DE VIAJE

A Gustave Toudouze


I

    El vagón venía completo desde Cannes; la gente charlaba, todos se conocían. Cuando pasaron por Tarascón, alguien dijo: «Aquí es donde ocurren los asesinatos.» Y se pusieron a hablar del misterioso y escurridizo asesino que, desde hace dos años, se permite el lujo de matar a un viajero de vez en cuando. Cada cual hacía suposiciones, cada cual daba su opinión; las mujeres miraban escalofriadas la oscura noche de detrás de los cristales, con el temor de ver aparecer de repente una cabeza de hombre en la portezuela. Y empezaron a contar historias espantosas de malos encuentros, viajes a solas con locos en un rápido, horas pasadas frente a un personaje sospechoso.
    Cada hombre sabía una anécdota que lo honraba, cada cual había intimidado, derribado y agarrotado a algún malhechor en sorprendentes circunstancias, con una presencia de ánimo y una audacia admirables. Un médico, que pasaba los inviernos en el Sur, quiso a su vez contar una aventura.

    *

    Yo, dijo, jamás he tenido la suerte de probar mi valor en un caso de este tipo; pero conocí a una mujer, una de mis clientas, hoy muerta, a quien le ocurrió la cosa más singular del mundo, y también de lo más misteriosa y enternecedora.
    Era una rusa, la condesa María Baranof, una gran dama, de exquisita belleza. Ya saben ustedes lo guapas que son las rusas, o al menos lo guapas que nos parecen, con su nariz fina, su boca delicada, sus ojos juntos, de color indefinible, de un azul grisáceo, y su gracia fría, un poco dura. Tienen algo de malvado y seductor, de altanero y dulce, de tierno y severo, totalmente fascinante para un francés. En el fondo, acaso sea sólo la diferencia de raza y de tipo lo que me hace ver en ellas tantas cosas.
    Su médico la veía amenazada, desde hacía varios años, por una enfermedad del pecho, y trataba de decidirla a venir al sur de Francia; pero ella se negaba obstinadamente a abandonar Petersburgo. Por fin el pasado otoño, juzgándola perdida, el doctor previno al marido, quien ordenó al punto a su esposa que partiera para Menton.
    Cogió ella el tren, sola en su vagón, pues su servidumbre ocupaba otro departamento.
    Estaba sentada junto a la portezuela, un poco triste, viendo cómo pasaban campos y aldeas, sintiéndose muy aislada, muy abandonada en la vida, sin hilos, casi sin parientes, con un marido cuyo amor había muerto y que la arrojaba así al otro extremo del mundo sin venir con ella, como quien envía al hospital a un criado enfermo.
    En todas las estaciones su servidor, Iván, venía a informarse de si la señora necesitaba algo. Era un viejo criado, ciegamente servicial, dispuesto a cumplir todas las órdenes que ella le diera.
     Cayó la noche, el tren rodaba a toda velocidad. Ella no podía dormir, nerviosa en exceso. De repente se le ocurrió la idea de contar el dinero que su marido le había entregado en el último minuto, en oro francés. Abrió su pequeño bolso y yació sobre sus rodillas el brillante raudal metálico.
    Pero de pronto una ráfaga de aire frío hirió su rostro. Sorprendida, alzó la cabeza. La portezuela acababa de abrirse. La condesa María, trastornada, arrojó bruscamente un chal sobre el dinero extendido sobre su vestido, y esperó. Transcurrieron unos segundos, después apareció un hombre, destocado, herido en la mano, jadeante, con traje de etiqueta. Cerró la puerta, se sentó, miró a su vecina con ojos brillantes, y después envolvió con un pañuelo su muñeca, de la que corría la sangre.
    La joven se sentía desfallecer de miedo. Aquel hombre la había visto contar su dinero, con toda seguridad, y habla venido a robarla y a matarla.
    El la miraba fijamente, sin resuello, el rostro convulso, dispuesto a saltar sobre ella, sin duda.
    El dijo bruscamente:
    « ¡Señora, no tenga miedo! »
    Ella no respondió nada, incapaz de abrir la boca; oía los latidos de su corazón y los zumbidos de sus oídos.
    El prosiguió:
    «No soy un malhechor, señora.»
    Ella seguía sin decir nada, pero al hacer un movimiento brusco sus rodillas se acercaron y el oro empezó a correr por la alfombra como el agua corre de un canalón.
    El hombre, sorprendido, miraba aquel chorro de metal, y de pronto se agachó a recogerlo.
    Ella, aterrada, se levantó, lanzando al suelo toda su fortuna, y corrió a la portezuela para precipitarse a la vía. Pero él comprendió lo que iba a hacer: se abalanzó, la cogió entre sus brazos, la obligó a sentarse a la fuerza, y sujetándola por las muñecas: «Oigame, señora, no soy un malhechor, y la prueba es que voy a recoger ese dinero y a devolvérselo. Pero soy un hombre perdido, un hombre muerto, si usted no me ayuda a pasar la frontera. No puedo decirle más. Dentro de una hora estaremos en la última estación rusa; dentro de una hora y veinte, cruzaremos la frontera del Imperio. Si usted no me socorre, estoy perdido. Y, sin embargo, señora, no he matado, ni robado, ni he hecho nada contrario al honor. Se lo juro. No puedo decirle más.»
    Y poniéndose de rodillas recogió el oro bajo los asientos, buscando las últimas piezas, que habían rodado a lo lejos. Después, cuando el bolsito de cuero estuvo de nuevo lleno, se lo entregó a su vecina sin agregar una palabra, y volvió a sentarse en la otra esquina del vagón.
    Ya no se movían ni el uno ni la otra. Ella permanecía inmóvil y muda, todavía desfallecida de terror, pero calmándose poco a poco. En cuanto a él, no hacía un gesto, ni un movimiento; seguía muy tieso, los ojos clavados en el vacío, palidísimo, como si estuviera muerto. De vez en cuando ella le lanzaba una brusca mirada, desviándola en el acto. Era un hombre de unos treinta años, muy guapo, con toda la apariencia de un hidalgo.
    El tren corría en las tinieblas, lanzaba entre la noche llamadas desgarradoras, aflojaba a veces la marcha, y después volvía a arrancar a toda velocidad. Pero de pronto moderó su avance, silbó varias veces y se detuvo del todo.
    Iván apareció en la portezuela para recibir órdenes.
    La condesa María, con voz trémula, examinó por última vez a su extraño compañero, y después dijo a su servidor, con voz brusca:
    «Iván, vas a regresar con el conde, ya no te necesito.»
    El hombre, desconcertado, abría unos ojos enormes.
    Balbució:
    «Pero... barina.» *
    Ella prosiguió:
    «No, no vendrás, he cambiado de opinión. Quiero que te quedes en Rusia. Ten, ahí tienes dinero para regresar. Dame tu gorro y tu abrigo.»
    El viejo doméstico, pasmado, se destocó y tendió su abrigo, sin replicar, siempre obediente, habituado a las voluntades repentinas y a los irresistibles caprichos de los amos. Y se alejó con lágrimas en los ojos.
    El tren arrancó, corriendo hacia la frontera.
    Entonces la condesa María le dijo a su vecino:
    «Estas cosas son para usted, caballero; usted es Iván, mi servidor. No pongo sino una condición a lo que hago: y es que no me hablará nunca, no me dirá una palabra, ni para darme las gracias ni para nada de nada.»
    El desconocido se inclinó sin pronunciar una palabra.
    Pronto se detuvieron de nuevo y unos funcionarios de uniforme visitaron el tren. La condesa les tendió sus papeles, y señalando al hombre sentado en el fondo de su vagón:
    «Es mi criado Iván, y éste es su pasaporte.»
    El tren reanudó la marcha.
    Durante toda la noche permanecieron a solas, mudos los dos.
    Llegada la mañana, cuando se pararon en una estación alemana, el desconocido se apeó; y después, de pie en la portezuela:
    «Perdóneme, señora, por romper mi promesa; pero la he privado de su criado, y es justo que lo reemplace. ¿No necesita usted nada?»
    Ella respondió fríamente:
    «Vaya a buscar a mi doncella.»
    Y él se fue. Después desapareció.
    Cuando ella bajaba en alguna cantina, lo divisaba a lo lejos, mirándola. Llegaron a Menton.

    II

    El doctor enmudeció un segundo, después prosiguió:
    Un día que recibía yo a mis clientes en la consulta, vi entrar a un joven alto, que me dijo:
    «Doctor, vengo a pedirle noticias de la condesa María Baranof. Soy, aunque ella no me conozca, un amigo de su esposo.»
    Respondí:
    «Está perdida. No regresará a Rusia.»
    Y el hombre empezó de repente a sollozar, después se levantó y salió dando traspiés como un borracho.
    Esa misma tarde advertí a la condesa que un extranjero había venido a interrogarme sobre su salud. Pareció emocionada y me contó toda la historia que acabo de narrarles. Agregó:
    «Ese hombre, que no sé quién es, me sigue ahora como mi sombra, lo encuentro cada vez que salgo; me mira de una forma extraña, pero no me ha hablado nunca.»
    Reflexionó, y después añadió:
    «Mire, apuesto a que está bajo mis ventanas.»
    Abandonó su chaise longue, fue a correr las cortinas y me mostró, en efecto, al hombre que había venido a verme, sentado en un banco del paseo, con los ojos alzados hacia el hotel. Nos vio, se levantó y se alejó sin volver la cabeza una sola vez.
    Entonces asistí a una cosa sorprendente y dolorosa: al amor mudo de aquellos dos seres que no se conocían.
    El la amaba con la fidelidad de un animal salvado, agradecido y fiel hasta la muerte. Venía todos los días a preguntarme: «¿Cómo sigue?», comprendiendo que yo lo había adivinado. Y lloraba terriblemente cuando la veía pasar, más débil y más pálida cada día.
    Ella me decía:
    «Sólo he hablado una vez con ese hombre singular, y me parece que lo conozco hace veinte años.»
    Y cuando se encontraban, ella le devolvía el saludo con una sonrisa grave y encantadora. Yo la notaba feliz a ella, tan abandonada y que se sabía condenada; la notaba feliz por ser amada así, con aquel respeto y aquella constancia, con aquella poesía exagerada, con aquella abnegación dispuesta a todo. Y, no obstante, fiel a su obstinación de exaltada, se negaba desesperadamente a recibirlo, a saber su nombre, a hablarle. Decía: «No, no, eso estropearía esta extraña amistad. Es preciso que sigamos ajenos el uno al otro.»
    En cuanto a él, era igualmente una especie de Don Quijote, pues nada hizo para acercarse a ella. Quería cumplir hasta el fin la absurda promesa de no hablarle nunca que había hecho en el vagón.
    A menudo, durante sus largas horas de debilidad, ella se levantaba de la chaise longue e iba a entreabrir las cortinas para mirar si él estaba allí, bajo su ventana. Y cuando lo había visto, siempre inmóvil en su banco, volvía a acostarse con una sonrisa en los labios.
    Murió una mañana, hacia las diez. Al salir yo del hotel, él vino hacia mí, con el rostro descompuesto; sabía ya la noticia.
    «Quisiera verla un segundo, delante de usted», dijo.
    Lo cogí del brazo y entré de nuevo en la casa.
    Cuando estuvo delante del lecho de la muerta, le cogió la mano y la besó con un interminable beso, después escapó como desatinado.
    *

    El doctor enmudeció de nuevo, y prosiguió:
    «Ahí tienen, con toda seguridad, la más singular aventura de ferrocarril que conozco. Hay que decir también que los hombres están completamente chalados.»
    Una mujer murmuró a media voz:
    «Esos dos seres no estaban tan locos como ustedes creen... Eran... »
    Pero no podía hablar, de tanto como lloraba. Y cambiaron de conversación para calmarla; nunca se supo lo que quería decir.


    * Barin significa señor en ruso. Maupassant le da una terminación femenina, y santas pascuas, sin tener en cuenta la palataIización que sufre el femenino, báriña.