ANTÓN

   
    Se le conocía en diez leguas redonda. Triple Antón, Antón a secas o Antón Pepino, que de tantas maneras llamaban las gentes al señor Antonio Machablé, posadero en Tournevent, famoso aquel pobre lugarejo, perdido en un repliegue del valle que se prolonga hasta el mar. Las diez casuchas que lo forman se han guarecido en la hondonada como se guarecen las alondras en un surco para librarse del  huracán y eran una especie de feudo para el señor Antón, apodado también Triple Antón, aludiendo a su excesiva gordura y a este dicharacho que no se le caía de la boca:
    —Mi triple anís, es el primero de Francia.
    Otros le apodaron Antón Pepino porque, además de parecerlo por lo rechoncho y abotargado a cuantos le preguntaban:
    —¿Qué podríamos tomar?
    Invariablemente respondía:
    —Para hacer boca, tengo pepinos en vinagre que no los hay mejores: tómalos, yerno.
    Solía llamar yerno a todos, él, que nunca tuvo hija casada ni por casar.
     Sí; conocía todo el mundo a Antón, Triple Antón o Antón Pepino, el hombre más obeso, no sólo de la comarca, sino de la región. Su casa parecía irrisoriamente pequeña para hospedarle, y cuando se le veía en pie, junto a la puerta, donde pasaba horas y horas, la gente se preguntaba cómo podía entrar y salir sin gran esfuerzo. Entraba cada vez que aparecía un a parroquiano, porque todos los que saboreaban el triple anís de Antón solían invitarle a vaciar la dado primera copa.
    Su establecimiento lucía este rotulo: Tertulia de los Amigos; y, en verdad, el señor Antón era un amigo de toda la comarca. Iban desde Fécamp y desde Montivilliers algunos desocupados para oír sus bromas, pues tenía tanta gracia, que hubiera hecho reír a una lápida sepulcral aquel triple gordo. Tenía un modo particular de hacer burla de todo el mundo sin enfadar a nadie, una manera propia de guiñar los ojos indicando lo que no decía; y sus accesos de risa, retorciendo el corpachón y golpeándose los muslos, alegraban al más hipocondríaco. Además, bebía cuanto le daban, con los ojos alegres, con la doble satisfacción de aumentar la venta y darse un gusto.
    Lo más gracioso era verle regañar con su mujer. Una comedia. Y en treinta y un años de matrimonio no tuvieron un día de paz, andando siempre a la greña; pero Antón se guaseaba mientras ella se ponía furiosa. Era una campesina forzuda, flaca, insolente; ocupándose de sus gallinas y de sus pollos, adquirió fama de saber engordarlos.
    Cuando había comilona en alguna casa principal de Fécamp, nunca faltaban unos pollos comprados en la Tertulia de los Amigos.
    Era desapacible por naturaleza y ninguna cosa la contentaba. Quejosa de todo, lo estaba principalmente de su marido. La molestaba su alegría, su fama de hombre campechano, su inquebrantable salud, su obesidad. Le miraba despreciativamente al verle ganar dinero sin hacer nada y al verle comer y beber por ocho; no pasaba día sin que le dijera:
     —¿No estarías mejor en el establo de los cerdos? Me repugna verte con tantísima grasa.
    Y otras veces:
     —Aguarda, lo hemos de ver; reventarás cuando menos lo pienses, como un saco viejo. Antón, riendo con ganas y dándose golpes en el vientre, respondía:
    —¡Eh, señora llueca;  procura engordar así tus pollos. A ver si lo consigues.
     Y arremangándose y luciendo su brazo desnudo proseguía:
    —Aquí tienes un alón; míralo, ¿te gusta?
     Los parroquianos manoteaban muertos de risa, escupiendo y atragantándose, locos de cijo.
    La mujer, furiosa, gritaba:
    —Espera..., espera... Ya reventarás como un saco viejo.
    Y entraba en el corral cerrando la puerta, porque la molestaba oir las carcajadas.
    En realidad, la gordura de Antón era sorprendente y aumentaba de día en día, cada vez más colorado, más rollizo, con apariencias de una salud sobrehumana.
    —Espera un poco..., ya veremos lo que sucederá.

    II

    Y sucedió que Antón tuvo un ataque de parálisis. Metieron al coloso en una alcobita detrás del mostrador, para que pudiese oír las conversaciones de los parroquianos y hablar con los amigos, porque su cerebro y su lengua estaban expeditos, mientras el enorme corpachón dormía, inmóvil siempre. Al principio se creyó que sus musculosas piernas recobrarían algo del vigor perdido; pero desvanecida toda esperanza, pasó la vida en aquel rincón, del cual una vez a la semana solían sacarle cuatro vecinos para dar lugar a que le hiciesen la cama.
    No perdió su jovialidad, pero se mostraba tímido y humilde, temeroso como una criatura de su mujer, la cual repetía constante:
    —Ahí lo tenéis... Inútil para todo... Comías como un cerdo... ¡No podía suceder otra cosa!
    Él no replicaba; solamente guiñaba sus ojos cuando ella no lo veía. Su distracción única era oír las conversaciones y dialogar a través del tabique.
    —Hola, mi yerno, ¿eres Celestino?
    —Sí. ¿Qué haces en esa pocilga? ¿Cuándo echas a correr?
    —Correr precisamente, no; pero ni adelgazo ni se me ablandan las carnes; ¡buena madera!
    Más adelante hizo entrar a sus íntimos, aun cuando le desconsolaba que bebieran sin poder acompañarlos.
    —Mi único duelo, no catarlo, ¡ni siquiera olerlo!
    Y la voz chillona de la mujer gritaba:
    —Ya le veis, ¡hay que darle de comer, hay que lavarle como a un cerdo!
    A veces un gallo de plumas rojas entraba por la ventana observándolo todo y lanzando un cacareo; y otras veces los pollos persiguiéndose y revoloteando, subían a la cama o buscaban por el suelo migas de pan.
    Todos los amigos, poco a poco, sin distinción, fueron entrando y sentándose alrededor del gordo. Paralítico y todo, el famoso guasón los divertía. ¡ Hubiera hecho reír al diablo! Tres, no faltaban jamás: Celestino Maloisel, muy seco y algo torcido, como un tronco de manzano; Próspero Horslaville, pequeño, flaco, muy zorro, con las narices como un hurón, y Cesáreo Paumelle, que no hablaba nunca, pero que, sin embargo, se divertía grandemente.
    Entraban una tabla del patio y sobre la cama jugaban al dominó, desde las dos hasta las seis.
    Pero la mujer se ponía insoportable. No podía tolerar que su marido continuara divirtiéndose y que los otros jugaran allí. En lo más interesante de una partida, como pudiera daba un meneo a la tabla, recogía las fichas y las ponía en una mesa del establecimiento, diciendo que ya era bastante mantener un vago, sin buscarle distracciones, lo cual parecía un insulto para las pobres gentes que trabajan sin cesar ganando lo que se comen.
    Celestino y Cesáreo bajaban la cabeza; pero Próspero, divertido con las cóleras de la mujer, las provocaba.
    Un día, viéndola más furiosa que de costumbre, dijo:
    —¿Sabes lo que haría yo en tu pellejo?
    Ella esperó que se lo explicara, clavando en él sus verdes ojos de lechuza.
    —Pues como Antón Pepino tiene tanto calor en la cama, le haría empollar huevos.
    Ella quedó indecisa, temiendo la burla, y observando el rostro del campesino, el cual prosiguió:
    —Yo le pondría cinco debajo de cada brazo, al mismo tiempo de apartar una llueca. Y nacerían igual. En cuanto salieran del cascarón los pollos que Antón hubiese incubado, mezclándolos con los de la llueca se criarían perfectamente.
    La mujer, algo incrédula, preguntó:
    —¿Es posible?
    —¿Por qué no ha de ser posible? Lo mismo que salen pollos de una incubadora, de un cajón caliente pueden salir de una cama. Todo es que haya calor.
    Este razonamiento fue bastante para convencerla.
    Y a los ocho días entró en el cuarto de su marido con el delantal lleno de huevos.
    —Acabo de apartar a la parda con diez huevos; ahí tienes otros diez para ti. ¡Cuidadito con romper alguno!
    Antón, asombrado, preguntó:
    —Pero ¿qué piensas?
    —Que sirvas de algo: incuba.
    El paralítico reía, y acabó por enfadarse al ver la insistencia de su esposa; resistió, negándose resueltamente a consentirlo, hasta que la furia declaró:
     —No comerás mientras no lo hagas; veremos lo que sucede.
     Antón callaba, inquieto.
     A mediodía gritó:
     —¿No está hecho el guisado?
     La mujer dijo a voces desde la  cocina:
    —No hay guisado para los cerdos.
    Antón supuso que seria una broma, y después de aguardar inútilmente, suplicó, amenazó, se desesperó, dio golpes en la pared con la cabeza... y, al fin, tuvo que resignarse, que admitir los cinco huevos en cada sobaco.
    Entonces ella le dio la comida.
     Cuando sus amigos entraron por la tarde, creyeron que se agravaba la dolencia de Antón; estaba quieto, sofocado.
     Pusieron la tabla y jugaron al dominó como todos los días. Pero Antón movía los brazos con mucha dificultad, con precauciones infinitas.
    —¿Se te ha corrido arriba la parálisis?—preguntó Próspero.
    —Siento una pesadez en la espalda...
    Entraban dos hombres en el establecimiento; los jugadores callaron. Eran el señor alcalde y un concejal. Pidieron dos copas del triple y continuaron la conversación que traían. Como hablaban muy bajo, Antón quiso levantar la cabeza para oír mejor, hizo un movimiento brusco sin acordarse de los huevos y... ¡no fue mala tortilla!
     Sintiendo la humedad, soltó un taco redondo, la mujer acudió, adivinando en seguida la catástrofe. Un momento estuvo inmóvil, demasiado sofocada para expresar su indignación; luego, acercándose más al paralítico, empezó a golpearle.
    Antón callaba, y no se movía por no estropear los cinco huevos del otro lado que no se habían roto; además, creía necesaria mucha prudencia; pero sus tres amigos reían a mandíbula batiente, chillando, tosiendo, sonándose como locos.

    III

    La mala pécora le venció; Antón se vio obligado a prescindir del juego y atender sólo a la incubación. Su esposa le castigaba duramente, dejándole sin comida, y, para no pasar hambre, el desdichado ni se movía, ni alzaba la voz, temeroso a cada instante de un contratiempo. Le preocupaba mucho la gallina parda, llueca entonces, ¡cómo él!, y decía:
    —¿Hoy, come?
    La mujer no paraba: del gallinero al cuarto de Antón, y del cuarto al gallinero, poseída por la reocupación de los huevos incubados en la cama y en el nido.
    Los campesinos de la comarca iban a preguntar por Antón, curiosos y serios; Entraban despacio decían:
    —¿Sigues bien?
    —Muy bien; pero el calor me sofoca y me dan hormigueos...
    —¿Cuándo sales de tu cuidado?
    —No lo sé, no lo sé.
    Una mañana entró la mujer en el cuarto, diciendo muy conmovida:
    —¡La parda tiene siete polluelos!
    Antón preguntó con ansia, con angustia, como una primeriza en vísperas de ser madre:
    —¿De manera que falta poco? La mujer, temerosa de un mal resultado, respondió con dureza:
    —¡Ya lo veremos!
    Aguardaron. Los amigos que sabían la proximidad del suceso, llegaban con alguna inquietud.
    Se hablaba de lo mismo en todas las casas. Iban los vecinos enterándose de puerta en puerta.
    El gordo se amodorró a eso de las tres. Dormía. Le despertó un cosquilleo inexplicable en el sobaco derecho. Llevó al sitio la mano izquierda y palpó un animalillo cubierto de plumas.
    Emocionado profundamente, gritó de tal modo que invadieron su alcoba todos los parroquianos que llenaban a tal hora el establecimiento; hicieron círculo alrededor como si fuesen a presenciar unos títeres, y la mujer, acercándose, cogió al animalito sobre las propias barbas de Antón.
    Reinaba entre los presentes un silencio profundo. Era un día caluroso de abril, y por la ventana se oía el cloqueo de la gallina parda llamando a los recién nacidos.
    Antón, que sudaba de angustia, de afán y de inquietud, murmuró:
    —Ya siento salir otro en el brazo izquierdo.
    La mujer hundió en la cama su mano descarnada y sacó el segundo pollito con precauciones de comadrona.
    Todos los vecinos querían ver aquello y contemplaban el pollo de gallina como si fuera un fenómeno.
    Durante veinte minutos no pasó nada; luego, cuatro picaron a la vez el cascarón.
    Hubo rumores de asombro entre los que presenciaban el extraño suceso, y Antón sonrió, empezando a enorgullecerse de aquella paternidad inesperada.
    Lo cierto es que no se había visto nada semejante.
    El gordo anunció:
    —Ya llevo seis; ¡qué bautizo! Y le rieron mucho la gracia.
    Desde que asaltaron la alcoba los que se hallaban reunidos en el establecimiento, poco a poco se había ido llenando la tienda otra vez y al aire libre aguardaban muchos más. Todos repetían:
    —¿Cuántos han salido?
    — ¡Ya tiene seis!
    La mujer llevó a la llueca este incremento de la familia y la pobre llueca erizaba sus plumas y extendía las alas para dar abrigo a la prole que de tal modo aumentaba.
    —¡Ya tenemos otro!—gritó, regocijándose, Antón.
    Pero se había equivocado. No era otro, eran tres más. ¡Un triunfo! El último rompió su cascarón a las siete. ¡Los diez habían salido! Y el gordo, borracho de alegría, besó al último con tanta efusión, que a poco más lo espachurra entre sus labios. Quería quedárselo en la cama toda la noche, dominado por una ternura de madre hacia el pobre ser que debía la vida; pero la mala pécora se lo llevó, como se había llevado los otros, desoyendo la súplica del marido.
    Los testigos de aquel suceso iban retirándose, comentándolo; Próspero quedó el último, e hizo al gordo esta pregunta:
    —¿Me convidas, para cuando estén ya cebados, a comer uno con tomate?
    La idea sublime de comer un pollo con tomate iluminó el semblante de Antón, el Triple Antón, con sincero entusiasmo repuso:
— ¡Vaya si te convido! Quedas convidado para lo que dices, yerno.