendiendo la mano hacia la ventana, designando vagamente el populacho que gritaba abajo entre la niebla, con la cabeza altivamente levantada y un desdeñoso movimiento de labios que había aprendido en un teatro de último orden, dijo:
      -Mira ahí tu autoridad, mírala, ni el pueblo, ni las mujeres...
      No la dejó acabar el General. Espíritu indeciso, lento para resolverse, no obraba más que bajo la inmediata presión de los hechos. Asustado por la brutal sorpresa de la realidad, como un hombre bruscamente despertado en medio de su sueño, en la tranquilidad de sus hipótesis, decidido a verificar alguna violencia, dijo con aire de autoridad:
      -Se marchará usted mañana, señora.
      -Su voz no demostraba cólera, hablaba como mandando a subordinados, con palabras cortadas, con altiva sequedad, que anticipadamente destruía la réplica sobre los labios de su interlocutor.
      -¿Me echa usted?
     -Desde luego.
     -¿Entonces, iré?...
     -Adonde usted quiera, me importa poco; lo importante es que se vaya usted.
      Ella le miró fijamente a los ojos, para asegurarse de que decía la verdad; para ver si no quedaba en su interior algún deseo o algún arrepentimiento que pudiese ella explotar. Sus ojos estaban serenos. Quiso ella, sin embargo, probar un último medio, una de esas caricias que en tiempo de sus antiguas discusiones conseguían ahogar su cólera; pero él no le admitió, y le dijo:
       -Basta, basta, no quiero más comedia.
       Ella, sin embargo, se le acercó de nuevo, con movimientos de gata, con los labios temblando como si encerrasen promesas voluptuosas. Inclinada sobre él, trató de besarle y él la rechazó con un movimiento brusco, diciéndole:
      -Yo soy aquí el amo; lo dicho, dicho está, ¡déjeme usted en paz!
      Así era, en efecto; sacudida por un escalofrío de cólera, humillada, se puso el sombrero, con lentitud calculada, que producía de nuevo la exasperación del General. Después se puso el abrigo, pero no encontrando la entrada de la manga izquierda, sin decir una palabra, se acercó a él, que muy mal humorado tuvo que ayudarla a vestirse. Se puso los guantes muy despacio, sin apresurarse, haciendo movimientos de cabeza, fingiendo que hacía una serie de razonamientos interiormente; el plan ingenioso, el complot mezquino de una venganza de mujer. No pudiendo abrocharse el guante derecho, le tendió la mano. En la abertura de la manga, se veía algo del desnudo brazo, de un color rosa excitante. El General la rechazó de nuevo, temeroso de ceder ante esa desnudez deliciosa, volviendo la cabeza como si la tentación fuese demasiado fuerte.
      -Vamos, trabaja - dijo ella, con la mayor indiferencia ya ves que yo no puedo.
      Y tuvo él que resignarse a complacerla, rompiéndose las uñas al esforzarse para abrochar los delicados botones, que lucían bajo la piel de los ojales. Cuando acabó, dijo madame Pahauen:
      -¿De modo que tengo que irme? ¿Me echa usted?
      Y él contestó:
      -Sí, la echo, seguramente.
      -Bueno, me iré. Pero ya sabes, querido mío, voy allá.
      Se había dirigido hacia la mesa, y recorriendo con el dedo un mapa que allí estaba abierto, lo detuvo sobre Versalles, y con aire amenazador repitió:
     -Allí me voy.
     -Como usted guste.
     Como no tenía traza el General de indignarse, apoyó ella la frase para proporcionarse el placer de producir en él un último movimiento dc cólera. Con una palabra suprema insultó su patriotismo.
       -Sí; me voy con los prusianos. Son más listos que tú. ¡Son hombres fuertes por lo menos! Mientras que tú y tus Generales... ¿quieres que te lo diga? Pues bien: ¡me hacéis sudar demasiado!
      Después, haciendo una graciosa reverencia como cuando salía de una visita, añadió:
       -Hasta la vista, querido, buena suerte.
       Cediendo, sin embargo, a un secreto deseo de ironía, le preguntó:
      -¿No tienes nada que decirles?
       -¿A quién?
       -A esos señores de la calle.
      El ya no la oía. Acababa de cerrar la puerta detrás de ella, y una vez solo respiraba a sus anchas con la satisfacción que produce terminar los incidentes y los actos desagradables y difíciles de ejecutar.
      Ahora que Madame de Pahauen se había ido; ahora que por fin había tenido el valor de romper con ella, renacían su libertad, su voluntad que ella había anulado con la brujería de su gracia, ablandándole con la ternura de su sonrisa. Un momento, sin embargo, como para defenderse contra sí mismo en el caso de que se le ocurriese á ella volver y pedirle perdón, echó las dos vueltas a la llave de la puerta. Entonces, en la soledad, se sintió más fuerte. Miré todos los muebles; no quedaba nada de ella. Tuvo miedo de tener que renunciar a una cinta deshecha, a una violeta olvidada, a algo perteneciente a su persona, que bastaría veces para hacer revivir los deseos y despertar la concupiscencia. Los sillones, vacíos, presentaban alrededor de la sala sus desnudos asientos. Sólo un ligero aroma de oponax, escapado de la ropa de Madame de Pahauen, vagaba aún por el ambiente. Entonces, para librarse del influjo de ese perfume, abrió el General una ventana. La plaza se le apareció con su imponente masa de cabezas humanas, sus movimientos de alarma, sus bayonetas reunidas en apretado haz que un pálido rayo de sol hacía brillar entre los innumerables puños que de todas partes y en actitud amenazadora se dirigían hacia él. Allí quedó algunos momentos, embriagado por su impopularidad, gozándose en los insultos, feliz y vanidoso de poder imponerse al mundo entero de ese modo y exasperar así a la ciudad. Basaba su orgullo en que sabría acallar esos furores a buenas o a malas, en que le bastaba decir una palabra, dar una orden para hacer obedecerá los amotinados y para sujetar a los sublevados.
      Se volvió para ver si aún se notaba el olor del oponax. El delicado y excitante perfume de mujer había desaparecido. La lámpara, falta de cuerda, daba tufo, desprendiendo un olor acre de mecha carbonizada y de aceite caliente. En aquel momento se oyó un crujido parecido al ruido de una tela de seda que se rasga. Dominando el clamor creciente de la multitud, se oyó una descarga. Algunas balas chocaron contra las piedras de la fachada produciendo un sonido seco al hacer saltar de ella pedazos que caían como escamas sobre una humareda espesa, interrumpida en varios puntos por rojizas llamas. Con la misma calma que si asistiera a una maniobra militar, cerró el General la ventana. Estaba dando la vuelta al dorado picaporte, cuando cayeron detrás de él, a sus pies, pedazos de vidrio. Una bala, atravesando la ventana, había ido a incrustarse en la pared de enfrente y uno de los retratos presentaba en su uniforme un agujero negro en el pecho. Entonces el General, sacando el brazo por la destrozada ventana, amenazó a la muchedumbre con el puño, diciendo:
      -Veremos cual de los dos vence.
      La voz resonó brutalmente en el inmenso salón desierto.
      A lo lejos, el cañón en los fuertes, tronaba sin interrupción en salvas desesperadas.

II

     Al otro día, dominado el tumulto, encarcelados los jefes, suprimidos los periódicos, Madame. de Pahauen detenida, era conducida por una escolta más allá de las líneas francesas.
      El General estaba triste. Recibió sin alegría al oficial que le anunció que se habían cumplido sus órdenes. Sin poderlo remediar, seguía con su pensamiento á través de los caminos abandonados, de las aldeas ocupadas, de los desolados campos, a la elegante mujer de la roja cabellera, cuya posesión había sido su delicia. Ahora, pasada la cólera, le dolía su partida. Consideraba que había disminuido voluntariamente su prestigio y rebajado su poder. Algo le faltaba, algo estropeaba su éxito.
      En otro tiempo, apartado por las sospechas del Imperio, en su retiro de literato y de soldado, había escrito infinidad de artículos contra la torpeza del Gobierno; pero no pudo nunca librarse de un momento de emoción, de un minuto de deseo, cuando los periódicos llevaban hasta él los ecos de las grandes fiestas de Compiégne, las descripciones de las grandes orgías de Saint-Cloud. Su afán de placer le roía en la vanidosa austeridad de su destierro. A menudo, en las horas de dolor que los más fuertes conocen, había sentido vacilar su conciencia, debilitarse su honradez. Más de una vez se había propuesto someterse, decidido interiormente por las sofisticadas razones que determinan los actos de cobardía, convencido de que, en medio de tantas inconsecuencias cometidas, su inconsecuencia pasaría desapercibida. Pero el orgullo le había sostenido. También su ambición le había librado de caer en complacencias y servilismos. Había pensado que llegan en un día a hacerse los amos, los que no cambian nunca de actitud y saben tomar una posición fija en medio de la corriente de los hombres y el momentáneo encadenamiento de los hechos. Además le repugnaban las medianías: no hubiera encontrado gusto en acometer empresas vulgares. ¿Venderse? ¡él también! Todo el mundo se había vendido ycon un arte de corrupción que esperaba él poder superar. Se hubiera avergonzado de haber plagiado bajezas y de desear capitulaciones, hubieran sido de esas que hacen a sus autores inmortales por la grandeza de su gloria o la profundidad de su infamia. Se creía nacido para un porvenir brillante, formado para la celebridad, capaz de los mayores esfuerzos y acallando sus deseos de dominar, luchando contra sus apetitos, había esperado; honrado por cálculo; no corrompido aún porque así era su voluntad. El pueblo, que no adivinaba sus impaciencias ni su sorda fiebre, le admiraba, creyéndole un martir, y le suponía gran capacidad y talentos desconocidos; se disponía a saludarle como a una potencia salvadora.
      La caída del Imperio le había colocado en una situación que dejaba atrás sus más hermosos sueños. En sus manos colocaba todo su poder París, temblando por la llegada de los prusianos, siempre vencedores. De su lejana oscuridad subía de pronto al puesto de dictador, y desde el principio la obediencia se hizo fácil a ese amo voluntario en quien fiaba la patria todas sus esperanzas. Sólo se le pedía que obrase pronto. De buen grado firmaban en blanco todo lo que quisiera mandar, con tal de que las órdenes fuesen breves, las decisiones rápidas, los resultados tangibles, inmediatos. Pero, como sucede a todos los teóricos quienes contraría lo brusco de los hechos, su sabia lentitud de combinaciones no supo sacar el partido conveniente de los elementos nerviosos que tenía á su alrededor. A las impaciencias, á los grandes movimientos de la muchedumbre, oponía sus consejos de templanza y paralizaba, con la sequedad de sus cálculos, los vibrantes entusiasmos que pedían marchar al combate. Siguiendo en su Gobierno militar la práctica de inercia que hizo el éxito de su vida, dejó de obrar, estando Paris sitiado, esperando de la casualidad la suerte de una buena fortuna, contando con los recursos de fuera, incapaz de improvisar nada, juzgando las nuevas situaciones con las ideas preconcebidas y los puntos de vista antiguos. No empleaba su autoridad en excitar los ánimos, sino que, al contrario, la derrochaba en ahogar las iniciativas y en impedir los actos de audacia. Correcto, exacto, pero sabio sin profundidad, inteligente sin elevación y tenaz basta la tontería, sólo se confiaba en la intimidad con Madame de Pahauen, cuyos movimientos, gracias y picardías de ardilla escapada, fustigaban sus sentidos, adormecidos por las fatigas de sus campañas, y contrastaban con la matemática pesadez de su cerebro.
      Madame de Pahauen se había casado varias veces con personas que no le habían dejado su nombre. En medio de la galantería de la sociedad imperial en que había brillado, afirmaban los más enterados que el nombre que llevaba era un nombre de guerra tomado de una novela o encontrado entre los personajes secundarios de algún drama de bulevar. Sus maridos no habían hecho más que pasar a su lado, sin pesar mucho sobre su lecho y tan amables con ella que no habían deshecho su estado civil de fantasía. Habían sido unos Durand, Bernard, Dumont, empleados de ministerio. Viejos viciosos o jóvenes llenos de ambición, consentían en sacarla a paseo, en cinta de un amante (gran personaje que se comprometía a protegerlo), la veían algún tiempo después de celebrarse la boda, y últimamente efectuaban una separación amistosa. Llegaba un día en que los dos cónyuges se iban cada uno por su lado y no se ocupaban ya el uno del otro. El empleado daba su nombre a la criatura, obtenía numerosas gratificaciones del Ministerio, ascensos rápidos y era condecorado, teniendo siempre en sus labios frases sobre la honradez, la buena conducta, el trabajo que todo lo consigue, el saber que eleva y distingue. Durante ese tiempo, Madame Pahauen, indiferente y libre, iba a los bailes, a las recepciones, estaba en todas las reuniones pequeñas, en todas las grandes cenas. Amazona los días de caza, galopaba con. el velo tendido al viento, por las praderas de Compiégne. En los cuadros vivos, con un maillot de seda color de carne inundado por la blanca luz del aluminium, lucía sus bien formadas piernas, la amplitud de su garganta, el hermoso y provocante impudor de su cuerpo de estatua. Señora caritativa que era, se la veía en los días de venta para los pobres ofrecer amablemente a los besos de los caballeros, a cambio del oro de sus bolsillos, todo lo que sus vestidos dejaban desnudo sobre su cuerpo. Después desaparecía repentinamente. Sus mejores amigas decían que se enterraba; otras suponían que se entregaba a piadosas meditaciones y que hacía austeros retiros en conventos afamados. La verdad era que se encerraba, por capricho de viciosa hastiada, con jovenzuelos que se complacía en pervertir. Entonces se la veía pasear por las iglesias un luto falso y lujoso. Siempre acompañada por una doncella, entraba en una casita de Batignolles o de Passy, y los vendedores de frutas, los porteros, las comadres que estaban sentadas en sus puertas viendo pasar la gente, se compadecían al ver pasar a una viuda tan joven. Su generosidad servía para disimular los secretos extravíos de su conducta, impedía la sospecha y hacía callar la murmuración. Algunas veces, cuando las dudas eran demasiado grandes, las afirmaciones demasiado precisas, se mudaba repentinamente de habitación ó impedía que se confirmasen las inducciones y que se comprobasen los hechos. Se marchaba dejando tras de sí un ambiente de santidad bastante grande por lo numeroso de sus buenas obras. Tenía gusto en engañar al público, ocultando sus grandes vicios y sus apetitos que llegaban hasta la bestialidad, bajo la apariencia de una vida modesta, virtuosa y tranquila, y después en emprender, exhibiéndose con un amante, una vida loca y desenfrenada. La corte se entristecía durante sus ausencias. Sólo ella comunicaba una alegría contagiosa en ese mundo de aventureros siempre inquietos en medio de sus fiestas, como rateros que al comer el producto de su robo temen a cada momento oír llamar a la puerta y ver entrar al comisario. Cometía todo género de locuras. Su vicio se hacía grandioso a fuerza de presentarse sin hipocresía, sin pudor, a la luz de las arañas. Algunas de sus excentricidades se habían hecho célebres: una noche en una cena había salido completamente desnuda de un pastel enorme, cuya gigantesca pasta descollaba encima de la mesa; ella fue la primera que tomó esos baños de Champagne que después imitaron las horizontales que habían agotado ya todos los recursos de su imaginación, y la democracia no la había perdonado nunca el haber echado sus enaguas por encima de la balaustrada de las butacas para llegar a un puesto en las butacas de orquesta, andando delante de los espectadores, con las piernas al aire, en una noche de estreno.
      Cuando París fue sitiado, se quedó por curiosidad. No había podido resistir el deseo de ver de cerca el espectáculo nuevo para ella, de una ciudad de 2.000.000 de almas, rodeada, hambrienta y reducida a sus propios recursos. De buena gana había aceptado las probables dificultades de una vida de sitio a fin de contemplar ese drama extraordinario, esperando situaciones nuevas que alegraran un poco su fastidio de beldad corrompida y hastiada. En los primeros días del mes de septiembre, mientras que sus amigas, aprovechando los últimos caminos libres, empaquetaban sus vestidos y hacían cola en las ventanillas de las estaciones cuajadas de viajeros, para ir a esperar en el extranjero o en una provincia apartada, el final de los acontecimientos, ella, exponiendo su persona, había entrado con valor en el personal de las ambulancias, reclutado especialmente entre las mujeres poco ocupadas y sobre todo entre las que deseaban conservar sus caballos: los demás caballos de la población se empleaban para llevar cañones, transportes y para carne.¡Y qué bonita y coqueta y graciosa enfermera resaltaba! El dolor, la muerte, todo lo que entristece y apesta, todo lo que mancha y ensucia, todo eso no era para ella más que un pretexto para ser elegante. ¡Con qué alegría por la mañana se contemplaba en su espejo, escotada con traje de calle tan provocador que parecía traje de baile!. Como antes se vestía para el espectáculo de un estreno, se componía y trataba de hacerse seductora para el espectáculo de la muerte; paseaba por entre los enfermos, que gritaban en las angustias de la agonía, el fulgor de sus diamantes, y los soldados espiraban agradeciendo con palabras confusas y balbucientes, las dulzuras de esa enfermera extraordinaria que les presentaba en sus últimos momentos todas las seducciones de una mujer y todos los minuciosos cuidados de una hermana cariñosa. Dulcificaba las agonías, daba valor a los convalecientes. Era despreocupada, tenía con los heridos esas familiaridades que las mujeres del pueblo tienen naturalmente con los enfermos. Los llamaba: mon vieu, ma vieille. Criticaba cariñosamente sus desfallecimientos con palabras crudas, adjetivos burdos, que hacían presumir en ella grande afecto; y el dolor de las heridas desaparecía, habiéndoselo llevado las palabras groseramente amistosas de su lenguaje de antigua modista picaresca.
      Nacida en los barrios bajos, respiraba en ese medio de obreros recientemente reclutados, un relente de los aires de su infancia, llevado allí por la casualidad, en sus vestidos, sus costumbres y su conversación; renacía su vida de obrera, rozándose con los hombres en el nocturno paseo de aquellos barrios o en los rigodones populacheros, y con gran placer trataba a aquella gente de igual a igual. Les pagaba licores, tabaco, vino, y fumaba con placer los cigarrillos que le ofrecían. Hasta los tuteaba como a camaradas. Muchas veces su simpatía hacia ellos pasaba más allá del hospital y los acompañaba después de curados, a las trincheras de las obras avanzadas y a las guardias que vigilaban al enemigo.
      Más de una vez habían tenido los oficiales superiores ocasión de ver entrar entre sus barracas y vivaques un coche que anulaba todas sus consignas. El cochero decía una palabra, y cuando titubeaba el centinela, una mano pequeña y enguantada salía del ventanillo y presentaba un pase ante el cual desaparecía toda resistencia y toda disciplina. Madame de Pahauen se apeaba: entre ella y el Estado Mayor se efectuaba un cambio de saludos y de cortesías.
      Charlaba y hacía sin duda un cúmulo de preguntas impertinentes, porque los oficiales arqueaban las cejas de impaciencia y cortaban secamente el aire con los brazos mientras hacían con la cabeza, moviéndola de izquierda a derecha signos de negación. Pero esa misma mano diminuta se enterraba en el bolsillo del vestido y sacaba una carterita y de ella un papel que volvía enseguida a su escondite. Entonces se habían allanado los obstáculos, continuaba la discusión más calmada y como indiferente, hasta que un soldado raso, enviado allí con una orden, saludaba a sus jefes entregándola y se azoraba sonrojándose al ver a Madame Pahauen. Ella le agarraba por el cuello, le llamaba hijo suyo, le abrazaba como si fuera su madre, con un cariño exagerado. Un momento después, en medio del tiroteo de fusilería y de ametralladora, de la horrible gritería de las avanzadas que son atacadas, el coche, pasando siempre libre por todas partes, con sólo una palabra del cochero un gesto de la dueña, volvía a París con Madame Pahauen, cuyas piernas apretaban con apasionado esfuerzo los pantalones de su amante del momento. Detrás de ellos, en el Estado Mayor, se oían conversaciones llenas de censura y de temores.
      Los oficiales hablaban de Madame Pahauen haciendo preceder su nombre del la, de ese artículo que significa el desprecio para las cortesanas demasiado célebres. La llamaban la Pahauen, asombrados interiormente de ese oscuro y extraño poder de la mujer, cuyas sonrisas hacían obedecer a los más fuertes y cuyas gracias podían, a su capricho, derribar los Gobiernos y arruinar las ciudades. En el colmo de su estupefacción, no llegaban a comprender que el General en jefe hubiese podido acoquinarse bajo sus faldas desordenadas, cuyos encajes parecían llevar consigo necesariamente una amenaza de desastre.
      Y era precisamente a causa de lo animado de su carácter de la exuberancia de su fantasía que el General había escogido a madame de Pahauen. Con sus bromas, con sus habilidades voluptuosas, sus charlas de loro suelto, le interrumpía en medio de la gravedad de sus ocupaciones y le hacía olvidar el peso de su responsabilidad. Y ahora que se le ha ido, abandonando los negocios urgentes, dejando que se acumulen telegramas que no se digna contestar, triste, grave, se engolfa en sus sueños. Trae a su memoria los primeros días de sus relaciones, las dulzuras de los primeros encuentros, la ternura de su luna de miel en la ciudad que está sobre las armas, sus paseos por ese París en pie retemblando bajo los primeros disparos de los cañones de las fortificaciones.
      La casualidad hizo la presentación. Un día había ella entrado a verle en su despacho, atravesando a pesar de los criados, forzando las puertas con una sonrisa. ¡Dios mío! Se hacía pedigüeña. Pero lo que pedía no era para ella. No; ella no necesitaba nada, era una amiga suya que temía las consecuencias de un largo sitio. Tenía un niño; necesitaba cuidados, leche, y se le había ocurrido pedir un salvoconducto para ir al campo a vivir tranquilamente. Una mujer no es de gran utilidad en una ciudad en que se están batiendo. ¡Pero ella no conocía a nadie! ¿Cómo haría? Madame de Pahauen insistió en su petición, y el General no pudo librarse del influjo que el encanto de esa mujer ejercía sobre su espíritu.
      Había cogido de la mesa una hoja de papel, la había colocado delante de él, y mojando una pluma en el tintero se la puso en la mano. Y mientras redactaba el pase bajo la mirada de esa mujer, que inclinada sobre la mesa, rozaba con su pecho el uniforme, salían de ella efluvios que le llenaban de una calurosa emanación de deseo, tan intensa y penetrante, que le temblaba la mano al trazar sobre el papel las incorrectas líneas. Con su perfume, con sus palabras, penetraba en él esa mujer por todos los poros de su cuerpo. Se desprendía de ella una fascinación que removía profundamente su sensualidad. Tomaba posesión de todo su ser, se imponía a su carne.
       El no ignoraba su historia, sus aventuras, las grandes locuras que había cometido en la corte imperial. Se le despertó un sentimiento de vanidad que hizo callar toda la prudencia del hombre: apareció el ambicioso, era una alegría áspera y deliciosa para el dictador todopoderoso, añadir esa mujer a su dominación, unir al poder supremo ese vicioso escándalo y completar sus sueños, gozando de ese recuerdo vivo del Imperio.
      Madame de Pahauen se rendía con facilidad a sus deseos amorosos de viejo militar. Cedía por medio de una complicación ingeniosa, irritando sus deseos con su fingido pudor, y por fin llegó a ser su querida bruscamente, como si se hubiese abandonado.
A partir de ese instante, aquel hombre que tenía en su mano el destino de toda la ciudad, que podía decidir el éxito y cambiar la faz de la historia, altivo y soberbio para todo el mundo, estuvo secretamente manejado por la caprichosa y fantástica mano de una mujer. No sabía con seguridad qué placer era mayor, si dar órdenes al ejército, que no podía discutir sus decisiones, o prestar ciega obediencia a la desarreglada cabecita de Madame Pahauen, que no veía en su extraordinario poder más que un pretexto para divertirse y sentía placer en tomar la guerra como juguete.
      Le acompañaba a todas partes. Rara vez se veía pasar sólo al General. Detrás de él, a corta distancia, iba siempre una discreta berlina, en que los rojos caballos se ostentaban hermosos como una inmensa flor sobre el soberbio traje de seda. Una mujer aparecía en medio de tantas pieles y adornos, asomando de vez en cuando la cara al ventanillo. Se la encontraba en todas las trincheras, en todos los sitios en que se removía tierra, donde el Estado Mayor trataba de elevar reductos o de improvisar defensas. Se la conocía, y al cabo de algún tiempo se contaban leyendas sobre su persona. De Moulin Sacquet a Mont Valeríen, de Bobigny a Bagneu, la imaginación de los militares, inspirada en recuerdos de novelas y folletines, se ingeniaba para compararla con alguna heroína de los pasados tiempos, a alguna Juana de Arco o Juana Hachette, llegada á los campos de batalla para animar el valor y asegurar la victoria.
      También los periódicos hablaron de Madame de Pahauen. Evocaron con motivo de ella los recuerdos de las mujeres romanas, la abnegación de las esposas de Lacedemonia; un poeta la llamó "el ángel de las avanzadas ", y aunque en el fondo los más listos la suponían alguna historia amorosa; aunque los escépticos no disimulasen que ostentaba solamente una desvergüenza grandísima, su buen humor, su amena charla con los soldados, las raciones de vino que hacía distribuir como suplemento, le ganaba todos los corazones. Su coche, al alejarse de ellos, era frecuentemente victoreado, y siendo entonces de moda aclamar a las personas nacidas en las provincias invadidas, la Guardia nacional, mezclándose en el concierto de bendiciones que se entonaba en las avanzadas y en los fuertes, la admiraba como a una gran señora alsaciana. Se hablaba mucho de ella en las fortificaciones. Muchos suponían que el día de la batalla iría al lugar del fuego, como un hombre. Después de todo, no se podía poner en duda su temperamento guerrero y sus cualidades militares. Se la había visto un día escalando atrevidamente los malecones de los baluartes, sin pedir ayuda a nadie, y cerca de 1os cañones que asomaban sus golas en las troneras cubiertas de hierba; se había hecho explicar largamente por los artilleros los detalles y pormenores de la maniobra, se había enterado minuciosamente de las aletas de zinc de las granadas y de la teoría de la trayectoria.
      Un día había llegado su afición a meter y sacar el escobillón en la pieza. Durante una hora entera, con las faldas recogidas para tener más soltura de movimientos, hizo la ronda con una patrulla de guardias nacionales.
      Los que estaban de guardia en los sitios próximos, abandonaban sus barracas para contemplarla, con la pipa en la boca, maravillados de la generosidad con que jugaba veinte francos contra diez céntimos en cada golpe. Por diplomacia, para aumentar su popularidad, había tenido la malicia de perder, y por la noche, con el dinero que le ganaron se bebió tanto en las cantinas, se brindó tanto por ella, vinosas voces repitieron con tal entusiasmo las patrióticas excitaciones que había pronunciado al jugar a la rayuela, que madame de Pahauen fue reconocida universalmente por una especie de divinidad. La escasa inteligencia de la gente del pueblo, inclinada siempre a la deificación y al simbolismo, veía en ella un personaje extraordinario que, en la ciudad armada, era la personificación de la alegría francesa, resistiendo a todas las derrotas, triunfando de todos los desastres, respondiendo irónicamente a los estallidos de las granadas con estallidos de risa.
Así es que en los días que siguieron a la marcha de Madame de Pahauen, los baluartes se entristecieron. Había menos animación a lo largo de las murallas, y los guardias nacionales de centinela bostezaban, mirando con desesperación si el desierto camino les traía en lontananza el coche blasonado, del cual solía apearse la mujer elegante, a cuya sonrisa presentaban las armas galantemente como a una potencia. Sólo desfilaban arcones, el siniestro ir y venir de las ambulancias; ó bien eran cañones, convoyes dando tumbos, lentamente arrastrados por jamelgos tambaleantes, delgados, como láminas de papel.
      Algunos días, la profunda tristeza de la ronda se animaba con el clamor de numerosos batallones en marcha, con el tumulto de las salidas proyectadas. Los soldados desfilaban, bien alineados, seguidos por los saludos de despedida. Se oía en el aire estallido de besos, esperanzas de victoria, y los regimientos marchaban con más ánimo como si renaciese la esperanza en su corazón. Después los mismos esfuerzos producían siempre idénticos resultados. Los cañonazos se oían largo rato y a gran distancia. Llegaban telegramas tardíos y contradictorios; la angustia se apoderaba de París a medida que descendían las sombras de la noche como fúnebre cielo. Luego, a la vacilante luz de lámparas de petróleo colocadas para reemplazar el gas, volvían las tropas a la desbandada con una derrota más y unos cañones menos, mientras que detrás, a caballo, adelantándose a su Estado Mayor, pasaba el General, pensativo bajo los galones de su kepis, deseando locamente la vuelta de Madame de Pahauen, como si su insensata amante pudiera devolverle su energía de hombre que había desaparecido con la alegría de la cortesana, envuelta en los pliegues de su vestido y en los hoyos de sus carrillos; como si sus besos hubiesen podido consolidar ese poder que él sentía vacilar bajo las sangrientas ironías de París, diariamente vencido.

III

      En Versalles, Madame de Pahauen no encontró las delicias de la vida cortesana que antes había hecho durante los felices días del Imperio. Su reciente prestigio de dama favorita, desapareció también. Sin autoridad y casi sin dinero, arrastraba una existencia monótona, herida en lo más profundo de su vanidad al verse confundida con el tropel de entretenidas, que, temiendo un bombardeo o simplemente por el afán de lucro, se habían trasladado al campo prusiano.
      Su llegada había sido más que modesta, humilde. Estaba desorientada al oír por todas partes aquel bullicio guerrero de aquella villa muerta, y a la cual la invasión daba un extraordinario movimiento, algo así como una animación transitoria y momentánea. El hotel de la avenida de Saint-Cloud, estaba lleno de oficiales, de ordenanzas que hablaban tosca y groseramente, y que hacían sonar sus anchas espuelas al bajar y subir por la escalera. Apenas si había conseguido Madame de Pahauen una habitación estrecha, con un mezquino gabinete que le servía de tocador, y donde dormía la doncella que la acompañaba. La dueña de la fonda, aprovechando la ocasión y sacando buen partido de las desdichas de sus compatriotas, le había alquilado este departamento a un precio elevadísimo. Treinta francos diarios sin contar la asistencia.
      Y la buena señora, reventando dentro del corsé, cubierta la cabeza con la cofia, adornada con anchas cintas color de rosa, con el rostro iluminado por el afán de lucro y la mirada escudriñadora, le había hecho comprender que consentía en darle el cuarto mediante ciertas concesiones inauditas.
      No se quejaba; pero, verdaderamente, una habitación por ese precio... ¡en fin! que perdía dinero. Felizmente Madame de Pahauen era francesa, que de otro modo no hubiera consentido ella, la dueña de la fonda, en darle la habitación en un precio tan disparatado. ¡Un cuarto tercero apenas, porque el entresuelo no era alto de techos; y además tenía vistas a la calle! Un oficial prusiano que había querido tomarlo, le había ofrecido el doble. Pero es necesario ayudarse mutuamente, ¿no es cierto? Ella opinaba que debían sacrificarse todos los intereses al mutuo auxilio de los compatriotas. Además en el cuarto bajo de la casa, había abierto un establecimiento en que vendía vinos y licores; y vendiendo Champagne pasado y aguardientes artificiales, que bautizaba audazmente con los nombres de coñac y fine champagne, Madame Worimann, alsaciana, se desquitaba con sus enemigos, que iban a beber a su casa, de las pérdidas que, según ella, le ocasionaban los franceses y parisienses de ambos sexos que, habiendo conseguido un salvoconducto, se establecían en Versalles y le pagaban por su habitación un precio exorbitante, buscando un destierro cómodo donde se pudiera comer pan blanco, al abrigo de las granadas, y sin estar demasiado lejos de las curiosidades y noticias del París sitiado. A. esas industrias de casera y vendedora de licores, añadía Madame Worimann, secretamente, una profesión, cuyos productos eran triples que los ya exorbitantes beneficios de su comercio oficial. Julieta Worimann había sido comadrona: a la sazón estaba separada de su marido, y después de vender su casa, con su muestra de hierro blanco en que estaba pintado un niño recién nacido, concibió la idea de explotar la guerra y los vicios de los invasores. Este negocio le producía seguramente más, no teniendo por otra parte ciertas quiebras que, en forma de proceso, había sufrido en su oficio de comadrona.
      Después de tres años pasados en la inacción, fingiendo una conducta regular y una hipócrita devoción que la hacía ir todos los domingos á la iglesia de San Luis, a oír misa, a escuchar los sermones y a encender velas, la vieja comadrona, en medio de los desórdenes de la guerra, y aprovechando la falta de vigilancia de la policía, se dedicó al oficio de alcahueta, que ya le había proporcionado los más pingües beneficios de su casa. Con los parisienses no tenía que temer ni procuradores, ni audiencias, ni persecuciones. Libre y despreocupada, aprovechando el conocimiento que tenía de la lengua alemana, que había hablado de joven en Strasburgo, procuraba a los oficiales ricos, habitación, alimento y amor. Familiar con los Generales, complaciente con los de Estado Mayor, había escapado a todas las requisitorias de los alemanes. Protegida a causa de los especiales servicios que prestaba con su industria, almacenaba dinero en medio de tanto desastre. Para ella no era el prusiano un enemigo que se odia, un explotador del cual hay que librarse: era un cliente que se recibe con una sonrisa, un consumidor que produce beneficio y que se trata de conservar con halagos. Dulce con todo el mundo, afable por necesidad, no era severa más que para ese París lejano, cuyos incesantes cañonazos le hacían temer una salida victoriosa. Entonces serían echados los prusianos. Versalles volvería a ser francés, su comercio moriría para siempre. Procuraba no creer en la eficacia de la resistencia, y temblando por sus intereses acusaba diariamente al Gobierno, que hacia morir a tanta gente sin necesidad ni esperanzas de resultado.
      -¿De qué servía todo eso?-preguntaba.
      Cuando delante de la puerta de su casa pasaban prisioneros heridos, gritando en los coches de las ambulancias, Madame Worimann exhalaba piadosas exclamaciones, se dolía de tal modo de esos pobres muchachos, que su reputación ganaba mucho en el barrio. Como mujer, no vale gran cosa, decían, pero tiene un corazón de oro. Eso era indiscutible. Después entraba en su casa, y esas mismas ternezas las prodigaba a los bávaros, sajones y pomeranianos que bebían alegremente.
      Las mismas circunstancias que eran favorables a Madame Worimann, hacían desastrosa la posición de Madame Pahauen. No faltaban mujeres en la plaza de Versalles, y la notoriedad que pudiera tener su prostitución, la celebridad que tenía en París, cesaba allí, en esa ciudad en que los oficiales no conocían el esplendor de sus relaciones anteriores, e ignoraban todas sus excentricidades y fantásticos caprichos. Por primera vez se apercibió madame de Pahauen de que envejecía.
Los deseos no se manifestaban a su alrededor en el paseo. En vano interrogaba al volver a casa a su criada; no había cartas amorosas ni ramos de flores. Nadie había ido. Tampoco l1egaban billetitos poé-ticos y perfumados, disimulando la secreta concupiscencia que expresaban bajo la forma de perfecta galantería y de exagerado sentimiento. Le faltaba todas las mañanas su acostumbrada correspondencia amorosa, y las noches las pasaba sola al lado del fuego, sin corte de adoradores, sin conversaciones de amigos, mientras a lo lejos el cañón tronaba, remedando con su fúnebre sonido la expresión de tristeza de su propio pensamiento. Nada, ni la carta brutal ofreciendo dinero, seca como un cálculo y breve como un anuncio.
      La vida se hacía muy dura a Madame de Pahauen. El dinero que había llevado consigo disminuía rápidamente y cuando se acabara, ¿cómo y de dónde había de procurarse más?
      No había hecho nunca economías, no tenía crédito con ningún banquero. Tuvo que dirigirse a Madame Worimann. Esta se mostró complaciente, y explotándola prestándole a intereses inverosímiles, aprovechó la ocasión para darle algunos consejos.
-He conocido otras señoras muy encopetadas que se han visto en conflictos iguales y aun mayores. Pues bien, han salido del apuro.
Lo importante, exclamaba ladinamente madame Worimann, es tener iniciativa y no acobardarse. Sobre todo teniendo una persona de confianza, yo por ejemplo, que se encargue de...
Y en un final de frase en que trató de disimular con delicadas palabras, la enormidad de su proposición, le ofreció sus servicios. Le pidió perdón por su atrevimiento, pero en el fondo vino a decirle que tenía motivo de envanecerse; "se había fijado en ella el otro día un oficial de alta graduación".
      -¿Qué oficial? -preguntó Madame de Pahauenno comprendo nada de lo que usted me dice. Explíquese usted, vamos a ver.
      -Uno de esos que están al lado del emperador Guillermo. Tienen un nombre. No me acuerdo cual.
      -¿Y qué quiere ese señor?
      Entonces Madame Worimann, creyendo tener el consentimiento de Madame de Pahauen, le dijo en voz baja y brillándole los ojos de alegría, lo que se deseaba de ella y el precio que se había ofrecido por la posesión de su persona.
      Por primera vez tuvo conciencia de su infamia Madame de Pahauen, toda su vida le pareció despreciable e inmundo al oír esas palabras. Todo el decorado de lujo, toda la apoteosis fantástica en que había vivido triunfante en la impudencia y la orgía, se le vino abajo de un golpe. En una súbita evocación se vio a sí misma paseando por los salones de las Tullerías. La orquesta tocaba, escondida bajo las flores; se bailaba, y de un extremo a otro, bajo la espléndida luz de las arañas, se veían blanquísimas espaldas cuajadas de brillantes. Generales, diplomáticos, cuyos nombres, pronunciados por los criados al entrar en los salones, resonaban majestuosos por encima de los demás, inspirando respeto a los mismos que los pronunciaban, se apresuraban a rodearla, pidiéndole el favor de una mirada, felices de que se les permitiera recogerle el abanico; y después consideraban que habían sido objeto de gran distinción si se dignaba dar con ellos una vuelta de vals. Se la consultaba para la dirección del cotillón; ella arreglaba las figuras, y de vez en cuando imaginaba novedades prodigiosas que decidían el éxito del baile y que eran copiadas en el extranjero como invenciones de la última moda.
       Durante tres meses había sido dueña de París, y en todo ese tiempo no había habido dentro de las fortificaciones una voluntad contraria a la suya. Había mandado a los Generales, quebrantado la disciplina, y ¡cuántas órdenes no se habían dado obedeciendo a sus caprichos!... Hasta fijaba la fecha de las batallas. Podía producir a voluntad la alegría o la muerte. Y ahora se atrevían a ofrecerle la cama de un prusiano; ahora venía la miseria a forzarla a someterse a todo. Se rebeló contra eso. Consentía en ser la cortesana brillante maldecida por Juvenal, y que siente la admiración de los que la contemplan levantar el polvo con su coche, cuando pasa tan majestuosa y tan insolente, que las gentes honradas dudan y que un mal deseo nace en el corazón de los humildes. ¡Pero ahora había caído de tal modo que la tomaban por una prostituta vulgar y ofrecían por su sonrisa y por su carne un precio determinado! ¡A ella, que antes había arruinado familias y quebrado banqueros, con la promesa de un beso!
¡Todo lo comprendió! Había sucedido, indudablemente algo de que su alocada cabeza no se dio cuenta hasta ahora. Para caer así, un horrible cataclismo tenía que haber estallado a su. alrededor. En su desgracia, se dio cuenta de lo que era el infortunio general; entrevió la miseria y la catástrofe común, y en la derrota de su opulencia adivinó infinitos desastres, inmensidad de ruinas irreparables. ¡Comprendió que eso era la invasión, que eso era la guerra!
     Madame de Pahauen se imaginó que de un extremo a otro de Francia habría millares de mujeres abandonadas como ella, sin un cuarto, metidas en un hotel y comerciando con la lujuria, pagando su tercería a las alcahuetas.
      La patria invadida se le apareció como un lugar de desolación en que las cortesanas habían perdido la libertad de sus cuerpos y el derecho de escoger amantes. El dolor le prestó entendimiento. Un arranque de entusiasmo patriótico le hizo admirar de pronto en los que no había reparado al principio, en esos soldados improvisados, armados de cualquier manera, y que luchaban desesperadamente. El espectáculo que había contemplado, con la dejadez de una hermosa mujer, abanicándose tranquilamente, apareció entonces ante sus ojos con todo el horror de sus detalles, con toda la grandeza de su feroz humanidad. Ella, hasta entonces sola, no había padecido el dolor general.
      Había pasado sonriendo entre los muertos, y ahora sentía una especie de rubor por aquella indiferencia, por aquella tranquilidad en que había vivido tanto tiempo.
      Notó que llegaba también para ella la hora del dolor, también ella quería sacrificarse como la mujer de París, que veía con su imaginación, tiritando de frío en las puertas de las carnicerías, en los bulevares, donde caían las granadas, cogiendo un fusil y haciendo fuego sobre los enemigos. Entonces, olvidando su miseria, su bolsillo vacío, su casa reducida y pobre, su criada que gruñía, pidiendo a todas horas su salario atrasado, Madame de Pahauen rechazó con desprecio el ofrecimiento de madame Worimann. ¡Ella venderse a los prusianos! ¡Nunca!
      Como insistiese Madame Worimann, la empezó a injuriar, criticando el oficio que tenía ella, ¡una alsaciana!
      -Más le valía no ser francesa, que tener un tráfico semejante - le dijo.
      -De modo que no acepta usted. ¿Y por qué?
      Madame de Pahauen tomó una actitud de altiva dignidad. Y mezclando su amor a París, sus exageraciones de mujer y sus antiguos gestos, aprendidos cuando hacía el papel de gran señora en el tablado de un teatrito, respondió:
      -Porque soy parisina, ¡caramba! y las parisinas no hacen porquerías como usted.
      Y volviéndose bruscamente, salió. Detrás de ella sonaron con estrépito las puertas. Madame Worimann, que la veía irse con aire de tierna lástima, pensaba:
      -No vale la cosa el ruido que has armado. Tú vendrás aquí, y quizá más pronto de lo que crees.
       Entretanto le pareció lo más digno no volver a hablar con su huésped.
       Así se pasaron muchos días. La vida de Madame de Pahauen se pasaba. triste y solitariamente. Ahora estaba sola; su criada la había dejado después de una gran disputa. Experimentó ese aumento de tristeza que produce el tener que arreglárselo todo sin ayuda de nadie. Madame. Worimann se vengaba, negándose a ayudarla; y todas las mañanas paseaba sobre su peinador su cabellera suelta, y en dos o tres veces hacía su cama. El mover los colchones era operación que la cansaba el cuerpo, poco acostumbrado a los trabajos domésticos; era torpe, y las precauciones que tomaba para no ensuciar sus blancas manos, los guantes que se ponía para preservarlas, contribuían a hacerla tan desmañada, que rompía todos los objetos frágiles que tocaba. Hasta su elegancia empezaba a abandonarla.
      En otro tiempo había sido modelo vivo de la moda. Los vestidos, sobre su cuerpo, ganaban en gracia, y los sombreros que se ponía tomaban aire de suprema coquetería. Ahora los vestidos lujosos, los peinados delicados, que habían hecho el éxito de su fortuna, parecían haber perdido toda su juventud, toda su frescura. Las cintas flotaban mustias, sin brillo; las colas de sus vestidos, al rozar sobre el pavimento de las calles, producían un crujido melancólico y cansado, y los rasos, cachemires, todo el lujoso vestuario, empaquetado con esmero, entre papel de seda en sus maletas, parecía, bajo el cielo de Versalles, la miserable mercancía de una casa de confección, vendida para liquidar las cuentas.
      Madame de Pahauen también, como sus vestidos, envejecía: su edad aparecía en sus arrugas. Allí, en su cuarto del hotel, no tenía sus lápices, sus dentífricos, sus colores, sus polvos de arroz, esa farmacia de ingredientes con los cuales consolidaba su belleza y sus encantos, todas las mañanas, durante hora y media. Hacía tiempo que disminuía el carmín con que pintaba sus labios; lo economizaba haciendo prodigios para conservar lo poco que quedaba, temiendo el día, cada vez más cercano, en que su boca presentaría todo el horror de su prematuro envejecimiento, y en que su sonrisa descubriría, detrás de los labios, sus dientes amarillos. Y, sin embargo, era hoy su única satisfacción el vestirse.
      Desocupada, roída por el aburrimiento, llena de inquietudes, sobresaltada por vagos remordimientos, trataba de combatir la persistencia de sus penas, haciendo complicadas combinaciones en la manera de vestirse. Pasaba largo tiempo delante del espejo estrecho, levantada sobre las puntas de los pies, con el objeto de verse por encima del fanal que cubría el reloj, que estaba colocado sobre la chimenea.
      Procuraba revivir en esa existencia de otro tiempo, resucitar, por medio día tan sólo, ese pasado de lujo, cuyo recuerdo la. rejuvenecía, y así lo conseguía a veces, haciéndose un peinado antiguo o encontrando una cinta o una alhaja de feliz recuerdo. Después, cuando estaba aviada y correcta de los pies a la cabeza, no podía ya permanecer en su cuarto. Atormentada por la necesidad de salir, por el deseo de exhibirse, salía a pasearse, sola y a pie.
      Entonces, en la siniestra ciudad de las ventanas cerradas, en las calles en que los transeúntes cedían el paso a los uniformes y a los cascos, mientras los burgueses no salían más que a asuntos de absoluta necesidad, tomaba indefinible intensidad de tristeza la soberbia ostentación de lujo de Madame de Pahauen. Sus gracias parecían lúgubres hasta hacer llorar, sus pretensiones espantaban. Los pocos versalleses que encontraba a su paso se volvían, riéndose al contemplarla. Algunos vagos seguían al crujido de sus enaguas, de ese atavío incoherente y exagerado. Los perdidos la comparaban con las mujeres públicas en el día de salida. Y verdaderamente era cosa cómica y desagradable ese espectro de mujer de belleza fugaz, cabellos rojos que se ennegrecían por falta de pintura que, en medio de la Prusia, en medio del ejército enemigo triunfante, parecía el espectro de las elegancias mundanas y el fantasma de los esplendores de París.
      Pronto tuvo que renunciar Madame de Pahauen a sus paseos, de donde volvía insultada, escarnecida como una mujer pública. Metió los vestidos en los maletas, y encerrada en su cuarto, vestida con una bata sencilla, desesperada, esperó. ¿Quién sabe? pensaba; acaso la fortuna de las armas le sería favorable al fin. París vencedor ¿le abriría las puertas? Dominada por un acceso de devoción, rezó pidiendo a Dios con fervor que concediera a los franceses una victoria que le devolvería su tranquilidad, sus criados, su hotel y su antiguo lujo.
      Pero la victoria tardaba en venir para las armas francesas. Cada batalla librada era una derrota. Madame Pahauen, desesperada hasta el fondo de su corazón, rugía de cólera cuando desfilaban bajo sus ventanas los alemanes gritando "hurra" y celebrando sus triunfos. El invierno, crudísimo, se prolongaba desmesuradamente. Allá abajo luchaba continuamente París, tenaz en su derrota, y las noches estaban llenas del sordo retumbar de los cañones. ¡Oh cuanto quería ella ahora ese París lejano y terrible! hacia él convergían todas las esperanzas, y las últimas alegrías de la vieja cortesana se producían cuando llenaba París el ambiente con el enorme estrépito de sus fuertes, y el trueno de sus murallas. A cada cañonazo creía ella que un camino iba a abrirse, por el cual podría entrar, y en el disparo de las ametralladoras y las detonaciones de la fusilería pensaba en las luchas definitivas que iban a decidir la suerte de Francia y cambiar la faz de las cosas. Llegada la noche, añadía a esos días de angustia la tristeza de las tinieblas, la monotonía de la nieve, y no ocurría nada. En la calle repetían las cornetas prusianas el melancólico toque de retreta, invariable y monótono. Pasaban regimientos batiendo el tambor, acompañado del agrio sonido de las flautas y parecía que nunca volverían a oírse las cornetas de la patria en la triste ciudad de los largos paseos, de los hermosos castillos llenos de las estatuas de los héroes franceses.
      Y sin embargo, no daban gran importancia a las fuerzas del enemigo las noticias que a casa de Madame de Pahauen llevaban los mozos de la fonda, el carbonero de la esquina y las visitas que alguna vez tenía de mujeres de vida airada, vecinas suyas. Corría el rumor de que sus fortificaciones eran frecuentemente casi nulas, sus trincheras inexpugnables, fingidas. Apenas tenían algunas baterías formales, provistas de piezas de gran alcance y de abundancia de municiones. El resto eran tubos de chimenea y de alcantarillas, dirigidos hacia París, y que en el cristal de los anteojos de los sitiados producían la imagen de enormes cañones en actitud amenazadora. Se citaban los lugares en que se encontraban y hasta las personas que lo habían observado. Se decían sus nombres en voz baja, para que no sospechasen los enemigos. Puede ser que estos rumores fuesen exagerados, todo el mundo lo creía así, pero indudablemente había un fondo de verdad en todo ello.
      Esos detalles, frecuentemente repetidos, mantenían las ilusiones de Madame de Pahauen. Algunas veces creía que su sueño se realizaba. París vomitaba por todas sus bocas de fuego y Versalles se iluminaba con fúnebre resplandor. Las estafetas corrían por las calles, y alrededor de las tropas, estrechamente formadas, se oían voces de mando. Se iluminaban las ventanas de las casas, y mientras las tropas se alejaban de la ciudad, volvían a producirse en sus habitantes la curiosidad y los comentarios.
      Los prusianos, pensaban, atacados por sorpresa, no se podrían defender; las tropas francesas saldrían de París en masa y victoriosamente. Esperanzas entusiastas se hacían todas las noches con el gorro de dormir en la cabeza. Todos escuchaban con atención el menor ruido, queriéndole interpretar favorablemente. El ruido de los arcones que rodaban por el camino, hizo creer a veces que se llevaban los alemanes el equipaje del emperador Guillermo para salvarlo del desastre general. Todos miraban al castillo, y como le veían oscuro suponían, llevados de un disparatado optimismo, que el Estado Mayor alemán había huido.
      Madame de Pahauen era hermosa, sobre todo en esos momentos en que desbordaba su imaginación. Hija del pueblo, educada por la cultura de novelas y folletines, con el espíritu empapado en esas concepciones fantásticas que se fundan en la locura y en el absurdo y se desenlazan con las complicaciones más extraordinarias, decía cosas y daba opiniones estupendas con un aplomo imperturbable. Aseguraba, por ejemplo, que el palacio de Versalles estaba minado. Los parisinos sólo esperaban el momento favorable: una chispa eléctrica, y volaría el emperador Guillermo con su Estado Mayor. Estaba convencida también de que esas minas que pasaban por debajo del Sena partían de Auteuil y terminaban en la Place d'Ármes. No había duda, la salida se haría por ese lado. Los franceses marcharían por la mina, y tendría gracia, cuando saliesen en el centro de Versalles, batiendo los tambores y tocando las cornetas.
      Decía esas tonterías con la mayor seriedad, pues estaba plenamente convencida de que eran ciertas. Llegó a creer que oía ruidos subterráneos que se asemejaban al cadencioso paso de las tropas. Los más escépticos dudaban, asombrados por la autoridad que les inspiraba su confianza. Efectivamente, les parecía que ocurría algo extraño. Con frecuencia, era un caballo que golpeaba el suelo en la cuadra de la casa contigua. A veces era menos aún: e1 murmullo de los árboles movidos por el viento durante la noche. Generalmente no oían nada más que los sonidos imaginarios que la esperanza hace percibir a un oído atento e impaciente.
      Llegaba la mañana; iluminaba con su pálida luz las casas de Versalles, y sus habitantes, con los ojos hinchados de una noche de insomnio, el cuerpo fatigado y el espíritu animado por esa esperanza de triunfo que no llegaba nunca, veían entrar las tropas enemigas. Iban cantando los soldados, como si volvieran de una revista o de una maniobra. Otra vez había sido rechazado un ataque de los sitiados, y Madame Pahauen, con las lágrimas en los ojos, llorando por ella, aunque parecía llorar por su patria, escuchaba silenciosamente el rítmico sonido de las botas sobre el camino y el lejano estampido del cañón, que a intervalos hacía sonar su atronadora voz. Sus salvas parecían tocar el himno fúnebre del París agonizante.
      París era ahora la idea fija de Madame de Pahauen. Lo contemplaba en el horizonte, sentía por esa ciudad el cariño que inspiran en la ausencia los seres queridos cuando están enfermos. Un día, no pudiéndose contener, tomó el camino de la capital. Anduvo mucho tiempo perdida por los campos, rechazada por los centinelas, detenida por todo género de consignas. Iba de colina en colina, atravesando los bosques, resbalando sobre la nieve, sin llegar a la vista de París, que parecía no quererla admitir. Por un momento se detuvo sobre una altura que dominaba a Meudon. Entonces se le apareció la ciudad a través de las ramas entrecruzadas de los árboles, que sobre el fondo del cielo destacaban su dibujo como un grabado, al aguafuerte.
      Eran las cuatro de la tarde, la noche se echaba encima. Aumentaban las sombras, y París, confundiéndose con las tinieblas, no era más que una inmensa oscuridad; Madame de Pahauen tembló. Apenas lo reconocía, en esa masa negra, en el fondo del inmenso hueco que formaban las dos colinas. No era el París iluminado y fantástico que veía de noche en el verano, esparciendo luz y vida, enviando a un cielo cuajado de estrellas el aire de sus pulmones, el murmullo de sus calles y cuyos innumerables mecheros de gas parecían colocar sobre la tierra el reflejo de los astros del cielo. El inmenso y rojizo resplandor que flotaba sobre la ciudad, había desaparecido. La actividad parecía haber abandonado esa capital sin gas, que yacía en medio de la llanura con el siniestro enfriamiento de un planeta apagado para siempre. Rara vez oscilaba en medio de la profunda oscuridad alguna luz lejana, y ese raro resplandor hacía soñar nuevos absurdos a Madame de Pahauen. A pesar de su optimismo, lo comparaba a veces con esas luces que enciende la piedad en la habitación de los muertos.
      De pronto tembló el suelo bajo sus pies, sacudido por sucesivas detonaciones. Sus oídos fueron dolorosamente impresionados. A. derecha e izquierda aparecieron inmensas llamaradas rojas. Las faldas de las colinas resplandecían como un enorme incendio; un espantoso ruido de metralla se produjo al mismo tiempo y se oían silbar los proyectiles.
      En París, súbitamente iluminado, estallaban las granadas. Era el bombardeo. Los disparos se seguían con calma, con regularidad matemática, mientras que París, en inmovilidad cataléptica, no contestaba. Ni un tiro de fusil en las avanzadas, ni un cañonazo en los fuertes. En los instantes de silencio se oía como el ruido de una casa que se derrumba.
      Entonces Madame de Pahauen comprendió su cobardía. Tuvo vergüenza de haber huido de la ciudad; desesperada, pensó que había obrado mal poniéndose a salvo mientras sus conciudadanos sufrían, debilitados por el hambre, diezmados por los combates del día y de la noche. El espanto aumentaba la intensidad de sus sensaciones, se imaginaba que cada cañonazo lanzado a esa sombra fúnebre arruinaba un barrio, que cada granada, al estallar, producía un muerto. París se le apareció entonces como una ciudad de degüello y de escombros, y ese espectro le atormentaba como un remordimiento. Volvió la cabeza, y haciendo un esfuerzo para despegarse del suelo, en que el espanto la tenía sujeta, colocando de vez en cuando la mano ante los ojos, para hacer huir la preocupación siniestra que le producía esa visión, corrió desesperada hasta Versalles.
      Lo había decidido, iría a París arriesgando la vida. Tenía que ocupar su puesto en medio de aquella miseria; pretendía su parte en los sufrimientos, pedía su pedazo de peligro. Y después de todo, si todo se había acabado, si París se hundía con el Imperio y con sus veinte años de corrupción, faltaba ella para completar el cuadro. Le parecía que tenía que presentarse como las bailarinas en la escena final en la apoteosis de una comedia de magia, inundada por la luz eléctrica. Pensó también que podía exasperar las resistencias, castigar la cólera y animar, en fin, esa defensa soñolienta, prestándole audacia. Sí, iría a París. Les contaría las pocas fuerzas que tenían los enemigos. Les explicaría que sus fuerzas estaban dispersas, que sus armamentos eran insuficientes, sus fortificaciones ficticias y otras muchas cosas. Podía ser que consiguiese sacudir la inercia, decidir a los indecisos. El bombardeo, que se oía a lo lejos, continuaba espantoso, formidable. Entonces soñó con hechos grandiosos: los fuertes, lanzando bombas a la voz de su mando, el ejército marchando a impulso de su voluntad, y el romántico recuerdo de sus lecturas mezclándose a la exaltación de sus nervios, la hacían pensar que llegaría a ocupar un sitio en la historia, al lado de las heroínas célebres, cuyo valor había libertado pueblos enteros. Resuelta a todo, llena de patriótico entusiasmo, fue a ver a Madame Worimann. Se presentó humilde, procuró con palabras dulces captarse las simpatías de la alcahueta, y después, bruscamente, como avergonzada de sus propias bajezas, declaró que aceptaba.
      -¿Qué? ¿qué es lo que usted acepta?-preguntó hipócritamente Madame Worimann.
      -Lo que usted me propuso el otro día, ya lo sabe usted.
      Madame Worimann hizo un gesto que significaba: ya sabía yo que vendría usted.
      -Pero exijo - repuso Madame de Pahauenuna condición indispensable. Al día siguiente es necesario que se me faciliten los medios para entrar en París. De otro modo no hay nada de lo dicho.
      Tardó mucho Madame de Pahauen en recibir contestación. Dos días se pasaron, y aún seguía en su cuarto paseando por la habitación y temiendo que ese oficial del séquito del emperador Guillermo hubiese cambiado de opinión y se negase a última hora a cumplir su ofrecimiento. El espejo le reflejó la cara. Se encontró fea y se convenció de que ya no inspiraba deseos voluptuosos. Entonces agudizó su entendimiento la vieja cortesana. Empleó todos sus artificios en restablecer, aunque sólo fuese por un día, su soberbia belleza. Sus botes de pomadas, que acabó de vaciar, devolvieron a su cara una juventud momentánea; el carmín volvió a sus labios con un poco de colorete. Un pedacito de lápiz que encontró dio vigor a sus cejas, un poco de khol oscureció sus párpados, avivando el extinguido fuego de sus ojos. Y Madame de Pahauen, la célebre, la hermosa, resucitó, porque así se lo había propuesto.
      Cuando entró Madame Worimann en su cuarto, apenas la reconoció.
      -¡Dios mío!-exclamó-como...
      Madame de Pahauen la interrumpió, y con dulce voz le dijo:
      -¿Qué hay?
      -Está arreglado.
     -¿Todo? ¿absolutamente todo?
     -Absolutamente todo. Entonces, después de haberle enterado misteriosamente de la hora, del sitio, le dijo:
     -¿No necesita usted. nada más?
     -Nada…
      -Pues adiós, señora.
     Madame de Pahauen se estiró, extendió los brazos como una persona que acaba de salir de una posición muy molesta, y suspiró de satisfacción.
     -Por fin - dijo - ha llegado la hora de reír.
      Abajo, Madame Worimann, delante de la caja, acababa de abrir su portamonedas. Sacaba uno a uno los thalers que le había valido su intervención, y mientras los contemplaba, partían relámpagos de avaricia satisfecha de los ojos de la alcahueta.

IV

      Hace ciento doce días que comenzó el sitio. Por la mañana se colocan aún pasquines en las calles; se ha vuelto a reducir la ración de carne por individuo, y el pan negro produce al cortarlo un chirrido desagradable y cuando se masca cruje como si tuviese piedras. Los panaderos han sido reemplazados por químicos.
      Composiciones empíricas sustituyen a la harina que falta. En los graneros vacíos se barren con cuidado los residuos de los cereales, las envolturas de la avena, los granos de trigo fermentados y sucios, se hace con todo ello una pasta que se vende a buen precio y que contiene algo de lo que comúnmente se usa para fabricar el pan. La carne de caballo ya no es buena. La toman de donde pueden, de las cuadras, cada vez más desiertas.
      Los que las tienen son los proveedores de las carnicerías. Y esa carne, cortada de caballerías viejas y enfermas, desprende, después de asada, un olor acre y desagradable que hace perder el apetito a los que pretenden comerla.
      Se gasta mucho dinero. Se disputan y pagan precios enormes por las últimas latas de carne en conserva, por los comestibles raros que idea el ingenio de los estómagos hambrientos. Se compran, no sin repugnancia, perros, gatos y ratas, se guisan sin manteca y sin aceite, se comen con asco y las gastritis aumentan y se agravan todos los días. Ya no hay leche. Los recién nacidos chupan con trabajo biberones, que no tardan en secarse. De vez en cuando se para en la calle un batallón que iba marchando, para presentar las armas a unos féretros de niños, cubiertos de un lienzo blanco, y esta escena se repite varias veces en el mismo bulevar, en una marcha de media hora. Las estadísticas comprueban que aumentan las enfermedades y con ellas las defunciones. Las calles están llenas de mujeres enlutadas y de guardias nacionales con la gasa en el quepis. Apenas hay familia que no cuente una muerte reciente: todas tienen alguna desgracia que llorar.
      De noche, el bombardeo llena toda la ciudad con el desgarrador estampido de sus granadas, con el espanto de tanta matanza anónima; de día se mira en vano al cielo de nieve, esperando una paloma mensajera que traiga en sus alas el anuncio de una victoria lejana, una noticia vaga de lo que ocurre a los parientes de la provincia que se figura uno devastada y padeciendo todo género de desventuras. Pero los globos salen todos los días llevándose cartas que no reciben contestación.
      El frío y las balas de los prusianos hacen que cada día entren menos palomas en el palomar, y el afán de noticias es tan grande, la ansiedad es tal, que se compran dos, tres y hasta cuatro periódicos. Todos se repiten, y sin embargo, cuando pasa voceando un vendedor: Las últimas noticias, los detalles de la salida, todo el mundo se asoma a las ventanas; se oyen gritos llamando a los vendedores; las mujeres y los niños bajan de las casas; compran la hoja extraordinaria y la leen en la calle con impaciencia y ansiedad. El periódico repite lo que ha dicho el anterior, reproduce los mismos detalles, copia los mismos telegramas, y sin embargo, pronto se aglomeraron a las puertas de las tenencias de Alcaldía a leer los pasquines en que se dan las noticias oficiales. La esperanza ha abandonado de tal manera los corazones, que ya no se cuenta con noticias de triunfo: sólo se pide que haya algún cambio en el mal.
      El entusiasmo decrece, la iniciativa se debilita, la ciudad apática cumple maquinalmente sus deberes militares. Poco a poco se ha cansado la Guardia nacional de los esfuerzos inútiles que venía haciendo. París, sin embargo, sigue resistiéndose con el inmenso poder de la inercia. Una agitación sin fuerzas se produce en las calles; suenan las cornetas; las guardias montan a caballo; los centinelas se relevan; los cañones se disparan, pero todo sin resultado, sin interés, automáticamente y por costumbre.
El abandono, el rebajamiento moral de la ciudad, se han apoderado del General en jefe. Sus proclamas, antes tan numerosas, se hacen cada día más raras; antes tan elocuentes, tan dogmáticas y prolijas, son ahora breves y concisas. Su estrategia no aventaja a su pluma. Ya no intenta nada, se conforma con esperar. Lo miserable de sus últimas salidas, ha aguzado contra él la ironía del pueblo y él quiere vengarse. A todo el mundo, a todas las cosas echa la culpa de sus descalabros. Le agitan furores intempestivos que aturden su cerebro e imperan sobre su voluntad; su cólera se exalta contra los tenderos y ciudadanos que se permiten apreciar los actos de un militar, de un General. Acaba de firmar el parte diario, la noticia oficial que ha de comunicarse a todos los periódicos, y que dice así: "Han caído algunas granadas en tal sitio, no ha habido más que paisanos heridos". Esto le parecía una ironía ingeniosa y. cruel.
      De vez en cuando se apodera de él un resto de devoción, cuando se convence de su impotencia y se le desbarata una estratagema. Siente la necesidad de creer en Dios; querría que fuesen posibles esas inmensas victorias de los Gedeones cuando rechazaban a los enemigos; esos muros que Sansón derribaba de un puñetazo sobre los sitiadores, y dejándose llevar por leyendas inverosímiles, soñaba con triunfantes libertadores como los que aparecen en las batallas de los tiempos bí-blicos. Esperaba la visión de Constantino, el lábarum sagrado que vio sobre las nubes prometiéndole la victoria y recordando a Atila que la historia pinta alejándose de París a los ruegos de una pastora, se le ocurre hacer una novena a Santa Genoveva.
      Los telegramas, siempre con noticias adversas, se acumulan en su despacho. Los revolvía y ordenaba distraídamente, preguntándose si había de darlos al público. Ya el día anterior había recibido noticias desastrosas de un individuo que consiguió atravesar las filas prusianas. Allí permaneció largo rato, de pie, abatido bajo el peso de su dolor y de sus derrotas, desconsolado por los desastres de las provincias.
      Ya no es permitido dudar: la capitulación se impone. Trata de buscar un remedio, pues esa palabra ensucia toda su dignidad militar de otros tiempos; pero los víveres se han agotado y las tropas han disminuido, ¡han sido tantos los muertos y heridos en esos cinco meses de lucha! Aún existe la Guardia nacional. Se sonrió involuntariamente, pues participaba del desprecio que los soldados de profesión sienten hacia esos soldados improvisados. Vuelve a presentarse entonces a su imaginación la palabra capitulación, y poco a poco va su espíritu aceptándolo. Después de todo, había hecho lo que humanamente podía hacerse: no ha faltado a las leyes que determinan la conducta de un General que manda una plaza fuerte. No tendría la gloria del héroe; pero su honor quedará incólume. Discute en su interior el pro y el contra de estas decisiones, se acusa de algunas cosas, se absuelve y concluye que ha cumplido con su deber. Por fin se resigna con su suerte.
      A pesar de esto, y por un exceso supremo de conciencia, quiere asegurarse de si sería posible hacer una salida heroica y desordenada. ¡Quién sabe! Puede que un ataque repentino forzase la línea de los sitiadores, que es demasiado larga para no tener algún punto débil. Hace ensillar su caballo. Escoltado por un piquete de caballería que proyecta apenas la delgada sombra de sus caballos, vivos espectros del hambre y de la miseria, sube lentamente la avenida de los Campos Elíseos. El camino que conduce al Arco del Triunfo está encharcado y lleno de baches. A los lados sólo se ven casas cerradas, hoteles abandonados y en algunos un cartel blanco que dice: "Ambulancia". El General vuelve la vista, y detrás de él; hasta las Tullerías, ve la avenida, desierta, que se prolonga monótonamente, entre los árboles sin hojas, como un sendero de un bosque lleno de malezas y barrancos. Sobre ese camino, hoy abandonado, en que desfilaba pocos meses antes todo el Paris lujoso y mundano, toda la galantería y todo el amor de la inmensa ciudad, sólo se ven ahora, de vez en cuando, carros de ambulancias. Los heridos van hacinados en ellos, gritando a cada vaivén, y el General que continúa su marcha los saluda con el clásico gesto de Napoleón, diciéndoles: "Honor al valor desgraciado". A medida que se acerca al Arco del Triunfo, que se presenta como un gigante al final de la avenida, la idea de la ambulancia, que acaba de ver, se mezcla en su espíritu con el recuerdo de las mujeres elegantes que a la hora del paseo había visto en el mismo sitio en tiempo del Imperio. Poco a poco las vagas formas que flotan en su espíritu toman caracteres más fijos, y aparece Madame Pahauen con todas sus gracias y le trae el recuerdo de todas sus seductoras habilidades. ¡Ah! ¡cómo se arrepiente ahora de su cólera de hace tres meses, del arrebato que le dio al desterrarla, sin reflexionarlo mejor! Si Madame Pahauen estuviera con él en esta hora de desesperación, en que está agonizando su ambición de gloria, en que todo lo que había deseado se escapa de sus manos, su presencia podía consolarle; a él, que sólo considera, en medio del aniquilamiento de la patria, su vanidad herida de muerte. Teniéndola en sus brazos, olvidaría lo miserable de sus proyectos, la eterna medianía del nombre que va a dejar a la historia. ¡Qué importa que todo se hunda y se derrumbe, si en medio del desquiciamiento universal y del luto de toda la nación, podía engolfarse él en el goce de un deseo carnal realizado! ¡Ah! ¡si pudiese ver ahora y tocar esa hermosa desnudez de madame de Pahauen!
      Lo persigue la deseada imagen de su querida en camisa, enseñando a trechos la carne, a través de los encajes y adornos de la ropa interior, recordándole las antiguas noches de placer. Ella está a su lado cuando echa pie a tierra y entrega a un soldado de dragones la brida de su caballo; ella sube con él del brazo la escalera oscura del Arco del Triunfo y con él llega a lo alto, al lado del aparato telegráfico, cuyo timbre suena continuamente. Y París entero se presenta a sus pies rodeado por inmenso círculo de humo. Los cañonazos de las fortificaciones siguen constantemente atronando el espacio, y a lo lejos, más allá de los muros, sobre las colinas, responden con furia los cañones prusianos y extienden hasta el horizonte otro círculo de humo que envuelve al primero.
El General contempla con un catalejo ese espectáculo, monótono para su ojo militar. Se pasea a lo largo de la gran plataforma, fijando la mirada ya sobre Genevillers, ya sobre Meudon, después vuelve a mirar Mont-Valerien, donde las piezas de mayor calibre llenan el aire de un humo más espeso. Acaba por no encontrar interés en todo aquello, y da las órdenes maquinalmente al telegrafista que las transmite inmediatamente. El aparato Morse funciona: le entretiene el ruido del manipulador, el movimiento de las ruedas que ponen en movimiento la cinta de papel azul de los telegramas. Pronto se detiene todo: se han transmitido todas sus órdenes y se queda sorprendido por la rapidez con que ha terminado su diversión. Pero vuelve a sonar el timbre: se levanta un botón y el papel vuelve a salir impulsado por las ruedas y sin saber por qué, como si fuesen a anunciarle su felicidad en esas líneas y puntos trazados por el aparato, trata de leer la cinta, no comprende esos signos, se enfada y pregunta al empleado:
      -¿Qué dice?
      -Acaba de llegar un comisionado del ejército alemán, pidiendo que se suspenda el fuego durante media hora para facilitar la entrada en París de Madame de Pahauen...
     El empleado no se atreve a leer el nombre y dice: " Pauavan, Pouarveu... "
     -¡Madame de Pahauen! -dice el General, y lo repite varias veces" Pahauen, Pahauen ", como para convencerse a sí mismo de la realidad de lo que dice.
      -Acordado - dice - sí, ya sé de lo que se trata. De usted la orden de conducir a esa señora al palacio del Estado Mayor.
Y temiendo haber dicho demasiado y que en la vivacidad de sus palabras y en el calor de su expresión pudiera adivinarse la pasión que le animaba, añadió esta frase hipócrita:
      -Allí la interrogaré-y así hacía creer que se trataba de intereses de la patria, por los cuales se preocupaba.
      El manipulador empezó a funcionar para transmitir la orden; el General estuvo a punto de mandar al empleado que la transmitiese más rápidamente. Poco a poco va marchando el telegrama, y por fin se termina. Nunca le había parecido al General tan lenta la manipulación del aparato. De pronto disminuyen los atronadores disparos a derecha e izquierda. El humo, elevándose, descubre las colinas Meudon, Clamart, Sévres, y el campanario de Saint-Cloud eleva solo su blanca pirámide al cielo en medio de las ruinas de todo el pueblo. Encima de Mont-Valerien flotan aún ligeras nubes de humo, mientras el estrépito de los cañonazos disminuye y muere a lo lejos, repercutiéndose en los ecos acompasados.
      Entonces Madame de Pahauen, de pie en un barco, atraviesa el Sena ensangrentado, mientras dan una tregua a sus odios y suspenden su cólera esos dos pueblos que desde hace seis meses se baten y ametrallan, y dan el terrible espectáculo que tiene suspendidos los ánimos del mundo entero. Madame Pahauen contempla sonriendo a los remeros. Varios oficiales, en la orilla alemana, la saludan con cariño. Otros oficiales, en la orilla francesa, la llaman con gestos de íntima familiaridad, y en medio de las dos orillas devastadas, pasa, afirmando así, en aquella lucha colosal, el inmenso poder de su carne, el insolente triunfo de su sexo.
      El General ha mirado largo rato con el anteojo un punto negro que se movía en el Sena y que debía ser la embarcación que traía para él a Madame. de Pahauen y su lujuria. Hay un momento en que no ve nada, después aparece de nuevo la mancha negra, que se acerca lentamente a la orilla opuesta. Por fin la toca, se confunde con ella, repentinamente desaparecen dos banderas blancas, colocadas en las dos riberas, y las cornetas surcan con tanto estrépito que sus notas llegan a los oídos del General.
      Otra vez empiezan los cañones a lanzar la muerte y la ruina por sus bocas de cobre; otra vez el humo se levanta por todos los extremos de. la ciudad ocultando sus colinas. El campanario de Saint-Cloud vuelve a ocultarse en una espesa nube, y el cañoneo continúa con tanta intensidad, que se sienten los efectos de un terremoto.
      El armisticio ha terminado; Madame de Pahauen está en París. Detrás de ella corre la sangre otra vez; las casas se derrumban y las ruinas se acumulan. ¿Qué importa todo eso? Madame de Pahauen está en París.
      El General ha bajado rápidamente, ha montado a caballo y se ha dirigido a galope al palacio del Estado Mayor, reventando los moribundos caballos de su escolta. Allí espera. Lleno de impaciencia se pone a pasear a lo largo de los salones tratando de acallar su ansiedad con el esfuerzo de un movimiento continuo. Madame de Pahauen tarda en llegar. Le parece que no es tan larga la distancia entre el puente de Sevres y el centro de París. Se inquieta y piensa que habrá cometido una omisión. Puede ser que sus órdenes, dadas en lo alto del Arco, no hayan sido bastante concretas. Piensa ya dar otras más detalladas, otras que apresurasen la ejecución, cuando de pronto se abre la puerta y Madame de Pahauen, despidiéndose del oficial que la acompañaba, aparece.
Con ella entra, como una escolta, toda la cólera de la ciudad bombardeada.
      El General se precipita hacia ella con los brazos abiertos por la pasión, y la llama cariñosamente por su nombre de pila:
-¡Huberta!
      Pero Madame de Pahauen está seria. De pie, majestuosa y amenazadora con su vestido negro, rechaza los labios que se acercan a los suyos, los besos que le ofrece el General y las caricias que quiere prodigarle. Ahora le toca a ella rechazar al General. Le pide cuenta de lo que ha hecho, con dureza y con palabras crueles en que se desquita de su estancia en Versalles. Le pregunta por qué no se bate. Casi le acusa de no haber salido a libertarla de su destierro, en la habitación de la avenida de Saint-Cloud. Se queja amargamente de su inacción, como podría hacerlo de una cita a que hubiese faltado. De seguro hubiera ido a buscarla, dice, si hubiese tenido valor para ello.
     -Pero debías de haberte figurado que se aburre uno mucho en Versalles - le dijo el General.
     Y no teniendo otra cosa que decirle, repetía:
      -¡Huberta, Huberta! en tono de súplica como un niño que pide un juguete que no le quieren dar.
      Pero ella prosigue:
      -La cosa era difícil. Bastaba querer y nada. más. Las tropas alemanas no estaban tan aglomeradas que fuese imposible pasar. Ella lo sabía muy bien, pues había visto esas célebres fortificaciones prusianas. La mayor parte de esos cañones eran tubos de chimenea. ¿No lo había adivinado él? ¿De qué le servían los anteojos? El no era tan miope. ¡Si supieras - le dice - cómo se burlan de tí en Versalles!
      Y dominada por uno de esos momentos de elocuencia que salen a veces de la boca de las mujeres apasionada, le contó todo lo que sabía, todo lo que creía saber de la posición estratégica de los prusianos. Con un lenguaje diabólico, lleno de palabras agudas y de epítetos felices, repite todos los cuentos, todas las estúpidas invenciones, todos los detalles inverosímiles que ha recogido en Versalles en sus conversaciones con el camarero del hotel, con Madame Worimann, con la lechera y con el carbonero. Según ella, los prusianos carecían de todo: de víveres, de municiones y hasta de paciencia. El sitio les perjudica tanto como a los parisinos, más aún. Basta un día de combate para acabar con sus cartuchos. Una mediaderrota sería causa de que se insubordinasen sus tropas y pidiesen la vuelta a Alemania. La opinión de los necios es la que acaba de describir, pero, la refiere con un aplomo tal, con tanta sinceridad, que la solidez de sus tonterías produce dudas en el espíritu del General. ¿Será verdad todo eso? Y sin atreverse a contradecirla, sin esperanza de que le dé más noticias sobre el particular, se contenta con repetir cariñosamente:
      -¡Huberta, Huberta!
     Pero ella le imita, y parodiándole, dice a su vez:
     -¡ Huberta, Huberta!
     -No hay Huberta que valga. ¿De modo que te dejas bombardear, te dejas asar sin defenderte?
     Entonces le describe la miseria. que hay en los barrios que acaba de recorrer. Anteuil devastado. La muralla arruinada, descubriendo el interior de las casas destruidas; y exagerando los desastres, aumenta y multiplica los horrores que acaba de ver. El menor detalle que ha observado en el camino, abultado por su elocuente palabra, se convierte en terrible acusación, que le hace bajar la cabeza.
      El trata, sin embargo, de defenderse; se excusa con las dificultades de la situación, con su responsabilidad ante la historia.
      -La historia - repite ella - si continúas como has empezado, tendrás tu lugar en la historia; me hace gracia.
      Y se reía a carcajadas con irónica insistencia.
      Entonces despiertan en el General, a pesar de su apatía; las viejas ambiciones. Ahora qué ha reconquistado a Madame de Pahauen, ¿por qué no había de reconquistar, por el esfuerzo de su voluntad, su gloria que se escapa? Quien sabe... Puede haber verdad en las cosas que ha contado esa mujer. Sin duda pueden aún romperse las filas del enemigo, y habla de esfuerzo supremo, de una salida en masa y de un ataque irresistible. Ya se cree vencedor, dictando a los prusianos las condiciones de la paz y llegando al colmo de sus deseos y de sus sueños, se ve aclamado en medio de la admiración del universo, y además acostándose con Madame Pahauen.
      Cuando ésta se apaciguó, le explicó sus planes definitivos. Se valdrá de la Guardia nacional mientras quede uno con vida; todos los batallones ayudarían a la empresa. Se arrepiente de no haberla empleado antes; era una tropa excelente la Guardia nacional. La salida será formidable, y ya tiene pensada, según su costumbre, una proclama para excitar el valor y reanimar el ánimo de París. Piensa además en la frase de ese oficial, en esa frase que le hizo reír hace cinco meses:
      -A esos caracoles de muralla, habrá que hacerles una sangría.
      Pues bien, está decidido a hacer esa sangría. ¡Qué importa si la fortuna se empeña en mostrarse adversa! No podrá decírsele que no ha empleado los medios de que disponía. Si la ciudad se ve obligada a capitular, el honor por lo menos quedará salvado.
     -Lo quieres dijopues bien, se dará la batalla.
      Entonces Madame de Pahauen le abrazó con el agradecimiento cariñoso de una niña que ve que ceden a sus caprichos.
      -Ya sabes - le dijo - que quiero estar bien colocada, me procurarás un sitio bueno, para que pueda ver y estar resguardada.
      Y hablando así, le abrazaba. Sus besos resonaban en la silenciosa habitación.

V

      Ocho días después se verificó la salida, a tientas, a través de la niebla. Al anochecer, después de un día entero de angustia y de impaciencia, y a la luz de unas cerillas, se leían en las fachadas de las alcaldías los despachos que anunciaban el desastre definitivo, la rendición inevitable. Pedían además refuerzos, hombres, caballos, coches, para sacar del. fango en que yacían los muertos y los heridos de la Guardia nacional, que sangraba a borbotones allá arriba en el bosque.