Bajo el aspecto
de un viril remero de Argenteuil, bigote abundante y músculos
prominentes, Guy de Maupassant ofrece la imagen misma del vigor. Este
solitario, al que sus contemporáneos atribuyen un cuerpo de luchador y la
sensual expresión del rostro, ama el desenfreno y el sexo a cara
descubierta, las bromas picantes y los deportes violentos. El hombre es
también tan robusto y gallardo como su pluma se revela acerada y pérfida,
como un estilete cargado de veneno. Su carrera ha sido fulgurante. En
1880, la aparición de Boule de Suif, historia de una prostituta
que se sacrifica al enemigo en plena guerra para facilitar el trayecto en
diligencia de unos burgueses ingratos y mezquinos, le consagran junto a
sus iguales. Apenas tiene treinta años. Flaubert está jubiloso: « El
muchacho está lanzado. Llegará más lejos que nosotros.» En pocos años,
el empleado del Ministerio, convertido en periodista y escritor, se
destaca como un maestro en el ámbito de los naturalistas.
A
los cuarenta años, autor de seis novelas y cientos de cuentos, este
orfebre de las letras con físico de marinero, tiene sin embargo el
aspecto de un anciano. Su cuerpo enflaquecido, su paso lento, el desamparo
de su mirada vidriosa revelan la enfermedad que lo carcome y lo vacía,
reemplazando su enérgica silueta por los contornos precoces de un
fantasma. Sus amigos se inquietan y se preguntan, toda vez que Maupassant
no regula siempre su cabeza. Un testigo, que lo vio en 1891 con la
princesa Mathilde en un almuerzo en el castillo de Saint-Gratien, refiere:
Una
desgracia planeaba en el ambiente, la angustia se apodera de todos los comensales.
Maupassant se puso a hablar de maniobras navales, de prácticas de
artillería, de cañones de forma incoherente, cada comentario era una
aventura fantástica. [...] El almirante Duperré, que no estaba al
corriente del estado de salud ya inquietante del autor de Le Horla,
quiso poner las cosas en su sitio. Discutía los argumentos de Maupassant
que, cada vez más desordenados, le venían a los labios. El enfermo
exageraba, la princesa, acortando bruscamente el postre, se levantó
finalmente para gran alivio de todos los que temblaban literalmente de
emoción ante la inminente catástrofe que se avecinaba.
El
drama en efecto no iba a tardar en producirse. El 15 de diciembre de 1891,
Maupassant escribe desde el Midi al doctor Henri Cazalis, poeta bajo el
seudónimo de Jean Lahor, al que se siente muy próximo: « Estoy
absolutamente perdido. Estoy incluso agónico, tengo un reblandecimiento
del cerebro, debido a los lavados que me he hecho con agua salada en las
fosas nasales. Esto ha producido en el cerebro una fermentación de sal y
todas las noches mis sesos se escapan por la nariz y la boca en una masa
pegajosa y salada de la que lleno una cubeta entera. Así he pasado veinte
noches. Es la muerte inminente y estoy loco. Mi cabeza está ida. Adiós
amigo, no me volverá a ver .»
El
24 renuncia a cenar, como tenía previsto, con su madre que vive en una
villa vecina, pero acepta ir el 1 de enero de 1892. De regreso a
su casa, por la noche, sube a su habitación y toma su revolver. Apoya el
cañón sobre su sien y aprieta el gatillo. Pero no se produce nada más
que un pequeño chasquido. Su asistente, François Tassart, a su servicio
desde 1883, había adivinado las tendencias suicidas de su señor y había
retirado por precaución todas las balas. Maupassant empuña entonces un
cortaplumas y con un movimiento intenta cortarse la garganta. François
llega hacia las dos de la mañana y encuentra a su señor de pie que, con
una herida en el cuello, todavía tiene fuerzas para decir: « Mire lo que
he hecho, François. Me he cortado la garganta, es un caso de absoluta
locura.»
El
doctor Valcourt acude precipitadamente. La herida es rápidamente
suturada, la tensión decae un poco; Maupassant está más tranquilo. «
Cuando el médico hubo marchado, cuenta François, mi señor nos
manifiesta su pesar por haber hecho “semejante cosa” y de causarnos
tantas molestias. [...] Era capaz de medir todo el tamaño de su
desgracia. Sus enormes ojos se fijaban en nosotros para pedirnos algunas
palabras de consuelo, de esperanza, si eso fuese posible.
»
El
día 2, Maupassant descansa. Pero hacia las ocho de la noche,
repentinamente agitado, pregunta a su asistente: « François, ¿estás
preparado?. Partimos. La guerra ha sido declarada.»
Enrolado voluntario durante 7 años en 1870, Maupassant se había salvado
con su ejército derrotado. Su experiencia de la guerra y la debacle lo
habían desgastado. Desde entonces, pacifista convencido, iba a proclamar
la barbarie y lo absurdo de los conflictos. El delirio había hecho
resurgir sus viejos odios.
El
doctor George Daremberg, médico
amigo de la familia y compañero ocasional de remo del escritor, toma
entonces al enfermo en sus manos. El 4, escribe al padre de Guy, Gustave
de Maupassant para comunicarle que su hijo, en estado de constante delirio,
está controlado con una camisa de fuerza y debe ser internado sin más
demora.
Un celador de la Residencia del doctor Blanche fue enviado urgentemente
para acompañar al enfermo a París. El día 7, Maupassant llega a la
estación de Lyon donde le esperan Ollendorff, su editor, y Henry Cazalis
que lo conducen al hospital de Lamballe. Ya no debía salir nunca más.
Guy
de Maupassant entraba en la fase de un largo proceso, cuyo origen se
remonta al año 1870. Desde esta época el escritor sufría diversos males
que debían ir acentuándose. Desde
1876 tiene dolores cardíacos, luego se queja de herpes. Una gran fatiga
le invade, atribuyéndosele al agotamiento. Flaubert, su guía y
confidente, lo exhorta a la tranquilidad y al trabajo, dándole algunos
consejos de higiene: « ¡Demasiadas putas! ¡demasiado remo! ¡demasiado
ejercicio!, ¡Sí, señor! El hombre civilizado no tiene tanta necesidad de
ejercicio como los médicos aconsejan. Usted ha nacido para hacer poesía,
¡Hágala! “Lo demás es vano”, comenzando por sus placeres y su
salud.; métase eso en la mollera» Pero los razonables
consejos del maestro de Croisset no bastan; Al año siguiente Maupassant
pierde todos los pelos de su cuerpo. Teme un reumatismo constitucional que
atacará el estómago, el corazón, luego la piel. Prueba las curas
hidroterápicas, los baños
de vapor, el yoduro de potasio, consulta médico tras médico. Sin éxito.
Unas
jaquecas horribles lo torturan, relacionadas con trastornos oculares de
acomodación. A partir de 1881, solo el éter, muy de moda, alivia
transitoriamente sus neuralgias. Pronto teme la degradación de su
sistema nervioso. La angustia de la demencia, de la congestión cerebral,
comienza a minarle. Una enfermiza sobreexcitación caracteriza su
comportamiento. Se irrita con los directores de algunos periódicos, queriendo
meterse en procesos judiciales imposibles. En 1820, una serie de curas en
los Vosges y en Savoie no contribuyen a mejorar su estado. No puede
escribir más y abandona l’Angelus. Se siente perdido. Sabe que
su fin se aproxima. A partir del otoño de 1891, advierte a todos sus
amigos que comienza su agonía.
Maupassant
franqueó todas las etapas de un largo calvario que debía desembocar en
la parálisis general, cuya causa original no era otra que la sífilis. ¿Cuándo
la había contraído? Tal vez en 1870, quizás algunos años más tarde,
en 1876, fecha de sus primeras palpitaciones cardíacas que corresponderían
a los primeros síntomas antes citados. En 1877, el diagnóstico es
formal, como se lo anuncia a bombo y platillo a su amigo Robert Pinchon:
« ¡Tengo la viruela, la auténtica! No la miserable meada caliente, no
la eclesiástica cristalina, no las burguesas crestas de gallo o las
leguminosas coliflores, no, no, la gran viruela, de la que murió François
I... y estoy orgulloso, y desprecio por encima de todo a los burgueses. ¡Aleluya!
Tengo la viruela y por consiguiente ya no tengo miedo de atraparla.»
Maupassant
se sabía sifilítico entonces muy pronto, a los 26 años. Pero ningún médico
de la época había establecido todavía la relación entre la infección
venérea y los síntomas de la parálisis general que él tenía. La sífilis
era una enfermedad de transmisión sexual, la parálisis general
una afección fatal del sistema nervioso y del encéfalo. Algunos médicos
como Fournier en 1879 o Regis en 1888, habían observado la frecuencia de
antecedentes venéreos en los paralíticos generales y propuesto una hipótesis
de una etiología sifilítica. Pero no es hasta principios del siglo XX,
cuando la Medicina comprendió que una desembocaba sistemáticamente en la
otra. Después de la Primera Guerra mundial, la aparición de la
penicilina aplicada a los sifilíticos debía poco a poco ir reduciendo
los casos de parálisis general, cuya historia había oscurecido todo el
siglo XIX.
Para
el doctor Daremberg, quién firmó el certificado de internamiento y
estampó su firma sobre el registro de
la residencia Blanche, Maupassant es presa de « locura delirante ».
Después de su tentativa de suicidio, el paciente « tiene varias crisis
amenazando de muerte a las personas que lo rodean y que lo cuidan »,
luego entra en un « estado de furia » que, « lejos de remitir, presenta
desde algunos días exacerbaciones frecuentes. » El doctor Meuriot por su
parte asegura que el escritor padece de « melancolía hipocondríaca » y
de síntomas de « parálisis general »; advierte también que « tiene
en el lado izquierdo del cuello una herida poco profunda », recuerdo de su
intento de suicidio. Blanche es el último en anotar sus observaciones en
el registro. Éstas contienen en algunas líneas: « alucinaciones múltiples, desigualdad e inmovilidad pupilar, temblores de
la lengua, y, por momentos, dificultad en el habla: ausencia completa de
los reflejos de los tendones; anomalías hipocondríacas acentuadas.
Actualmente en un estado de depresión: rechazo a alimentarse que obligará
con toda probabilidad a sondarle.»
Los trastornos oculares, los temblores, la afasia son otros signos de la
parálisis general. Hay pocas esperanzas.
Pronto
en los exteriores del hospital Lamballe que encierra a Maupassant, la prensa
parisina, cautivada por la enfermedad, se desata. En el Gaulois del
10 de enero, Maupassant tiene ya un lugar junto a Nerval y Baudelaire
entre los grandes neuróticos célebres. El 12, el Intransegeant se
muestra claramente más hiriente hacia el escritor, definiéndolo como un
impenitente drogadicto. En cuanto al Doctor Blanche, no es mucho más que
un psiquiatra de lujo, un alienista elegante:
« ¿Para impedir a Maupassant beber éter o fumar opio, era
absolutamente necesario hacer tanta publicidad al doctor Tres
Estrellas.?
¿ El bienestar del escritor se resentirá de su sobriedad y no será
irremediablemente destruido por el terror que dejará en su mente el
pensamiento de ser residente del célebre médico de enfermedades mentales
?»
Le
Figaro del 16 se muestra más sobrio, pero audaz en la interpretación.
En el prólogo de una reedición del cuento La
Peur, el diario afirma sin dudar: «Maupassat ha caído victima de la
intensidad de sus sensaciones. Éste ha descrito y analizado la locura mucho
antes de estar afectado del terrible mal. » El mismo día, L’Echo
de Paris informa: « Cuando publica Le
Horla […] los médicos ya pronosticaron en esa obra su futura alienación
mental.»
La
historia de un Maupassant volviéndose loco, por la mera fascinación hacia la
locura, tenía a quién seducir. ¿En cuantas novelas (Mont-Oriol,
Une vie…), relatos, cuentos, el autor de Fort comme la mort no había puesto en escena el delirio, el
manicomio, la demencia, la alucinación, las ilusiones de los sentidos?
Algunos títulos no dejan lugar alguno a comentarios: Fou? Un fou, Un fou?, La Folle, Lettre d’un fou… El más celebre
de sus relatos, y el más emblemático a este respecto, es sin duda le
Horla, historia de una misteriosa epidemia de locura llegada de Brasil
bajo la forma de un personaje invisible que se apodera de sus víctimas.
En el momento de su publicación en volumen, en 1887, el riesgo de una
asimilación entre el estado mental del narrador y la salud del autor no
había escapado incluso al mismo Maupassant: « He enviado hoy a París el
manuscrito de Le Horla, diría a François; antes de ocho días
comprobará usted que todos los periódicos publicarán que estoy loco.
Que digan lo que quieran, pues
yo estoy sano de espíritu, y sabía muy bien lo que hacía escribiendo
ese relato.»
Para muchos de los
allegados al escritor, no hay duda: Maupassant es un hombre perfectamente
equilibrado que se interesa en particular por la literatura fantástica
relacionada con las ciencias psicológicas, entonces muy de moda. Lector de
Spencer y Darwin, tiene en su biblioteca el libro de Broca, Sur les rapports anatomiques du crâne et du cerveau, asi como las Leçons
sur les maladies du système nerveux de Charcot. De este último,
Maupassant había seguido las conferencias sobre la histeria en la Salpêtriere
entre 1884 y 1886, al mismo tiempo que una muchedumbre de curiosos, mezclándose
gente de mundo, estudiantes y médicos extranjeros, como Sigmund Freud,
llegado de Viena.
La pasión de
Maupassant por el tema de la locura excedía el interés de un Zola, de un
Goncourt, de un Merimée o de un Barbey d’Aurevilly, de los que
numerosos personajes pierden la razón, extraviándose en tránsitos de
histeria o cayendo poseídos por visiones alucinatorias. En Madame
Hermet, por ejemplo, se queda pensativo ante ciertas declaraciones,
denotando una visión aún romántica de la locura y los locos: « Para
ello no existe lo imposible, escribe, lo inverosímil desaparece, lo mágico
aparece constantemente y lo sobrenatural es familiar. Esta vieja barrera,
la lógica, esta vieja muralla, la razón, esta vieja rampa de acceso de
las ideas, el buen sentido, se diluyen, se caen, se difuminan ante su
imaginación liberada, llevada hacia el país ilimitado de la fantasía, y
que va dando saltos fabulosos sin que nadie la detenga. » Maupassant, de
hecho, habría podido retomar para sí las palabras de su narrador: « Los
locos me atrajeron siempre, y siempre me vuelvo hacia ellos, llamado a mi
pesar por ese misterio banal de la demencia.»
Constatando la
atracción de Maupassant por el universo de la alineación mental, ¿como
los periodistas, una vez internado en la residencia del doctor Blanche,
habrían podido resistir a la ilusión retrospectiva y a una relectura de
la obra a la luz del presente drama? Este cruel golpe del azar, que
precipitaba al escritor en carne y hueso en el mundo de sus fantasmas,
ofrecía una conclusión demasiado tentadora para la prensa: Maupassant,
en suma, había profetizado su debacle. Había tenido la premonición de
su destino, que afloraría después de los años, con todas sus letras, en
su literatura.
Ante
la sucesión de artículos más o menos fantasiosos y desafortunados sobre
la suerte y el estado de Maupassant, sus amigos temen por su reputación. L’Écho
de Paris se sobrepasa el 13 de enero. Maupassant no es más que un
toxicómano del que se habla en imperfecto: « El autor de Notre coeur
mezclaba de éter la tinta donde se han disuelto sus sesos. Algunas gotas
de este filtro, vertidas a diario en su sangre, era lo único que hacía
falta para
hacer estallar como una nuez demasiado madura la cabeza más sólida, y
transmutar un maravilloso obrero del arte en un inválido, un demente, un
loco…
» Para frenar el escándalo que aumenta, Henri Cazalis, bajo la
presión de Louis Ganderax, critico en la Revue
des Deux-Mondes, hace pasar un comunicado a la prensa, diciendo que
Maupassant está mucho mejor y lee los periódicos – lo que probablemente
es falso. El Doctor Blanche, por su parte, va a esforzarse para
garantizar la tranquilidad del paciente, rechazando a los reporteros que
se agolpan a las puertas del hospital prohibiendo cualquier visita.
Según François
Tassart, que no deja a Maupassant ni un instante, Émile
habría examinado al paciente tres días después de su instalación en el
hotel de Lamballe. El asistentes refiere: « El Doctor Blanche
se presenta a las once de la mañana. El señor de Maupassant comenzaba a
almorzar. Luego de haberle dado los buenos días y estrechado la mano, el
célebre alienista se sienta y asiste a la comida. Habla de diferentes
cosas, planteándole de improviso unas cuestiones. Mi señor respondió a
todo de manera oportuna. Hay que decir que conocía ya al señor Blanche y
que lo estimaba mucho. Saliendo, el doctor me dijo: “Su señor hace todo
lo que usted le pide, eso está bien. Ha respondido con precisión a mis
cuestiones, ¡no está perdida toda esperanza!... Aguardemos…”»
¿Émile tiene
todavía esperanzas sobre el desenlace de la enfermedad? El certificado
del 15, hoy inédito, no es sin embargo optimista. Firmando por el Doctor
Meuriot, allí se lee que Maupassant sufre de « delirio semi-hipocondríaco
y semi-orgulloso ». «dice que Dios ha proclamado desde lo alto de la
Torre Eiffel que él es el hijo de Dios y de Jesucristo, acusa a su
asistente de haberle robado 70000 francos, luego 4 millones,
luego seis millones. Habla con los difuntos, pues según él no están
muertos.
Mantiene conversaciones con Flaubert, con su hermano que se lamenta de estar
en una tumba muy estrecha. Dice ver a distancia paisajes de Suecia, de
Rusia, de África, etc. Pretende también hablar a distancia con su madre
y sus amigos, haciéndose responsable de la autoría de un artículo del Figaro
que ha sido la causa de una nueva guerra con Alemania que ha costado 400
millones a Francia, se dice perseguido por el populacho de Paris que
quiere matarlo por haber quemado su casa, y a causa del olor a sal que él
cree emanar, se considera la víctima de sus enemigos que le han enviado,
mediante un método nuevo al que llama la medicina viajera, la sífilis y
el cólera, cree que está agónico, que sus alimentos pasan por sus
pulmones y tiene dificultades para alimentarse.»
En el desorden de
su delirio, se encuentran todas las obsesiones de Maupassant: la torre
Eiffel
a la que odiaba – y que tenía, para su desgracia, a la vista tras los jardines del
hospital de Lamballe… -, la guerra de 1870, la
sal a la que culpa de reblandecer su cerebro, la visión a distancia y los
fenómenos telepáticos… El escritor cita sobre todo a tres personas
vitales en su entorno próximo: Flaubert, su madre y su hermano Hervé.
Gustave Flaubert,
el padre espiritual, muerto en 1880, había sido el confidente y el guía
de Maupassant, su maestro en literatura y su protector. Éste le había
abierto las puertas del arte y le había encontrado sus empleos en la
administración, le había aconsejado y alentado a lo largo de toda su
vida. Los dos hombres se habían reencontrado en 1867 – Maupassant tenía
diecisite años. Flaubert había aceptado ocuparse del aprendiz de poeta
por fidelidad a su familia materna: El autor de Madame Bovary conocía
desde hacía mucho tiempo a la madre de Guy, Laure de Maupassant, de
soltera Le Poittevin, y había sido sobre todo el mejor amigo de su
hermano desaparecido, el escritor Alfred Le Poittevin. En 1873, él
confesaba: « Tu ya me habías advertido, mi querida Laure, pues tras un mes
quiero escribirte para hacerte una declaración de ternura respecto a tu
hijo. No podrías creer lo encantador que lo encuentro, inteligente, buen
muchacho, sensible y espiritual, en resumen (para emplear una palabra de
moda) ¡simpático! A pesar de la diferencia de nuestras edades, lo miro
como “un amigo”, y luego, ¡me recuerda tanto a mi pobre Alfred! ¡Incluso
a veces me sorprendo, sobre todo cuando baja la cabeza recitando sus
poemas! ¡Qué gran hombre era! Permanece en mis recuerdos, por encima de
toda comparación.»
Las familias estaban unidas, Gustave cuidaba de Guy como de su hijo: no
hacía falta más para correr el rumor y, aquí y allá, se cotilleaba que
Flaubert era el verdadero padre de Maupassant. Pero en la fecha de la
concepción del niño, Flaubert estaba en camino de Egipto… la filiación
permanece a priori más simbólica
que biológica. El internamiento de Maupassant debía sin embargo encender
la polémica: Flaubert era epiléptico, Maupassant zozobraba en la locura;
la herencia mórbida acreditaba un poco más la tesis de la filiación.
Desde un punto de
vista hereditario, el patrimonio genético de la madre de Guy permite
formular unas hipótesis más rigurosas sobre las eventuales fábulas
constitucionales de su hijo. Laure de Maupassant, bella mujer cultivada,
autoritaria y distante, sufría un oscuro mal que le provocaba unas
crisis de abatimiento, viéndose obligada a guardar cama y permanecer con todos los
postigos cerrados. « La señora de Maupassant ha llegado a tal paroxismo
de ira que al menor incidente, tiene unos ataques terribles que le
producen un daño enorme, nos cuenta su marido Gustave de Maupassant. Su
cabeza desvaría y se vuelve inaccesible […] Ha tomado dos frascos de
laudano. Se corrió a buscar al médico que la hizo vomitar y el exceso
de veneno la salvó. Cuando volvió en sí, su furor no conoció límites.
[…] Se la dejó sola unos minutos. Aprovechó para estrangularse con sus
cabellos. Fue necesario cortárselos para salvarla.»
Flaubert de un «
empobrecimiento de la sangre » en esta « enferma de los nervios », el
profesor Potain había diagnosticado un « reumatismo nervioso »
pudiendo desembocar en la parálisis. Podría estar en realidad afectada de
la enfemedad de Basdow, hipertiroidismo acompañado de trastornos del
humor, llamado también bocio exoftálmico. Para numerosos médicos que
han dedicado su tesis doctoral al mal de Maupassant, la fragilidad
nerviosa de la madre habría podido favorecer la enfermedad adquirida del
escritor,
como ella habría desempeñado un papel en la decadencia de Hervé, el
hermano menor y único de Guy, muerto loco en 1889.
Se sabe poco sobre
la enfermedad de Hervé, indolente suboficial de caballería reconvertido
en horticultor, marido y padre de una niña. Oficialmente sería una
insolación lo que provocaría un primer acceso de locura en el verano
de 1887. Su madre le envía entonces a París, toma consejo de Guy quién
se dirige enseguida al doctor Blanche, como nos muestra esta nota enviada
a su padre:
Cuando
recibas esta carta, puedes tomar un coche y esperar en Ville-Evrard. Mostrarás al
Director de la Residencia de salud esta carta del doctor Blanche,
diciendole que espero llevarle a mi hermano el miércoles por la mañana.
El doctor Blanche me ha dicho que los precios rondaban los 250 francos por
mes para la segunda clase. Pregunta si esta información es correcta, y di
al director que me veo obligado a conformarme con la segunda clase, mi
hermano, su mujer y su hija se encuentran completamente a mi cargo. […]
He llevado ayer a Hervé a un manicomio de Montpellier lleno de locos sórdidos
y horribles. Iré a recogerlo mañana… La cabeza de Hervé se
extravía completamente con respecto a cualquier cuestión. Ayer, se puso a serrar
madera en mitad de la cena; y no se detuvo hasta que quedó rendido de fatiga
– mi madre lo ignoró.…
Después
de Montpellier y Ville-Evrard, Hervé será admitido en el hospital
psiquiatrico de Lyon-Bron, en unas condiciones rocambolescas. Guy habría
almorzado de entrada con su hermano, luego habría pretextado querer ir a
visitar una propiedad en la región para comprar. El huésped – un médico
– les habría acogido y habría invitado a Hervé a admirar la vista: «
Aproxímese a la ventana. Mire que horizonte tan hermoso tendrá, le dijo.
Hervé se acerca sin desconfianza, mientras el médico hace señas a Guy
para que retroceda hacia la salida. Y cuando el enfermo se vuelve y quiere
seguirle, dos atléticos enfermeros hacen irrupción. Pero no pueden
impedirle pasar el brazo hacia el umbral de la puerta y gritar: -¡Ah! ¡Guy…Miserable!
¡Tu me encierras! ¡Eres tu el que está loco, me entiendes!¡Eres tu el
loco de la familia.»
Hervé moriría tres meses más tarde de parálisis general debido a la sífilis.
Sus últimas palabras serían para su hermano: «¡Mi Guy!¡Mi Guy!» habría
murmurado antes de apagarse.
Para Laure de
Maupassant, no era cuestión de admitir el menor signo de locura en su
familia, ni incluso de considerar un mal hereditario. Respecto de Guy, se
ocupará de atajar cualquier rumor afirmando: « Su padre, tiene
reumatismo de las articulaciones. […] Yo, soy una enferma cardiaca.
[…] Su hermano, del que se dice que falleció loco, murió de una
insolación»
Si no se le puede probar la transmisión de un mal congénito – Guy y
Hervé han atrapado la sífilis
-, a lo más se puede suponer en Laure y en sus hijos un terreno nervioso
favorable al desarrollo de ciertas afecciones, una sensibilidad
incrementada y una complexión predisponiendo los pacientes a vivos
sufrimientos.
Según
Georges Normandy, autor de La fin de
Guy de Maupassant (1927), los primeros meses de internamiento del
escritor en la clínica Blanche habrían visto aflorar los delirios más
variados. Maupassant dice haber visto unos insectos « que arrojan morfina a grandes distancias »,
afirma que los muertos hablan
y que su casa es la más hermosa de todo París. Se asusta de lo que se
quiere hacerle probar: « El vino blanco es de barniz; el Saint-Julien es
de agua salada. Entonces ¿qué beber? » Durante el día pasa la mayor
parte del tiempo contra el muro escuchando las respuestas que parecen
hacerle.
El dinero y la
religión cristalizan la mayoría de sus angustias. Justifica a su hermano
por colocar su fortuna en Panamá, asegura que su pensión en Passy está
pagada por los Rothschild, sostiene que se le ha robado el dinero
destinado a su viaje al cielo y reclama un sacerdote para confesarse: «
Si no me confieso, dice, iré al infierno. François ha escrito a Dios una
carta para acusarme de haber enculado a una gallina, una cabra, etc.».
El delirio del enfermo se duplica con la imaginación fantástica del
escritor y su obsesión por la muerte. Recuérdese por ejemplo su relato L’Endormeuse,
donde el narrador soñaba con un establecimiento que acogería los
candidatos al suicidio y los instalaría en unos divanes, en el
corazón de una magnífica galería fumigándolos con un gas perfumado y
mortal. En Passy, Maupassant se preocupa siempre de los muertos y declara
« haber escrito al Papa Léon XIII para aconsejarle la construcción de
tumbas lujosas donde el agua alternativamente fría y caliente lavaría y
conservaría los cuerpos. Una pequeña ventana instalada en lo alto de los
mausoleos permitiría conversar con los difuntos».
La obra está
siempre presente en el espíritu del novelista. Algunas semanas antes de
entrar en la clínica, escribía a uno de sus médicos: « Con el cerebro
usado y vivo aún, no puedo escribir. Ya no veo más. Es el desastre de mi
vida…»
Había debido abandonar su novela l’Angelus,
cuyas últimas páginas se terminaban con una meditación imprecatoria
contra Dios de una extraña violencia.
La revuelta espiritual de Maupassant iba a perseguirle al hospital de
Lamballe. Allí acusa al diablo de haberle robado su manuscrito, llama a
Dios « estúpido anciano », indica a unos bomberos imaginarios « las
bombas que están bajo el monasterio y bajo la ciudadela », cree tomar el
tren para el purgatorio y declara en febrero: « Todos los católicos
tienen unos estómagos artificiales»
Es en esta época cuando dice poseer « 1200 huevos guardados en la bodega
del Doctor Meuriot », presentando una anorexia casi total. El 11 de
febrero, se niega a comer categóricamente. Pero cuando Meuriot llega, come no sin increparle: «- ¡Tu eres un infame muñeco!
» El 18, los médicos se ven obligados a alimentarle mediante una sonda
esofágica.
Cada semana, el
caso de Maupassant se agrava. Su delirio de persecución llega incluso a
tocar a François al que acusa de complicidad con los editores para expoliarle: « Pero
afortunadamente, se tranquiliza, la policía está al
tanto. Ella se alía con los autores contra los editores.»
En el mes de marzo, habla de viajes en globo, de locomotoras, de New York
donde habría nacido el primer Maupassant. El Doctor Meuriot anota en el
registro: « alucinaciones continuas, se niega a orinar, diciendo que su
orina está hecha de diamantes». Cree también tener «
una bola de cólera en el vientre » y espera ser operado a fin de
retirarle esa enorme bola de metal instalada en sus entrañas. Su estado
mental ruinoso se acompaña de un comportamiento cada vez más violento.
Durante un acceso de ira, habría lanzado una bola de billar a la cabeza
de otro enfermo. En su verborrea inagotable, lanza invectivas a todo el
mundo comenzando por el doctor Blanche: «El Director pederasta de la casa
me ha destruido el cerebro con su sonda urinaria.»
En el mes de abril se
produciría un momento crucial en la evolución de la enfermedad. Una
noche, Maupassant, acusando a François de haberle sustituido « y de
haber hablado mal de él en el cielo », le despide con una frase: « Le
ruego que se retire, no quiero verlo más. » El asistente, que informará
de la escena al Doctor Blanche, refiere: « Al respecto, los rasgos del médico
se contraen, volviéndose
duros; el ceño fruncido, pronuncia: - ¡Tanto peor! Es lo que me temía.
Descendió muy rápido la escalera, y me parece que estaría mejor en la
rampa de madera sobre la que se apoyaba siempre
.» Las informaciones proporcionadas por el registro, remiten a veces a un
dossier medico hoy desaparecido, volviéndose sumarias: «Abril: excitación
por momentos, palabra trabada, alucinaciones. Mayo: el mismo estado, está
ido, alucinado. Junio: las mismas alucinaciones, habla solo, a veces
violento.»
En algunos meses,
la parálisis general ha hecho inmensos progresos. Laure de Maupassant,
que no irá nunca a visitar a su hijo, recibe noticias por el Doctor
Blanche. ¿Ella duda de la sinceridad del médico, incluso de su
competencia? Cinco meses después de la entrada de Guy en la casa de
salud, solicita la opinión de otro médico: Jean Martin Charcot. Este
dejará su informe, sobre un papel con el membrete de la clinica Blanche:
« A instancias de su madre, acabo de examinar al señor Guy de Maupassant.
El estado físico no deja nada que desear. Por desgracia no esta igual en
lo relativo a su estado mental. El delirio es incesante, acosado por
alucinaciones de todo tipo. Resulta una absoluta necesidad, en el momento presente, mantener al enfermo en las condiciones de instalación y
tratamiento en las que se encuentra. No sería cuestión, sin peligro, de
hacerle vivir, actualmente, en otra parte que no fuese una residencia de
salud especial. No veo en este momento nada que cambiar o añadir al
tratamiento seguido.»
Esta última frase
recomendando precaución por parte de un muy grande nombre de la medicina,
titular de la cátedra de las enfermedades nerviosas, merece ser tomado en
consideración, toda vez que Blanche y Charcot no se apreciaban demasiado.
El primero era un alienista médico de familia, el segundo un neurólogo
muy experimentado. El caso de Guy de Maupassant, en 1892, sobrepasa en
realidad la competencia del uno y del otro y del saber de la época: la
medicina no podía hacer nada más por él que proporcionarle un final de
su vida decente. Es a esto a lo que el Doctor Blanche está dedicado.
Émile no está
solo en esta misión. El doctor Meuriot ve todos los días al enfermo. Su
asistente, el Doctor Franklin Grout, gran aficionado a la música, «delgado
y huesudo, muy zalamero», una mirada « muy dulce »,
está también particularmente atento al caso de Maupassant. El joven médico,
testigo capital de los últimos meses del escritor, corteja en esa época
con asiduidad a la sobrina de Flaubert, Carolina Commanville, con la que
se casará algunos años más tarde, en 1990. Es a ella a quién confía
en marzo que Maupassant pasa su tiempo hablando con la pared que tiene
enfrente a él.
Celadores y
enfermeros se señalan también por su devoción, como Léon Bispalié, a
quién Maupassant habría dicho luego de haber plantado una rama en la
tierra: «Plantemos esto aquí; encontraremos el año que viene pequeños
Maupassant.»
Baron « celador amable, bondadoso y perfecto en su oficio, había
conquistado las simpatías del enfermo».
Es a él al que Maupassant en ocasiones pedía: « Para estar más seguro
de mi sensatez, póngame la chaqueta, y me acuesto.
» « Durante mi larga carrera en esa casa, reconocerá Baron, no he visto
nunca un enfermo semejante. Estando o no alucinado, siempre razonará. Si
una loca idea le pasa por la cabeza, se le pide rechazarla, el conviene
que se tiene razón y hace esfuerzos por conseguirlo
.» El doctor Franklin Grout había sido también testigo de esos brotes
de lucidez y de resignación en el escritor, que había advertido un día
Albert Cahen d’Anvers viniendo a hacerle una visita: « Vayase amigo mío,
dentro de un instante ya no seré yo mismo.»
El verano de 1892
se desarrolla sin la menor evolución: «Julio: estado estacionario.
Agosto: alucinado, momentos de agitación frecuentes, de corta duración
», señala el registro. El Doctor Blanche, que se toma algunas libertades
con el secreto profesional, confía su pesimismo en torno a él, como lo
refiere Edmond de Goncourt con fecha 17 de agosto de 1892 en su Journal:
En
el ferrocarril para Saint-Gratien, en el momento en el que los periódicos
anuncian una mejoría del estado de Maupassant, Yriarte
me hace partícipe de una charla que acaba de tener con el doctor
Blanche. Maupassant dialogaría toda la jornada con personajes
imaginarios, y únicamente banqueros, corredores de Bolsa,
hombres ricos, y se oiría de repente salir de su boca: - Tú, ¿acaso
te burlas de mí? ¿Y los doce millones que debías traerme hoy? El Doctor
Blanche añade: - No me reconocía: me llama Doctor,
pero para él yo soy el doctor no importa quién, ¡ya no soy más el
doctor Blanche! Y hacía un triste retrato de su aspecto, diciendo que en
el presente, tiene la fisonomía de un auténtico loco, con la mirada
perdida y la boca sin flexibilidad.
Excepto
los más allegados, no hay muchos más que se interesen todavía por la
suerte del escritor. Tres días más tarde, L’Illustration
publicaba: « se habla ya de Maupassant como de un ancestro.» El público,
cautivado por el escándalo de Panamá y los atentados del anarquista
Ravachol, ha olvidado al novelista.
El
otoño transcurre dulcemente. Las nieblas de octubre cubren las orillas
del Sena y los pacientes, cuya principal distracción es el paseo, se
recogen en el interior. « El señor de Maupassant pasa su tiempo en el
salón y juega al billar.»
Se llega a finales de año sin sorpresas: «7 de noviembre: come
dificultosamente. 8 de noviembre: quiere desnudarse siempre, alucinaciones. 9 de noviembre: idéntico estado. En diciembre no hay
cambios, alucinado, sigue dificultando la ingestión de comida».
Hasta esta simple mención indicando que Maupassant ha llegado al estadio final y declarado de la enfermedad: « Enero de 1893. Parálisis general.
» Edmond de Goncourt lo confirma indirectamente en su Journal
el 30 de enero con esta terrible frase: « El doctor Blanche, que ha
hecho esta noche una visita a la Princesa, acaba de charlar con nosotros,
en un rincón, de Maupassant y nos ha dejado entender que está a punto de
animalizarse.»
En
esta época, Edmond de Goncourt se encuentra regularmente con el doctor
Blanche quién, hecho bastante raro para ser subrayado, es uno de los
extraños personajes del Journal en salir indemne de toda crítica. Ni
Jacques, ni Félicie, « la insoportable mujer del hombre a quién todo el
mundo quiere.»,
no tuvieron ese priviliegio. Cuando Edmond no ve al alienista, tiene
noticias por Pauline Zeller que va a visitar a su hermano Berthold Zeller,
historiador y maestro de conferencias en la Sorbona internado al mismo
tiempo que Maupassant en el hospital de Lamballe. Es a ella a quién el
doctor Blanche habría confiado: « No voy a ver al señor de Goncourt,
porque, si se ve mi coche en su puerta, ¡piense usted en todas las
suposiciones que se harían!»
Estos escrúpulos, que honran al médico, no los tiene siempre con todos
los pacientes internados: Émile, manifiestamente, resiste mal su deber de
reserva ante la curiosidad de un público mundano, ávido de conocer la
degradación de un hombre célebre y su hundimiento en la locura. Que se
trate de Halévy o de Maupassant, el Doctor Blanche, leyendo el Journal
de los Goncourt, habría hecho algunos quiebros a la deontología…
En
el mes de marzo, mientras que se le descubre en la Comédie-Française
gracias a Dumas hijo La Paix du
menaje, la última pieza
de Maupassant, unas convulsiones epilépticas atacan sus músculos
faciales, los brazos y las piernas, sobre todo al lado izquierdo. La crisis,
que duró desde las once de la mañana hasta las seis de la tarde, se
reproducirá a partir de ahora cada mes. Como único remedio, se le
administraron inyecciones de ergotina Yvon, resina obtenida del centeno
utilizado como calmante.
En
mayo, Maupassant no se tiene en pie. No reconoce a la mayoría de los
amigos raramente autorizados a visitarle. Algunos, como el compositor y
pintor Albert Cahen d’Anvers, el editor Ollendorff o Henri Fourquier,
cronista en el Fígaro, iban a
visitarle regularmente. Otros, como el conde Joseph Primoli, sobrino de la
princesa Matilde, han renunciado a visitarlo en Passy. El Doctor Blanche,
que le advertía regularmente del estado de salud del escritor, se lo había
desaconsejado. Primoli argumentaba: « ¡Si no me reconoce […] que
tristeza para mi; si me reconoce, qué humillación para él!»
Otra razón habría retenido al conde: Blanche había asistido en 1884,
sin resultado, a su madre, la princesa Charlotte Bonaparte, sobrina de
Napoleón. La locura le habría inspirado desde esa época un horror
secreto.
Por
orden de Laure de Maupassant, ninguna mujer había sido autorizada a
penetrar en el recinto del hospital de Lamballe. Maupassant temía más que
otra cosa sucumbir a la locura y había hecho prometer a una mujer que le
proporcionase veneno si llegaba a internarse en una casa de salud. Poco
tiempo antes de su internamiento, había confiado al Doctor Fermy: «
Entre la locura y la muerte, no hay que dudar, mi elección está hecha.
» Habiendo fracasado su intento de suicidio, su madre tenía todas los
motivos para temer que esta misteriosa mujer respetase su promesa. Una
excepción sin embargo, se lo permitía a Hermine Lecomte de Noüy, amiga
muy querida y confidente del escritor. El 4 de mayo de 1893, autorizada a
verle detrás de un cristal, dejará este relato de su visita: « Estaba
sentado en el patio del manicomio, bajo el cielo azul, pero qué pálido,
envejecido, debilitado; ¡una sombra! Yo distinguía sus rasgos marchitos,
sus ojos enrojecidos y apagados, los músculos flácidos de sus mandíbulas,
le producían una especie de mofletes. Sus hombros estaban encorvados, y,
con su mano flaca y pálida, se acariciaba inconscientemente el mentón.»
Maupassant
no era más que el fantasma de sí mismo. El Doctor Blanche, por tanto, se
dedicaba a relativizar la situación y a tranquilizar constantemente a los
allegados. Dos cartas recientemente descubiertas aclaran la situación del
enfermo y dan una justa idea de la afectuosa discreción del médico
cuando se dirigía a la familia de sus pacientes: « Su querido hijo ha pasado una buena semana, escribe a Laure el 2 de junio de 1893; está
tranquilo y de buen humor. Charla animadamente, y guarda numerosos
recuerdos en los que se recrea. Encuentra entonces toda su lucidez. Tiene
mucho apetito en este momento, y solicita las comidas. Pide incluso
algunos manjares que le gustan. Así ayer, dijo que desearía que se le
sirviese puré de lentejas, y lo tendrá hoy aunque no sea la estación. /
Solo sus piernas están débiles, pero no sufre.»
Obviamente esto está muy lejos de la caricatura del loco alucinado. Tres
semanas más tarde, Blanche se aplica a emplear el mismo tono optimista:
« Se sostiene mejor. Su querido hijo está tranquilo; tiene el rostro
habitualmente sonriente; no sufre en absoluto; escucha lo que se le dice y responde, sin parecer demasiado molesto al interrumpir sus propios
pensamientos a los que vuelve además con agrado; pasa las noches más
tranquilo, duerme mejor; come con muy buen apetito y ve llegar su comida
con placer. Cada día da unos paseos por el gran corredor.»
El
28 de junio, una nueva crisis lo azota a las diez de la noche. La
violencia de las convulsiones es tal que cae un un coma que dura hasta el
2 de julio. Las inyecciones de ergotina no son efectivas, sin contar con
que Maupassant habría sufrido esos días de « priapismos».
El 6 de julio de 1893, el Doctor Blanche toma la pluma para escribir en el
registro: « Persisten las convulsiones. Fallecido
a las doce menos cuarto de la mañana después de unas convulsiones en
el curso de una parálisis general.
» Guy de Maupassant « se apagó como una lámpara a la que le falta el
aceite », murmurando estas últimas palabras: «¡Las tinieblas, oh! Las
tinieblas ». Habría cumplido cuarenta y tres años el mes siguiente.
Las
exequias de Maupassant, inhumado en el cementerio Montparnasse después de
una misa en Saint-Pierre de Cahillot, tuvieron lugar el 8 de julio. Zola,
Ollendorff, Jacob, su abogado, y Louis Fanton d’Andon, hermano de la
viuda de Hervé sujetan las cuerdas de la polea. Su madre, en Nice, se
hace representar por Marie May, su dama de compañía.
Laure
de Maupassant habrá sido la gran ausente de esos dieciocho meses de agonía.
Aunque toma las decisiones importantes (es ella quien prohíbe o autoriza
las visitas, pide consulta a Charcot, se escribe con Blanche), está
lejos, distante, inaccesible a su hijo, en una palabra, intocable. Muy
pronto separada de su marido, había sido la educadora y la confidente de
Guy y debía permanecer como su interlocutora privilegiada. Es ella quién
le orienta hacia Flaubert y le alienta a escribir, sin perder jamás el
pertinente sentido crítico. Maupassant que, siendo niño, había tomado
partido contra un padre voluble e inconsecuente, le prodigaba un afecto
sincero mezclado con una secreta admiración. Él tenía también la
frialdad de la que ella era capaz, si se creen las profecías contenidas
en Madame Hermet, historia de una mujer que se niega, a pesar de las
recomendaciones de los médicos, a ver a su hijo morir de sífilis. A la
muerte del niño, Madame Hermet se vuelve loca. Se la debe encerrar. Este
no será el caso de Laure, fallecida en su domicilio en 1904, a los
ochenta y tres años.
Desaparecido
Maupassant, el Doctor Blanche es acribillado a peticiones. Se quiere ver
la habitación del enfermo en el hotel de Lamballe – la nº 15, afirma
el periodista Alberto Lumbroso, decorada con vistas de Florencia -, donde,
los últimos tiempos, se habría visto al escritor en el suelo, caminando
a cuatro patas, lamiendo los muros. Se pelean por recuperar su pluma –
según algunas fuentes, el doctor Franklin Grout la habría enviado a un
coleccionista americano, Meuriot confiado a una admiradora anónima: en
ambos casos, el fetiche se perdería. Se busca un último autógrafo, se
suplica a los médicos que narren alguna última confidencia sobre el fin
del escritor.
Muy
rápido, los aficionados a las descripciones médico-psicológicas y los
estudiantes de medicina iban a ocuparse de este sujeto « ideal », que
había experimentado la locura antes de padecerla y de morir. Por la
droga, aliviando sus dolores o buscando placer en paraísos artificiales,
por los fenómenos de introspección (alucinación por la que se ve a si
mismo), Maupassant había forzado las puertas de un mundo desconocido, en
los confines del sueño y del delirio. « Una vez de dos, entrando en mi
casa, confesaba a Paul Bourget, veo a mi doble. Abro mi puerta y me veo
sentado sobre mi sillón. Se que es una alucinación en el mismo instante
que la tengo.¿Es curioso? Y, si no tuviese dos dedos de frente, ¡tendría
miedo!»
El doble, el otro en sí, o fuera de sí: estos temas son recurrentes en
toda la vida y obra de Maupassant, cuya singularidad es ser a la vez
victima de quiméricas apariciones y de provocarlas en una exploración
continua de los trastornos de la percepción y de la identidad. « ¿Sabe
usted que fijando durante tiempo mis ojos sobre mi propia imagen reflejada
en un espejo, decía él aún, creo a veces perder la noción de mi mismo?
En esos momentos todo se nubla en mi espíritu y encuentro extraño ver
esa cabeza que no reconozco. Entonces me parece curioso ser lo que soy, es
decir alguien. Y siento que si este estado durase un minuto más, me
volvería completamente loco. Mi cerebro se vaciaría poco a poco de
pensamientos.»
Es a esta debacle a la que lo conducirá finalmente la sífilis, germen
negro de su literatura y ruina de su vida de hombre.