DESCUBIERTA

   
    El barco estaba lleno de gente. Se pronosticaba un feliz viaje; los havreses iban a dar un paseo a Trouvllle.
    Soltaron las amarras; un silbido anunció la partida; un estremecimiento sacudió el barco, mientras se oía en torno un rumor de agua removida.
    Giraron las ruedas, se detuvieron y giraron de nuevo suavemente. Cuando el capitán dijo en el portavoz que le servia para dar sus órdenes a los maquinistas: «¡En marcha!», las ruedas comenzaron a girar con rapidez.
    Nos apartábamos del muelle.
     Los viajeros agitaban sus pañuelos, como si se despidiesen para América, y los amigos que se quedaban en tierra hacían otro tanto.
    El sol de julio cala sobre las sombrillas, sobre los trajes claros, sobre los rostros alegres, sobre las aguas del Océano en calma. Cuando hubo salido del puerto el vaporcito, trazó una curva rápida para dirigir su proa puntiaguda hacia la costa lejana entrevista vagamente a través de la bruma matinal.
    A nuestra izquierda se abría la embocadura del Sena, de veinte kilómetros de ancho. De trecho en trecho, grandes boyas indicaban los bancos arenosos y se distinguían a lo lejos las aguas dulces y cenagosas del río, que, sin mezclarse con el agua salada, señalaban grandes franjas amarillentas en la superficie verde y pura del mar.
    En cuanto me veo en una embarcación, siento la necesidad de pasear de arriba abajo, como un marino que hace guardia.
    ¿Por qué? Lo ignoro. Pero lo cierto es que, según mi costumbre, comencé a pasearme, procurando evitar encontrones con los viajeros.
    Me llamaron. Volví la cabeza. Reconocí a un antiguo compañero, Enrique Sidoine, al cual no había visto en diez años. Después de darnos un afectuoso apretón de manos, refiriéndonos a una cosas y otras, emprendimos nuevamente los paseos de oso enjaulado. Sin dejar de hablar, mirábamos las dos filas de viajeros sentados a uno y otro lado del puente.
    De pronto Enrique dijo con verdadera expresión de rabia:
    —Está lleno de ingleses. ¡Que asco!
    En el vapor abundaban, en efecto, los ingleses. Los hombres en pie, contemplaban con sus gemelos el horizonte, con un cierto empaque de importancia que parecia decir: «Somos nosotros, los ingleses, los dueños del mar.¡Bum! ¡Bum! Aqui estamos.»
    Y todos los velos blancos que flotaban en sus sombreros, parecían banderas desplegadas para indicar su poder.
    Las señoritas, cuyo calzado recordaba también las construcciones navales de su patria, ceñían a su talle, de singular tiesura, y a sus brazos delgados, sus chales multicolores, y sonreían vagamente al paisaje luminoso. Sus cabecitas lucían sombreros ingleses de forma extraña, y sobre su cuello sus pobres cabelleras ensortijadas parecían culebrillas oscilantes.
    Y las viejas, aún más estiradas abrían al viento su mandíbula nacional, como si amenazaran al espacio con sus dientes amarillos y enormes.
    Se sentía, al pasar junto a ellas, olor de caucho y de elixir dentífrico.
    Enrique repetía cada vez más colérico:
    —¡Es un asco! ¿No se podría impedir que viniesen a Francia?
    —¿Por qué los odias? Yo te aseguro que me son del todo indiferentes.
    Enrique dijo:
    —Si, claro; como no te has casado con una inglesa... Pero yo me casé con una inglesa.
    Me detuve para reírme.
    —¡Ah demonio! Cuéntamelo. ¿Te hace infeliz?
    Mi amigo se encogió de hombros.
    —Precisamente infeliz... No, no tanto.
    —Entonces ella te ha... ¿Te ha engañado?
    —Desgraciadamente, no. Eso me daría pretexto para el divorcio, librándome de sufrirla.
    —No comprendo.
    —¿No comprendes? ¡Claro!
    —Pues bien: ella no hizo más cosa mala que hablar en francés. Oye: No tenía yo el menor deseo de casarme, cuando fui a pasar el verano a Etretat, hace doce años. Nada más peligroso que las playas para los solteros. Las muchachas allí se hallan en su elemento. París favorece a las mujeres y los veraneos a las muchachas. Las expediciones en burro, los baños por la mañana, los almuerzos sobre la hierba, todo son provocaciones hacia el matrimonio. Y en verdad, no hay cosa más agradable que ver una criatura de dieciocho abriles corretear a través de los campos o coger flores a la orilla de un camino. Conocía una familia inglesa que vivía  en el mismo hotel que yo; el padre se parecía a todos los ingleses; y la madre, a todas las inglesas.
    Tenían dos hijos, dos muchachos huesudos, de esos que hacen de la mañana a la noche violentos ejercicios con bolos, con mazas o con palos, y tenían también dos hijas, la mayor flacucha, una verdadera inglesa disecada; la menor, una maravilla, rubia, con una cabeza verdaderamente celestial. Esas condenadas inglesas, cuando se proponen ser bonitas lo son de verdad. Tenía los ojos azules, de un azul que parece impregnado en poesía, en esperanza, en ensueño, en todos los goces del mundo.
    ¡Qué horizontes abren a los delirios amorosos los ojos de una mujer como aquélla! ¡Qué bien responden a las ansias eternas y confusas de nuestro corazón!
    Preciso es confesar que los franceses adoramos a las extranjeras. En cuanto vemos una rusa, una italiana, una española o una inglesa un poco aceptable, nos enamoramos perdidamente.
    Todo lo que viene de fuera nos entusiasma: los sombreros, los guantes, los fusiles y... las mujeres. Y en esto hacemos mal.
    Porque yo creo que lo que nos interesa más en las exóticas es el defecto de pronunciación. En cuanto una mujer habla mal nuestro idioma, nos agrada; si se equívoca una vez en cada frase, nos cautiva, y si lo chapurra de un modo ininteligible, nos enloquece.
    Mi inglesita Kate hablaba de un modo inverosímil. Yo no entendía una sola palabra los primeros días; luego, acabé por enamorarme como un tonto de aquella jerigonza cómica y alegre.
    Todos los conceptos estropeados, ridículos y estrambóticos, en sus labios tomaban una expresión deliciosa. Por las noches, en la terraza del casino, sosteníamos conversaciones que resultaban verdaderamente charadísticas y enigmáticas.
    Cuando me casé la adoraba con locura, como se adora un ensueño. Los verdaderos amantes adoran un ensueño que se les presenta en forma de mujer.
    Mi terrible, mi única desgracia,  fue dar a Kate un profesor de francés. Mientras ella martirizaba el diccionario y tenía en un potro en la gramática, me ilusionó.
    Hablando con dificultad. me descubría la gracia encantadora de su ser, la elegancia incomparable de su figura. Yo la imaginaba como una maravillosa joya viviente, como una muneca de carne, formada por mis caricias y que sabía decir apenas lo que le gustaba, lanzar exclamaciones atractivas y expresar coquetonamente, a fuerza de ser incomprensible, sensaciones y emociones poco complicadas.
    Parecía un juguete de esos que dicenn «papá» y «mamá» y pronuncian «baaba» y «baamban»
    Como podría yo suponer que...
    Ahora, tampoco habla muy bien que digamos, pero se la comprende sin dificultad; la comprendo ya demasiado.
    Abrí mi muñeca y sé lo que tiene dentro, amigo mío. ¡Qué lástima!
    Tu no conoces las opiniones, las ideas, las teorías de una inglesita bien educada, a la cual no se le puede reprochar la menor falta, y que repite constantemente a todas horas, las frases de un diccionario de la conversación, escrito para los colegios.
    Recuerda la sorpresa del cotillón, esos paquetitos preciosos y dorados que guardan execrables confites. Yo tuve una en mi mano y rasgué la envoltura, quise probar lo que había dentro, y me desagradó tanto, que ahora se me revuelve el estómago solo de ver a los ingleses.
    ¿Me habré casado con una cotorra a la cual le habría enseñado un poco de francés una institutriz inglesa?
    ***

    Divisábamos ya el puerto de Trouville, muy animado.
    Yo dije:
    —¿En dónde tienes a tu mujer?
    Y me contestó:
    —La llevé a Etretat.
    —Y tú, ¿qué proyectas?
    —Distraerme un poco en Trouville.
    Y después de un silencio, añadió:
    —No puedes imaginarte hasta que punto resultan insoportables ciertas mujeres.