BERTA


     Mi viejo amigo — solemos tener a veces amigos de bastante más edad—, mi viejo amigo el doctor Bonnet, me había invitado varias veces a pasar unos días en su casa de Riom. Yo no había estado nunca en la Auvernia, y me resolví, avanzado ya el verano de mil ochocientos setenta y seis, a conocer aquella tierra.
     Llegué en el tren de la mañana, y la primera figura que se ofreció a mis ojos, en el andén de la estación, fué la de mi amigo. Vestía un traje gris y cubría su cabeza un sombrtero negro de fieltro blando, cuya copa, bastante alta, iba estrechándose como un tubo de chimenea; un verdadero sombrero de auvernés, que le daba aspecto de carbonero. Vestido así, el doctor parecía un joven avejentado, con su cuerpo endeble y su abultada cabeza con el pelo blanco.
     Me abrazó, con la visible alegría que sienten los provincianos al ver llegar a un amigo cuya visita esperaban impacientes; luego levantó el brazo derecho y lo hizo girar con la mano extendida, satisfecho y orgulloso al decir: «¡Esta es la Auvernia!» Pero yo no veía más que una cadena de montañas, cuyas cúspides, cual cono truncados, debieron de ser antiguos volcanes. Y, por último, con el índice levantado hacia el nombre de la estación puesto en la fachada, dijo:
     —Riom; patria de magistrados, orgullo de la magistratura, que más bien debería llamarse patria de médicos.
     En seguida le pregunté:
     —¿Por qué?
     Y él me respondió sonriente:
     —¿Por qué? Lea «Riom, empezando por el final esa palabra, y resultará moir, morir. Esta es li razón, mi joven amigo, que mi indujo a instalarme en esta tierra.
     Y satisfecho de su broma, guío mis pasos hacia su casa.
     En cuanto hube injerido una taza de café, salimos para que viera yo la población. Admiré la farmacia y otros edificios famosos con preciosas fachadas de piedra esculpida, ennegrecidas por el tiempo y admirables como joyas. Contemplé la imagen de la Virgen, patrona de los carniceros, y acerca del particular oí el relato de una interesante aventura que reservo para otra ocasión. Luego el doctor Bonnet me dijo:
     —Permitame que le deje durante cinco minutos: he de visitar a una enferma, y cuando termine subiremos a la colina de Chátel-Guyon para mostrarle antes de la hora de comer el aspecto general de la población y la cadena de montañas del Puy de Dome. No se mueva de aquí, porque subo y bajo al momento.
     Estábamos frente a una vieja casa de las que abundan en provincias, tristes, cerradas, silenciosas, lúgubres; pero aquélla me pareció de aspecto más acentuadamente misterioso, porque todos los ventanales del piso alto estaban cubiertos, en su mitad inferior, por tablas que impedían asomarse, como si se tratara de que desde aquellas habitaciones fuera imposible ver la calle.
     Cuando el doctor volvió a reunirse conmigo, le comuniqué mi suposición, y sus palabras confirmaron mi sospecha:
     —No se ha equivocado usted. Una infeliz persona que vive ahí dentro no ha de ver nunca lo que ocurre fuera. Es una loca; más bien una imbécil; mejor aún sería llamarla simple. Se trata de una lúgubre historia y de un singular caso patológico. ¿Le interesaría conocerlo?
     Ante mi afirmativa respuesta, prosiguió:
     —Han transcurrido veinte años desde que los propietarios de la casa que dejamos atrás tuvieron una hija, que al nacer fue una criatura como todas. Pero pronto advertí que, si bien el cuerpo de la niña se desarrollaba normalmente, no se manifestaba la inteligencia. Pronto soltó los andadores, pero no hubo manera de que pronunciase una palabra. La creí sorda, y me convencí pronto de que oía, pero no comprendía. Los ruidos violentos la sobresaltaban, sin darse cuenta de su origen.
     Con los años creció hermosa y muda. Muda por falta de inteligencia. Traté por todos los medios imaginables de sugerirle un pensamiento, y fueron inútiles mis atenciones. Imaginé que reconocía el pecho de su madre; pero desde que la destetaron esa idea mía se desvaneció. No hubo manera de que asomase a sus labios esa palabra que los niños pronuncian casi al nacer, en la cuna, y los soldados al morir en el campo de batalla: «¡Madre!» Inició algún balbuceo, algún vagido: nada más.
     Al aire libre, y al ver el sol, reía y lanzaba chillidos alegres, comparables a los gorjeos de los pájaros en los días de lluvia, lloraba y gemía de una manera lúgubre, semejante al gruñido de los perros que olfatean la muerte.
     Le complacía revolcarse por la hierba como lo hacen los animalitos. Correr velozmente. Y palmoteaba todas las mañanas al sentir desde su lecho la caricia de los rayos del sol. Cuando abrían la ventana de su alcoba se alegraba su rostro, ansiosa de que la vistiesen.
     No diferenciaba unas personas de otras.
     No reconocía a los que la rodeábamos; no diferenciaba a su madre de la cocinera, del cochero, de su padre o de mi. Como es mucho mi afecto a esa familia, yo los visitaba diariamente, y con frecuencia me quedé a comer, lo cual me permitió advertir que Berta—le habían puesto ese nombre al bautizarla—parecía reconocer los manjares y preferir unos a otros.
     A los doce años ya tenía el desarrollo de los dieciocho y era tan alta como yo.
     Se me ocurrió entonces cultivar su gula, y por este medio imponer a su dormida inteligencia distinciones que la obligaran por la diferencia de los gustos, ya que no a razonar, por lo menos a diferenciar instintivamente unas impresiones de otras, y esto constituiría ya un trabajo material del pensamiento.
     Teniendo en cuenta sus pasiones y eligiendo las que juzgáramos convenientes, seria fácil obtener después algo así como una contraposición de lo corporal sobre lo inteligente y aumentar poco a poco el funcionamiento insensible del cerebro.
     Le puse un día en la mesa dos platos: uno con sopa y otro de crema de vainilla, muy dulce. Le di a probar del uno y del otro alternativamente, y cuando lo dejé a su libre elección, tomó la crema.
     En poco tiempo la hice muy golosa; tan golosa, que parecía no tener otro propósito ni otro deseo que la satisfacción de su apetito. Distinguía ya perfectamente unos platos de otros y se apoderaba del que fuera más de su gusto para saborearlo ávidamente. Y lloraba si no se le consentía comerlo.
     Entonces quise acostumbrar su oído a comprender la relación del toque de la campana con la hora de la comida. Me costó mucho trabajo, pero logré mi propósito. Seguramente supo establecer, en su rudimentario entendimiento, una correlación entre su oído y su gusto, una llamada hecha por un sentido a otro, y, por tanto, una especie de encadenamiento de ideas... Si puede considerarse idea lo que une instintivamente dos funciones orgánicas.
     Llevé más adelante mi experimento y la enseñé, ¡a fuerza de enorme trabajo!, a conocer la hora de la comida en el reloj de pared.
     Durante mucho tiempo me fue imposible fijar su atención sobre las saetas; sin embargo, llegué a lograr que distinguiera las horas por el sonido. El recurso empleado consistió en suprimir el toque de la campana y que todos fuesen al comedor al dar las doce. Pero ella corría hacia la mesa en cuanto sonaba el reloj. Poco a poco fue dándose cuenta de que no todas las horas tenían la misma importancia respecto a la comida, y sus ojos, guiados por el oído, se fijaban con frecuencia en las saetas.
     Al advertirlo yo, diariamente, a las doce y á las seis, puse un dedo sobre la cifra indicadora del momento esperado por ella; y noté pronto que seguía muy atentamente la marcha de las saetas.
     ¡Lo había comprendido!, aunque más bien debiera yo decir: ¡lo había cogido! Yo había logrado imponer en ella el conocimiento, mejor dicho, la sensación de la hora; como se consigue con las carpas, dándoles a comer todos los días metódicamente, pero sin el recurso del reloj.
     Una vez obtenido este resultado, Berta fijó su atención, casi de un modo exclusivo, en todos los relojes que había en la casa. Los observaba con insistente atención en espera de las horas. Llegó a ocurrir algo en extremo curioso. El timbre de un bonito reloj Luis XVI, colgado sobre la cabecera de su cama, se había estropeado. Berta llevaba ya veinte minutos en observación del movimiento de las agujas, que habían pasado sobre la cifra indicadora sin que sonaran las diez; y su estupefacción fue tanta en aquel silencio, que decidió sentarse, abrumada, sin duda, por una emoción violenta, como las que sobrecogen el ánimo ante una espantosa catástrofe. Y tuvo la santa paciencia de aguardar a que la saeta señalara, las once, para ver lo que ocurría. Pero como, naturalmente, no sonó tampoco esa hora, colérica por el engaño sufrido y decepcionada, sea por el espanto que produce un misterio temible, sea por la impaciencia furiosa del apasionado que tropieza en una imprevista dificultad, cogió las tenazas de la chimenea, y a fuerza de golpes hizo pedazos el precioso reloj.
     Luego su cerebro funcionaba, calculaba, ciertamente de manera confusa y entre limites muy estrechos, al punto de que no logré hacerle distinguir unas personas de otras. Era, pues, necesario, para obtener un funcionamiento de la inteligencia, recurrir a las pasiones en el sentido material de la palabra.
     Se nos ofreció pronto una prueba más, una prueba terrible.
     Su figura era encantadora; un modelo de la raza; una especie de Venus admirable y estúpida.
     Acababa de cumplir dieciséis años, y no puede concebirse más perfección de formas en el cuerpo y de facciones en el rostro. La he comparado a Venus y era, en realidad, una Venus rubia, maciza, vigorosa, con hermosos ojos, claros y fríos,, de pupilas azules; boca de labios carnosos, glotona, sensual; boca incitante al beso.
     Una mañana entró en mi despacho su padre, con aspecto meditabundo, y después de sentarse, como si estuviese abatido, sin contestar a mis corteses atenciones, me sorprendió con la siguiente pregunta:
     —He de consultar con usted algo muy grave. ¿Podríamos..., podríamos casar a Berta?
     —¡Casar a Berta! —dije con asombro—. ¿Casar a Berta? Pero... ¡es absurdo!
     Y él insistió:
     —Si... Ya sé... Hay que reflexionar... Acaso... Tal vez... Es posible... Tener un hijo sería para ella un sacudimiento... Una sorprendente ventura... ¡Quién sabe si su inteligencia despertaría en el misterio de la maternidad!
     Me obligó a discurrir. Acaso estaba en lo justo. Puede acontecer que algo tan asombroso como el instinto maternal que arraiga en el corazón de las mujeres, como en el de las bestias, que lanza valientemente a la gallina contra la fiereza del zorro para defender a sus polluelos, causaría una revolución, un trastorno favorable para poner en marcha el mecanismo del pensamiento en la cabeza inerte de aquella hermosa criatura.
     Y al punto recordé un ejemplo personal. Tuve, años atrás, una perrita de caza tan estúpida que no me fue posible instruirla en su oficio; pero en cuanto crió, no diré que se volviera muy cazadora, pero si comparable a los perros de mediana utilidad.
     Apenas vislumbré algún buen resultado posible, me obsesionó el propósito de casar a Berta, no tanto en beneficio de la pobre criatura y de sus padres como por curiosidad profesional. ¿Qué ocurriría? Se planteaba un interesante problema.
     Y contesté al padre:
     —Acaso tenga usted ratón... Se puede intentar... Intentar... Pero... Pero... Lo difícil es buscarle marido.
     Con la voz apagada, el padre dijo:
     —Sé de alguno.
     Estupefacto al oír esto, balbucí:
     —Alguno... ¿digno? ¿Alguno de la sociedad que ustedes frecuentan?
     El afirmó:
     —Sí; un hombre correcto.
     —¿Puedo saber su nombre?
     —He venido, precisamente, a  consultarlo con usted. Se trata de Gastón de Lucelles.
     A punto estuve de gritar: «¡Ese canalla! » Pero me contuve, y, después de un silencio, dije:
     —Sí. Muy bien. Por mi parte, no veo inconveniente.
     Y el Infeliz padre me oprimió la mano al decir:
     —La casaremos el mes próximo.

     ooOoo

     

     Gastón de Lucelles era un calaverón de noble familia, que derrochó la herencia paternal y contraía deudas por indelicados procedimientos. En busca de nuevos recursos para procurarse dinero, había encontrado éste.
     Buen mozo, de modales distinguidos, pero de la clase odiosa de calaveras provincianos, lo consideré para la prueba un marido suficiente, del que nos libraríamos pronto con asignarle una pensión.
     Frecuentó el trato de la familia para galantear y pretender a la bella idiota, que al parecer le agradaba de veras. La llevaba flores, le besaba las manos, y sentado a sus pies la miraba con ternura; pero Berta no reparaba en sus atenciones y no le distinguía en modo alguno de las demás personas que vivían junto a ella. A pesar de todo, se realizó el matrimonio.
     Comprenda usted hasta qué punto sentí despierta mi curiosidad.
     Al día siguiente visité a Berta, para ver si descubría en su rostro algo que reflejara una emoción sentida; pero la encontré como siempre: sólo preocupada por el reloj y por la comida. En cambio, el marido parecía muy satisfecho y trataba de provocar alegría y cariño en su esposa con los arrumacos y los juegos que se les hacen a los gatitos.
     No había encontrado un recurso más propio.
     Visité asiduamente a los recién casados y pronto advertí que Berta distinguía de las demás personas a su marido y le miraba con ávidos ojos, como solamente había mirado hasta entonces las golosinas. Imitaba sus movimientos, distinguía sus pasos en la escalera y en las habitaciones contiguas; al verle aproximarse, palmoteaba y en su transfigurado rostro se transparentaban la felicidad y el deseo. Le quería con todo su ser, con toda su alma, su pobre alma enferma; con todo su corazón, su pobre corazón de bestia agradecida.
     Era, en verdad, un trasunto admirable de la pasión ingenua, de la pasión carnal, que no dejaba de ser pudorosa, como la Naturaleza la impuso a sus criaturas antes que el hombre la complicara y desfigurase con todas las variaciones del sentimiento.
     Pero el esposo no tardó en sentirse fatigado por las ansias de aquella hermosa mujer muda y ardiente. Se alejaba del hogar la mayor parte de las horas del día, dando por supuesto que bastaba dedicar las de la noche a la esposa.
     Y ella empezó a sufrir.
     Le aguardaba mañana y tarde con los ojos fijos en el reloj, sin que la preocupara siquiera la comida, porque su marido comía siempre fuera, en Chátel-Guyon, en Clermont, en Royat, en cualquier parte, sin más objeto que verse libre de su presencia.
     La pobre criatura enflaquecía visiblemente.
     Cualquiera otra inclinación, cualquier otro deseo, cualquiera otra confusa esperanza se borraron en su ansiedad; y las horas en que no le veía llegaron a ser para ella un suplicio atroz.
     Más adelante dejó el marido hasta de dormir en su casa, y después de pasar la noche con mujeres galantes en el Casino de Royat, solamente al amanecer comparecía.
     Berta se negaba a dormir antes que su marido llegase. Sentada, inmóvil, con los ojos fijos en la esfera del reloj, se abstraía con el avance lento de las saetas sobre el cuadrante donde las horas estaban escritas.
     Al oír, lejos aún, el trote del caballo, se levantaba precipitadamente, y al entrar el marido en la alcoba, con un gesto fantasmal, señalaba con el índice de su mano derecha la hora en la esfera del reloj como para decirle. «¡Mira qué tarde vienes! »
     Llegó él a sentirse temeroso ante aquella imbécil enamorada y celosa, que manifestaba sus exaltaciones como los brutos, y una noche la golpeó.
     Fueron a buscarme. La encontré desesperada, en una horrible crisis de dolor, de cólera, de apasionamiento, ¡qué sé yo! ¿Pueden adivinarse las manifestaciones de un cerebro rudimentario? La calmé con inyecciones de morfina y prohibí en absoluto que la viera su marido, cuyo trato sería para ella mortal.

     ooOoo

     
     Enloqueció. Si, amigo mío, la imbécil enloqueció.
     Pensaba en el esposo constantemente, y le aguardaba. Le aguardaba de día y de noche despierta y dormida; en cada momento, sin cesar. Y enflaquecía, enflaquecla... Siempre con los ojos clavados en la esfera de los relojes.
     Ordené que retirasen todo lo que había en las habitaciones para evitar que, al paso de las horas, buscara en oscuras reminiscencias el momento en que antes el marido comparecía. Me propuse apagar pacientemente aquella sensación, extinguir aquel reflejo de idea que yo había logrado con tanta dificultad.
     Y días atrás hice una experiencia: le presenté mi reloj de bolsillo. Berta lo miraba y remiraba en silencio; y por fin articuló espantosos gritos, como si aquel objeto hubiese despertado la emoción adormecida.
     Enflaquece cada día más, de modo que ya me angustia verla, con los ojos hundidos y brillantes. Va y viene sin descanso, como una bestia enjaulada.
     No sólo mandé poner enrejado a las ventanas, sino que hice colocar en su parte inferior esas tablas y que fijasen los asientos en el suelo; todo para impedir que se asome y vea la calle por donde llegaba él. Sin duda le aguarda todavía.
     ¡Oh los infelices padres! ¡Qué vida la suya!

     ooOoo

     En esto habíamos llegado a la cumbre de la colina. El doctor se detuvo y me dijo:
     —Contemple usted a Riom desde aquí.
     La población ofrecía el triste aspecto de las viejas ciudades. A la espalda, y hasta perderse de vista, una extensa llanura verde, con arboledas, pueblos y caseríos, todo bañado en una transparente  neblina que azuleaba el horizonte. Y por la derecha, a lo lejos, grandes montañas con una serie de cumbres cónicas y como descabezadas con una espada gigantesca.
     Nombraba el doctor los lugares y me refería la historia de cada uno.
     Pero yo no le atendía. Con el pensamiento fijo en la pobre loca, sólo su imaginaria figura se mostraba en mi presencia, y como un espíritu lúgubre invadía toda la extensión del paisaje.
     Bruscamente hice al doctor esta pregunta:
     —¿Qué fue del marido?
     El doctor, que no esperaba esa curiosidad mía, se decidió a satisfacerla:
     —Vive en Royat, en donde recibe la pensión asignada por su suegro. Es feliz y se divierte.
     Cuando regresábamos a paso lento, entristecidos y silenciosos, un tílburi, tirado por un hermoso caballo, pasó rápidamente.
     Mi amigo me apretó el brazo al decir:
     —¡Ahí le tiene usted!
     Sólo vi un sombrero de fieltro gris, inclinado sobre la oreja izquierda, sobre dos hombros robustos que desaparecieron entre nubes de polvo.