ALLOUMA


I
  Si en tu viaje a Argel —me había dicho mi amigo—te acercases por casualidad a Bordj Ebbaba, no dejes de hacer una visita a mi antiguo camarada el colono Auballe.
  Había olvidado el nombre de Ebbaba y el del colono Auballe, cuando, por pura casualidad, llegué a su casa.
  Hacía cerca de un mes que recorría a pie toda esa magnífica región que se extiende entre Argel y Cherchell, Orleansville y Tiaret, árida a trozos y a trozos poblada de árboles, grandiosa e intima. Se encuentran allí entre dos montes, en angosto valle, frondosos pinares que los torrentes cubren en invierno. Enormes árboles, cruzados sobre la torrentera, sirven de puente a los árabes y también a los bejucos que, enroscándose a los troncos muertos, les procuran el adorno de una vida. Hállanse en desconocidos pliegues de montaña parajes de una belleza aterradora y arroyuelos cuyas orillas cubiertas de adelfas tienen un encanto indescriptible.
  Pero lo que dejó en mi corazón los más gratos recuerdos de esta excursión, fueron las caminatas de por la tarde a lo largo de los senderos, casi sin árboles, que atraviesan aquellas ondulaciones de la costa, desde donde se domina un inmenso país montañoso y rojizo entre el azulado mar y la cordillera del Ouarsenis, que ostenta en sus cimas el bosque de cedros de Tenlent-et-Haad.
  Aquel día me extravié. Acababa de trepar a la cresta de un monte desde donde había divisado, por encima de una serie de colinas, la larga planicie de la Mitidja, y detrás, en la cumbre de otra cordillera, tan distante que apenas se veía, el extraño monumento que llaman la Tumba de la Cristiana. sepulcro, según se cuenta, de una familia de reyes mauritanos.
  Descendía, encaminándome hacia el Sur, divisando frente a mi, limitada por las cimas que a la entrada del desierto se yerguen hacia aquel cielo clarísimo, una comarca montañosa y aleonada, como si todas sus colinas estuviesen cubiertas de pieles de león cosidas unas a otras. De trecho en trecho, en medio de aquellos montes, uno más alto que los que tenía al lado, elevaba su cumbre puntiaguda y amarilla, semejante al encrespado lomo de un camello.
  Yo andaba de prisa, más ligero cada vez, como se camina cuando se baja de lo alto de una montaña por sus tortuosos senderos.
  Nada pesa en estas ligeras caminatas animadas por el vivo aire de las alturas; nada pesa: ni el cuerpo, ni el corazón, ni los pensamientos, ni siquiera las preocupaciones.
  Aquel día no sentía en mi nada de cuanto aplasta y tortura nuestra existencia, y notaba tan sólo el placer de aquel descenso.
  Divisaba a lo lejos campamentos árabes, tiendas negruzcas, puntiagudas, agarradas al suelo como los mariscos a las rocas, y chozas, cabañas de ramas y madera de las que salía un humo gris. Formas blancas, hombres o mujeres, vagaban con lentitud en torno de ellas, y la brisa de la tarde llevaba a mis oídos el tintineo de las esquilas de los ganados.
  Los madroños del sendero que yo seguía se inclinaban extraordinariamente cargados con sus frutos color púrpura, que esparcían por el camino. Parecían árboles mártires; se hallaban enteramente bañados en un sudor sangriento; del tronco de cada una de sus ramas pendía un grano encarnado semejante a una gota de sangre.
  En torno de ellos, la tierra estaba completamente roja, y el pie, aplastando el redondo y rojizo fruto, dejaba en el suelo huellas de asesinato. A veces, pegando un brinco, cogía al paso los más maduros para comérselos.
  Los valles iban envolviéndose en un vapor que surgía lentamente, como el vaho de la piel del buey; y en la cordillera que cerraba el horizonte en la frontera del Sáhara, resplandecía un cielo maravilloso. Largos regueros dorados alternaban con regueros de sangre—¡más sangre!, sangre y oro, toda la historia humana—, y entre ellos se abría a veces una angosta grieta de un azul verdusco, infinitamente lejano como el sueño.
  ¡Oh, qué lejos! ¡Qué lejos estaba de todas las cosas y de todas las gentes que son objeto de las conversaciones en los bulevares; y hasta de mí mismo, convertido en una especie de ser errante, sin conciencia y sin pensamiento; y qué lejos también de mi camino, en el cual ya no pensaba, pues al acercarse la noche me di cuenta de que me había extraviado!
  Sobre la tierra caía la sombra como un alud de tinieblas, y ya no descubría frente a mí más que la montaña, que se perdía a lo lejos.
  Como de pronto divisara unas tiendas en un vallecito, bajé y traté de hacer comprender al primer árabe que me salió al paso la dirección que yo buscaba.
  ¿Me entendió? Lo ignoro; ello es que me habló largo rato sin que yo comprendiese nada.
  Desesperado, me disponía a pasar la noche sobre una alfombra junto al campamento, cuando creí oír, entre las extrañas palabras que salían de su boca, el nombre de Bordj-Ebbaba.
  Repetí:
  —Bordj-Ebbaba. ¡Sí; eso es!
  Y le enseñé dos francos: una fortuna. El echó a andar; le seguí. ¡Oh! Seguí mucho tiempo, en la noche oscura, a aquel pálido fantasma que corría descalzo delante de mi por los senderos pedregosos donde yo tropezaba sin cesar.
  De repente brilló una luz. Llegábamos delante de la puerta de una casa blanca, especie de fortín de paredes rectas y sin ventanas exteriores. Llamé; varios perros aullaron dentro. Una voz francesa preguntó:
  —¿Quién está ahí?
  Respondí:
  —¿Vive aquí el señor Auballe?
  —Esta es su casa.
  Abrieron y me hallé en presencia del propio señor Auballe, un buen mozo rubio, con aspecto de hércules bonachón, calzado con babuchas y con su pipa en la boca.
  Le di mi nombre, y él me tendió ambas manos, diciéndome:
  —Está usted en su casa, caballero.
  Un cuarto de hora más tarde comía con avidez frente a mi huésped, que seguía fumando.
  Yo conocía su historia. Después de haber gastado mucho dinero con las mujeres, había empleado los restos de su fortuna en tierras argelinas y se dedicaba al cultivo de la vid.
  Los viñedos marchaban bien; era dichoso, y tenía la tranquila expresión del hombre satisfecho. No podía yo comprender cómo aquel parisiense, calavera, había podido acostumbrarse a una vida tan monótona en aquella soledad, y pregunté:
  —¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí?
  —Nueve años.
  —Y ¿no ha sentido usted grandes tristezas?
  —No; se acostumbra uno a este país y se acaba por amarlo. Usted no sabe cómo va apoderándose de las gentes por una porción de pequeños instintos animales que desconocemos en nosotros. Nos aficionamos a él, en primer término, por nuestros órganos, a los cuales procura secretas satisfacciones que no razonamos. El aire y el clima conquistan nuestra carne a pesar nuestro, y la alegre luz que lo inunda mantiene a poca costa el espíritu claro y satisfecho. Entra en nosotros a torrentes, sin cesar, por los ojos, y diríase que lava todos los rincones sombríos del alma.
  —Pero ¿y las mujeres?
  —¡Ah! ... Escasean algo.
  —¿Algo nada más?
  —Caramba, si...; algo. Porque siempre hay, en las tribus, indígenas complacientes que piensan en las noches del rumí.
  Se volvió hacia el árabe que me servía, un mocetón moreno, cuyos negros ojos brillaban bajo el turbante, y le dijo:
  —Vete, Mohamed; te llamaré cuando te necesite—luego, dirigiéndose a mí, añadió—: Comprende el franués, y voy a contarle a usted una historia en la cual ha desempeñado él un papel importantísimo.
  Y cuando aquel hombre hubo salido, el señor Auballe principió en los siguientes términos:
  —Llevaba yo aquí unos cuatro años sin estar completamente instalado bajo todos conceptos en este país cuya lengua empezaba a silabear, y me veía obligado, para no romper por entero con pasiones que me han sido fatales, a hacer de cuando en cuando un viaje de varios días a Argel.
  Había comprado esta, grania, este bordf, antiguo puesto fortificado, a unos centenares de metros del campamento indígena, cuyos hombres empleo en mis cultivos. En esa tribu, fracción de los Oulad-Taadja, escogí cuando llegué, para mi servicio particular, a un gallardo mozo, el mismo que acaba de ver usted, Mohamed ben Lam’har, que muy pronto empezó a tomarme gran cariño. Como no quería dormir en una casa a la cual no estaba acostumbrado, levantó su tienda a pocos pasos de mi puerta, con el fin de que pudiese yo llamarle desde la ventana.
  ¿Adivina usted mi existencia?
  Pasaba todo el día recorriendo desmontes y plantaciones, cazaba algo, iba a comer con los oficiales de los vecinos puestos o bien venían ellos a comer a mi casa.
  En cuanto a... placeres, ya le hablé a usted de los míos; Argel me ofrecía los más refinados; y de cuando en cuando un árabe complaciente y compasivo me detenía en mitad de un paseo para hacerme la proposición de llevar a mi casa, por la noche, una mujer de la tribu. Aceptaba en ocasiones, pero generalmente rehusaba, por temor a los enemigos que aquello pudiera proporcionarme.
  Y una noche, al principiar el estío, regresando de dar un vistazo a mis posesiones y teniendo necesidad de decir algo a Mohamed, entré en su tienda sin llamarle. Esto me ocurría a cada paso.
  Sobre una de esas grandes alfombras rojas de larga pelambre, de Djebel-Amor, espesas y suaves como un colchón, una mujer, una muchacha, desnuda casi, dormía con los brazos cruzados sobre los ojos. Su cuerpo blanco, de una blancura que relucía bajo el rayo de luz de la cortina levantada, se me apareció como una de las más perfectas muestras de la raza humana que en mi vida habla visto.
  Las mujeres son aquí hermosas. altas y de una rara armonía de rasgos y líneas.
  Algo confuso, dejé caer la cortina que cerraba la tienda y me fui a casa.
  Me gustan las mujeres. El rayo de aquella visión me había atravesado y quemado, reanimando en mis venas el antiguo y temible ardor al cual debo el estar aquí. Hacia calor, corría el mes de julio y pasé casi toda la noche en la ventana, fijos los ojos en la sombría mancha que dibujaba en el suelo la tienda de Mohamed.
  Cuando al siguiente día éste penetró en mi aposento, le miré cara a cara, y él bajó la cabeza, como hombre confuso, culpable ¿Adivinaba lo que yo sabía?
  —Por ventura, ¿estás casado. Mohamed?—le pregunté bruscamente.
  Le vi ponerse encarnado, y balbució:
  —No, señor.
  Le obligaba a hablar francés y a darme lecciones de árabe, lo que producía con frecuencia una lengua lntermedia de las más incoherentes.
  Repuse:
  —Entonces, ¿por qué hay una mujer en tu casa?
  El murmuró:
  —Es del Sur.
  —¡Ah! ¿Es del Sur? Pero eso no explica su estancia en tu tienda.
  Sin responder a mi pregunta. Mohamed me dijo entonces:
  —Es muy bonita.
  —¡Ah! ¡Es verdad! Pues bien: otra vez, cuando te llegue una bella mujer del Sur, procura hacerla entrar en mi casa y no en la tuya. ¿Oyes. Mohamed?
  El respondió con mucha seriedad:
  —Sí, señor.
  Confieso que pasé todo el día bajo la emoción agresiva del recuerdo de aquella muchacha árabe tendida sobre una alfombra roja, y que, al regresar a casa a la hora de comer, tuve un deseo inmenso de atravesar nuevamente la tienda de Mohamed. Durante la velada, éste prestó su servicio como de costumbre, moviéndose en torno mío con su impasible rostro, y varias veces estuve a punto de preguntarle si tenía intención de conservar mucho tiempo bajo su techo de piel de camello a aquella señorita del Sur, tan linda.
  A eso de las nueve, acosado siempre por la afición a la mujer, tenaz, como el instinto de la caza entre los perros, salí para tomar el fresco y pasear un poco alrededor del cono de tela negruzca, a través del cual distinguía el brillante punto de una luz.
  Luego me alejé, para no ser sorprendido por Mohamed en los alrededores de su habitación.
  Al regresar, una hora más tarde, vi claramente el perfil del moro bajo su tienda. Sacando del bolsillo mi llave, penetré en el bordj donde se acostaban, haciéndome compañía, mi intendente, dos labradores franceses y una vieja cocinera traída de Argel.
  Subí la escalera, quedando sorprendido al ver luz por las rendijas de mi puerta. Abriendo al punto, distinguí delante de mi, sentada en una silla de paja, al lado de la mesa, sobre la cual ardía una bujía, una muchacha de rostro de ídolo, que parecía esperarme tranquilamente, adornada con todas las chucherías de plata que las mujeres del Sur llevan en las piernas, en los brazos, en la garganta y hasta sobre el vientre. Sus ojos, agrandados por el khol, se fijaban en mí con insistencia, y cuatro pequeños signos azules. delicadamente tatuados sobre la carne, estrellaban su frente, sus mejillas y su barba. Los brazos, cargados de pulseras, descansaban sobre los muslos, que recubría, pendiendo de los hombros la especie de gebba de seda roja que vestía.
  Al verme entrar, se levantó y quedó en pie delante de mí, cubierta por sus joyas salvajes, en actitud de altiva sumisión.
  —¿Qué haces ahí? — le dije en árabe.
  —Me encuentro donde estoy porque se me ha mandado venir
  —¿Quién te lo ha mandado?
  —Mohamed.
  —Bien está. Siéntate.
  Obedeció, bajando los ojos, y yo permanecí enfrente, examinándola.
  El semblante era extraño, regular, fino y algo bestial, pero místico cual el de un buda. Los labios eran duros y estaban coloreados por una especie de florescencia encarnada que se encontraba además en su cuerpo, indicando una ligera mezcla de sangre negra, aunque las manos y los brazos fuesen de una blancura irreprochable.
  No sabía qué hacer, y me sentía turbado, tentado y confuso. A fin de ganar tiempo y poder reflexionar, le hice otras preguntas acerca de su origen, su llegada al país y sus relaciones con Mohamed. Pero ella no respondió sino a las que menos me interesaban, y me fue imposible saber por qué habla venido, con qué propósito. de orden de quién, en qué momento ni lo que había ocurrido entre ella y mi servidor. Cuando ya me disponía a decirle: «Vuelve a la tienda de Mohamed», ella, adivinándolo quizá, se irguió bruscamente, y levantando los dos brazos descubiertos, cuyos sonoros brazaletes resbalaron hacia sus hombros, cruzó las manos detrás de mi cuello, atrayéndome con expresión de voluntad suplicante e irresistible.
  Sus ojos, encendidos por el deseo de seducir, por esa necesidad de vencer al hombre, que hace que la impura mirada de las mujeres sea tan fascinadora como la de los felinos, me llamaban me llamaban, me encadenaban, me dejaban sin valor para resistir, despertaban en mí un ardor impetuoso que me sublevaba. Fué aquélla una lucha corta, sin palabras, violenta, entre las pupilas solamente, la eterna lucha en que forcejean los dos brutos humanos, el macho y la hembra, y en la cual el macho es siempre vencido.
  Sus manos, cruzadas sobre mi nuca, me atraían con presión lenta, creciente, irresistible; como una fuerza mecánica, hacia la sonrisa animal de sus labios rojos, donde posé de pronto los míos, abrazando aquel cuerpo casi desnudo y cargado de adornos de plata, que resonaron, de la garganta a los piés, bajo mi presión.
  Se mostraba ligera y sana como una bestia y tenía expresiones, movimientos, gracias y una especie de olor de gacela que me hicieron encontrar en sus besos un raro sabor desconocido, extraño a mis sentidos como el sabor de una fruta de los trópicos.
  Muy pronto..., digo muy prónto y fué tal vez a la madrugada, la quise despedir, pensando que se marcharía como había venido, y sin preguntarme qué haría yo de ella o qué haría ella de mí.
  Pero en cuanto comprendió mi intención, murmuró:
  —Si me echas de aquí, ¿adónde iré? Por la noche tendré que dormir en el suelo. Déjame quedarme sobre la alfombra, al pie de tu cama.
  ¿Qué podía contestarle? ¿Qué podía hacer? Pensé que Mohamed miraría sin duda a su vez por la ventana iluminada de mi aposento, y preguntas de toda especie, que no me había hecho en la turbación de los primeros instantes, se formularon con claridad.
  —Quédate— le dije—, y hablemos.
  Un segundo me había bastado para tomar mi resolución.
  Puesto que aquella muchacha fue echada en mis brazos, la conservaría, haría de ella una especie de querida esclava, teniéndola oculta en el fondo de mi casa, a la manera de las mujeres del harén.
  El día que me cansara me sería muy fácil deshacerme de ella de cualquier modo, pues, bajo el sol africano, estas criaturas nos pertenecen casi en cuerpo y alma.
  Le dije:
  —Quiero ser bueno para ti; te trataré de modo que no seas desgraciada, pero quiero saber de quién eres y de dónde vienes.
  Ella comprendió que era preciso hablar, y me contó su historia, o, mejor dicho, una historia, porque debió mentir del principo al fin, como mienten siempre todos los árabes, con o sin motivo.
  Es la mentira uno de los rasgos más sorprendentes e incomprensibles del carácter indígena. Esos hombres en quienes el islamismo ha encarnado hasta formar parte de ellos, hasta modelar sus instintos, hasta modificar la raza entera y diferenciarla de las demás en lo moral, tanto como el color de la piel diferencia al negro del blanco, son embusteros hasta la medula. Tan embusteros, que no se puede nunca hacer caso de sus palabras. ¿Deben esto a su religión? Lo ignoro. Es necesario haber vivido entre ellos para saber hasta qué punto la mentira forma parte de su ser, de su corazón, de su alma, habiéndose convertído en ellos en una especie de segunda naturaleza, una necesidad en de la vida.
  La joven me contó que era hija de un caíd de los Ouled Sidé Chelk y de una mujer robada por él en una razzia a los touaregs. Esta mujer debía de ser una esclava negra, o proceder al menos de un primer cruce de sangre árabe y sangre negra. Sabido es que las negras son muy apreciadas en el harén, donde desempeñan el papel de afrodisíacas.
  Nada de este origen aparecía, por otra parte, fuera del color purpurino de los labios y los sombríos pezones de sus senos alargados, puntiagudos y recios, como levantados por medio de resortes. No podía engañarse en esto una mirada inteligente. Pero todo lo demás pertenecía a la hermosa raza del Sur, blanca, esbelta, cuya fina cara la forman lineas rectas y sencillas, como una cabeza de imagen india. Los ojos, muy separados, aumentaban todavía el aspecto algo divino de aquella vagabunda del desierto.
  De su existencia verdadera nada supe con precisión. Me la refirió con detalles incoherentes que parecían surgir por el azar en una memoria en desorden; y los mezclaba con observaciones deliciosamente pueriles, toda una virgen del mundo nómada nacida en un cerebro de ardilla que ha saltado de tienda en tienda, de campamento en campamento, de tribu en tribu.
  Y todo ello lo decía con la expresión severa que siempre tuvo ese pueblo zaherido, con gestos de ídolo que chismorrea y una gravedad algo cómica.
  Cuando acabó, noté que no había retenido nada de aquella larga historia llena de acontecimientos insignificantes, almacenados en su ligero seso, y me pregunté si no se había sencillamente limitado a burlarse de mi con aquella charla hueca y seria que nada me decía acerca de su persona ni sobre ningún hecho de su vida.
  Y pensaba en ese pueblo vencido en medio del cual campamos, mejor dicho, que campa en medio de nosotros, cuyo idioma empezamos a hablar, que a diario vemos vivir bajo la tela transparente de sus tiendas, al que imponemos nuestras leyes, nuestros reglamentos y nuestras costumbres, y del cual lo ignoramos todo, todo, ¿oye usted? Como si no estuviésemos únicamente ocupados en mirarle desde hace ya cerca de sesenta años.
  No sabemos lo que sucede bajo esa cabaña de ramas y bajo ese pequeño cono de tela sujeta al suelo por medio de estacas, a veinnte metros de nuestras puertas; como no sabemos tampoco lo que hacen, lo que piensan, lo que son esos árabes llamados civilizados de las viviendas moriscas de Argel. Detrás de la pared enyesada de su vivienda en las ciudades, detrás del tabique de ramas de su choza o detrás de la delgada cortina de piel de camello que sacude el viento, viven junto a nosotros desconocidos, misteriosos, embusteros, disimulados, sumisos, sonrientes, impenetrables. ¿Qué me diría usted si le asegurase que, mirando desde lejos con mi lente el vecino campamento, adivino que tienen supersticiones, ceremonias, mil costumbres que nosotros ignoramos todavía, cuya existencia ni siquiera sospechamos?
  Tal vez nunca un pueblo conquistado a viva fuerza supo sustraerse tan por completo a la dominación real, a la influencia moral y a la investigación encarnizada, pero inútil, del vencedor.
  Pues bien: esta infranqueable y secreta barrera que la Naturaleza, incomprensible, ha levantado entre las razas, la sentía súbitamente, como nunca la había sentido, levantarse entre aquella muchacha árabe y yo, entre aquella mujer que acababa de darse, de entregarse, de ofrecer su cuerpo a mis caricias, y yo, que la había poseido.
  Le pregunté, pensando en esto por vez primera:
  —¿Cómo te llamas?
  Había estado unos instantes sin hablar y la vi estremecerse cual si hubiese olvidado que yo estaba allí, junto a ella. Entonces, en sus ojos clavados en mí, adiviné que aquel minuto había bastado para que el sueño la acometiese, un sueño irresistible y brusco, casi instantáneo, como todo lo que se apodera de los sentidos movibles de las mujeres.
  Respondió negligentemente, teniendo en la boca un bostezo:
  —Allouma.
  —¿Tienes ganas de dormir?—agregué.
  —Sí—me contestó.
  —Pues bien: duerme.
  Se estiró tranquilamente al lado mío, tumbada boca abajo y con la frente apoyada en sus brazos, y sentí casi en seguida que su fugitivo pensamiento de salvaje se había extinguido en el reposo.
  Echado junto a ella, me puse entonces a reflexionar, tratando de explicarme lo ocurrido. ¿Por me la habría dado Mohamed? ¿Obró como servidor magnánimo que se sacrifica por su amo hasta cederle la mujer por él atraida a su tienda, o había obedecido a un pensamiento más complejo, más práctico, menos generoso, echando en mi cama aquella muchacha que me había agradado? Tratándose de mujeres, tiene el árabe todos los rigores pudibundos y todas las complacencias inconfesables; y su moral rigurosa y débil no es más comprensible que sus otros sentimientos. Probable es que me anticipase, penetrando casualmente en su tienda, a las benévolas intenciones de aquel previsor criado que me destinaba aquella mujer, su amiga, su cómplice, tal vez su amante.
  Todas estas suposiciones me asaltaron y me fatigaron de tal modo, que poco a poco caí a mi vez en un sueño profundo.
  Me despertó el chirriar de mi puerta; Mohamed entraba, según costumbre, a despertarme.
  Abrió la ventana, por donde penetró una oleada de claridad, iluminando sobre la cama el cuerpo de Allouma, que continuaba dormida, y a continuación recogió de la alfombra mi pantalón, mi chaleco y mi chaqueta, a fin de cepillarlos. No miró a la mujer tumbada a mi lado; no pareció saber o notar que estaba allí; conservaba su gravedad ordinaria; los mismos modales, idéntica fisonomía. Pero la luz, el movimiento, el ligero ruido de los descalzos pies del hombre y la sensación del aire puro en la piel y en los pulmones, sacaron a Allouma de su entorpecimiento. Estiró los brazos, se volvió, abrió los ojos, me miró, miró a Mohamed con la misma indiferencia y se incorporó, quedando sentada. Luego murmuro:
  —Tengo hambre.
  —¿Qué quieres comer?—le pregunté.
  —Kahoua.
  —¿Café y pan con manteca?’
  —Sí.
  Mohamed, en pie junto a la cama y con la ropa mía bajo el brazo, esperaba órdenes.
  —Trae el desayuno para Allouma y para mi—le dije.
  El salió del cuarto sin que su rostro revelase la más leve sorpresa o el menor enfado.
  Cuando estuvimos solos, pregunté a la joven árabe:
  —¿Quieres habitar en mi casa?
  —Sí, lo quiero.
  —Tendrás una habitación para tí sola y una mujer a tus órdenes.
  —Eres generoso, y yo te lo agradezco.
  —Pero si no te portas bien, te arrojaré de aquí.
  —Haré cuanto me mandes.
  Tomó mi mano y la besó en señal de sumisión.
  Volvió a entrar Mohamed, trayendo el desayuno en una bandeja. Le dije:
  —Allouma se queda en casa. Alfombrarás la habitación que hay al final del corredor, y harás venir, para que la sirva, a la mujer de Abd-el-Kader-el-Hadara.
  —Sí, señor.
  No hubo más.
  Una hora después mi hermosa árabe estaba instalada en una habitación amplia y clara; y como yo fuera a cerciorarme de que todo marchaba bien, la joven se me acercó para pedirme, en tono de súplica, que le regalase un armario de espejo. Se lo prometí, dejándola luego sentada sobre una alfombra de Djebel-Amor, con un cigarrillo en la boca y charlando con la vieja árabe que mandé llamar, como si se conocieran de muchos años.


II

  Durante un mes fui muy dichoso con ella, habiéndome aficionado de un modo extraño a aquella criatura de raza distinta a la mía, que se me antojaba casi de otra especie, como nacida en un lejano planeta.
  No la amaba, no; no se ama a las muchachas de ese continente primitivo. Entre ellas y nosotros, aun entre ellas y sus machos naturales, los árabes, nunca se abre la florecilla azul de los países del Norte. Están demasiado cerca de la animalidad humana, tienen un corazón demasiado rudimentario, una sensibilidad muy poco refinada para despertar en nuestras almas esa exaltación sentimental que constituye la poesía del amor. Nada intelectual, ninguna embriaguez ideal se une a la sensual embriaguez que en nosotros provocan esos seres encantadores y nulos.
  Nos dominan, sin embargo; nos sujetan como las otras, pero de un modo distinto, menos tenaz, menos cruel, menos doloroso.
  No podría explicar con precisión lo que sentía por aquella mujer. Le decía a usted, hace poco, que este país, esta África desnuda, sin artes, exenta de todos los goces intelectuales, conquista poco a poco nuestra carne con un encanto desconocido y poderoso, con la caricia del aire, con la constante dulzura de sus crepúsculos, con su luz deliciosa, con el discreto bienestar en que baña todos nuestros órganos. Pues bien: Allouma me conquistó de igual manera, con mil atractivos ocultos, poderosos y físicos, con la penetrante seducción, no de sus besos, pues la adornaba una negligencia verdaderamente oriental, sino con sus dulces abandonos.
  La dejaba en libertad de entrar y salir a su antojo, y cada dos días iba a pasar una tarde en el campamento vecino con las mujeres de mis agricultores indígenas. Se paseaba también mañanas enteras mirándose en la luna del armario de caoba que le había hecho traer de Miliana. Se admiraba a conciencia, en pie, ante la gran puerta de cristal, donde seguía sus movimientos con atención profunda y grave. Caminaba con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, para examinar sus caderas; se volvía, se alejaba y se acercaba, y después, cansada al fin de moverse, se sentaba en un cojín y permanecía frente a si misma, con los ojos en los ojos, grave el semblante y absorta el alma en aquella contemplación.
  Muy pronto observé que salía casi todos los días después del almuerzo, para no volver hasta por la noche.
  Algo inquieto, pregunté a Mohamed si sabía lo que podía hacer durante aquellas largas horas de ausencia. Me respondió tranquilamente:
  —No te preocupe eso. Es que se acerca el Ramadán. Debe de ir a hacer oración.
  El también parecía encantado con la presencia de Allouma en la casa; pero ni una sola vez sorprendí entre ellos la menor señal sospechosa; ni una sola vez parecieron esconderse de mí, entenderse, ocultarme algo.
  Yo aceptaba la situación tal como la describo, sin comprenderla, dejando que obrasen el tiempo, la casualidad y la vida.
  Muchas veces, después de inspeccionar mis tierras, mis viñas, mis desmontes, daba a pie largos paseos. Ya conoce usted los hermosos bosques de esta parte de Argel, esos barrancos casi impenetrables donde los abetos derribados obstruyen los torrentes y esos vallecitos cubiertos de adelfas que, desde lo alto de las montañas, parecen tapices orientales extendidos a lo largo de los arroyos. Sabe usted que a cada momento, en esos bosques y esas orillas donde se diría que nadie ha penetrado aún, se encuentra de pronto la blanca cúpula de una koubba en que se hallan encerrados los huesos de un humilde morabito, de un morabito aislado, a quien visitan apenas algunos fieles llegados del próximo aduar con un cirio en el bolsillo para encenderlo sobre la tumba del santo.
  Pues bien: una tarde, al volver de mi paseo, acerté a cruzar por delante de una de esas capillas mahometanas; y dirigiendo una mirada por la puerta constantemente abierta de par en par, divisé una mujer que oraba delante de la reliquia. Era un delicioso cuadro aquella árabe sentada en el suelo del destartalado recinto en que el aire penetraba libremente, reuniendo en los rincones, en montoncitos amarillentos, las finas hojas secas caídas de los pinos. Me acerqué para mirar mejor. Y reconoci a Allouma. Ella no me vio ni me sintió, entregada por completo a sus oraciones al santo. Hablaba a media voz, le hablaba, creyendo estar sola con él, contando al siervo de Dios todas sus preocupaciones. A veces callaba unos segundos para meditar, para recordar lo que aún tenía que decirle, para no olvidar ninguna de las confidencias que debía hacerle; y se animaba a veces también como si él la hubiese respondido, aconsejándole algo que ella no quería hacer y que combatía con razones.
  Me alejé sin hacer ruido, de igual modo que me había acercado, y me fui a comer.
  Al anochecer la llamé a mi aposento, viéndola entrar en él con una expresión de inquietud que de ordinario no tenía.
  —Siéntate ahí—le dije, haciéndole sitio a mi lado en el sofá.
  Obedeció. Mas como yo me inclinara hacia ella con intención de darle un beso, apartó la cabeza vivamente.
  Quedé estupefacto, y le pregunté:
  —¿Qué significa eso?
  —Estamos en el Ramadán.
  Yo me eché a reír.
  —¿Y te prohibe el morabito que te dejes abrazar durante el Ramadán?
  —¡Oh, sí! ¡Tú eres rumí y yo soy árabe!
  —¿Y fuera un pecado grave hacer lo que te pido?
  —¡Oh, si!
  —Según eso, ¿no comiste hoy nada hasta ponerse el sol?
  —No; nada.
  —Pero ¿comiste una vez puesto  el sol?
  —Sí.
  —Pues bien: ya que es completamente de noche, no puedes ser más severa para la boca que para lo demás.
  Ella parecía crispada, ofendida, herida, y me replicó con una altivez que nunca le había visto emplear:
  —Si una muchacha árabe se dejase tocar por un rumí durante el Ramadán, quedaría maldita para siempre.
  —Y ¿durará esto todo el mes?
  Ella respondió con convicción:
  —Si; todo el mes del Ramadán. Tomé una expresión irritada, y le dije:
  —Pues bien: puedes irte a pasar con tu familia ese Ramadán.
  Ella tomó mis manos en las suyas, estrechándolas contra su pecho.
  —¡Oh, no seas malo — exclamó—, te lo ruego! ¡Ya verás qué bien me porto contigo! Haremos juntos el Ramadán, ¿quieres? Te cuidaré, te mimaré; pero no seas malo.
  No pude menos de sonreír; tan chocante era en su desolación; y la envié a dormir a su cuarto.
  Una hora después, al ir a acostarme, dieron en mi puerta dos golpecitos tan ligeros, que apenas los oí.
  —¡Adelante!—dije, y vi aparecer a Allouma con una gran bandeja llena de golosinas árabes: de croquetas azucaradas, fritas y salteadas, con toda una extraña pastelería nómada.
  La muchacha reía, mostrando sus hermosos dientes, y repitió:
  —Vamos a hacer juntos el Ramadán.
  Ya sabe usted que al ayuno, comenzado con la aurora y terminando con el crepúsculo, en el momento en que la vista no distingue un hilo blanco de uno negro, siguen todas las noches pequeñas fiestas íntimas, en que se come hasta la madrugada. Resulta de esto que, para los indígenas poco escrupulosos, el Ramadán consiste no más en hacer del día noche y de la noche día. Pero Allouma llevaba más allá la delicadeza de conciencia. Depositó su bandeja entre los dos, sobre el sofá, y tomando con sus finos dedos una azucarada bolilla, me la puso en la boca, murmurando:
  —Es muy bueno; cómetelo.
  Mastiqué el ligero pastel, que era excelente, en efecto, y le pregunté:
  —¿Lo has hecho tú?
  —Sí.
  —¿Para mí?
  —Si; para ti.
  —¿Para hacerme soportar el Ramadán?
  —Sí. ¡No seas malo! Todos los días haremos lo mismo.
  ¡Oh, qué mes tan terrible pasé! Un mes azucarado, dulzarrón, irritante; un mes de cariñitos y tentaciones, de cóleras y vanos esfuerzos contra una invencible resistencia.
  Luego, cuando llegaron los tres días del Beiram, los celebré a mi manera y no volví a acordarme del Ramadán.
  Transcurrió el estío, que fue muy caluroso. Al comenzar el otoño, Allouma me pareció preocupada, distraída, indiferente a todo.
  Y, una noche, habiéndola hecho llamar, no la encontraron en su aposento. Pensé que vagaría por la casa y di orden de que la buscasen al punto. Había salido y no había vuelto. Abrí la ventana y grité:
  —¡ Mohamed!
  La voz del hombre acostado bajo su tienda respondió:
  —¡Mande el señor!
  —¿jSabes dónde está Allouma?
  —No, señor. Pero ¿qué dice usted? ¿Ha desaparecido?
  Pocos segundos después el árabe entraba en mi aposento, tan trastornado, que no podía dominar su turbación. Me preguntó:
  —¿Ha desaparecido Allouma?
  —Sí; ha desaparecido.
  —No es posible.
  —Búscala, pues—le dije entonces.
  Permanecía en pie, pensativo, buscando en su imaginación, sin comprender.
  Entró después en la habitación donde la ropa de Allouma cubría el suelo, en un desorden oriental. Todo lo examinó como un policía, lo oliscó, mejor dicho, como un perro; en seguida, incapaz de hacer un esfuerzo profundo, murmuró con resignación:
  —¡Se ha marchado; sí, se ha marchado!
  Yo temía un accidente, una caída al fondo de un precipicio, e hice que se levantasen cuantos hombres había en el campamento, con orden de recorrerlo todo hasta encontrarla.
  Se la buscó toda la noche, todo el día siguiente, toda la semana. No se descubrió ni una sola huella que pusiera sobre su pista. Yo sufría, la echaba de menos; mi casa me parecía vacía, y desierta mi existencia. Ideas inquietantes cruzaban al propio tiempo mi cerebro. Temía que la hubiesen robado, asesinado tal vez. Pero, siempre que trataba de interrogar a Mohamed y de comunicarle mis aprensiones, él respondía invariablemente:
  —No; se ha marchado.
  Luego agregaba la palabra árabe r’éza!e, que significa «gacela», como para dar a entender que corría mucho y estaba muy lejos.
  Pasaron tres semanas y ya no esperaba volver a ver a mi querida árabe, cuando una mañana Mohamed, con el semblante radiante de alegría, penetró en mi aposento y me dijo:
  —¡Señor, Allouma ha vuelto!.
  Salté de la cama, y le pregunté:
  —¿En dónde está?
  —¡Allá abajo, al pie del árbol! ¡No se atreve a venir!
  Y con el brazo extendido me mostraba por la ventana una mancha blancuzca al pie de un olivo.
  Me vestí y salí. Al acercarme a aquel lío de ropa blanca, que parecía tirado contra el retorcido tronco, reconocí los grandes ojos sombríos, las estrellas tatuadas, el semblante alargado y regular de la muchacha que me había seducido. A medida que avanzaba, se apoderaba de mí la cólera, sentía un fuerte deseo de golpearla, de hacerla sufrir, de vengarme.
  Desde lejos grité:
  —¿De dónde vienes?
  Ella no respondió, y permaneció inmóvil, inerte, como si viviese apenas, esperando los efectos de mi furia, pronta a recibir mis golpes.
  Yo estaba en pie junto a ella, contemplando con estupor los harapos que la cubrían, aquellos pingajos de seda y lana cubiertos de polvo, desgarrados, miserables.
  Repetí con la mano alzada como sobre un perro:
  —¿De dónde vienes?
  Ella murmuró:
  —De allá abajo.
  —¿De dónde?
  —De la tribu.
  —¿De qué tribu?
  —De la mía.
  —¿Por qué te marchaste?
  Viendo que no le pegaba, cobró algunos ánimos, y en voz baja añadió:
  —Era necesario..., era necesario... No podía seguir viviendo en la casa.
  Vi lágrimas en sus ojos, y en seguida me enternecí como un animal. Me incliné sobre ella, y distinguí, al volverme para sentarme, a Mohamed, que nos acechaba desde lejos.
  Añadí, con mucha dulzura:
  —Vamos a ver: ¿por qué te marchaste?
  Entonces me contó que desde hacía mucho tiempo sentía en su corazón de nómada el irresistible deseo de volver bajo las tiendas, de tumbarse, de correr, de arrastrarse sobre la arena, de vagar con los rebaños de llanura en llanura, de no sentir sobre la cabeza, entre las estrellas amarillas del cielo y las estrellas azules de su rostro, más que la delgada cortina de tela gastada y recosida, a través de la cual se distinguen puntos de fuego cuando por la noche se despierta.
  Me hizo comprender esto con términos sencillos y enérgicos, tan justos, que me cercioré de que no mentía; sentí piedad por ella, y le pregunté:
  —¿Por qué no me dijiste que deseabas ausentarte por algún tiempo?
  —Porque no habrías querido...
  —Prometiéndome volver, te hubiera dejado.
  —No me habrías querido creer. Se reía al observar que ya no estaba enfadado, y añadió:
  —Ya ves, esto ha concluido; he vuelto a mi casa: heme aquí. Me hacía falta pasar unos días allá abajo. Ya tengo bastante; ya estoy curada. He vuelto y me siento bien. Estoy satisfecha. Tú no eres malo.
  —Vamos a casa—le dije.
  Se levantó. Cogí su mano, su fina mano de largos y torneados dedos; y triunfante con sus harapos, bajo la música de sus anillos, de sus brazaletes, de sus collares y sus placas, se encaminó gravemente hacia mi vivienda, donde nos aguardaba Mohamed.
  Antes de entrar, repetí:
  —Allouma, siempre que quieras volver a tu país, pídeme permiso para ello; te lo daré.
  Ella me preguntó con desconfianza:
  —¿Me lo prometes?
  —Si; te lo prometo.
  —Pues yo también te lo prometo. Cuando me sienta mal—y se llevó las manos a la frente con un gesto magnifico—te diré: «Necesito ir allá abajo.» Y tú me dejarás marchar.
  La acompañé a su aposento, seguido de Mohamed, que llevaba agua, pues todavía no se había podido comunicar a la mujer de Abdel-Kader-el-Hadara que su ama había vuelto.
  Allouma entró, vio el armario de espejo y, con el rostro iluminado, corrió a él como se corre hacia una madre a quien se ve después de creerla perdida. Se miró breves segundos, hizo una mueca, y luego, con voz en que se notaba algún enfado, dijo al claro cristal:
  —Aguarda; tengo vestidos de seda en el armario. Muy pronto seré hermosa.
  La dejé sola, haciendo la coqueta ante sí misma.
  Nuestra vida volvió a ser como antes, sufriendo yo más cada vez el atractivo singular, enteramente físico, de aquella mujer por quien sentía al propio tiempo una especie de desdén paternal.
  Durante seis meses todo marchó bien; un día observé que volvía a estar nerviosa, agitada, algo triste. Le dije entonces:
  —¿Qué te pasa? ¿Quieres volver a tu tribu?
  —Si, quiero ir allá.
  —¿No te atrevías a decírmelo?
  —No me atrevía.
  —Pues márchate cuando quieras; te lo permito.
  Cogió mis manos y las besó, cossa que hacía en todos sus impulsos de agradecimiento, y, al siguiente día, ya no la encontré en casa.
  Regresó como la otra vez, al cabo de tres semanas aproximadamente, y como entonces, andrajosa, renegrida por el polvo y el sol; harta de vida nómada, de arena y de libertad. En dos años fue cuatro veces a su país.
  Recibía yo siempre alegremente, sin celos, porque para mí los celos no pueden nacer más que, del amor tal como lo comprendemos nosotros. Cierto que la habría podido matar si la hubiera sorprendido engañándome; pero la habría matado casi como se mata por pura violencia a un perro que desobedece. No hubiera sentido esos tormentos, ese fuego roedor, esa enfermedad horrible: los celos del Norte.
  Acabo de decir que hubiera podido matarla como se mata a un perro desobediente. La amaba, en efecto, casi como se ama a un animal rarísimo, perro o caballo, imposible de reemplazar. Era una bestia admirable, una bestia sensual, una bestia de placer con cuerpo de mujer.
  No podría decir a usted qué distancia inconmensurable separaba nuestras almas, aunque nuestros corazones se hubiesen tal vez rozado en ciertos momentos y dado calor el uno al otro. Era Allouma algo de mi casa, de mi vida, una necesidad para mí, hombre materializado que no tiene más ojos y sentidos.
  Una mañana, Mohamed entró en mi alcoba con una extraña expresión en el semblante, con esa mirada inquieta de los árabes, que se asemeja a la mirada medrosa del gato frente al perro.
  Viéndole de aquel modo, le pregunté:
  —¿Qué hay? ¿Qué sucede?
  —Allouma se ha marchado.
  Yo me eché a reír.
  —¡Se ha marchado! Y ¿adónde?
  —¡8e ha marchado para siempre, señor!
  —¡Cómo! ¿Para siempre?.
  —Sí, señor.
  —Tú estás loco, muchacho.
  —No, señor.
  —¿Por qué se ha de haber marchado? Y ¿cómo? A ver, explícate.
  El permanecía inmóvil, no queriendo hablar; después, de repente, tuvo una de esas explosiones de cólera árabe que nos obligan en las calles de las ciudades a pararnos ante dos energúmenos, cuyo silencio y gravedad orientales dan bruscamente lugar a las extremadas gesticulaciones y a las vociferaciones más escandalosas.
  Y comprendí en medio de sus gritos que Allouma había huido con mi pastor.
  Tuve que calmar a Mohamed e irle arrancando uno a uno los detalles de lo ocurrido.
  Larga fue la tarea; por fin supe que, desde hacía ocho días, espiaba a mi querida, que tenía citas en el vecino bosque de cactos o en el barranco de las adelfas, con una especie de vagabundo recibido como pastor por mi intendente, a fines del mes anterior.
  La pasada noche, Mohamed la había visto salir y no la volvió a ver; y repetía, exasperándose:
  —¡Se ha marchado, señor; se ha marchado!
  No sé por qué; pero su convicción, la convicción de aquella fuga con el vagabundo, se apoderó de mí en un instante, absoluta, irresistible. Aquello era absurdo, inverosímil y cierto, en virtud de lo irracional, que es la única lógica de las mujeres.
  Encolerizado, con el corazón oprimido, trataba de representarme las facciones de aquel hombre; y recordé de pronto que la semana anterior le había visto en pie sobre un montón de piedras en medio de su rebaño y mirándome fijamente.
  Era una especie de beduíno, alto, en quien el color de los miembros desnudos se confundía con el de sus harapos; un tipo de bruto bárbaro, de pronunciados pómulos, nariz encorvada, barba saliente y secas piernas; un alto esqueleto vestido de harapos y con traidores ojos de chacal.
  No me cabía duda; sí, había huido con aquel miserable. ¿Por qué? Porque era Allouma una hija de la arena. Otra, en París, hija de la acera, hubiera huido con mi cochero o con cualquier holgazán del arroyo.
  —Está bien—dije a Mohamed—.Si se ha marchado, peor para ella.
  Tengo que escribir unas cartas.
  Déjame solo.
  Se retiró, sorprendido por mi calma. Yo me levanté, abrí la ventana y aspiré grandes bocanadas, que me llegaban al fondo del pecho, el asfixiante aire del Sur, pues el, siroco soplaba.
  Luego me dije:
 ¡Qué remedio! Es una…, mujer como tantas otras. ¿Sabe alguien lo que les hace amar, seguir o abandonar a un hombre?
 Si se sabe en ocasiones…, generalmente nadie lo adivina. A veces, se sospecha.
 ¿Por qué desapareció con aquel bruto repugnante? ¿Por qué? Tal vez porque desde hace algún tiempo el viento viene del Sur casi de ordinario.
 ¡Eso basta! ¡Un soplo! ¿Sabe ella, saben ellas, generalmente, aun las más listas y perspicaces, por que obran? ¡Cómo lo sabe la veleta girando al viento! Una brisa insensible mueve la flecha de hierro, de cobre, de palastro o de madera, lo mismo que una influencia imperceptible, una impresión inexplicable agita e impulsa a las resolucines el mudable corazón de las mujeres, ya sean de la ciudad, del campo, del arrabal o del desierto.
 Pueden saber luego, si razonan y comprenden, por qué hicieron aquello y no lo otro; pero lo ignoran por el momento, porque son juguete de su caprichosa sensibilidad; aturdidas escalvas de los acontecimientos, del medio ambiente, de las emociones, de los encuentros y de todos los rozamientos que estremecen su alma y su carne.

 ***
 El señor Auballe se había pueto en pie. Dio unos pasos, me miró y dijo sonriendo:
 —¡Ahí tiene usted un amor del desierto!
 Le pregunté:
 —¿Y si volviera?
 —¡Indecente muchacha!—murmuró—. ¡Mucho lo celebraría, a pesar de todo!
 —Y ¿perdonaría usted al pastor?
 —Naturalmente. Tratándose de mujeres, el hombre debe siempre perdonar… o ignorar.