BROMA NORMANDA

 A A. de Joinville

 El cortejo avanzaba por un camino profundo, sombreado por árboles corpulentos que crecían en las escarpas de las granjas. Iban delante los recién casdos; luego, los parientes; después, los invitados; detrás, los pobres del pueblo; los chiquillos, que rondaban como moscas, cruzaban por entre las parejas y se encaramaban a las ramas para ver mejor.
 El novio era Juan Patu, un buen mozo y el granjero más rico del pueblo. Pero era, por encima de todo, un cazador frenético; en tratándose de cazar perdía la cabeza y tiraba el dinero en perros, guardas, hurones y escopetas.
 La novia, Rosalía Roussel, había sido muy solicitada por todos los mozos de los alrededores, porque la encontraban bien parecida y sabían, además, que llevaba buena dote; pero ella se había decidido por Patu, quizá porque le gustase más que los otros y quizá también porque tenía la bolsa más repleta, y ella era una normanda calculadora.
 Cuando abrieron la puerta de la empalizada de la granja que les pertenecía, estallaron cuarenta disparos, sin que se viese a los tiradores, que estaban ocultos en las zanjas. Al oír semejante estrépito, se apoderó de los hombres una alegría palurda y empezaron a saltar desmañadamente con sus ropas de día de fiesta; Patu, que vio detrás de un árbol a un criado con una escopeta, saltó sobre él, se la quitó, hizo un disparo y se puso a dar saltos como un potro.
 Después reanudaron la marcha, pasando por debajo de los manzanos, Cargados ya de fruto; por los prados, ya crecidos; entre los novillos que miraban con sus ojos abultados, se levantaban del suelo y alargaban el testuz hacia el cortejo de boda.
 Conforme se acercaba la hora de la comida, los hombres se volvían serios. Unos, los ricos, lucían altos sombreros lustrosos de seda, que desentonaban un poco en aquel sitio; otros llevaban antiguos artefactos de largo pelo que parecían de piel de topo; la gente más modesta se cubría con gorras.
 Todas las mujeres lucían sobre la espalda manteletas sueltas, cuyos dos extremos llevaban recogidos en el brazo con mucha afectación. Eran rojas, llamativas, brillantes aquellas manteletas; las gallinas negras parecían contemplarlas desde el estercolero con asombro; los patos, desde la orilla de la charca, y las palomas, desde los tejados de bálago.
 El verde del campo, el color verde de la hierba y de los árboles parecía aún más verde, apareado a aquel rojo de fuego, y el sol del mediodía daba brillantez enceguecedora a los dos colores yuxtapuestos. La gran casa de labor parecía estar esperando al final de aquella bóveda de manzanos. De la puerta y de las ventanas abiertas salía una especie de vaho, y el extenso edificio exhalaba por todos sus huecos y hasta de los muros mismos un espeso olor de comida preparada.
 El cortejo de invitados se estiró por el patio como una serpiente. Los que iban en cabeza rompían filas al entrar en la casa, y todavía seguían llegando más por la puerta de la empalizada exterior. La chiquillería se apiñaba en las zanjas, con la pobre gente curiosa; los disparos no cesaban: partían de todos lados al mismo tiempo, llenando la atmósfera de humo de pólvora y de su olor característico, que emborracha como el ajenjo.
 Las mujeres se sacudían el polvo de la ropa delante de la puerta, soltaban los oriflamas con que se sujetaban el sombrero, se quitaban de encima las manteletas, colocándoselas en el brazo, y entraban en la casa para desembarazarse definitivamente de tales atavíos.
 Habían puesto la mesa en la cocina grande, capaz para un centenar de personas.
 Tomaron asiento a las dos de la tarde; a las ocho seguían comiendo todavía. Los hombres, con la cintura desabrochada en mangas de camisa congestionados, engullían como simas. La sidra amarilla lanzaba destellos, alegre, límpida y bruñida, en los grandes vasos, junto al vino tinto, de subido color de sangre.
 Entre plato y plato se hacía un paréntesis o, como dicen en Normandía, un agujero, echándose al cuerpo un vaso de aguardiente que encendía el estómago y enloquecía las cabezas.
 A cada rato, uno cualquiera de los comensales que estaba a punto de estallar, se perdía entre los árboles próximos a la casa, se aliviaba de su peso y volvía a la mesa como si no hubiera comido todavía.
 Ellas, en cambio, no se movían de la mesa por pudor, aunque tenían las caras de color escarlata y no cabían dentro de sus corpiños, que parecían globos en tensión, cortadas en dos por el corsé, hinchadas arriba e hinchadas abajo. Pero al ver que una, incapaz de aguantar, salió de la Cocina, siguieron todas su ejemplo. Regresaban a la mesa más alegres y dispuestas a la risa. Empezaron entonces las bromas pesadas.
 De todos los lados de la mesa se disparaban verdaderas andanadas de obscenidades, todas a propósito de la noche de bodas. El ingenio campesino agotó por completo su arsenal. Eran dicharachos picarescos centenarios, que salían siempre a relucir en ocasiones parecidas, y aunque se los sabían todas de memoria, no por eso dejaban de surtir efecto, arrancando carcajadas estrepitosas a la doble hilera de convidados.
 A un extremo de la mesa, cuatro mozos de la vecindad tramaban bromas pesadas a costa de los novios, y, a juzgar por sus cuchicheos y pataleos de regocijo, les preparaban una sonada.
 Aprovechando un momento de calma, gritó uno de los cuatro:
 —Los que la van a gozar en grande esta noche con la luna que hay son los cazadores furtivos... Oye, Juan, no serás tú quien esté al acecho en una noche como ésta, ¿verdad?
 El novio se volvió con brusquedad:
 —¡Que se atrevan a venir por aquí!
 El otro rompió a reír:
 —Y aunque vengan, ¿qué? ¿Vas a dejar tu tarea por ellos?
 Corrió por toda la mesa un reguero de alegría estrepitosa. Retembló el suelo, tintinearon los vasos.
 Pero el pensamiento de que los cazadores furtivos se aprovechasen de su boda para cazar en sus posesiones, sacó de quicio al novio:
 —Yo no te digo más que esto ¡Que se atrevan a venir!
 Llovió sobre él una granizada de frases picarescas de doble sentido, que obligaron a la novia a sonrojarse un poco, sacándola de la emoción temblorosa de la espera.
*
 Y después de haber consumido barriles enteros de aguardiente, se desperdigó la concurrencia en busca de su casa y de su cama. Los recién casados entraron en su habitación, situada en la planta baja, como lo están todas en las granjas; y como hacia un poco de calor, abrieron la ventana y cerraron las persianas. Sobre la cómoda ardía una lamparilla de mal gusto, regalo del padre de la desposada; la cama esperaba ya a la nueva pareja, que no gastaba en su primer abrazo tantos melindres como los habitantes de la ciudad.
 La joven esposa se había desembarazado ya de los adornos de la cabeza y del vestido, quedando en enaguas, y se aflojaba los zapatos; Juan la miraba de reojo, acabando de fumar un cigarro.
 En el brillo de los ojos del novio había más de sensualidad que de ternura; más que amor expresaban deseo; de pronto, con un brusco arranque de hombre que se dispone a la tarea, se quitó la chaqueta.
 Ella se había quitado ya los zapatos y procedía a hacer lo mismo con las medias; luego, acostumbrada a tutearlo desde que eran pequeños, le dijo:
 —Escóndete un momento detrás de las cortinas, mientras me meto en la cama.
 El hizo como que se resistía, pero acabó dirigiéndose al escondite con expresión astuta, y se ocultó, dejando fuera la cabeza. Ella se reía, pugnaba por taparle los ojos, en un jugueteo de alegres enamorados, desprovistos de falsos pudores y cortedades.
 Acabó él por ceder, y ella se soltó en un abrir y cerrar de ojos la enagua interior, que se deslizó por sus piernas y cayó a sus pies, plegándose en circulo en torno suyo. Se quedó solamente con la camisa, y, pisando la enagua, se deslizó en la cama, haciendo chirriar los muelles con su peso.
 Se acercó él entonces, descalzo, en pantalones, y se inclinó sobre su mujer, buscando sus labios, que ella ocultaba en la almohada. Se oyó en aquel momento un tiro de escopeta, que a él le pareció que venía de hacia el bosque de Rapées.
 Se incorporé, inquieto, con una punzada en el corazón, corrió a la ventana y miró.
 La luna llena bañaba el patio con luz amarillenta. Las ramas de los manzanos proyectaban en su pie manchas oscuras; el campo, cubierto de mieses maduras, brillaba en toda su extensión.
 Juan, que había echado el cuerpo hacia afuera, al acecho de todos los ruidos de la noche, sintió que dos brazos desnudos le rodeaban el cuello; era su mujer que, esforzándose por retirarlo de la ventana, le susurraba:
 —Déjalos, ¿qué importa eso? Ven.
 Se dio vuelta, le echó las manos, la estrechó contra si, palpándola por debajo de la delgada tela, la levantó en sus robustos brazos y fue con ella hacia la cama.
 En el instante mismo en que la colocaba en la cama, que cedió bajo el peso, resonó una nueva detonación, ésta más cercana.
 Juan, entonces, presa de un violento acceso de ira, lanzó un juramento:
 —¡Dios de Dios! ¿Se habrán creído que no voy a salir por causa tuya?... ¡Ahora veréis!
 Se calzó, descolgó la escopeta, que tenía siempre al alcance de su mano y aunque su mujer se había echado a sus pies, suplicándole llorosa que no saliese, la apartó enérgicamente, y saltó de la ventana al patio.
 Ella se quedó esperándole, y pasó una hora, y pasaron dos, y llegó la mañana. Su marido no volvió. Fuera ya de sí, llamó a la gente, contó la indignación de Juan y cómo había salido en persecución de los cazadores furtivos.
 Todo el mundo: criados, carreteros, zagalones, salieron en busca del amo.
 Dieron con él a dos leguas de la casa de labor, atado a un árbol de los pies a la cabeza, medio muerto de ira, con la escopeta doblada, el pantalón con la bragueta atrás, tres liebres muertas colgadas del cuello y un letrero en el pecho que decía: «Quién va de caza, pierde su plaza.»
 Andando el tiempo, y cuando relataba esta aventura de su noche de bodas, solía agregar:
 —Como broma, reconozco que no estuvo mal pensada. Me cazaron del cuello como a un gazapo, los muy cochinos, y me taparon la cabeza con un saco... Pero si caen en mis manos algún día ¡me la van a pagar!
 Así se divierten, los días de boda, en el país normando.