CORRESPONDENCIA

   
    DE LA SEÑORA DE X*** A LA SEÑORA DE Z***

    Etretat, viernes
    Mi querida tía: Poco a poco me acerco a usted. Estaré en ésa el dos de septiembre, víspera de la apertura de la caza, a la cual no faltaré; quiero mortificar a esos hombres. Es usted demasiado buena, adorada tía,  les permite el día ese, cuando está sola con ellos, que coman sin cambiar de ropa y hasta sin afeitarse, bajo pretexto de fatiga.
    Así que celebran infinito que yo no esté ahí. Pero estaré y pasaré revista, como un general, a la hora de comer, y  al que encuentre un poco descuidado, nada más que un poco, le enviaré a la cocina con la servidumbre.
    Los hombres de hoy día tienen tan pocos miramientos y poseen tan mal la ciencia de bien vivir, que es menester mostrarse severa con ellos. Estamos verdaderamente en el reinado de la ordinariez. Cuando disputan se provocan con insultos de mozo de cordel, y en presencia de nosotras se conducen muchísimo menos bien que nuestros criados. En los baños de mar es donde hay que verlos. Se encuentran allí en compactos batallones y puede juzgárselos en masa. ¡Oh! ¡Que seres tan groseros son!
    Figúrese usted que en el tren uno de ellos, un señor que ofrecía a primera vista buen aspecto, gracias a su traje, se quitó en mi presencia las botas para reemplazarlas por unas zapatillas. Otro, un viejo que debe de ser un palurdo enriquecido —son los más mal educados—, y que iba sentado frente a mi, puso con delicadeza ambos pies sobre el asiento, casi encima de mis ropas. Eso está bien visto.
    En los balnearios es un desencadenamiento de grosería. Debo agregar una cosa: mi indignación obedece tal vez a que no tengo la costumbre de tratar comúnmente a las personas que aquí se ven, pues su género me chocaría, sin duda, menos, si lo observase con más frecuencia.
    En el despacho de la fonda fui casi derribada por un joven que tomaba su llave por encima de mi cabeza. Otro me dio un tropezón tan fuerte, sin decir «¡Dispense usted!», ni descubrirse, al salir de un baile del Casino, que me quedó dolorido el pecho. He ahí cómo son todos. Mirémosles abordar a las mujeres en la terraza; apenas si las saludan. Llevan sencillamente la mano al sombrero. Por otra parte, como todos están calvos, más vale que así lo hagan.
    Pero hay una cosa que me exaspera y me choca sobre todo, y es la libertad que se toman de hablar en público, sin ninguna índole de precauciones, de las aventuras más escabrosas. Cuando dos hombres están juntos, se refieren, con las más crudas palabras y las reflexiones más abominables, historias verdaderamente horribles, sin inquietarse en modo alguno aunque les oiga una mujer. Ayer mismo, en la playa, me vi en la necesidad de marchar de donde estaba para no ser por más tiempo la confidente involuntaria de un sucedido picante, contado en términos tan violentos, que me sentía tan humillada como enfurecida de haber tenido que oír aquello. La más elemental ciencia de la vida, ¿no debía enseñarles a hablar bajo de esas cosas cerca de nosotras?
    Etretat es, al propio tiempo, el país de los chismes, y, además, la patria de las comadres. De cinco a siete se las ve vagar en busca de maledicencias, que llevan de grupo en grupo. Como usted, querida tía, me tenía dicho, el chismorreo es un síntoma de raza en las gentes ruines y en los espíritus pequeños. Es también el consuelo de las mujeres que ya no son amadas ni cortejadas. Me basta mirar a las que se designa como más charlatanas para persuadirme de que no se equivoca usted.
    El otro día asistí a una velada musical en el Casino, dada por una artista notable, la señora Massón, que canta deliciosamente. Tuve ocasión de aplaudir también al admirable Coquelin, así como a dos encantadores alumnos del Vaudeville, M*** y Metlet. Y con tal motivo pude ver juntos a todos los veraneantes que este año han venido a Etretat. No hay muchas personas distinguidas.
    Al siguiente día fui a almorzar a Yport. Reparé allí en un hombre barbudo que salía de una gran casa construida en forma de ciudadela. Era el pintor Juan Pablo Laurens. Según parece, no tiene bastante con enumerar sus personajes; quiere enumerarse él mismo.
     Luego me encontré sentada en la playa, junto a un hombre todavía joven, de aire apacible y fino, de aspecto reposado, que leía versos. Y los leía con atención tal, con tanta pasión, mejor dicho, que ni siquiera me miró.
    Esto me chocó algo, y pregunté a nuestro bañista, sin aparentar mucho desde luego gran interés, el nombre de aquel caballero. Interiormente me reía un poco de aquel lector de rimas; me parecía algo atrasado, para ser un hombre. «Es —me decía interiormente—alguna cándida criatura.» Pues bien, querida tía; ahora estoy loca por el desconocido. Figúrate que se llama Sully Prudhomme. Volveré a sentarme junto a él para mirarle detenidamente. Su cara, sobre todo, tiene un gran carácter de tranquilidad y de finura. Habiéndose presentado alguien preguntando por él, oi su voz, que es suave, casi tímida. Este sí que no ha de decir groserías en público, ni tropezará con las mujeres sin excusarse. Debe de ser un delicado, pero un delicado casi enfermizo, un vibrante. Este invierno procuraré que me lo presenten.
    No sé nada más, querida tía, y la dejo a usted a toda prisa por no perder la hora del correo. Le beso a usted las manos y las mejillas.
    Su fiel sobrina,
     Berta de X***
    P. S.—Debo no obstante agregar, en favor de la cortesía francesa, que nuestros compatriotas son en viaje modelos de atención, si se los compara con los abominables ingleses, que parecen haber sido educados por mozos de cuadra, pues tanto se cuidan de no molestarse y de molestar a sus vecinos.

    DE LA SEÑORA DE Z*** A LA SEÑORA DE X***
    Les Fresnes, sábado.

    Mi querida nena: Me dices muchas cosas razonables; pero eso no impide que no tengas razón. Como a ti, en otro tiempo me indignó mucho la descortesía de los hombres, que me parecía ,me faltaban a cada instante; mas, envejeciendo y pensando en todo, perdiendo mi coquetería, y observando, sin preocuparme para nada de mí, me he convencido de que, si los hombres no son siempre corteses, las mujeres, en cambio son siempre de una grosería incalificable.
    Creemos nosotras que todo nos está permitido, estimando a la vez que todo se nos debe, y cometemos voluntariamente actos desprovistos de esa elemental ciencia de la vida de que tú hablas con pasión.
    Encuentro hoy, por el contrario, que los hombres tienen muchos más miramientos para con nosotras que nosotras para con ellos. Por otra parte, querida, los hombres deben ser, y son, lo que les hacemos ser. En una sociedad en que las mujeres fuesen verdaderas grandes señoras, todos los hombres serian verdaderos hidalgos.
    Vamos a ver; observa y reflexiona.
    Dos mujeres se encuentran en la calle. ¡Qué actitud! ¡Qué miradas tan ofensivas! ¡Qué desprecio en los ojos! ¡Qué movimiento de cabeza de arriba abajo para examinar y condenar! Y si la acera es estrecha, ¿crees que una de ellas cederá el paso y pedirá se le dispense? ¡De ningún modo! Cuando dos hombres se tropiezan en una calleja angosta, ambos se saludan y desaparecen al propio tiempo; mientras que nosotras nos precipitamos vientre contra vientre, nariz contra nariz, mirándonos con insolencia.
    Dos mujeres que se conocen se encuentran en una escalera delante de la puerta de una amiga a quien la una acaba de ver y que la otra va a visitar. Y se ponen a hablar obstruyendo el paso. Si alguien sube detrás de ellas, hombre o mujer, ¿crees que se molestarán en apartarse un poco? ¡De ningún modo!
    El pasado invierno esperé, reloj en mano, veintidós minutos a la puerta de un salón. Y detrás de mí dos caballeros aguardaban también, sin parecer tan prontos a enfadarse como yo lo estaba. Y es que desde hacia tiempo se hallaban acostumbrados a nuestras inconscientes insolencias.
    El otra día, antes de salir de Paris, iba yo a comer, con tu marido precisamente, a una fonda de los Campos Elíseos para tomar el fresco. Todas las mesas estaban ocupadas. El mozo nos rogó que esperásemos.
    Divisé entonces en el salón a una anciana señora de noble aspecto que acababa de pagar su gran cuenta y se disponía a salir. Me vio, me miró de pies a cabeza, y no se movió. Durante más de un cuarto de hora permaneció allí, inmóvil, poniéndose los guantes, recorriendo con las miradas todas las mesas, considerando con quietud a los que esperaban como yo. Pues bien: dos jóvenes que acababan de comer, habiendo reparado en mí, llamaron a toda prisa para pagar y me ofrecieron su sitio, llegando hasta esperar en pie la vuelta del camarero.
    Ya ves cómo es a nosotras a quienes debiera enseñarse la cortesía, y que la tarea sería tan ruda que ni el mismo Hércules podría con ella.
    Me hablas de Etretat y de las gentes que chismorrean en esa linda playa. Es un país acabado, perdido para mí, pero donde me divertí mucho en otro tiempo.
    Éramos allí unos pocos, gente de la buena sociedad y artistas, fraternizando. No se chismorreaba entonces.
    Y como no teníamos el insípido casino donde se presume, se cuchichea y se baila estúpidamente, donde se fastidia la gente hasta la profusión, buscábamos la manera de pasar alegremente las veladas. Y ¿adivinas qué imaginó entonces uno de nuestros maridos? Pues ir a bailar todas las noches a una de las granjas de las cercanías.
    Partíamos en tropel con un piano de manubrio, que ordinariamente hacía funcionar el pintor-Le Poittevin, cubierta la cabeza-con un gorro de algodón. Dos hombres llevaban linternas. Íbamos en procesión, riendo y charlando como locas.
    Se despertaba al dueño de la granja, a las sirvientas, a los criados. Nos hacíamos preparar sopa de cebolla—¡horror!—, y bailábamos bajo los manzanos, a los acordes de la caja de música. Los gallos, despertándose, cantaban en la profundidad de los edificios; los caballos se agitaban sobre la paja de los establos. El fresco aire de la campiña nos acariciaba la piel, trayéndonos el aroma de las hierbas y el de las mieses segadas.
    ¡Qué lejos, qué lejos queda esto! ¡Han pasado treinta años desde entonces!
    No quiero, amada sobrina, que vengas para la apertura de la caza. ¿Por qué matar la alegría de nuestros amigos imponiéndoles tocados mundanos en ese día de placer campestre y violento?
    Un abrazo de tu vieja tía,

    Genoveva de Z***