DENIS

A León Chapron

    I
    El señor Marambot abrió la carta que le entregaba Denis, su criado, y sonrió.
    Denis, que llevaba veinte años en la casa, un hombrecillo rechoncho y jovial, al que se citaba en toda la comarca como modelo de doméstico, preguntó:
    «¿El señor está contento? ¿El señor ha recibido una buena noticia?»
    El señor Marambot no era rico. Ex farmacéutico de pueblo, soltero, vivía de unas pequeñas rentas ganadas penosamente vendiendo drogas a los campesinos.
    «Sí, hijo mío. Malois se echa para atrás ante el proceso con que le amenazo; mañana recibiré mi dinero. Cinco mil francos no vienen mal en la caja de un solterón.»
    Y el señor Marambot se frotaba las manos. Era un hombre de carácter resignado, más triste que alegre, incapaz de un esfuerzo prolongado, descuidado en sus negocios.
    Ciertamente habría podido alcanzar una holgura más considerable aprovechando la defunción de los colegas establecidos en centros importantes, para ir a ocupar su lugar y recoger su clientela. Pero la molestia de las mudanzas, y la idea de todos los pasos que habría que dar, lo habían disuadido siempre; y se contentaba con decir tras dos días de reflexión:
    «¡Bah!, la próxima vez será. No pierdo nada esperando. Acaso encuentre algo mejor.»
    Denis, por el contrario, empujaba a su amo a la acción. De carácter dinámico, repetía sin cesar:
    «¡Oh! Lo que es yo, si hubiera tenido el capital inicial, habría hecho fortuna. Sólo mil francos, y asunto concluido.»
    El señor Marambot sonreía sin responder y salía a su jardincito, por donde se paseaba, con las manos a la espalda, soñando despierto.
    Denis estuvo cantando todo el día, como un hombre satisfecho, coplas y romances del país. Desplegó incluso una actividad inusitada, pues limpió todos los cristales de la casa, secando los vidrios con ardor, entonando a pleno pulmón sus estribillos.
    El señor Marambot, asombrado por su celo, le dijo en varias ocasiones, sonriente:
    «Si trabajas así, hijo mío, no te dejarás nada para mañana. »
    Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, el cartero entregó a Denis cuatro cartas para su amo, una de ellas muy pesada. El señor Marambot se encerró en seguida en su habitación hasta media tarde. Confió entonces a su criado cuatro sobres para el correo. Uno de ellos iba dirigido al señor Malois, era sin duda un recibo del dinero.
    Denis no hizo preguntas a su amo; ese día parecía tan triste y sombrío como la víspera había estado alegre.
    Llegó la noche. El señor Marambot se acostó a la hora de costumbre y se durmió.
    Lo despertó un ruido singular. Se sentó de inmediato en la cama y escuchó. Pero su puerta se abrió bruscamente, y Denis apareció en el umbral, con una vela en una mano, un cuchillo de cocina en la otra, los ojos muy abiertos y fijos, los labios y las mejillas contraídos como los de alguien agitado por una horrible emoción, y tan pálido que semejaba un aparecido.
    El señor Marambot, sobrecogido, lo creyó sonámbulo, e iba a levantarse para correr a su encuentro, cuando el criado sopló la vela lanzándose hacia la cama. Su amo extendió las manos para protegerse del choque que lo derribó de espaldas; y trataba de agarrar las manos de su criado, a quien creía ahora víctima de un ataque de locura, con el fin de evitar los precipitados golpes que le asestaba.
    El cuchillo le alcanzó la primera vez en el hombro, la segunda en la frente, por tercera vez en el pecho. Se debatía enloquecido, agitando las manos en la oscuridad, lanzando también patadas y gritando:
    «iDenis! ¡Denis! ¿Estás loco? ¡Vamos, Denis!»
    Pero el otro, jadeante, se encarnizaba, seguía golpeando, rechazado ya por una patada, ya por un puñetazo, e insistiendo furiosamente. El señor Marambot fue herido aún dos veces en la pierna y una vez en el vientre. Pero de pronto una rápida idea cruzó por su mente y empezó a gritar:
    «Déjalo, déjalo, Denis, no he recibido el dinero.»
    El hombre se detuvo al punto; y su amo oía, en la oscuridad, su respiración sibilante.
    El señor Marambot prosiguió en seguida:
    «No he recibido nada. El señor Malois se vuelve atrás, el proceso se celebrará; por eso llevaste las cartas al correo. Puedes leer las que están en mi escritorio.»
    Y, con un último esfuerzo, cogió las cerillas en su mesa de noche y encendió su vela.
    Estaba cubierto de sangre. Ardientes chorros habían salpicado la pared. Las sábanas, las cortinas, todo estaba rojo. Denis, también ensangrentado de pies a cabeza, permanecía en pie en el centro de la habitación.
    Cuando vio aquello, el señor Marambot se creyó muerto, y perdió el conocimiento.
    Se reanimó al despuntar el día. Estuvo algún tiempo sin recobrar sus sentidos, sin entender, sin acordarse. Pero de pronto el recuerdo del atentado y de sus heridas volvió a él, y lo invadió un miedo tan vehemente que cerró los ojos para no ver nada. Al cabo de unos minutos su espanto se calmó, y reflexionó. No había muerto en el acto, y por lo tanto podría reponerse. Se sentía débil, muy débil, pero no sufría mucho, aunque experimentaba en diversos puntos del cuerpo una sensible molestia, como pellizcos. Se sentía también helado, y completamente mojado, y oprimido, como enrollado en vendajes. Pensó que la humedad procedía de la sangre derramada; y lo sacudían estremecimientos de angustia ante el espantoso pensamiento de aquel líquido rojo brotado de sus venas y que cubría la cama. La idea de volver a ver tan horroroso espectáculo lo trastornaba y cerraba los ojos con fuerza, como si fueran a abrirse a su pesar.
    ¿Qué sería de Denis? Se había escapado, probablemente.
    Pero ¿qué iba a hacer ahora él, Marambot? ¿Levantarse? ¿Pedir auxilio? Ahora bien, si hacía un solo movimiento, sus heridas sin duda volverían a abrirse; y caería muerto, desangrado.
    De repente, oyó que empujaban la puerta de la habitación. Su corazón casi dejó de latir. Era Denis que venía a rematarlo, ciertamente. Contuvo la respiración para que el asesino lo creyera muerto, y terminada su obra.
    Sintió que le quitaban las sábanas, después que le palpaban el vientre. Un vivo dolor, junto a la cadera, lo hizo estremecerse. Ahora lo lavaban con agua fresca, muy suavemente. Así, pues, alguien había descubierto la fechoría y lo estaban cuidando, lo salvaban. Le asaltó una alegría loca; pero, por un resto de prudencia, no quiso mostrar que había recobrado el conocimiento, y entreabrió un ojo, sólo uno, con las mayores precauciones. Reconoció a Denis de pie a su lado, ¡a Denis en persona! ¡Misericordia! Volvió a cerrar el ojo con precipitación.
    ¡Denis! ¿Qué estaba haciendo ahora? ¿Qué quería? ¿Qué espantoso proyecto alimentaba aún?
    ¿Qué hacía? ¡Lo estaba lavando para borrar las huellas! ¿Iría ahora a enterrarlo en el jardín, a diez pies bajo tierra, para que no lo descubriesen? ¿O a lo mejor en el sótano, bajo las botellas de vino fino?
    Y el señor Marambot se puso a temblar tan intensamente que todos sus miembros palpitaban.
    Se decía: «Estoy perdido, ¡perdido!» Y apretaba desesperadamente los párpados para no ver llegar la última cuchillada. No la recibió. Denis, ahora, lo levantaba y lo vendaba con un lienzo. Después se puso a curar la herida de la pierna con cuidado, como había aprendido a hacerlo cuando su amo era farmacéutico.
    No cabía la menor duda para un hombre del oficio: su criado, tras haber querido matarlo, intentaba salvarlo.
    Entonces el señor Marambot, con voz desfallecida, le dio este consejo práctico:
    «¡Añade al agua de los lavados y las curas un poco de carbol!»
     Denis respondió:
    «Es lo que hago, señor.»
    El señor Marambot abrió los dos ojos.
    Ya no quedaban rastros de sangre en la cama, ni en la habitación, ni sobre el asesino. El herido estaba tendido entre sábanas blanquísimas.
    Los dos hombres se miraron.
    Por fin, el señor Marambot pronunció con suavidad:
    «Has cometido un gran crimen.»
    Denis respondió:
    «Estoy reparándolo, señor. Si usted no me denuncia, le serviré fielmente como en el pasado.»
    No era el momento de disgustar a su criado. El señor Marambot articuló, volviendo a cerrar los ojos:
    «Te juro que no te denunciaré.»

    II

    Denis salvó a su amo. Pasó noches y días sin dormir, no salió de la habitación del enfermo, le preparó drogas, tisanas, pociones, le tomaba el pulso, contaba ansiosamente las pulsaciones, lo manejaba con una habilidad de enfermero y una abnegación de hijo.
    Le preguntaba a cada momento:
    «¿Qué, señor? ¿Cómo se encuentra?»
    El señor Marambot respondía con voz débil:
    «Un poco mejor, hijo mío, muchas gracias.»
    Y cuando el herido se despertaba, por la noche, veía a menudo a su guardián que lloraba en un sillón y se enjugaba los ojos en silencio.
    Nunca el ex-farmacéutico había estado tan bien cuidado, tan mimado, tan atendido. Al principio se había dicho:
    «Cuando esté curado, me desembarazaré de este granuja. »
    Entraba ahora en la convalecencia y retrasaba de un día para otro el momento de separarse de su asesino. Pensaba que nadie tendría con él tantas consideraciones y atenciones, que dominaba a aquel hombre gracias al miedo; y lo previno de  que había depositado en un notario un testamento en el que lo denunciaba a la justicia si le ocurría algún nuevo accidente.
    Esta precaución le parecía suficiente para preservarlo en el futuro de todo nuevo atentado; y se preguntaba entonces si no sería incluso más prudente conservar al criado a su lado, para vigilarlo atentamente.
    Como antaño, cuando vacilaba entre adquirir o no alguna farmacia más importante, no podía decidirse a adoptar una resolución.
    «Siempre habrá tiempo» se decía.
    Denis seguía mostrándose un incomparable servidor. El señor Marambot estaba curado. Y lo conservó.
    Ahora bien, una mañana, cuando acababa de almorzar, oyó de pronto un gran ruido en la cocina. Corrió a ella. Denis se debatía, agarrado por dos gendarmes. El sargento tomaba gravemente unas notas en un cuaderno.
    En cuanto vio a su amo, el sirviente empezó a sollozar, gritando:
    «Me ha denunciado usted, señor; eso no está bien, después de lo que me prometió. ¡Ha faltado usted a su palabra de honor, señor Marambot! ¡No está bien, no está nada bien!...»
    El señor Marambot, estupefacto y desolado al ver que sospechaba de él, alzó la mano:
    «Juro ante Dios, hijo mío, que no te he denunciado. Ignoro totalmente cómo han podido enterarse los gendarmes de tu intento de asesinato contra mi.»
    El sargento tuvo un sobresalto:
    «¿Dice usted que ha querido matarlo, señor Marambot?»
    El farmacéutico, aturdido, respondió:
    «Pues, sí... pero yo no lo he denunciado... No he dicho nada... Juro que no he dicho nada... Me servía muy bien desde ese momento... »
    El sargento articuló severamente:
    «Tomo nota de su deposición. La justicia apreciará ese nuevo motivo que ignoraba, señor Marambot. Estoy encargado de detener a su criado por el robo de dos patos hurtados subrepticiamente por él en casa del señor Duhamel, de cuyo delito hay testigos. Le pido perdón, señor Marambot. Daré cuenta de su declaración. »
    Y, volviéndose hacia sus hombres, ordenó:
    «¡Vamos, en marcha!»
    Los dos gendarmes se llevaron a Denis.

   
    III

    El abogado acababa de alegar locura, relacionando los dos delitos entre sí para reforzar su argumentación. Había probado claramente que el robo de los dos patos provenía del mismo estado mental que las ocho cuchillas inferidas a Marambot. Había analizado finamente todas las fases de ese estado transitorio de enajenación mental, que cedería, sin la menor duda, ante un tratamiento de unos meses en una excelente casa de salud. Había hablado en términos entusiastas de la continua abnegación de aquel honrado servidor, de los incomparables cuidados que prodigó a su amo herido por él en un instante de extravío.
    Enternecido profundamente con aquel recuerdo, el señor Marambot sintió que se le humedecían los ojos.
    El abogado se dio cuenta, abrió los brazos en un amplio gesto, desplegando sus largas mangas negras como las alas de un murciélago. Y, con tono vibrante, exclamó:
    «Miren, miren, miren, señores del jurado; miren esas lágrimas. ¿Qué me queda por decir sobre mi cliente? ¿Qué discurso, qué argumento, qué razonamiento valdrían lo que esas lágrimas de su amo? ¡Hablan con más elocuencia que yo, con más elocuencia que la ley! Están gritando:
    «¡Perdón para el insensato de una hora! ¡Imploran, absuelven, bendicen!»
    Se calló, y se sentó.
    El presidente, entonces, volviéndose hacia Marambot, cuya deposición había sido excelente para su criado, le preguntó:
    «Pero, vamos a ver, señor, aún admitiendo que usted haya considerado demente a este hombre, eso no explica que lo haya conservado a su lado. No dejaba de ser peligroso.»
    Marambot respondió, enjugándose los ojos:
    «¿Qué quiere usted, señor presidente? ¡Es tan difícil encontrar un criado con los tiempos que corren!... No habría hallado ninguno mejor.»
    Denis fue absuelto e internado, a expensas de su amo, en una casa de locos.