ADIOS

 

    Los dos amigos acababan de  comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Acariciábanles el rostro esas ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a erguir la cabeza, incitándo1os a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.
    Uno de los dos—Enrique Simón—dijo, suspirando profundamente:
    —¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!
    Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente.
    Su acompañante—Pedro Carnier—algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:
    —Para mi, amigo mío, la vejez llegó sin avisarme; no lo noté siquiera. Yo vivía siempre alegre; siempre fui vigoroso, divertido, emprendedor, y continúo siéndolo. Como nos miramos al espejo todos los días, no advertimos los estragos de la edad, porque su obra es lenta, incesante, acompasada, y modifica el rostro de una manera tan suave, tan continua, que resulta para cada cual imperceptible; no hay en su labor transiciones apreciables. Por eso no morimos de pena, como sin duda moriríamos advirtiendo en un instante los desmoches que sufre nuestra naturaleza en dos o tres años solamente. No podemos apreciarlos. Para que uno se diese cuenta de lo que pierde, seria necesario que pasara sin mirarse al espejo seis meses.   ¡ Oh! ¡ Qué sorpresa tan desoladora recibiría!
    ¿Y las mujeres, amigo mío? Son más dignas de compasión que nosotros. Yo compadezco mucho, con toda mi alma, compadezco sinceramente a esas pobres criaturas llamadas mujeres. Toda su dicha, todo su poder, toda su gloria, todo su orgullo, toda su vida se reducen a su belleza, que dura diez años.
    Yo envejecí sin darme cuenta, me creía un adolescente aún, mientras andaba ya rondando la cincuentena. No padeciendo ningún achaque, ninguna dolencia, ninguna debilidad, vivía como siempre, dichoso y tranquilo.
    La revelación de mi vejez ofrecióseme de una manera sencilla y terrible, que me dejó anonadado, aturdido, macilento durante una temporada. Luego, acabé resignándome, y aquí me tienes otra vez tan fresco.
    Como nos acontece a todos, los amores turbaron con frecuencia mi tranquilidad, pero un amor, uno principalmente, llegóme a lo vivo.. ¡Qué mujer aquella!
    La conocí a la orilla del mar, en Etretat, un verano, hará doce años aproximadamente, poco después de terminada la guerra.
    Nada tan delicioso como aquella playa, tempranito, a la hora del baño. Es pequeña, redonda como una herradura; la rodean altas costas blanquecinas horadadas por los rudos embates de las olas, formando esas aberturas extrañas que se llaman las Puertas: una, enorme, avanzando en el mar su estructura gigantesca; la otra, enfrente, achatada, como si se hubiese acurrucado.
    Numerosas mujeres, formando espléndida muchedumbre, se reúnen y se apiñan sobre la estrecha extensión pedregosa que cubren de vestidos claros, convirtiéndola en un jardín cercado por altas peñas. El sol cae de lleno sobre las costas, sobre las sombrillas de brillantes matices, sobre el mar de un azul verdoso; y todo aquello es alegre, vivo, encantador; todo sonríe a los ojos.
    Plácidamente sentados junto al agua, vemos a las bañistas. Bajan envueltas en sus peinadores de franela, que abandonan con airoso y resuelto ademán, en cuanto llegan a la franja espumosa de las olas tranquilas. Entran en el mar, avanzando rápidamente, hasta que un estremecimiento frío y delicioso las detiene y las turba un instante, produciéndolas una breve sofocación.
    Pocas bellezas resisten al examen que permite un baño. Alli se las juzga, se las analiza desde los pies hasta el pelo. Sobre todo, la salida es terrible, porque descubre todas las imperfecciones, aun cuando el agua de mar es un poderoso remedio para las carnes lacias.
    La primera mañana que vi en el baño a la mujer que debía enamorarme como ninguna, dejome ya encantado y seducido. Sus lineas eran perfectas y sus formas bien pronunciadas y firmes. Además, hay rostros cuyo encanto nos penetra y nos domina bruscamente, invadiéndonos, conquistándonos de pronto. Imaginamos que aquella mujer es la que debe. hacernos felices, que sólo nacimos para quererla y adorarla. En aquel momento sentí esa extraña sensación, esa violenta sacudida que nos dice: «Aquí está la única, la deseada.»
    Me hice presentar a ella, y bien pronto me hallé apasionado como nunca—ni hasta entonces, ni después—lo estuve. Sus encantos me abrasaban el corazón.
    Es a un tiempo delicioso y terrible verse de tal modo poseído, dominado por una mujer. Es casi un suplicio, y asimismo es una dicha incomparable. Su mirada, su sonrisa, los cabellos de su nuca oscilando traviesos, los menores detalles de su rostro, sus gusto más insignificantes me desconcertaban, me arrebataban, mi enardecían. Ella era mí dueño, mi voluntad era suya y suyo todo mi ser; me atraía, esclavizándome, con sus palabras, con sus ojos, con sus ademanes, hasta con sus vestidos y con sus adornos; todo lo que la hermoseaba, ejercía sobre mí una influencia diabólica.
    Me hacia suspirar su velillo puesto sobre un mueble, me desconcertaban sus guantes abandonados sobre un sillón. La hechura y la elegancia de sus vestidos me parecían inimitables. Ninguna mujer llevaba sombreros como los suyos.
    Era una mujer casada. Su marido iba todos los sábados a verla para volverse los lunes. Aquellas visitas no me apuraron: vi siempre al marido con la mayor indiferencia. No me daba celos. Ignoro el motivo; pero jamás hombre alguno de los que traté ,o influyó tan poco, tuvo tan poca importancia en mi vida, ni ocupó menos mi atención.
    ¡Cuánto la quería! ¡Qué apasionado estaba yo por aquella mujer! Y ¡qué bonita era! ¡Qué graciosa! ¡Qué joven! Era la juventud, la elegancia, la frescura misma. Nunca pude convencerme, como entonces, de que la mujer es una criatura deliciosa, fina, elegante, delicada, hecha con todos los encantos y todos los primores. Nunca pude convencerme, como entonces, de la belleza seductora encerrada en la curva de una mejilla, en el mohín de unos labios, en los repliegues de una oreja, en la forma del órgano estúpido que se llama nariz.
    Aquello duró tres meses, al cabo de los cuales me fui a los Estados Unidos con el corazón traspasado. Su recuerdo no me abandonaba, persistente y triunfante.
    Aquella mujer me poseía de lejos como de cerca me había poseído. Pasaron los años, pero no la olvidé. Su encantadora imagen se ofrecía constantemente a mis ojos, no se borraba ni un solo instante de mi pensamiento. Aquel amor inextinguible me dominaba; era un cariño constante y fiel, una ternura tranquila, como la memoria venerada y dulce de lo más hermoso, de lo más encantador que había conocido yo en mi vida.
    *
    ¡ Doce años representan muy poco en la existencia de un hombre! Tanto es así, que apenas podemos darnos cuenta de que pasan. Uno tras otro, los años transcurren a la vez apacible y atropelladamente, lentos y precipitados; parecen interminables y se acaban en seguida. Se van sumando con tanta rapidez, empújanse y sucédense de tal modo, que no dejan casi un rastro perceptible. Desvanecidos a la sombra de nuestros deseos, de nuestros afanes, pasan de continuo. Y si queremos volver atrás los ojos para discurrir acerca del tiempo que ha pasado, no podemos darnos clara explicación de cómo envejecimos. La vejez sorprende al hombre un día, y el hombre se pregunta de dónde sale aquella triste compañera, que no le abandonó un solo instante.
    Al cabó de doce años, me pareció que habían pasado sólo algunos meses desde aquel verano delicioso en la encantadora playa de Etretat.
    De regreso en Paris, un día de la última primavera, fuíme a Malsons-Laffitte, para comer con unos amigos.
    En la estación, casi al momento de ponerse en marcha el tren, subió al vagón una señora obesa, escoltada por cuatro niñas. Apenas me digné mirar a la madre llueca, tan abultada, tan redonda, tan mofletuda, tan poco interesante, que remolcaba con dificultad su respetable mole y su numerosa descendencia.
    Respiró agitada, como si estuviese ahogándose, fatigada por la prisa que se dio para llegar a tiempo.
    Las niñas comenzaron a charlar. Yo, desdoblando un periódico, empecé a leer.
    Acabábamos de pasar la estación de Asnières, cuando mi compañera de viaje me interrogó de pronto:
    —Dispense usted la pregunta, caballero: ¿No es usted el señor Carnier?
    —Sí, señora.
    Entonces ella soltó la risa; una risa franca de mujer tranquila y modesta. Pero noté en su acento un asomo de triste desencanto, al preguntarme:
    —¿No me conoce usted?
    Dudé de contestar. En efecto, creí haber visto en alguna parte aquella cara: sus facciones me recordaban algo, alguien... Pero ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo las había visto?
    Y respondí:
    —Efectivamente... Creo..., si... no... Yo la conozco a usted; no hay duda... Si me diera usted su nombre...
    Ella, ruborizándose un poco. pronunció:
    —Julia Lefévre.
    Nunca he recibido impresión tan violenta. Me pareció que todo acababa para mí en un segundo, como si de pronto se hubiera desgarrado ante mis ojos un velo tras el cual se me revelarían desventuras amenazadoras y terribles.
    ¡Era ella! Una señora obesa y vulgar, ¡ella! Y habla lanzado al mundo aquella nidada, ¡ cuatro niñas!, durante mi ausencia. Las criaturas me asombraban tanto como su madre. Obra suya; eran los retoños de su vida. Crecieron y ocupaban ya un lugar en el mundo; mientras la deliciosa hermosura, la maravilla de gracia y belleza que yo conocí, se había desvanecido, ya no inspiraba ningún entusiasmo. ¿Cómo se realiza una transformación tan espantosa en tan breve tiempo? En un día..., porque hubiera jurado que horas antes la vi como era... ¡ y la encontraba de pronto cambiada! ¿Es posible? Un sufrimiento, una congoja me oprimía el corazón, y también una protesta indignada, rebelándome contra la Naturaleza, contra esa obra infame de brutal destrucción.
    La contemplé angustiado. Luego, al oprimir su mano, acudieron lágrimas a mis ojos. Lloré su juventud perdida; lloré su muerte. Había muerto la que yo conocí, la señora mofletuda y abultada que se me presentó era otra; ¡yo no la conocía!
    También ella, emocionándose, balbució:
    —He cambiado mucho, ¿no es verdad? Así es el mundo; ¡todo pasa! Ya lo ve usted; ahora soy una madre solamente, una madre cariñosa, una madre buena. Lo demás, pasó, acabó, no volverá. ¡Oh! Ya supuse que usted no me reconocería si por casualidad nos encontráramos, como ha sucedido. También usted ha cambiado bastante. Tuve que fijarme bien, que reflexionar mucho, que discurrir algo, para estar segura de no engañarme. Tiene usted ya el pelo blanco. Naturalmente. ¡ Hace mucho tiempo! Mi niña mayor, tiene diez años. ¡Hace ya doce años!
    Miré a la niña y descubrí en ella un encanto semejante al que tuvo su mamá en otro tiempo; las facciones, las formas de la criatura, recordando las de su madre, aún eran de contornos indecisos, de una expresión vaga, pero anunciaban un delicioso porvenir.
    Y la vida se me apareció rápida, como un viaje en ferrocarril.
    Llegamos a Maisons - Laffitte. Besé la mano de mi amiga. En mi conversación con ella, sólo se me habían ocurrido vulgaridades; no encontré ni una frase feliz. Estaba demasiado aturdido para reflexionar.
    Por la noche, y aprovechando un cuarto de hora que mis amigos me dejaron solo, contemplé detenidamente mi rostro en un espejo. Y acabé recordando mi fisonomía como era en otro tiempo; imaginé mis bigotazos y mis cabellos negros, mis facciones juveniles, mis ojos penetrantes...
    Ya todo había cambiado. Me hallé viejo.
    ¡Adiós!