CLARO DE LUNA

    La señora Julia Roubére esperaba a su hermana mayor, la señora Enriqueta Letoré, que regresaba de un viaje a Suiza.
    La familia Letoré se había marchado hacia cosa de cinco semanas. Enriqueta había dejado a su marido volver solo a su posesión de Calvados, donde le llamaban sus intereses, e iba a Paris a pasar unos días en casa de su hermana.
    Anochecía. En el pequeño salón burgués, oscurecido por el crepúsculo, la señora de Roubére leía, distraída, dejando de mirar el libro al menor ruido.
    Por fin sonó el timbre y se presentó su hermana, envuelta en un amplio vestido de viaje, Y en seguida, sin reconocerse casi, se abrazaron con violencia, descansando para volver a empezar al punto.
    Hablaron luego, interrogándose acerca de su salud, su familia y otras mil cosas, charlando, pronunciando frases rápidas, entrecortadas, saltando alternativamente mientras Enriqueta se despojaba del sombrero.
    Era ya de noche. La señora de Roubére llamó para que trajeran un quinqué, y en cuanto la luz estuvo allí miró a su hermana, pronta a abrazarla nuevamente. Pero quedó cohibida, asustada, sin hablar. La señora de Letoré tenía dos grandes mechones de cabellos blancos. Todo el resto de su cabeza era de un negro sombrío y reluciente; pero allí, sólo allí, a los dos lados, se extendían como dos ríos de plata que iban pronto a perderse en la masa sombría del peinado. Tenía, sin embargo, veinticuatro años apenas, y aquel cambio se había operado desde su marcha a Suiza. Inmóvil, la señora de Roubére, la miraba estupefacta, pronta a llorar, como si una desgracia misteriosa y terrible hubiese acontecido a su hermana, y le preguntó:
    —¿Qué te sucede, Enriqueta? Esbozando una triste sonrisa, una sonrisa de enferma, la otra le respondió:
    —Nada, te lo aseguro. ¿Miras mis canas?
    Pero la señora de Roubére la asió impetuosamente por los hombros y, clavando en ella una mirada investigadora, repitió:
    —¿Qué te sucede? ¡Dime qué te sucede! Y te advierto que veré si me engañas.
    Permanecían la una frente a la otra, y Enriqueta, que palidecía como si fuese a desmayarse, tenía lágrimas en las extremidades de sus ojos bajos.
    La hermana volvió a repetir:
    —¿Qué te sucede? ¿Qué tienes? ¡Respóndeme!
    Entonces, con voz ahogada, la otra murmuró:
    —Tengo..., tengo un amante.
    Y ocultando la cara en el hombro de su hermana menor, rompió en sollozos profundos.
    Luego, cuando se calmó un poco, cuando la agitación de su pecho disminuyó, se puso a hablar de pronto, como para echar fuera de sí aquel secreto y depositar aquel dolor en un corazón amigo.
    Y cogiéndose de las manos, que se oprimían, las dos hermanas fueron a sentarse en un canapé en el fondo sombrío del salón, y la más joven, pasando su brazo por bajo del de la otra, recostándola sobre su corazon, se dispuso a escuchar.
    —¡Oh, sé que no tengo excusa; yo misma no me comprendo, y desde aquel día estoy loca! ¡Cuidado, hijita, cuidado! Si supieras cuán débiles somos, cuán velozmente cedemos, con qué prontitud se cae!... Basta cualquier cosa, ¡tan poco, tan poco! ... Un enternecimiento, una de esas melancolías súbitas que cruzan el alma, una de esas necesidades de abrir los brazos, de acariciar y estrechar contra el pecho que en determinados instantes sentimos todas.
    Ya conoces a mi marido y sabes hasta qué punto le amo; pero él es sesudo y razonable, y no comprende las tiernas vibraciones de un corazón de mujer. Es siempre, siempre el mismo, siempre bueno, risueño, complaciente, siempre perfecto. ¡Oh!, ¡cuánto celebraría yo en ocasiones que me cogiera entre sus brazos y me estrechase contra su pecho con aquellos besos lentos y dulces que confunden dos seres, que son como mudas confidencias! Cuanto celebraría que tuviese abandonos, debilidades también, y necesidad de mí, de mis caricias, mis lágrimas!
    Todo esto es estúpido; pero así somos nosotras. ¿Qué podemos contra ello?
    Y, sin embargo, nunca la idea de engañarle me hubiera acometido. Hoy, en cambio, es cosa hecha, sin amor, sin razón, sin nada; porque la luna brillaba una noche sobre el lago de Lucerna.
    Desde hacia un mes que viajabamos juntos, mi marido, con su tranquila indiferencia, paralizaba mis entusiasmos, daba al traste con mis exaltaciones. Cuando bajábamos las montañas a la luz del sol naciente, al galope-de los caballos de la diligencia, y divisando, entre las nieblas la mañana, extensos valles, bosques, ríos y pueblos, yo me ponia a palmotear, entusiasmada, y le decía:
    —¡Qué hermoso es esto, amigo mío! ¿Por qué no me abrazas?
    El me respondía con una sonrisa fría y benévola, encogiéndose ligeramente de hombros:
    —El que un paisaje guste, no es una razón para abrazarse.
    Y esto me helaba el corazón. Me parece que cuando se ama se debieran tener deseos de amar-más ante los espectáculos que deleitan.
    Ello es que yo sentía en mi poéticos impulsos que él no dejaba crecer. ¿Qué te diría? Estaba casi, casi como una caldera llena de vapor y cerrada herméticamente.
    Una noche—llevábamos cuatro días en un hotel de Fluelen—, Roberto, un poco indispuesto por la jaqueca, subió a acostarse después de cenar, y yo fui a pasearme sola a orillas del lago.
    Hacia una noche deliciosísima. La luna brillaba en el cielo; las elevadas montañas, con sus nieves, parecían cubiertas de plata, y. el morado líquido del lago tenía pequeños temblores relucientes. El aire era suave, tenía una de esas tibiezas penetrantes que nos hacen desfallecer, que nos enternecen sin motivo. ¡Pero cuán sensible y vibrante es el alma en esos momentos! ¡Con cuanta rapidez y con qué fuerza se estremece!
    Tomé asiento sobre la hierba y miré aquel gran lago melancólico y encantador; y tenía lugar en mí una cosa extraña: me acometía una insaciable necesidad de amor, me sentía rebelarme contra la lúgubre insulsez de mi vida. ¡Cómo! ¿No iría nunca del brazo de un hombre amado a lo largo de un paisaje iluminado por la luna? ¿No sentirla nunca descender en mi esos besos profundos, deliciosos y enloquecedores que se cambian en las dulces noches que Dios parece haber hecho para las ternuras? ¿No seria febrilmente oprimida por brazos extraviados, entre las claras sombras de una noche de estío?
    Y me puse á llorar como una loca.
    Oí ruido a mi espalda. Un hombre estaba en pie detrás de mi y me miraba atentamente. Cuando volví la cabeza me reconoció y avanzó:
    —¿Llora usted, señora? — me dijo.
    Era un joven abogado que viajaba con su madre y a quien habíamos encontrado muchas veces. Sus ojos me habían seguido con frecuencia.
    Tan trastornada estaba, que no supe qué responder ni qué pensar. Me levanté y me confesé enferma.
    El se puso a andar a mi lado de un modo natural y respetuoso y me habló de nuestro viaje. Todo lo que yo había sentido, él lo traducía; todo lo que me hacia estremecer, él lo comprendía como yo, mejor que yo. Y de repente me recitó versos, versos de Musset. Yo me ahogaba, presa de una emoción indescriptible. Me parecía que las mismas montañas, el lago y la luz de la luna entonaban cantos inefablemente dulces...
    Y ocurrió la cosa no sé cómo, no sé por qué, en una especie de alucinación...
    En cuanto a él..., no le volví a ver hasta el dia siguiente, en el momento de marchar. ¡Me dió su tarjeta!...

    ***

    Y la señora de Letoré cayó desfallecida en brazos de su hermana, dejando oír hondos gemidos, gritos casi.
    Entonces la señora de Roubére, recogida, grave, comentó suavemente:
    —Mira, hermana mía, en ocasiones no es al hombre a quien amamos, sino al amor. Y aquella noche, tu verdadero amante fue el claro de luna.