CHÂLI

    A Jean Bérana

    El almirante de la Vallée, que parecía amodorrado en su sillón, pronunció con su voz de viejecita: «También yo tuve, sí, una pequeña aventura de amor, muy singular. ¿Quieren que se la cuente?»
    Y habló, sin moverse, hundido en su ancho asiento, conservando en sus labios la sonrisa arrugada que jamás lo abandonaba, esa sonrisa volteriana que le hacía pasar por un terrible escéptico.

    I

    Tenía yo entonces treinta años, y era teniente de navío, cuando me encargaron una misión astronómica en la India Central. El gobierno inglés me proporcionó todos los medios necesarios para llevar a cabo mi empresa y pronto me interné con un puñado de hombres por ese país extraño, sorprendente, prodigioso.
    Se necesitarían veinte volúmenes para narrar aquel viaje. Crucé comarcas de una magnificencia inverosímil; me recibieron príncipes de sobrehumana belleza y que vivían con increíble esplendor. Durante dos meses me pareció viajar por un poema, recorrer un reino de hadas a lomos de elefantes imaginarios. Descubría en el medio de bosques fantásticos ruinas inverosímiles; encontraba, en ciudades de una fantasía de sueño, prodigiosos monumentos, finos y cincelados como joyas, leves como encajes y enormes como montañas, esos monumentos fabulosos, divinos, de una gracia tal que uno se enamora de sus formas al igual que puede enamorarse de una mujer, y que se experimenta, al verlos, un placer físico y sensual. En fin, como dice Víctor Hugo, yo marchaba, despierto en pleno sueño.
    Después alcancé por fin el término de mi viaje, la ciudad de Ganhara, antaño una de las más prósperas de la India Central, hoy en día muy venida a menos, y gobernada por un príncipe opulento, autoritario, violento, generoso y cruel, el rajá de Maddan, un auténtico soberano oriental, delicado y bárbaro, afable y sanguinario, de una gracia femenina y de una ferocidad despiadada.
    La ciudad está en el fondo de un valle a orillas de un pequeño lago, rodeado por un pueblo de pagodas que bañan sus muros en el agua.
    La población, de lejos, forma una mancha blanca que crece al aproximarse, y poco a poco se descubren las cúpulas, las agujas, las flechas, todos los remates elegantes y esbeltos de los graciosos monumentos indios.
    Más o menos a una hora de las puertas, encontré un elefante soberbiamente enjaezado, rodeado por una escolta de honor que me enviaba el soberano. Y me condujeron al palacio con gran pompa.
    Me hubiera gustado tomarme tiempo para vestirme con lujo, pero la impaciencia real no me lo permitió. Quería ante todo conocerme, saber lo que podía esperar de mí en cuanto a distracciones; y luego ya se vería.
    Me introdujeron, entre soldados bronceados como estatuas y cubiertos de uniformes deslumbrantes, en una gran sala rodeada de galerías, donde aguardaban de pie hombres vestidos de trajes resplandecientes y constelados de piedras preciosas.
    En un banco semejante a nuestros bancos de jardín sin respaldo, pero revestido con una admirable alfombra, distinguí una masa reluciente, una especie de sol sentado: era el rajá, que me esperaba, inmóvil, con unos ropajes de un amarillo canario. Llevaba encima diez o quince millones en diamantes, y aislada, sobre su frente, brillaba la famosa Estrella de Delhi, que ha pertenecido siempre a la ilustre dinastía de los Parihara de Mundore, de la cual descendía mi huésped.
    Era un mozo de unos veinticinco años, que parecía tener sangre negra en las venas, aunque perteneciera a la más pura raza hindú. Tenía ojos rasgados, fijos, un poco perdidos, pómulos salientes, labios gruesos, barba rizada, frente estrecha y unos dientes brillantes, agudos, que mostraba a menudo en una sonrisa maquinal.
    Se levantó y vino a tenderme la mano a la inglesa, después me hizo sentar a su lado en un banco tan alto que mis pies apenas tocaban el suelo. Se estaba bastante mal allá arriba.
    Y en seguida me propuso una cacería de tigres para el día siguiente. La caza y los combates eran sus grandes ocupaciones y no entendía que nadie pudiera ocuparse de otra cosa. Evidentemente, estaba persuadido de que yo había llegado de tan lejos sólo para distraerlo un poco y para acompañarlo en sus placeres.
    Como tenía una gran necesidad de él, traté de halagar sus inclinaciones. Quedó tan satisfecho de mi actitud que quiso mostrarme inmediatamente un combate de luchadores, y me arrastró a una especie de circo situado en el interior del palacio.
    A una indicación suya, aparecieron dos hombres, desnudos, cobrizos, las manos armadas con uñas de acero; y se atacaron de pronto, tratando de herirse con aquellas armas cortantes que trazaban en su negra piel largas desgarraduras, por las que corría la sangre.
    La cosa duró mucho tiempo. Los cuerpos ya no eran sino una pura llaga, y los combatientes seguían labrándose las carnes con aquella especie de rastrillo de hojas agudas. Uno de ellos tenía una mejilla destrozada; la oreja del otro estaba rajada en tres pedazos.
    Y el príncipe contemplaba aquello con una alegría feroz y apasionada. Se estremecía de felicidad, lanzaba gruñidos de placer e imitaba con gestos inconscientes todos los movimientos de los luchadores, gritando sin cesar: «Dale, dale ya.»
    Uno de ellos cayó sin conocimiento; hubo que llevárselo de la palestra roja de sangre, y el rajá lanzó un largo suspiro de lástima, de pena de que hubiese ya acabado.
    Después se volvió hacia mí para saber mi opinión. Yo estaba indignado, pero lo felicité vivamente; y él ordenó al punto que me condujeran al Cuch-Mahal (palacio de placer), donde viviría.
    Crucé los inverosímiles jardines que se encuentran allá, y llegué a mi residencia.
    El palacio, una joya, situado en un extremo del parque real, bañaba en el lago sagrado de Vihara todo un lado de sus muros. Era cuadrado, y presentaba en sus cuatro caras tres filas superpuestas de galerías con columnatas divinamente labradas. En cada esquina se erguían unas torres, ligeras, altas o bajas, o emparejadas, de tamaño desigual y fisonomía diferente, que parecían flores naturales crecidas sobre esta graciosa planta de arquitectura oriental. Todas estaban coronadas por raros tejados, semejantes a coquetones peinados.
    En el centro del edificio, una poderosa cúpula elevaba hasta un encantador pináculo, esbelto y totalmente calado, su curva alargada y redonda semejante a un seno de mármol blanco tendido hacia el cielo.
    Y todo el monumento, de arriba a abajo, estaba cubierto de esculturas, de esos exquisitos arabescos que embriagan la mirada, de procesiones inmóviles de personajes delicados, cuyas actitudes y ademanes de piedra contaban los usos y costumbres de la India.
    Las habitaciones estaban iluminadas por ventanas de arcos dentados, que daban a los jardines. En el suelo de mármol, ónices, lapislázulis y ágatas dibujan graciosos ramilletes.
    Apenas había tenido tiempo de rematar mi aseo, cuando un dignatario de la corte, Haribadada, encargado especialmente de las relaciones entre el príncipe y yo, me anunció la visita de su soberano.
    Y apareció el rajá de azafrán, me estrechó de nuevo la mano y se puso a contarme mil cosas, preguntándome sin cesar mi parecer, que me costaba mucho darle. Después quiso enseñarme las ruinas del antiguo palacio, en la otra punta de los jardines.
    Era un auténtico bosque de piedras, poblado por una legión de grandes monos. Al acercarnos, los machos empezaron a correr por los muros haciéndonos horribles muecas, y las hembras escapaban, mostrando su trasero pelado y llevándose a las crías en los brazos. El rey se reía locamente, me pellizcaba en el hombro para testimoniarme su placer, y se sentó entre los escombros, mientras a nuestro alrededor, en cuclillas en lo alto de las murallas, colgados de todos los salientes, una asamblea de animales de patillas blancas nos sacaba la lengua y nos amenazaba con el puño.
    Cuando se hartó de este espectáculo, el soberano amarillo se alzó y se puso gravemente en marcha, arrastrándome siempre a su lado, feliz de haberme enseñado semejantes cosas el mismo día de mi llegada, y recordándome que una gran cacería de tigres se celebraría al día siguiente en mi honor.
    Asistí a esa cacería, y a una segunda, una tercera, a diez, veinte más. Perseguimos sucesivamente a todas las bestias que nutría la comarca: la pantera, el oso, el elefante, el antílope, el hipopótamo, el cocodrilo, qué sé yo, a la mitad de los animales de la creación. Yo estaba derrengado, asqueado de ver correr la sangre, harto de aquel placer siempre igual.
    Al final, el ardor del príncipe se calmó, y me dejó, ante mis angustiosas súplicas, un poco de tiempo para trabajar. Ahora se contentaba con colmarme de presentes. Me enviaba joyas, magníficas telas, animales amaestrados, que Haribadada me presentaba con grave respeto aparente, como si yo hubiera sido el propio sol, aunque en el fondo me despreciara mucho.
    Y cada día una procesión de servidores me traía en bandejas tapadas una porción de cada plato de la comida real; cada día era preciso aparecer en cualquier nueva diversión organizada para mí, y disfrutar enormemente con ella: danzas de bayaderas, juegos malabares, revistas de tropas, todo lo que podía inventar aquel rajá hospitalario, aunque importuno, para mostrarme su sorprendente patria en todo su encanto y en todo su esplendor.
    En cuanto me dejaban un rato solo, yo trabajaba o bien iba a ver a los monos, cuya sociedad me complacía infinitamente más que la del rey.
    Pero una tarde, cuando regresaba de un paseo, hallé ante la puerta de mi palacio a Haribadada, solemne, que me anunció, en términos misteriosos, que un regalo del soberano me esperaba en una habitación; y me presentó las excusas de su amo por no haber pensado antes en ofrecerme una cosa que yo debía de echar en falta.
    Tras este oscuro discurso, el embajador se inclinó y desapareció.
    Entré y vi, alineadas contra la pared por estaturas, seis niñitas, una junto a otra, inmóviles como truchas ensartadas en un asador. La mayor contaba acaso ocho años, la más pequeña seis años. Al principio no entendí muy bien por qué habían instalado aquel colegio en mi casa, pero después adiviné la delicada atención del príncipe: era un harén lo que me regalaba. Lo había elegido muy joven por un exceso de amabilidad. Pues en aquellas tierras, cuando más verde es el fruto, más estimado es.
    Me quedé totalmente confuso y molesto, avergonzado frente a aquellas crías que me miraban con sus grandes ojos graves, y que ya parecían saber lo que podía exigir de ellas.
    No sabía qué decirles. Me daban ganas de rechazarlas, pero no se devuelve un presente del soberano. Hubiera sido un insulto mortal. Conque era preciso conservar aquel hato de niñas, instalarlas allí.
    Permanecían inmóviles, sin dejar de mirarme, esperando mis órdenes, intentando leerme el pensamiento en los ojos. ¡Oh, maldito regalo! ¡Cuánto me molestaba! Al final, sintiéndome ridículo, le pregunté a la mayor:
    —¿Cómo te llamas, tú?
    Respondió:
    —Cháli.
    Aquella chiquilla de linda piel, un poco amarilla, como de marfil, era un encanto, una estatua con su cara de líneas largas y severas.
    Entonces, pronuncié para ver qué podría responder, acaso para ponerla en un aprieto:
    —¿Por qué estás aquí?
    Ella dijo con su voz dulce, armoniosa:
    —Vengo para hacer lo que te plazca exigir de mí, señor.
    La chiquilla estaba informada.
    Le hice la misma pregunta a la más pequeña, que articuló claramente con una voz más débil:
    —Estoy aquí para lo que te plazca pedirme, amo.
    Esta parecía un ratoncito, era sumamente linda. La alcé en mis brazos y la besé. Las otras hicieron ademán de retirarse, pensando sin duda que yo acababa de elegir, pero les ordené que se quedasen y, sentándome a lo indio, las hice disponerse en corro a mi alrededor, y después empecé a contarles una historia de genios, pues hablaba pasablemente su lengua.
    Escuchaban con toda atención, se estremecían con los detalles maravillosos, temblaban de angustia, agitaban las manos. Ya no pensaban, las pobrecillas, en la razón por la cual habían venido.
    Cuando terminé el cuento, llamé a mi criado de confianza, Latchman, y le mandé traer golosinas, mermeladas y pasteles, que comieron hasta ponerse enfermas, y después, como empezaba a divertirme mucho con la aventura, organicé juegos para divertir a mis mujeres.
    Una de esas diversiones, en especial, tuvo un enorme éxito. Yo hacía un puente con mis piernas, y mis seis criaturas pasaban corriendo por debajo, la más pequeña abriendo la marcha y la mayorcita empujándome un poco porque nunca se bajaba lo bastante. Eso les hacía lanzar ensordecedoras carcajadas, y aquellas jóvenes voces, al sonar en las bajas bóvedas de mi suntuoso palacio, lo despertaban, lo poblaban de alegría infantil, lo llenaban de vida.
    Después puse un gran interés en la instalación del dormitorio donde se acostarían mis inocentes concubinas. Y por último las encerré allí custodiadas por cuatro sirvientas que el príncipe me había enviado al mismo tiempo para cuidarse de mis sultanas.
    Durante ocho días, disfruté enormemente haciendo de papá con aquellas muñecas. Jugábamos admirables partidas al escondite, a las cuatro esquinas y a adivina quién te dio, que las sumían en una felicidad delirante, pues yo les revelaba cada día uno de esos juegos desconocidos, tan llenos de interés.
    Mi mansión tenía ahora el aspecto de una clase. Y mis amiguitas, vestidas con sedas admirables, con telas recamadas de oro y plata, corrían como animalitos humanos a través de las largas galerías y de las tranquilas salas en las que penetraba por los arcos una luz débil.
    Después, una noche, y no sé cómo ocurrió, la mayor, la que se llamaba Châli y que parecía una estatuilla de viejo marfil, se convirtió de veras en mi mujer.
    Era un ser adorable, dulce, tímido y alegre, que me amó pronto con ardiente cariño y al que yo amaba extrañamente, avergonzado, vacilante, con una especie de miedo a la justicia europea, con reservas y escrúpulos, y sin embargo con una apasionada ternura sensual. La quería como un padre, y la acariciaba como un hombre.
    Perdón, señoras, voy demasiado lejos.
    Las otras seguían jugando en aquel palacio, semejante a una cuadrilla de jóvenes gatos.
    Châli ya no se separaba de mí, salvo cuando yo iba a ver al príncipe.
    Pasábamos juntos horas exquisitas en las ruinas del antiguo palacio, entre los monos, que se habían hecho amigos nuestros.
    Ella se recostaba en mis rodillas y allí se quedaba dándole vueltas a alguna cosa en su cabecita de esfinge, o quizás sin pensar en nada, pero conservando esa hermosa y encantadora postura hereditaria en esos pueblos nobles y soñadores, la postura hierática de las estatuas sagradas. Yo había llevado en una gran bandeja de cobre provisiones, pasteles, frutas, y las monas se acercaban poco a poco, seguidas por las crías, más tímidas; después se sentaban en círculo en torno a nosotros, sin atreverse a acercarse más, esperando que yo hiciese mi reparto de golosinas.
    Casi siempre, entonces, un macho más osado llegaba a mi lado, con la mano alargada como un mendigo; y yo le entregaba un trozo que él llevaba a su hembra. Y todas las demás empezaban a lanzar furiosos gritos, gritos de celos y de cólera, y sólo podía yo hacer cesar el horrible estrépito lanzándole a cada una su parte.
    Como me encontraba muy a gusto en las ruinas, quise llevar a ellas mis instrumentos de trabajo. Pero en cuanto vieron el cobre de los aparatos de precisión, los monos, tomándolos sin duda por artefactos mortíferos, huyeron en todas direcciones lanzando espantosos clamores.
    También pasaba a menudo mis noches con Châli, en una de las galerías exteriores que dominaba el lago de Vihara. Contemplábamos, sin hablar, la luna resplandeciente que se deslizaba al fondo del cielo lanzando sobre el agua un manto de plata temblorosa, y allá abajo, en la otra orilla, la línea de las pequeñas pagodas, semejantes a graciosas setas que hubieran crecido en el agua. Y cogiendo entre mis brazos la cabeza seria de mi pequeña amante, yo besaba lentamente, largamente, su frente pulida, sus grandes ojos llenos del secreto de esa tierra antigua y fabulosa, y sus labios tranquilos que se abrían bajo mi caricia. Y experimentaba una sensación confusa, poderosa, y sobre todo poética, la sensación de que yo poseía a toda una raza en aquella chiquilla, a esa bella y misteriosa raza de la que parecen surgidas todas las demás.
    El príncipe, mientras tanto, seguía abrumándome a regalos.
    Un día me envió un objeto muy inesperado que provocó en Châli una apasionada admiración. Era simplemente una caja de conchas, una de esas cajas de cartón recubiertas con caracolillos y conchitas encolados. En Francia, habría valido como mucho un par de francos. Pero allá lejos, el precio de aquella joya era inestimable. Sin duda era la primera que había entrado en el reino.
    La coloqué sobre un mueble y allí la dejé, sonriendo ante la importancia atribuida a aquella fea chuchería de bazar.
    Pero Châli no se cansaba de examinarla, de admirarla, llena de respeto y extasiada. Me preguntaba de vez en cuando: «¿Me dejas que la toque?». Y cuando la había autorizado, levantaba la tapa, volvía a cerrarla con grandes precauciones, acariciaba con sus finos dedos, muy suavemente, la superficie de las conchitas, y parecía experimentar, con ese contacto, un gozo delicioso que penetraba hasta su corazón.
    Entretanto yo había terminado mi trabajo y me era preciso regresar. Tardé mucho en decidirme, retenido ahora por mi ternura hacia mi amiguita. Pero al final tuve que tomar una determinación.
    El príncipe, desolado, organizó nuevas cacerías, nuevos combates de luchadores; pero, tras quince días de esos placeres, declaré que no podía quedarme más, y me devolvió la libertad.
    La despedida de Châli fue desgarradora. Lloraba, tendida sobre mí, con la cabeza en mi pecho, sacudida por la pena. No sabía qué hacer para consolarla, pues mis besos no servían de nada.
    De repente tuve una idea y, levantándome, fui a buscar la caja de conchas, que puse en sus manos. «Es para ti. Te pertenece.»
    Entonces, la vi sonreír de pronto. Todo su rostro se iluminó con una alegría interior, con esa alegría profunda de los sueños imposibles y de repente realizados.
    Y me abrazó con furia.
    De todas maneras, lloró muy fuerte en el momento del adiós definitivo.
    Distribuí besos de padre y pasteles entre el resto de mis mujeres, y partí.

    II

    Transcurrieron dos años, y después los azares del servicio marítimo me llevaron a Bombay. A consecuencia de unas circunstancias imprevistas me dejaron allí, encargado de una nueva misión, para la cual me señalaba mi conocimiento del país y de la lengua.
    Terminé mis trabajos lo antes posible, y como aún me quedaban tres meses por delante, quise hacer una pequeña visita a mi amigo, el rey de Ganhara, y a mi querida mujercita Châli, a la cual iba a encontrar muy cambiada, sin duda.
    El rajá de Maddan me recibió con frenéticas demostraciones de alegría. Hizo que se degollaran ante mí tres gladiadores, y no me dejó solo ni un segundo durante el primer día de mi regreso.
    Por la noche, al fin, al encontrarme libre, mandé llamar a Haribadada, y tras muchas preguntas diversas, para confundir su perspicacia, le pregunté:
    —Y ¿sabes qué se ha hecho de la pequeña Châli, que el rajá me había dado?
    El hombre puso una cara triste, molesta, y respondió muy fastidiado:
    —¡Más vale no hablar de ella!
    —¿Y por qué? Era una mujercita encantadora.
    —Se echó a perder, señor.
    —¿Cómo? ¿Cháli? ¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está?
    —Quiero decir que acabó mal.
    —¿Que acabó mal? ¿Ha muerto?
    —Sí, señor. Había cometido una mala acción.
    Yo estaba muy emocionado, sentía latir el corazón y que la angustia me oprimía el pecho. Proseguí:
    —¿Una mala acción? ¿Qué hizo? ¿Qué le ocurrió?
    El hombre, cada vez más turbado, murmuró:
    —Más vale que no lo pregunte.
    —Sí, quiero saberlo.
    —Había robado.
    —¿Cómo? ¿Cháli? ¿A quién robó?
    —A usted, señor.
    —¿A mí? ¿Y cómo?
    —Le quitó, el día de su marcha, el cofre que el príncipe le había regalado. ¡Lo encontraron en sus manos!
    —¿Qué cofre?
    —El cofre de conchas.
    —Pero... ¡si se lo di yo!
    El indio alzó hacia mí sus ojos estupefactos y respondió:
    —Sí, ella juró, en efecto, con todos los juramentos sagrados, que usted se lo había dado. Pero nadie creyó que usted hubiera podido regalarle a una esclava un presente del rey, y el rajá la mandó castigar.
    —Castigar, ¿cómo? ¿Qué le hicieron?
    —La metieron en un saco, señor, y la arrojaron al lago, desde esta ventana, desde la ventana de la habitación donde estamos, donde ella había cometido el robo.
    Me sentí atravesado por la más atroz sensación de dolor que jamás he experimentado, e hice un gesto a Haribadada para que se retirase, para que no me viese llorar.
    Y pasé la noche en la galería que dominaba el lago, en la galería donde había tenido tantas veces a la pobre niña en mis rodillas.
    Y pensaba que el esqueleto de su bonito cuerpo descompuesto estaba allí, debajo de mí, en un saco de tela atado con una cuerda, en el fondo de aquella agua negra que mirábamos juntos en tiempos.
    Volví a partir al día siguiente, pese a los ruegos y el vehemente pesar del rajá.
    Y hoy creo que jamás he amado a otra mujer que a Châli.