DÍA DE FIESTA


    Me fui para huir de la fiesta, la fiesta odiosa y estrepitosa, la fiesta de petardos y banderas que rompe los tímpanos y hace polvo la vista.
    Estar solo, completamente solo, durante unos días, es una de las mejores cosas que sé hacer. No escuchar a nadie repetir las tonterías que sabemos desde hace tiempo, no ver ninguna cara conocida de la que adivinamos de antemano su pensamiento, con la simple expresión de sus ojos, cuyas palabras se adivinan, de la que esperamos su ánimo contrariado, las reflexiones y las opiniones, es para el alma una especie de baño fresco y relajante, un baño de silencio, de aislamiento y de descanso.
    ¿Por qué decir a donde iba? ¡Qué importa! Seguía a pie el borde de un río, y percibí a lo lejos los tres campanarios de una vieja iglesia en lo alto de un pueblecito al que llegaré dentro de poco. La hierba joven, brillante, la hierba de la primavera crecía sobre la pendiente orilla hasta el agua, y el agua se deslizaba viva y clara, sobre este lecho verde y reluciente, un agua alegre que parecía correr como un animal gozoso en una pradera.
    De vez en cuando una estaca delgada y larga, inclinada hacia el río, señalaba un pescador de caña escondido tras un matorral.
    ¿Quienes eran estos hombres a los que el deseo de coger al extremo de un hilo un animal gordo como una brizna de paja, mantenía días enteros, de la aurora al crepúsculo, bajo el sol o bajo la lluvia, acuclillados bajo un sauce, con el corazón palpitante, el alma agitada, la vista fija sobre un corcho?
    ¿Estos hombres? Entre ellos hay artistas, grandes artistas, obreros, burgueses, escritores, pintores, a los que una misma pasión, dominadora, irresistible, ata a los márgenes de los arroyos y de los ríos más sólidamente que el amor de un hombre une a los pasos de una mujer.
    Olvidan todo, a todo el mundo, su casa, su familia, sus niños, sus negocios, sus preocupaciones, para mirar en los remolinos a ese pequeño flotador que se mueve.
    Nunca la mirada ardiente de un enamorado ha buscado el secreto escondido en la mirada de su amada con más angustia y tenacidad que la mirada del pescador que busca adivinar qué animal ha mordido el anzuelo en la profundidad del agua.
    ¡Cantad pues la pasión, oh poetas! ¡Hela aquí! ¡Oh, misterios del corazón humano, misterio insondable de las relaciones, misterio de los amores inexplicables, misterio de las aficiones sembradas en el ser humano por la incomprensible naturaleza, que os calarán para siempre!
    ¿Cómo es posible que hombres de inteligencia  probada retornen durante toda su vida a pasar las jornadas, de la mañana a la noche, con toda su alma, con toda la fuerza de su esperanza, a desear coger del fondo del agua, con una punta de acero, un pececito, que puede que no lleguen a  pescar nunca?
    ¡Cantad pues a la pasión, poetas!
    Sobre una terraza que dominaba el río, una mujer acodada estaba pensando. ¿A dónde se dirigía su sueño? Hacia lo imposible, hacia la irrealizable esperanza, o hacia cualquier dicha vulgar ya consumada.
    ¿Hay algo más encantador que una mujer que sueña? Toda la poesía del mundo está allí, en lo desconocido de su pensamiento. Yo la miraba. Ella no me veía. ¿Estaba triste o feliz? ¿Pensaba en el pasado o bien en el porvenir? Las golondrinas sobre su cabeza describían bruscos tirabuzones o grandes y rápidas curvas.
    ¿Estaba feliz o triste? No lo pude adivinar.
    Percibía como la ciudad y los campanarios de la iglesia iban creciendo. Distinguí pronto las banderas. Así que iba a encontrarme con la fiesta. ¡Mala suerte! Al menos en esta ciudad no conocía a nadie.
    Dormí en un hotel. A la aurora me despertaron cañonazos. Con el  pretexto de celebrar la libertad se perturba el sueño de la gente, cualquiera que sea su opinión. Dos chiquillos respondieron a la artillería oficial haciendo estallar unos petardos en la calle. Tuve que levantarme.
    Salí. La ciudad estaba de fiesta ya. Los burgueses se acercaban a sus puertas y miraban las banderas con aspecto feliz. Reían, se habían levantado para la fiesta, ¡en fin!
    ¡El pueblo estaba de fiesta! ¿Por qué? ¿Lo sabía? No. Se le había comunicado que estaría de fiesta... estaba de fiesta este pueblo. Estaba contento, feliz. Hasta la noche permanecería así en estado de alegría, por orden de la autoridad, y mañana habría acabado todo.
    ¡Qué estupidez! ¡Estupidez! ¡Estupidez humana de innombrables rostros, de innombrables metamorfosis, de innombrables apariencias! ¡Por toda Francia se reunían con pólvora y banderas! ¿Por qué esta alegría nacional? ¿Para celebrar la consagración de la libertad el día mismo en que aparece, más amenazante que las tiranías imperiales o reales, la tiranía republicana..?
    Vagué por las calles hasta la hora en que el júbilo público llegó a ser insoportable. Los orfeones berreaban, los artificios crepitaban, la muchedumbre se agitaba, vociferaba. Y todas las risas expresaban la misma satisfacción estúpida.
    Yo me encontré, por casualidad, delante de la iglesia cuyas dos torres había visto de lejos la víspera. Entré en ella. Estaba vacía, alta, fría, muerta. Al fondo del oscuro coro, brillaba, como un punto de oro, la lámpara del tabernáculo. Y me senté en ese descanso helado.
    Fuera escuchaba, tan lejos que parecían venidos de otros mundos, las detonaciones de cohetes y los clamores de la multitud. Y me puse a observar una inmensa vidriera que difundía al templo adormecido un día cargado y cárdeno. Representaba también a un pueblo, el pueblo de otro siglo celebrando una fiesta en otro tiempo, la de un santo, seguramente. Los hombrecitos de cristal, extrañamente vestidos, subían en procesión a lo largo de la enorme y antigua ventana. Llevaban pendones, un relicario, cruces, cirios y sus bocas abiertas representaban cantos. Algunos bailaban, brazos y piernas alzados. Así que, en todas las épocas del mundo, la eterna muchedumbre llevó a cabo los mismos actos. En otros tiempos se festejaba a Dios, ¡hoy festejamos la República! ¡Estas son las creencias humanas!
    Yo pensaba en miles de cosas oscuras del fondo del pensamiento que salen a la superficie, un día, no se sabe el porqué. Y me decía a mi mismo que las iglesias hacen el bien los días  que no se canta en ellas.
    Alguien entró con un paso rápido y ligero. Giré la cabeza. ¡Era una mujer! Iba deprisa, hasta la verja del coro, con velo, la frente baja, luego cayó sobre sus rodillas como cae un animal herido. Creía que estaba sola, completamente sola, no habiéndome visto detrás de un pilar. Colocó la cara entre sus manos y la escuché llorar.
    ¡Oh! ¡Lloraba con esas lágrimas vehementes de los grandes sufrimientos!¡Cómo debía de sufrir, la miserable, para llorar así! ¿Era por un niño agonizante? ¿Por un amor perdido?
    Los sonidos de una charanga ruidosa, detonando en una calle próxima, me llegaban débiles a través de los muros de la iglesia; pero todo el ruido del pueblo jubiloso no me parecía más que un insignificante rumor al lado del débil sollozo que pasaba a través de los finos dedos de esta mujer.
    ¡Ah! ¡Pobre corazón, pobre corazón, como sentía yo su pena desconocida! ¿Hay algo más triste sobre la tierra que escuchar llorar a una mujer?
    Yo me dije de pronto: “ Era aquella, la que vi soñar ayer, sobre la terraza”. No dudé más, ¡era aquella! ¿Qué había ocurrido en esta alma desde ayer? ¿Cuánto había sufrido, qué raudal de dolor le había inundado?
    Ayer, ella esperaba. ¿Qué? ¿Una carta? Una carta que le había dicho “adiós” ¡o bien había visto en los ojos de un hombre, postrado sobre la cama a causa de una enfermedad, que toda esperanza debía desaparecer! ¡Cómo lloraba!¡Ah! todos los gritos alegres y todas las risas que habré de escuchar hasta el día de mi muerte no borrarán nunca de mis oídos estos suspiros de dolor humano.
    Y pensé, a punto de sollozar yo mismo, tan poderoso era el contagio de sus lágrimas: “Si se cierran para siempre las iglesias, ¿a dónde irán a llorar las mujeres?”