MOCHILA AL HOMBRO
Por Jon Karl Huysmans

Jon Karl Huysmans

      Cuando terminé mis estudios mis padres juzgaron útil hacerme comparecer ante una mesa cubierta con un paño verde detrás de la cual sobresalían los bustos de unos viejos señores que se preocuparon por saber si yo había aprendido lo suficiente sobre lenguas muertas como para ser promovido al grado de bachiller.
     La prueba fue satisfactoria. Para celebrar mi éxito, toda la nobleza familiar fue convocada a una cena en la que todos se interesaron por mi futuro y resolvieron por fin que estudiara derecho.
      Bien o mal rendí mi primer examen y el dinero para inscribirme en segundo año lo consumí con una rubia que decía sentir afecto por mí, a ciertas horas.
      Frecuenté asiduamente el Barrio Latino y allí aprendí muchas cosas, entre otras a interesarme por estudiantes que escupían en los bocks sus ideas sobre la política y más tarde a gustar las obras de George Sand y Heme, de Edgard Quinet y Henri Mürger.
      Había llegado a la pubertad de la tontería.
      Eso duró un año; yo maduraba poco a poco. Las luchas electora-les del fin del Imperio me dejaban indiferente: no era hijo de senador ni de proscrito; sólo debía seguir, bajo cualquier régimen, las tradiciones de mediocridad y miseria adoptadas desde hacía tiempo por mi familia.
      El derecho me gustaba poco. Pensaba que el Código había sido mal escrito de exprofeso, para proporcionar a algunos la oportunidad de argumentar infinitamente sobre las más insignificantes palabras. Aún hoy me parece que una frase correctamente escrita no puede motivar interpretaciones tan diversas.
      Me sondeaba buscando un estado que pudiese asumir sin demasiada repugnancia, cuando el Emperador encontró uno: me hizo soldado á causa de su torpeza política.
      Estalló la guerra con Prusia. En verdad yo no comprendía los motivos que hacían necesaria esa carnicería entre ejércitos. No sentía la necesidad de matar a otros ni de que éstos me mataran a mí. Fuera como fuera, incorporado a la guardia móvil del Sena, recibí la orden, después de haber ido a buscar mi uniforme y unos zapatos, de pasar por la peluquería y encontrarme a las siete de la tarde en el cuartel de la calle Lourcine.
      Concurrí puntualmente a la cita. Después de pasar lista, una parte del regimiento ganó la puerta y llenó la calle. Entonces la calzada se agitó y los cafetines se colmaron.
      Apretados unos contra otros, obreros con capotes, obreros andrajosos, soldados con correas y polainas, desarmados, escandían, acompañándose con el entrechocar de los vasos, una desgañitada y desafinada Marsellesa. Cubiertos con quepíes de increíble profundidad y viseras de ciego adornadas con escarapelas tricolores de latón; vestidos con capotes azul oscuro con cuello y ornamento color gamuza, pantalones de lino azules con una franja roja, los móviles del Sena aullaban a la luna antes de partir a la conquista de Prusia. Era un estrépito ensordecedor en las vinerías, un alboroto de vasos, bidones y gritos, cortado aquí y allá por el chirriar de las ventanas golpeadas por el viento. De pronto, un redoble de tambor cubrió todos esos clamores. Una nueva columna salía del cuartel; entonces fue una fiesta, una borrachera indescriptible. Los que bebían en las tabernas salieron a la calle, seguidos por sus parientes y amigos que se disputaban el honor de llevarles la bolsa. Las filas se habían roto y era una mezcolanza de militares y paisanos: las madres lloraban; los padres, más calmos, transpiraban vino; los niños saltaban de alegría y cantaban a gritos, con toda su voz aguda, canciones patrióticas.
      Atravesaron todo París tumultuosamente, a la luz de los faroles que flagelaban con blancos zigzagueos las nubes en tumulto. El calor era opresivo, la bolsa pesada; se bebía en cada esquina. Por fin llega-ron a la estación de Aubervilliers. Hubo un momento de silencio roto por sollozos que luego fueron dominados otra vez por la Marsellesa y, por fin, nos apilaron como bestias en los vagones.
      -¡Adiós, Jules! ¡Hasta pronto! ¡Sé prudente! ¡Sobre todo escríbeme!
      Una vez más nos estrechamos las manos, el tren silbó y abandonamos la estación.
      Éramos unos cincuenta hombres en el grupo que partía. Algunos lloraban a moco tendido, abucheados por otros que, borrachos perdidos, ensartaban velas en su pan de munición, gritando a toda voz: "¡Abajo Radiguet y viva Rochefort!". Varios apartados en un rincón, miraban, silenciosos y taciturnos, el piso que trepidaba en el polvo. De pronto el tren se detiene; desciendo: noche cerrada; son las 12 y 25.
      Hacia uno y otro lado se extienden los campos y a lo lejos, iluminados por las luces bruscas de los relámpagos, una casita, un árbol, dibujan su silueta contra un cielo hinchado de tormenta. Sólo se escucha el rumor de la máquina, cuyos haces de chispas, que escapan por la chimenea, se dispersan como un fuego de artificio a lo largo del tren. Todos bajan y se acercan a la locomotora, que se agranda en la noche y se hace inmensa. La detención durará dos horas. Dos discos están al rojo; el mecánico esperaba que giraran. Vuelven a ser blancos y subimos a los vagones, pero un hombre que viene corriendo con una linterna que agita, dice unas palabras al conductor que retrocede de inmediato a una vía de estacionamiento donde retomamos nuestra inmovilidad. No sabemos dónde estamos. Vuelvo a bajar y, sentado en un talud, mordisqueo un trozo de pan y bebo un trago, cuando un estrépito de huracán sopla a lo lejos, se acerca aullando y escupiendo llamas y un interminable tren de artillería pasa a todo vapor cargado de caballos, hombres, cañones cuyo cuello de bronce centellea en un tumulto de luces. Cinco minutos después retomamos nuestra marcha lenta interrumpida por altos cada vez más largos. Termina por amanecer y, acodado en la puerta del vagón, fatigado por los sacudones de la noche, miro la campiña que nos rodea: una serie de llanos gredosos y, cerrando el horizonte, una franja de verde pálido como el de las turquesas enfermas, una región chata, triste, carcomida: la Champagne miserable.
      Poco a poco el sol se enciende, mientras continuamos viajando. ¡Pero al fin, no obstante, llegamos! Habíamos partido la noche anterior, a las ocho, llegamos a Chálons a las tres de la tarde. Dos móviles del Sena habían quedado en el camino: uno que se había arrojado a un arroyo desde lo alto del vagón y otro que se había roto la cabeza en la baranda de un puente. Los demás, después de haber saqueado las casillas y jardines que había en la ruta, bostezaban, con la boca sucia de vino y los ojos hinchados, o bien jugaban arrojándose de un extremo a otro del coche ramas de arbustos y jaulas de pollos que habían robado.
      El desembarco se realizó en el mismo orden que la partida. Nada estaba preparado: ni cantina, ni paja, ni mantas, ni armas; nada, absolutamente nada. Solamente unas tiendas llenas de estiércol y piojos, recién abandonadas por las tropas que habían partido hacia la frontera. Durante tres días vivimos en la zona de Mourmelon comiendo una salchicha un día, bebiendo un tazón de café con leche otro, explotados sistemáticamente por los habitantes, acostándonos de cualquier manera, sin paja ni mantas. Todas cosas no muy apropiadas por despertarnos el interés por el oficio al que nos obligaban.
      Una vez instaladas las compañías se dividieron; los obreros fueron a las tiendas habitadas por sus semejantes y los burgueses hicieron otro tanto. La tienda donde me hallaba no estaba del todo mal compuesta ya que habíamos logrado, a fuerza de vino, expulsar a dos palurdos, cuyos pies sumaban a su mal olor nativo el de una incuria prolongada y voluntaria.
      Transcurrieron uno o dos días. Nos hacían montar guardia con piquetes; tomábamos mucho aguardiente y las tabernas de Mourmelon estaban siempre llenas cuando Caurobert nos pasa revista en el frente de banderas. Todavía lo veo, montado en un gran caballo, doblado en dos sobre la silla, los cabellos al viento y los bigotes encerados sobre un rostro lívido. Estalla un motín. Privados de todo y poco convencidos por ese mariscal de que nada nos faltaba, berreamos a coro cuando habló de reprimir nuestras quejas por la fuerza: "¡Ran plan plan! Cien mil hombres por tierra. ¡A París! ¡A París!"
      Caurobert se puso lívido y gritó, plantando su caballo en mitad de nuestro grupo: "¡Honor a un mariscal de Francia!" Nuevos abucheos partieron de las filas; entonces torció las riendas y seguido por su estado mayor nos amenazó con el dedo, silbando entre dientes: "¡Me la pagaréis cara, señores parisienses!"
      Dos días después de este episodio el agua glacial del campo me enfermó tanto que tuve que ir de urgencia al hospital. Ajusté mí bolsa después de la visita del médico y bajo la guardia de un cabo me fui cojeando y arrastrando la pierna, sudando bajo mis arneses. El hospital desbordaba de gente y me rechazaron.
      Fui entonces hasta una de las ambulancias que se hallaban próximas. Había en ella una cama vacía y fui admitido. Dejé allí mi bolsa y, esperando a que el mayor me prohibiera moverme, fui a pasearme por el jardincito que había entre dos cuerpos del edificio.
      De pronto, por una puerta apareció un hombre de barba erizada y ojos glaucos. Con las manos en los bolsillos de un largo delantal color moreno me gritó desde lejos:
      -¡Eh, hombre! ¿Qué diablos está haciendo allí?
      Me acerco, le explico el motivo por el cual estoy allí. Sacude los brazos y aúlla:
      -¡Vuélvase! No tiene derecho a pasearse por el jardín mientras no se le haya dado la ropa.
      Vuelvo entonces a la sala; un enfermero me entrega un capote, un pantalón, pantuflas y un birrete. Me miro, así mal vestido, en un espejito. ¡Qué facha y qué atavíos, mi Dios! 'Con mis ojos hinchados y mi tez pálida, con el pelo cortado al ras y la nariz brillante, con mi ropa gris ratón, mi pantalón rojizo, mis enormes pantuflas sin tacos, mi birrete gigantesco de algodón, soy .prodigiosamente feo. No puedo contener la risa. Vuelvo la cabeza hacia mi vecino de cama, un alto muchacho de tipo judío, que aboceta mi retrato en su libreta. De in-mediato nos hacemos amigo; le digo que me llame Eugéne Lejantel y él me dice llamarse Francis Emonot. Ambos conocimos los mismos pintores y entablamos discusiones estéticas, olvidando nuestros infortunios. Llega la noche y nos reparten un plato de potaje con las perlas negras de algunas lentejas, nos sirven vasos de coco clarete, me desvisto, encantado de acostarme en la cama sin guardar mis trapos y botas.
      La mañana siguiente, a eso de las seis, me despierta un gran alboroto en el que se destacan grandes voces. Me siento en la cama y me froto los ojos: veo entonces al señor de la víspera, siempre vestido con su hopalanda de color moreno que avanza majestuoso, seguido de un cortejo de enfermeros. Era el mayor.
      Apenas entra, mira de izquierda a derecha y de derecha a izquierda con sus taciturnos ojos verdes, hunde sus manos en los bolsillos y exclama:
      -Número 1, muestra tu pierna…, tu roñosa pierna. ¡Ah, va mal esa pierna! La llaga chorrea como una fuente. Loción de agua blanca, carne recocida, media ración, una buena tisana de orozuz.
      -Número 2, muestra tu garganta... tu roñosa garganta. Cada vez peor, esa garganta. Mañana te cortarán las amígdalas.
      -Pero doctor…
      -¡No te pregunté nada! Si dices una palabra te encajo la dieta.
      -Pero...
      -A este hombre le encajan la dieta. Escriba: dieta, gargarismo, una buena tisana de orozuz.
      De esta manera pasó revista a sus enfermos, prescribiendo para todos, así fueran venéreos o heridos, afiebrados o disentéricos, su buena tisana de orozuz.
      Cuando llegó frente a mí me observó, me arrancó las mantas, me aplicó unos puñetazos en el vientre, me recetó agua albuminada y la inevitable tisana y se fue resoplando y arrastrando los pies.
      La vida era difícil con la gente que nos rodeaba. Éramos veintiuno en la sala. A mi izquierda estaba mi amigo, a mi derecha un trompeta grandote, carcomido como un dedal y amarillo como un vaso de bilis. Acumulaba dos profesiones; la de zapatero de día y la de rufián de noche. Por otra parte era un muchacho burlesco que caminaba sobre las manos, cabeza abajo, que contaba de la manera más ingenua del mundo cómo estimulaba el trabajo de sus pupilas a zapatazos y entonaba con su voz conmovedora canciones sentimentales:
      -¡En mi desgracia solo me ha quedado de aquella golondrina la amistad!
      Conquisté su confianza dándole unas monedas para comprar un litro de vino y procedimos bien al no malquistarnos con él pues el resto de la sala, compuesto en parte por procuradores de la calle Maubuéc, estaba muy dispuesto a buscarnos querella.
Una noche entre otras, el 15 de agosto, Francis Emonot amenazó con abofetear a dos hombres que le habían quitado una servilleta. Se produjo un formidable alboroto en el dormitorio. Las injurias llovían, éramos tratados de "maricas" y "duquesas". Dos contra diecinueve, teníamos la posibilidad de recibir una cuidadosa paliza cuando el clarín intervino, apartó a los más encarnizados, los apaciguó e hizo devolver el objeto robado. Para festejar la reconciliación que siguió a esta escena, Francis y yo dimos tres francos cada uno para que el clarín, con ayuda de sus camaradas saliera a procurarse carne y vino fuera de la ambulancia.
      La luz había desaparecido en la ventana del mayor, el farmacéutico terminó por apagar también la suya; nos arrastramos fuera para inspeccionar los alrededores para que los hombres que se deslizarían a lo largo de los muros no encontraran centinelas en el camino y saltaran al campo. Una hora después estaban de vuelta, cargados de vituallas. Nos las pasan, vuelven con nosotros al dormitorio, suprimimos los dos veladores, encendemos unos cabos de vela en el piso y alrededor de mi cama formamos un círculo. Habíamos absorbido tres o cuatro litros y despachado una buena parte de una pierna de cordero cuando escuchamos un enorme ruido de botas. Apago las velas a golpes de chancleta y todos se esconden en las camas. La puerta se abre y aparece el mayor, lanza una formidable "¡Maldición!", tropieza con la oscuridad, sale y vuelve a aparecer con un farol y el inevitable cortejo do enfermeros. Aprovecho el instante de respiro para hacer desaparecer las sobras del festín; el mayor atraviesa el dormitorio a paso acelerado, amenazándonos con meternos presos.
      Nos retorcemos de risa bajo nuestras mantas mientras los clarinazos suenan en el otro extremo del corredor. El mayor nos pone a dieta y después se va, advirtiéndonos que pronto conoceríamos de qué paño estaba hecho.
      Cuando desapareció fue el delirio; las carcajadas, las risas que redoblaron, estallaban, chisporroteaban; el clarín se pavoneaba por el dormitorio imitado por uno de sus amigos; un tercero saltaba sobre su cama como si fuera un trampolín y caía y rebotaba con los brazos extendidos y la camisa flotando en el aire; su vecino bailaba un triunfal cancán... El mayor vuelve a entrar; viene con cuatro soldados a los que ordena apresar a los bailarines y nos anuncia que va a redactar un informe para elevar a quien corresponde.
      Por fin la calma se restablece; la mañana siguiente hacemos comprar comida a los enfermeros. Los días pasan sin incidentes. Nos morimos de hastío en la ambulancia cuando un día, a las cinco, un médico entra precipitadamente en la sala y nos ordena tomar nuestras ropas y preparar las bolsas.
      Diez minutos después nos enteramos que los prusianos marchan sobre Chálons.
      Un taciturno estupor reina en la sala. Hasta entonces ignorábamos lo que acontecía. Nos habíamos enterado de la demasiado célebre victoria de Sarrebrück pero no conocíamos los reveses que nos abrumaban. El mayor nos examina uno por uno; ninguno está curado; todos han tragado su agua de orozuz pero han estado privados de otros cuidados. Sin embargo devuelve a sus regimientos a los menos enfermos y ordena a los demás que se acuesten vestidos y con la bolsa lista.
      Francis y yo estábamos entre estos últimos. El día pasa, pasa la noche; nada, pero yo estoy con cólicos y sufro. Por fin, a eso de las nueve de la mañana aparece una larga fila de mulas con artolas. Ambos subimos al aparato. Alzados sobre la misma mula, como el pintor era muy grueso y yo muy flaco, el sistema se balanceaba: mientras yo subía por el aire, él descendía por debajo de la panza del animal que, arrastrado por delante y empujado por detrás pataleaba y coceaba furiosamente. Corríamos en un torbellino de polvo, enceguecidos, atolondrados, sacudidos, aferrados a la barra de la artola, cerrando los ojos, riendo y lloriqueando. Llegamos a Chálons más muertos que vivos; caímos como ganado exhausto sobre la arena, después nos amontonaron en vagones del tren y abandonamos la ciudad...¿para ir adónde? Nadie lo sabía.
      Era de noche; volábamos sobre los rieles. Los enfermos salían de los vagones para pasear sobre las plataformas. La máquina silba; su marcha se hace más lenta y por fin se detiene en una estación, la de Reims, supongo, aunque no podía afirmarlo. Nos morimos de hambre: la Intendencia había olvidado el detalle de darnos pan para el viaje. Bajo del tren y veo un café abierto. Corro hacia allí, pero otros se me habían adelantado. Cuando llegué había una pelea. Uno se apoderaba de botellas, otros de comida, éstos de pan, aquellos de cigarros. Enloquecido, furioso, el patrón defendía su negocio a golpes de jarra. Empujados por sus camaradas, los soldados de la primera fila se abalanzaban sobre el mostrador que se desmoronó arrastrando en la caída al patrón y a los mozos. Entonces fue el pillaje generalizado; todo fue robado desde los fósforos hasta los escarbadientes. En ese momento suena una campana y el tren parte. Nadie se preocupa por ello y, sentado en la calzada, mientras explico al pintor la contextura del soneto el tren retrocede para recogernos.
      Subimos a nuestros compartímentos y pasamos revista al botín conquistado. En verdad los platos eran poco variados; embutidos y nada más que embutidos. Teníamos seis rodajas de salchichas, una lengua escarlata, dos salchichones, una soberbia lonja de mortadela, una tajada de jamón con carnes de color oscuro y vetas blancas, cuatro litros de vino, media botella de coñac y velas. Colocamos pabilos en el cuello de las cantimploras fijadas por medio de cintas a las paredes del vagón. Cuando el tren se sacudía al pasar por las agujas de los desvíos, una lluvia de gotas de sebo caliente nos salpicaba las ropas que, por otra parte, ya conocían cosas peores.
      Comenzamos de inmediato la comida, interrumpida por las idas y venidas de los soldados que, corriendo por los andarieles, a lo largo del tren, venían a golpear los vidrios para pedirnos de beber. Cantábamos a voz en cuello, bebíamos, brindábamos; nunca se ha visto a enfermos que hicieran tantas cabriolas en un tren en marcha. ¡Se hubiera dicho que era una corte de los milagros rodante! Los tullidos saltaban sobre las puntas de los pies, aquellos cuyos intestinos hervían los refrescaban con buenos sorbos de coñac, los tuertos abrían los ojos, los afiebrados hacían piruetas, las gargantas enfermas vociferaban y tragaban alcohol. ¡Era algo inaudito!
      La turbulencia terminó por calmarse, sin embargo. Aprovecho la calma para sacar la nariz por la ventanilla. No hay una sola estrella, ni siquiera un trocito de luna; el cielo y la tierra parecen una misma cosa y en esa intensidad de tinta negra parpadeaban como ojos de colores diferentes las linternas fijadas al palastro de los discos. Cierro el vidrio y miro a mis compañeros. Unos roncan; otros, incómodos por los vaivenes del coche, rezongan y blasfeman, acomodándose sin cesar, buscando un lugar para extender las piernas, para ubicar la cabeza que se bamboleaba a cada sacudida.
      A fuerza de mirarlos empezaba a amodorrarme cuando la detención del tren me despertó. Estábamos en una estación y la oficina del jefe brillaba como el fuego de una fundición en la oscuridad de la noche. Tenía una pierna adormecida, temblaba de frío y bajé para calentarme un poco. Me paseé a lo largo del andén y llegué hasta la máquina a la que estaban desenganchando para cambiarla por otra. Al pasar por la oficina escuché la campanilla y el tictac del telégrafo. El empleado, de espaldas, estaba un poco inclinado a la derecha, de manera que, desde donde yo me hallaba solo veía la parte trasera de su cabeza y la punta de la nariz, rosa y perlada de sudor, en tanto el resto del rostro desaparecía en la sombra proyectada por la pantalla del pico de gas.
     Me invitan a subir de nuevo al tren y encuentro a mis compañeros tal como los había dejado. Esta vez me quedo profundamente dormido. No sé cuánto hacía que dormía cuando un griterío me despierta: ¡París! ¡París! Salto a la portezuela. A lo lejos, sobre una franja de oro pálido se destacan, en negro, las chimeneas de fábricas y usines. Estamos en SaintDenis; la noticia corre de vagón en vagón. Todos están de pie. La máquina acelera su marcha. La estación del Norte se dibuja a lo lejos; llegamos, nos arrojamos por las puertas y algunos consiguen escaparse mientras que los demás son detenidos por los empleados del ferrocarril y por las tropas, que nos obligan a subir a otro tren, que parte no se sabe hacia dónde.
      Viajamos todo el día en línea recta. Estoy cansado de mirar la larga serie de casas y árboles que huyen ante mis ojos; y además están esos cólicos. Hacia las cuatro de la tarde la máquina comenzó a andar más lentamente hasta detenerse en un andén donde nos esperaba un viejo general alrededor del cual pululaban unos jóvenes con quepis rosa, pantalones rojos y botas con espuelas amarillas. El general nos pasa revista y nos divide en dos secciones; una parte hacia el seminario y la otra hacia el hospital. Parece que estamos en Arras. Francis y yo formamos parte de la primera sección. Nos alzan sobre carretas repletas de paja y llegamos a una construcción qua parece querer desmoronarse en la calle. Subimos al segundo piso, donde hay una sala que contiene una treintena de camas; cada uno desata su bolsa, se peina y se sienta. Llega un médico.
     -¿Qué tiene usted? -le dice al primero.
     -Un ántrax.
     -¡Ah! ¿Y usted?
     -Disentería.
     -¡Ah! ¿Y usted?
     -Un tumor.
     -¿Pero entonces no son heridos de guerra?
     -Para nada.
     -Y bien, entonces pueden recoger sus bolsas. El arzobispado cede las camas de los seminaristas sólo para los heridos de guerra.
     Vuelvo a meter en la bolsa las pocas cosas que había sacado y volvemos a partir, renqueando, hacia el hospicio de la ciudad. Allí ya no había lugar. En vano las monjas han tratado de juntar las camas de hierro: las salas están llenas. Cansados de todo, Francis toma un colchón y yo otro y vamos a acostarnos en el jardín, sobre el césped.
     A la mañana siguiente hablo con el director, un hombre afable y encantador. Le pido permiso para salir con el pintor e ir a la ciudad. Consiente; la puerta se abre. ¡Somos libres! ¡Por fin vamos a comer! ¡Comer verdadera carne, beber buen vino! ¡Ah, no vacilamos, fuimos al mejor hotel de la ciudad! Nos sirven un suculento almuerzo. ¡Hay flores en la mesa, magníficos ramos de rosas y fucsias que se abren en floreros de vidrio. El mozo nos trae una costilla que sangra en un lago de manteca; el sol participa de la fiesta, hace brillar los cubiertos y las hojas de los cuchillos, esparce su polvo de oro a través de las jarras y, cosquilleando al vino que se mueve lentamente en los vasos, pincha con una estrella sangrienta el mantel adamascado.
      ¡Oh santa alegría de las comilonas! ¡Tengo la boca llena y Francis está borracho! El olor de la carne asada se mezcla al aroma de las flores, la púrpura de los vinos lucha con el rojo de las rosas; el mozo que nos sirve parece un idiota y nosotros unos tragones pero nos da lo mismo. Engullimos carne asada sobre carne asada, nos echamos un burdeos sobre un borgoña, un chartreux sobre un coñac. ¡Al diablo con los vinos ordinarios que bebíamos después de partir de París! ¡Al diablo esas sopas innominables, esas bazofias desconocidas que embuchábamos desde hacía casi un mes! Estamos irreconocibles; nuestras caras famélicas ahora se enrojecen como mascarones, bostezamos con la nariz apuntando al techo; vamos a la deriva. Recorremos así toda la ciudad.
      Sin embargo se hace tarde; ¡hay que volver! La monja que vigila la sala de los viejos nos dice con su vocecita aflautada:
      -Señores militares, ustedes tuvieron frío la noche pasada, pero hoy tendrán una cama.
     Y nos lleva a una gran sala en cuyo techo se destacan tres veladores mal prendidos. Tengo una cama blanca, me hundo con delicia en las sábanas que tienen todavía el buen olor de la lejía. Sólo se escucha la respiración y los ronquidos de los durmientes. Siento calor, mis ojos se cierran; ya no sé donde me encuentro. Pero un cloqueo prolongado me despierta. Abro un ojo y a los pies de mi cama veo un individuo que me contempla. Me siento en la cama. Frente a mi hay un viejo alto, seco, de mirada huraña; tiene una boca babosa en medio de una barba desordenada. Le pregunto qué quiere. Ninguna respuesta. Le grito:
      -¡Váyase; déjeme dormir!
      Me muestra el puño. Se me ocurre que es un alienado. Enrollo una servilleta y le hago un nudo en la punta. El viejo avanza; salto de la cama, esquivo el golpe que me dirige y le asesto con toda puntería un golpe en el ojo izquierdo. El viejo ve las estrellas; se arroja sobre mí. Retrocedo y le doy un puntapié en el estómago. Trastabilla y arrastra una silla en su caída. El dormitorio entero se despierta. Francis acude en camisa para prestarme ayuda. También llega la monja; los enfermeros se arrojan sobre el loco y lo castigan para luego acostarlo con gran esfuerzo.
      El aspecto del corredor era notablemente risible. Los resplandores rosados que difundían los veladores agonizantes habían sido reemplazados por los relumbrones de tres linternas. El techo negro, con sus redondeles de luz que danzaban sobre las mechas encendidas brillaba ahora con sus tintes de yeso recientemente estucado. Los enfermos, un conjunto de títeres sin edad, habían empuñado con una mano el trozo de madera que pendía sobre sus camas en la punta de un cordel y con la otra hacían gestos terroríficos. Mi cólera cedió ante este espectáculo; me retorcía de risa, el pintor se ahogaba. Sólo la monja se mantenía seria y a fuerza de amenazas y oraciones logró poner orden en la cuadra. Bien o mal, la noche terminó y por la mañana, a las seis, un redoble de tambor nos reunió: el director nos llamaba. Partimos hacia Rouen.
      Llegados a esta ciudad un oficial le dijo al desgraciado que nos conducía que el hospicio estaba lleno y que no podía alojarnos. A la espera de novedades tenemos una hora de detención. Arrojo mi bolsa en un rincón de la estación y aunque mi vientre hierve salgo con Francis vagando a la aventura. Nos extasiamos ante la iglesia de SaintOuen. Admiramos tantas cosas que la hora de plazo transcurrió antes de que hubiésemos pensado en volver a la estación.
      -¡Hace rato que sus camaradas han partido! -nos dijo un ferroviario-. ¡Están en Evreux!
      -¡Diablos! El próximo tren sale a las nueve. ¡Vamos a comer!
      Cuando llegamos a Evreux ya era noche cerrada. No podíamos presentarnos a esa hora en el hospicio; parecíamos malhechores. La noche era soberbia, atravesamos la ciudad y nos encontramos en campo raso. Era la época de la siega y las gavillas estaban hechas. En medio del campo cavamos en el estiércol dos nichos confortables y no sé si por el perfume turbador de nuestro lecho o por el penetrante aroma de los bosques, sentimos necesidad de hablar de nuestros amores difuntos. ¡El tema era inagotable! Poco a poco, sin embargo, las palabras se hicieron más escasas. los entusiasmos se debilitaron y nos quedamos dormidos.
      -¡Caramba! -dice mi amigo al estirarse-, ¿qué hora será?
      Me despierto. El sol no tardará en salir pues el gran telón azul ya se adorna con galones rosados. ¡Qué miseria! Deberemos ir a golpear la puerta del hospicio, dormir en salas impregnadas de ese olor soso en el que siempre reaparece, como un obstinado estribillo, la áspera flor del polvo de cloroformo.
      Retomamos entristecidos el camino del hospital. Nos abren pero ¡ay!, sólo uno es admitido: Francis. Yo soy enviado al liceo.
La vida ya no era posible. Meditaba una evasión cuando un día el médico interno de servicio baja al patio. Le muestro mi tarjeta de estudiante de derecho. El conoce Paris, el Barrio Latino. Le explico mi situación.
      -Es absolutamente necesario -le digo- que Francis venga al liceo o que yo vuelva al hospital.
      Reflexiona y por la noche se acerca a mi cama y me dice al oído: "Mañana por la mañana diga que se siente peor".
      Así lo hice: a la mañana siguiente, hacia las siete, llegó el médico. Este buen y excelente hombre tenía dos defectos: su boca olía mal y siempre quería sacarse de encima a los enfermos, costara lo que costara. Todas las mañanas ocurría lo mismo:
      -¡Ah, ah, ese palurdo -gritaba- qué buena facha tiene! Buen aspecto, no hay fiebre. Levántese y vaya a tomar una taza de café; pero nada de tonterías; ya sabe, no corra detrás de las mujeres. Le voy a firmar su alta; mañana volverá a su regimiento.
      Enfermo o no enfermo, echaba tres por día. Esa mañana se detuvo frente a mi cama y dijo:
      -¡Ah, caramba muchacho, tiene mejor aspecto!
     Me quejo: ¡nunca he sufrido tanto! Me tantea el vientre.
      -Pero eso va mejor -murmura--, el vientre está menos duro.
      Protesto. El parece asombrado. Entonces el interno le dice en voz baja:
     -Habría que hacerle una enema y aquí no tenemos jeringa ni bomba. ¿Si lo enviáramos al hospital?
     -Es una buena idea -dijo el hombre encantado de desembarazarse de mí-. Y de inmediato firmó mi orden de admisión.
     Radiante de alegría cierro mi bolsa y bajo la guardia de un sirviente del liceo hago mi entrada en el hospital. ¡Vuelvo junto a Francis! Por una increíble casualidad en el corredor San Vicente donde está instalado, pues no hay lugar en las salas, hay una cama libre cerca de la suya. ¡Juntos de nuevo! Además de los nuestros hay cinco camastros alineados a lo largo de los muros pintados de amarillo. Tienen por habitantes un soldado de línea, dos artilleros, un dragón y un húsar. El resto del hospital está compuesto por algunos viejos decrépitos, algunos jóvenes raquíticos ó patizambos y gran cantidad de soldados sobrevivientes del ejército de MacMahon que, después de haber transitado de ambulancia en ambulancia, han venido a recalar en este ribazo.
     Francis y yo somos los únicos que llevamos el uniforme de la guardia móvil del Sena. Nuestros vecinos eran unos muchachos bastante simpáticos, a cual más insignificante que el otro. En general eran hijos de paisanos o granjeros llamados bajo banderas en cuanto se declaró la guerra.
      Mientras me quito la casaca llega una monja tan delicada, tan bonita que no puedo dejar de mirarla. ¡Ah, sus grandes y hermosos ojos! ¡Sus largas pestañas rubias! ¡Sus blancos dientes! Me pregunta por qué abandoné el liceo. Le explico por medio de frases nebulosas que la falta de una bomba compresora me ha hecho emigrar del colegio. Ella sonríe dulcemente y me dice:
     -¡Oh señor militar usted puede llamar a las cosas por su nombre. Estamos habituadas a todo.
     Estoy convencido de que ella debía estar habituada a todo, la pobre, pues los soldados no cuidaban para nada su lenguaje delante de ella. Por otra parte nunca la vi ruborizarse; pasaba muda entre los soldados, con los ojos bajos fingiendo no escuchar las groseras bufonadas que se decían.
      ¡Dios mío, cómo me mimó! Todavía la veo, por la mañana, avanzando lentamente desde el fondo del corredor, cuando el sol quebraba sobre las losas la sombra de los barrotes de las ventanas. Las grandes alas de su cofia le golpeaban el rostro. Llegaba hasta mi cama con un plato que humeaba y en cuyo borde resaltaban sus uñas bien cuidadas.
      -La sopa parece un poco chirle esta mañana-decía con su lin-da sonrisa. Le traigo chocolate; tómelo rápido mientras está caliente.
      A pesar de los cuidados que ella me prodigaba, me aburría mortalmente en este hospital. Mi amigo y yo habíamos llegado a ese grado de embrutecimiento en que ya no se abandona la cama tratando de matar las horas de esas insoportables jornadas de somnolencia Nuestras únicas distracciones consistían en las comidas diarias, compuestas de carne de buey hervida, sandía, ciruelas pasas y un dedo de vino, todo en cantidad insuficiente para nutrir a un hombre.
      Gracias a mí sencilla cortesía con las monjas y a las etiquetas de farmacia que escribía para ellas felizmente obtenía una costilla de vez en cuando o una pera recogida en el huerto del hospital. Era pues el soldado que menos podía quejarse entre todo los que se hallaban amontonados confusamente en las salas, pero los primeros días no lograba tragar mi ración matinal. Era la hora de la visita y el doctor elegía ese momento para hacer sus operaciones. Al día siguiente a mi llegada abrió un muslo de arriba a abajo. Oí un grito desgarrador: cerré los ojos, no lo suficiente sin embargo como para no ver una lluvia roja que salpicaba con grandes gotas el guardapolvo del médico. Esa mañana no pude comer. Poco a poco, no obstante, fui haciéndome más aguerrido. Pronto llegué a contentarme con dar vuelta la cabeza y cuidar mi ropa.
      Siempre a la espera, la situación se hacía intolerable. Habíamos tratado en vano de procurarnos diarios y libros y lo único que podíamos hacer, para divertirnos, era vestirnos con el uniforme del húsar. Pero esta alegría pueril se extinguía rápidamente y nos acostábamos a cada momento, cambiando algunas palabras, hundiendo la cabeza en la almohada.
     No había mucho que conversar con nuestros camaradas. Los dos artilleros y el húsar estaban muy enfermos como para hablar. Lo único que hacía el dragón era blasfemar, levantarse a cada rato envuelto en su manta blanca para ir a la letrina de donde venía arrastrando la suciedad con sus pies desnudos. En el hospital no había tazas de noche. Algunos de los más enfermos tenían sin embargo bajo la cama una vieja cacerola que los convalecientes hacían saltar como cocineros, ofreciendo el manjar a las monjas.
Quedaba sólo, pues, el soldado de línea, un pobre muchacho almacenero, padre de un niño. Desde que fue llamado bajo banderas casi siempre estuvo con fiebre y tiritando bajo las mantas. Sentados a lo sastre en nuestras camas le escuchábamos contar la batalla en que había estado. Extraviado cerca de Froeschwiller, en una pradera rodeada de bosques, había visto resplandores rojos que atravesaban ramilletes de humo blanco y había bajado la cabeza sorprendido por los cañonazos y asustado por el silbido de las balas. Luego había caminado con los regimientos por tierras de cultivo sin ver a ningún prusiano, sin saber dónde estaba, escuchando a su lado gemidos entrecortados por gritos breves.
      De pronto las filas delanteras invirtieron su marcha y en el desorden de la huida había caído al suelo, sin darse cuenta cómo. Se había escapado, abandonado su fusil y su bolsa. Por fin, agotado por las marchas forzadas de ocho días continuos, extenuado por el miedo y debilitado por el hambre, se había sentado en un foso. Allí permaneció inerte, ensordecido por el ruido de los obuses, resuelto a no defenderse, a no moverse. Pensó en su mujer y lloró, preguntándose qué había hecho para sufrir así. Sin saber por qué recogió una hoja de árbol que había guardado con devoción, y que nos mostraba a menudo.
      Un oficial, empuñando un revólver, había pasado tratándolo de cobarde y amenazándolo con romperle la cabeza si no echaba a andar. El había respondido ¡Prefiero eso! Pero cuando el oficial lo sacudía para ponerlo de pie, se desvaneció sangrando por la nuca. Entonces, de nuevo presa del terror, había huido hasta encontrar una lejana carretera inundada de fugitivos, surcada de arreos cuyos caballos reventados obstaculizaban la marcha de las filas.
      Por fin había podido ponerse al abrigo. El grito de traición se elevaba de la tropa. Viejos soldados aparecían todavía resueltos a continuar, pero los reclutas no.
     -¡Que vayan ellos a hacerse matar! - decían señalando a los oficiales.
      -Es su oficio.
     -Yo tengo hijos y no será el Estado quien los alimente, y envidiaban la suerte de los heridos leves y de los enfermos que podían refugiarse en las ambulancias.
      -¡Ah, uno siente miedo! ¡Y esas voces de los que llaman a su madre o piden do beber! -agregaba estremeciéndose-. Se callaba y miraba el corredor con expresión enajenada. Luego continuaba:
     -Es igual; estoy feliz de estar aquí y además mi mujer puede escribirme.
     Sacaba unas cartas de su pantalón, diciendo satisfecho:
      -El niño me ha escrito. ¿ven? -y señalaba el final de la hoja, bajo la dificultosa escritura de su mujer, donde unos palotes formaban una frase dictada en la que se leía "Besos a papá" en manchones de tinta.
      Escuchamos esta historia por lo menos veinte veces y debimos sufrir durante mortales horas a este hombre encantado de tener un hijo. Terminamos por taparnos las orejas y tratar de dormir para no escucharlo.
      Esta deplorable vida amenazaba con prolongarse cuando una mañana Francis, que se había pasado el día anterior andando por el patio (y eso contra su costumbre) me dijo:
      -¡Eh!, Eugéne, ¿quieres venir a respirar un poco de aire campestre? Hay un prado reservado para los locos -prosiguió-; está vacío. Si subimos al techo de las celdas, nos resultará fácil con ayuda de las rejas de la ventana, llegar al borde del muro y de allí saltar al campo. A dos pasos del muro se abre una de las puertas de Evreux. ¿Qué dices?
      -Digo..., digo que estoy dispuesto a salir, ¿pero cómo haremos para volver?
      -No sé, salgamos primero, después avisaremos. Levántate; van a servir la sopa. Después saltamos.
      Me levanto. Faltaba agua en el hospital, de manera que tenía que arreglármelas con la gaseosa que la monja me había procurado. Tomo mi sifón, apunto al pintor que grita ¡Fuego! y le largo un chorro en la cara. Me toca ahora a mí; recibo el chorro, me froto la nariz y me seco. Ya estamos prontos a salir y descendemos. El prado está desierto; escalamos el muro. Francis toma impulso y salta. Yo estoy a caballo del muro, echo una mirada rápida en derredor: abajo hay un foso con hierbas; a la derecha, una de las puertas de la ciudad; a lo lejos un bosque rizado en el que desgarrones de oro rojizo se destacan sobre una franja de azul pálido. Estoy de pie, escucho el ruido del patio y salto. Ahora vamos paralelos al muro; ¡estamos en Evreux!
     -¿Y si comiéramos?
     -De acuerdo.
     Mientras marchábamos en busca de una posada vemos dos mujercitas de caderas cimbreantes. Las seguimos y las invitamos a comer; ellas no aceptan. Insistimos y contestan que no, pero menos firmemente; insistimos otra vez y dicen que sí. Vamos a su casa con un pastel, botellas, huevos, un pollo frío. Nos parece raro encontrarnos en una habitación clara, empapelada con un papel salpicado de flores lilas y hojas verdes. En las ventanas hay cortinas de damasco color grosella; sobre la chimenea un espejo y un grabado que representa a Cristo molestado por los fariseos. Ponemos la mesa, miramos con ojos a las muchachas que giran alrededor de ella. Colocar los cubiertos les lleva tiempo porque las detenemos cuando pasan para besarlas. Pero ¿qué nos pasa? ¡Hace tanto tiempo que no rozamos la boca de una mujer!
      Corto el pollo; los tapones saltan y bebemos como cubas y devoramos como ogros. El café humea en las tazas y le agregamos coñac. Mi tristeza se vapora, se enciende el ponche y las llamas azules del kirsch revolotean en la ensaladera que crepita. Las muchachas bromean con los cabellos cayéndoles sobre los ojos y las ropas en desorden. De pronto suenan las cuatro. ¡Dios, hemos olvidado el hospital! Me pongo pálido; Francis me mira asustado. Abandonamos los brazos de nuestras huéspedes y salimos rápidamente.
     -¿Cómo volvemos? -dice el pintor.
     -¡Ay!, no tenemos manera de elegir. Llegaremos a duras penas para la hora de la sopa. Tratemos, con ayuda de Dios, de entrar por la gran puerta.
      Cuando llamamos, la monja portera acude a abrirnos y se queda estupefacta. La saludamos y en voz bastante alta como para que me oiga digo:
      -Sabes que en la Intendencia no son muy amables. Sin embargo el gordo nos ha recibido con bastante corrección...
     La monja no dice una palabra mientras que nosotros corremos al galope hacía la cuadra. Justo a tiempo cuando escucho la voz de sor Angela que distribuye las raciones. Me acuesto velozmente y con la mano me cubro el cuello, donde han quedado las marcas de los besos de mi amiga. La monja me mira y como encuentra en mis ojos un brillo desacostumbrado me pregunta:
     -¿Se siente usted peor?
     La tranquilizo diciéndole:
     -Al contrario, hermana, me siento mejor, pero el ocio y el en-cierro me matan.
     Cuando le expliqué el espantoso aburrimiento que sentía, perdido en medio de la tropa y en el fondo de la provincia apretó sus labios y sus ojos tomaron una indefinible expresión de melancolía y de piedad. Sin embargo, una vez me había dicho secamente:
-¡Oh, la libertad no le serviría de nada!, haciendo alusión a un diálogo entre Francis y yo que ella había sorprendido: discutíamos sobre los encantos de las parisienses. Después se había suavizado y había agregado con una pequeña mueca encantadora:
     -Usted no es nada serio, señor militar ...
     Convine con el pintor que a la mañana siguiente, una vez tragada la sopa, escalaríamos de nuevo el muro. A la hora fijada rondábamos alrededor del prado, pero la puerta estaba cerrada. Nos encaminamos hacia la monja portera que nos pregunta a dónde vamos.
     -A la Intendencia -le contestamos.
     La puerta se abre y salimos.
     Llegados a la gran plaza de la ciudad, frente a la iglesia, mientras contemplábamos las esculturas del pórtico, descubro a un señor grueso, con cara de luna roja erizada de bigotes blancos, que nos mira con asombro. Lo miramos de frente, desafiantes, y proseguimos nuestro camino. Francis se moría de sed. Entramos en un café y paladeando una media taza ojeo el periódico del lugar en el que encuentro un nombre que me parece conocer. En verdad no conocía a la persona que llevaba ese nombre, pero éste me traía recuerdos borrados desde hacia tiempo. Recordé que uno de mis amigos tenía un pariente encumbrado en la ciudad de Evreux.
      -Es necesario que lo vea -le dije al pintor.
      Pregunto su dirección al cafetero pero la ignora. Salgo y pregunto por él a todos los panaderos y farmacéuticos que encuentro. Todos comen su pan y beben sus pócimas pero ninguno de esos industriales conoce la dirección del señor Fréchéde. Pero por fin la encuentro. Le quito el polvo a mi blusón, compro una corbata nueva y un par de guantes y llamo suavemente a la reja de una mansión, en la calle Chartraine, que yergue sus fechadas de ladrillo y sus tejas de pizarra en medio del desorden soleado de un parque. Un sirviente me hace pasar. El señor Fréchéde está ausente pero la señora está en casa. Espero unos segundos en un salón; la puerta se abre y aparece una anciana dama. Tiene un aspecto tan amable que me tranquilizo. En pocas palabras le explico quién soy.
      -Señor -me dice ella con una gentil sonrisa-, he oído hablar mucho de su familia; creo incluso haber visto a su madre en casa de la señora Lezaut, en ocasión de mi último viaje a París. Sea usted bienvenido.
      Hablamos largamente; yo, un poco incómodo cubriendo con mi gorra el chupón del cuello; ella tratando de hacerme aceptar e! dinero que me ofrecía y que yo rechazaba.
      -Vamos-me dijo-deseo serle útil, de todo corazón. ¿Qué puedo hacer?
      -¡Oh, Dios mío! Si usted lograra, señora, que me envíen a París, sería para mí un gran favor. De creer a los diarios, las comunicaciones podrían quedar pronto interceptadas. Se habla de un nuevo golpe de Estado o del derrumbe del Imperio; necesito encontrar a mi madre y, sobre todo, no caer prisionero aquí, si los prusianos llegan.
      Entretanto vuelve el señor Fréchéde. En dos palabras queda informado de la situación.
      -Si usted quiere venir conmigo a ver el médico del hospicio, no perdamos tiempo.
      -¿Ver al médico? Dios mío, ¿cómo explicarle mi salida del hospicio? No me atrevo a decir una palabra.
      Sigo a mi protector preguntándome cómo habrá de terminar todo eso. Llegamos y el doctor me mira con aire asombrado. No le doy tiempo de abrir la boca y le recito, con prodigiosa volubilidad, un rosario de lamentaciones sobre mi triste situación.
      El señor Fréchéde toma la palabra y le pide para mi un permiso de convalecencia de dos meses.
      -El señor está, en efecto, bastante enfermo-dice el médico- como para tener derecho a dos meses de reposo. Si mis colegas y el general están de acuerdo conmigo, su protegido podrá volver a París dentro de pocos días.
       -Está bien -responde el señor Fréchéde-, se lo agradezco doctor; esta noche hablaré con el general.
      En la calle lanzo un suspiro de alivio, estrecho la mano de ese excelente señor que se digna interesarse por mí y corro a encontrarme con Francis. Tenemos el tiempo justo para volver al hospital. Cuando llegamos a la reja Francis llama; saludo a la monja y ella me detiene:
      -¿No me dijeron esta mañana que iban a la Intendencia?
      -Sí, efectivamente hermana.
      -Y bien, el general acaba de pasar por aquí. Vayan a ver al director y a la hermana Angela: ellos los están esperando. Ustedes les explicarán, sin duda, la razón de sus visitas a la Intendencia. Subimos, muy confusos, la escalera que lleva al dormitorio. Sor Angela está allí esperando y me dice:
      -Nunca hubiera creído semejante cosa. ¡Han corrido por toda la ciudad ayer y hoy y Dios sabe qué vida habrán llevado!
     -¡Oh, por favor! -exclamé.
      Me miró tan fijamente que no agregué una sola palabra.
      -Bien -prosiguió-, el general los ha encontrado hoy en la gran Plaza. Negué que hubieran salido y los busqué por todo el hospital. El general tenía razón: ustedes no estaban aquí. Me preguntó sus nombres; yo le di el de uno de ustedes y no quise dar el del otro. ¡He hecho mal, sin duda, porque ustedes no lo merecen!
     -¡Oh, cuánto se lo agradezco hermana!
     Pero sor Angela no me escuchaba: estaba indignada por mi conducta. Sólo me quedaba un partido por tomar: callarme y aguantar el chubasco sin siquiera intentar ponerme al abrigo. Mientras tanto, Francis había sido llamado por el director y como, no se por qué, suponían que él me pervertía, y además se llevaba mal con el médico y las monjas a causa de sus bromas, le anunciaron que partiría a la mañana siguiente para volver a su guarnición.
      -Las bribonas de ayer son delatoras que nos han vendido -me decía furioso. El propio director me lo ha confiado.
     Mientras maldecíamos a esas mujeres y deplorábamos nuestros uniformes que nos hacían tan fácilmente reconocibles, corrió el rumor de que el Emperador estaba prisionero y que en París se había proclamado la república. Le di un franco a un viejo que podía salir para que nos trajera un ejemplar del Gaulois. La noticia era cierta. El hospital se regocijaba. "¡Saltaste, pelele!. No demasiado rápido, pero la guerra ha terminado". A la mañana siguiente Francis y yo nos abrazamos y él partió.
      -¡Hasta pronto! -me gritó cerrando la reja. La cita es en París.
      ¡Ah, esos días siguientes! ¡Cuántos sufrimientos! ¡Qué abandono! ¡Imposible salir del hospital! En honor mío un centinela se paseaba frente a la puerta. Tuve sin embargo el valor de resistir al sueño... Me paseaba por el prado como un animal enjaulado, once horas por día. Conocía mi prisión hasta en sus más remotos rincones. Conocía los lugares donde mejor crecía el césped, las partes de la muralla que flaqueaban y se rajaban. Sentía repugnancia por mi corredor, por mi camastro aplastado como una galleta, por mis sábanas podridas de mugre. Vivía aislado, no hablaba a nadie, pisoteando los guijarros del patio, errante como un alma en pena. Me roía los puños de impaciencia; observaba las idas y venidas de los civiles y militares mezclados, pasando y volviendo a pasar por todos los pisos, llenando las galerías con su lento andar.
     Ya no tenía fuerzas para sustraerme a la persecución de las monjas que los domingos nos empujaban a la capilla. Me volvía monomaníaco; una idea fija me poseía: huir lo más pronto posible de esta lamentable cárcel. Además el dinero escaseaba. Mi madre me había enviado cien francos a Dunquerque donde parecía que debía hallarme y este dinero no me llegaba. Vi aproximarse el momento en que no tendría más monedas con que comprar tabaco y papel.
      Los días transcurrían mientras yo esperaba. Los Fréchéde parecían haberme olvidado y yo atribuía su silencio a mis escapadas que, sin duda, habían conocido. A todas esas angustias venían a sumarse dolores terribles. Mal cuidadas y exasperadas por las malandanzas que había corrido, mis tripas ardían. Sufría de tal modo que temía no poder soportar un viaje. Disimulaba mis sufrimientos en el temor de que el médico me obligara a permanecer más tiempo en el hospital. Me quedé en cama varios días; luego, cuando sentí que me abandonaban las fuerzas, quise levantarme de todas maneras y bajar al patio. Sor Angela no me hablaba más y por las noches, cuando hacia su ronda por los corredores y las cuadras, apartándose para no ver el fuego de las pipas que bullaban en la oscuridad, pasaba frente a mi indiferente, fría, desviando los ojos.
      Una mañana, sin embargo, mientras me paseaba por el patio, dejándome caer en un banco, ella me vio tan cambiado, tan pálido, que no pudo reprimir un impulso compasivo. Por la noche, una vez terminaba su visita a los dormitorios, mientras me hallaba acodado en mi almohada mirando con los ojos muy abiertos los regueros azulados que la luna vertía por las ventanas del comedor, la vi venir. Sonreía dulcemente.
      -Mañana por la mañana -me dijo- se presentará ante la Junta Médica. Hoy he visto al Sr. Fréchéde. Es probable que dentro de dos o tres días usted salga para París.
      Doy un salto en la cama, mi rostro se ilumina, quiero saltar y cantar; nunca fui tan feliz. Amanece; me visto y muy inquieto voy a la sala donde hay una reunión de oficiales y médicos.
      Uno por uno los soldados exhiben sus torsos agujereados o cubiertos de pelos. El general se limaba una uña, el coronel de la gendarmería se abanicaba con un papel, los practicantes conversaban mientras palpaban a los soldados. Por fin llega mi turno: me examinan de pies a cabeza, me aprietan e! vientre, hinchado y tenso como un globo y, por unanimidad, me conceden una licencia por convalecencia de sesenta días. ¡'Por fin volveré a ver a mi madre! ¡Encontrar mis bibelots, mis libros! ¡Ya no siento ese hierro rojo que me quemaba las entrañas! ¡Salto como una cabra!
      Anuncio a mi familia la buena nueva. Mi madre me escribe, cartas y cartas, asombrándose de que no lleguen. ¡Ay! mi licencia debe ser visada por la División de Rouen. El visado llega a los cinco días; estoy en regla. Voy a ver a sor Angela y le ruego que obtenga para mí un permiso con el objeto de agradecer a los Fréchéde, que han sido tan buenos conmigo. Ella va al despacho del director y me trae el permiso. Voy entonces a la casa de esa buena gente, me obligan a aceptar un pañuelo de seda y cincuenta francos para el viaje. Voy entonces a buscar mi legajo a la Intendencia y vuelvo al hospital. Sólo me quedan unos minutos. Busco a sor Angela y la encuentro en el jardín.
      -¡Oh!, querida hermana -le digo emocionado-, me voy. ¿Cómo podré pagarle lo que le debo?
     Le tomo la mano y ella quiere retirarla pero yo la llevo a los labios y la beso. Ella se ruboriza.
     -¡Adiós! -murmura, y amenazándome con el dedo agrega alegremente:
     -¡Sea prudente y sobre todo no tenga malos entretenimientos en el camino!
     -¡Oh!, no tema hermana; ¡se lo prometo!
     La hora suena, la puerta se abre y salgo precipitadamente hacia la estación. Subo a un vagón y el tren parte.
     El coche está lleno a medias pero felizmente ocupo un asiento en un extremo. Pongo la nariz en la ventanilla, veo algunos árboles podados, algunas colinas que serpentean a lo lejos y un puente sobre un gran pantano reluciente al sol. Nada de eso es alegre. Me hundo en mi rincón, mirando a veces los hilos del telégrafo que reglan el ultramar con líneas negras. El tren se detiene, los viajeros que me rodean descienden, la portezuela se cierra pero vuelve a abrirse para dejar paso a una joven.
      Mientras se sienta y arregla su vestido observo su rostro bajo el velo. Es encantadora, sus ojos son de azul cielo, sus labios purpurinos, sus dientes blancos, sus cabellos tienen el color del maíz maduro.
      Inicio una conversación; ella se llama Reine y borda flores. Hablamos como amigos. De pronto empalidece y parece que va a desmayarse. Abro las ventanillas, le paso un frasco de sales que llevo conmigo, por azar, desde mi salida de Paris.
      Me agradece y se apoya en mi bolsa para tratar de dormir. Felizmente estamos solos en el compartimento pero el tabique de madera que lo separa del resto del vagón no llega muy alto y se ve y sobre todo se escucha el clamor y las fuertes risas de los paisanos y paisanas. De buen grado les hubiera pegado a esos imbéciles que turbaban su sueño. Pero me contenté con escuchar las mediocres opiniones que intercambian sobre política. Me fatigo pronto y me tapo las orejas; trato de dormir pero la frase del jefe de la última estación reaparece en mi ensueño como un obstinado estribillo: "El tren no llega a Paris; la vía está cortada en Nantes". Cuando abro los ojos mi vecina también se despierta. No quiero hacerla partícipe de mis temores; hablamos en voz baja y me dice que va a reunirse con su madre en Sévres. Le digo que el tren no llegará a París antes de las once de la noche.
     -No tendrá usted. tiempo de alcanzar el embarcadero de la orilla izquierda.
     -¿Qué hago si mi hermano no está allí esperándome?
      ¡Oh miseria, estoy sucio como un peine y mi vientre arde! No puedo pensar siquiera en llevarla a mi departamento de soltero y además, antes que nada quiero ir a casa de mi madre. ¿Qué hacer? Miro a Reine con angustia, tomo su mano. En ese momento el tren cambia de vía y la sacudida la arroja hacia adelante. Nuestros labios están próximos, se tocan, apoyo los míos con rapidez y ella se ruboriza. ¡Señor Dios! Su boca se mueve imperceptiblemente: me devuelve el beso. Un largo estremecimiento recorre mi columna vertebral; me siento desfallecer al contacto de esos brazos ardientes. ¡Ah, sor Angela, sor Angela, ¡qué difícil es reformarse! El tren ruge y rueda sin aminorar la marcha; volamos a todo vapor hacia Nantes. Nuestros temores son vanos: la vía está libre. Reine cierra a medias sus ojos, su cabeza cae sobre mi hombro, sus pequeños rulos se mezclan con mi barba y me cosquillea los labios. Sostengo su cintura y la acuno. Paris no está lejos; pasamos frente a los docks de mercaderías, frente a rotondas donde rezongan, en medio de un vapor rojo, las locomotoras. El tren se detiene y nos piden los billetes.
     Todo está bien pensado: primero conduciré a Reine a mi departamento. ¡Siempre que su hermano no esté esperándola a la llegada! Bajamos del coche y su hermano está allí.
     -Dentro de cinco días -me dijo en un beso- el pájaro vuela.
     Cinco días después yo estaba en cama, gravemente enfermo, y los prusianos ocupaban Sévres. Nunca más la volví a ver.
     Tengo el corazón acongojado; lanzo un largo suspiro. Y sin embargo no es el momento de estar triste.
     Traqueteo ahora en un coche de plaza, reconozco mi barrio y llego a la casa de mi madre. Subo la escalera de a cuatro escalones, llamo con premura y la mucama abre la puerta.
     -¡Es el señor! -dice y corre a avisar a mi madre que viene presurosa a mi encuentro, empalidece, me besa, me mira de pies a cabeza, se aleja un poco y vuelve a mirarme.
     Mientras tanto la mucama ha vaciado la alacena.
     -Usted debe tener hambre, señor Eugenio...
     -Creo que tengo hambre, sí.
     Devoro todo lo que me sirven y trago grandes vasos de vino. En verdad no sé lo que como ni lo que bebo.
     ¡Vuelvo por fin a mi casa a acostarme! Encuentro mi departamento tal como lo dejé. Lo recorro, radiante; luego me siento en el diván y me quedo allí, extasiado, en estado de beatitud, llenándome los ojos con la visión de mis bibelots y mis libros. Me desvisto, me baño pensando que por primera vez desde hace meses voy a acostarme en un lecho propio con los pies limpios y las uñas cortadas. Salto sobre el colchón, hundo la cabeza en las plumas, mis ojos se cierran y navego a toda vela en el país de los sueños.
     Me parece ver a Francis encendiendo su gran pipa de madera, a sor Angela mirándome con su linda mueca y por fin a Reine que se me acerca. Me despierto sobresaltado y me trato de imbécil. Vuelvo a hundirme en mis almohadas pero los dolores, a los que por un momento había dominado reaparecen ahora que los nervios están menos tensos. Me froto suavemente el vientre pensando que ha terminado todo el horror de la disentería que había arrastrado por esos lugares donde todos se exhiben sin pudor.
     Estoy en mi casa, en habitaciones mías. Me digo que es necesario haber vivido en la promiscuidad de los hospicios y los campos para apreciar el valor de una palangana de agua, para saborear la soledad de los lugares donde uno se pueda bajar los pantalones sin problemas.