DIARIO DE UN ENFERMO

   
    Acababa de tomar posesión de mi cuarto en el hotel, jaula estrecha, separada solamente de las contiguas por dos tabiques de papel, que dejaban pasar todos los ruidos próximos, y arreglaba en el armario de espejo mis trajes y mi ropa, cuando, al abrir un cajón, vi en él un cuaderno arrollado. Lo cogí, lo examiné y saltó a mis ojos este titulo:
    MI DIARIO

    Era el diario de un huésped, del ultimo que había ocupado aquel camarote, y que sin duda lo había allí dejado por olvido.
    Sus apuntes pueden parecer interesantes a las personas prudentes y ordenadas que no abandonan jamás su hogar. Pensando en  éstas, copio el manuscrito textualmente.

     Châtel-Guyon, 15 de julio.
    La primera impresión es poco agradable, no es risueño este país. Sin embargo, he de pasar aquí veinticinco días para echar un  remiendo al estómago, al hígado y enflaquecer un poco. Los veinticinco días de un agüista se parecen mucho a los veinticinco de servicio de un reservista; están llenos de molestias, de irresistibles molestias. Hoy, nada todavía. Acabo de instalarme, de conocer  el país, de visitar al médico. Chátel-Guyon se compone de un arroyo de agua turbia, entre va rios accidentes del terreno, en cuyas partes más elevadas aparecen el casino, las casas y cruces de piedra.
    En el fondo del valle, y a la orilla del arroyo, se ve una mole cuadrada, ceñida por un jardín:  es el establecimiento. Algunas personas, con. triste aspecto, pasean alrededor del edificio: son los enfermos. Un gran silencio reina en las calles de árboles, bien sombreadas; porque ésta no es una residencia divertida, sino un verdadero balneario; aquí se viene con firme convicción, y el tratamiento cura, según dicen.
    Personas competentes afirman que las aguas de aquí hacen verdaderos milagros. Sin embargo, no he visto exvotos colgados en las oficinas.
    De cuando en cuando, una señora o un caballero se aproximan al quiosco, recubierto de pizarras, donde susurra el manantial, risueño y tenue, cuyas aguas, al caer en una pila de cemento, forman espuma. No se cruza ni media palabra entre los enfermos y la camarera del agua curadora. La camarera ofrece al paciente un vaso lleno, donde bailotean varias burbujas. El enfermo bebe y se aleja, para proseguir, a la sombra de los árboles, el paseo brevemente interrumpido.
    Ningún rumor en el parque; ni se mueven las hojas; ninguna voz que turbe aquel silencio. Debieran poner a la entrada este rótulo: «Se viene a curarse, y no a divertirse.»
    Los que hablan, parecen mudos haciendo gestos con la boca para simular sonidos: tanto cuidan de no levantar la voz.
    En el hotel reina igual silencio. Es un gran hotel donde se come gravemente, donde se hospedan muchas personas encopetadas que, al parecer, no tienen cosa que decirse. Sus modales revelan su distinción; y sus rostros, la superioridad que a si mismos se conceden, y de la que seria difícil, a la mayor parte, dar alguna prueba.
    A las dos subo al casino, pequeña construcción de madera encaramada en un montecillo, adonde se llega por senderos de cabra. Pero lo que se descubre desde arriba es admirable. Chátel-Guyon se halla en un valle muy estrecho, entre la llanura y la montaña. Descubro a la izquierda los bosques verdes, con algunas calvicies grisáceas, que recuerdan los antiguos volcanes del país. A la derecha, por la garganta angosta del valle, descubro una llanura infinita como el mar, sumergida en brumas azuladas, que velan casi por completo los caseríos, los campos dorados por la cosecha madura y las praderas verdes.
    Anochece. Y después de haber comido solitariamente junto a la ventana de mi cuarto, escribo estas líneas. Oigo a lo lejos la minúscula orquesta del casino, ejecutando bailes, como un pájaro loco trinaría en el desierto.
    Ladra un perro de cuando en cuando. Es agradable la tranquilidad nocturna. Me parece bien. Hasta mañana.

    16 de julio.
    Nada. He tomado un baño y una ducha después; he bebido tres vasos de agua y he paseado a la sombra de los árboles. Quince minutos entre vaso y vaso; después del último, he paseado media hora. Es el primero de mis veinticinco días.
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    17 de julio.
    He descubierto a dos bonitas mujeres, misteriosas, que acuden al baño y salen al comedor las últimas, para evitar acaso la presencia de otras gentes
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    18 de julio
    Nada.
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    19 de julio
    He vuelto a ver a las dos bonitas mujeres. son elegantes y tienen además un no sé qué atractivo y seductor.
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    20 de julio
    Largo paseo a través de un lindo valle con mucho arbolado hasta la ermita de Sans-Souci. Es una tierra encantadora, muy triste, pero muy tranquila, muy dulce, muy verde. Se cruzan en los caminos montañosos las carretas cargadas de heno que dos bueyes arrastran a paso lento al subir las cuestas o las retienen, con gran estremecimiento de sus testuces, al bajarlas. Un hombre, con sombrero negro de anchas alas, las guía con una vara y un aguijón que les clava en la frente; con frecuencia, un solo movimiento le basta para detenerlos cuando el mismo peso les hace apresurar la marcha en las pendientes.
    Da gozo respirar el aire puro del campo. Está impregnado el ambiente del olor propio del ganado vacuno, que resulta saludable y nada molesto.
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    21 de julio
    Excursión al valle de Euval. Es una garganta estrecha, encerrada entre grandes rocas, al pie de la montaña. Un arroyuelo se desliza y lo cruza.
    Oí voces femeninas y al instante se me aparecieron las mujeres misteriosas de mi hotel, que hablaban, descansando sobre un pedrusco.
    La ocasión me pareció magnífica,  avancé sin vacilar.
    Contestaron a mi saludo finamente. Volvimos juntos. Hablamos de París; sin duda, ellas conocen a muchos de mis amigos.
    Las veré de nuevo mañana. La casualidad me favorece.
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    22 de julio
    He pasado toda la tarde con mis desconocidas, que son deliciosas: una morena y la otra rubia. Se presentan como viudas.
    ¿Qué será ello?
    Me ofrecí a llevarlas mañana a Royat y aceptaron.
    Chátel-Guyon es menos triste de lo que supuse a mi llegada.
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    23 de julio
     Día pasado en Royat. Es un amasijo de hoteles en el fondo de un valle, cerca de Clermont-Ferrand. Mucha gente. Un parque muy hermoso y concurrido. Soberbio paisaje.
    Mis compañeras llaman la atención; esto me satisface. Cuando vamos con una mujer encantadora, sus éxitos nos enorgullecen, y más aún, cuando vamos con dos mujeres igualmente bellas. Nada tan agradable como sentarse a una mesa de restaurante concurrido, junto a una mujer que se hace admirar.
    Ir al paseo de coches en uno de plaza, tirado por un jamelgo, y salir a la calle acompañando a una mujer desagradable, son las desgracias que más humillan a un hombre delicado, a quien impresiona la opinión de los demás. De todos los lujos, la mujer es el más preciado, el más distinguido,  el más costoso y el que despierta más envidias. Por esto es el que más nos complace y el que ostentamos con más gusto públicamente.
    Presentarse con una seductora mujer apoyada en el brazo, es decir a todo el mundo: «Ved; soy rico, porque poseo un objeto costoso; tengo buen gusto, como lo acredita esta joya. Es posible que me quiera un poco, y no será difícil que me engañe, lo cual probaría, en todo caso, que muchos me la disputan.»
    Pero ¡qué vergüenza servir de acompañante a una mujer desapacible!
    ¡Y cuántas miserias deja entrever esta difícil situación!
    En principio, la suponen vuestra mujer legítima. ¿Cómo pensar que tengáis una querida inadmisible? Una verdadera esposa puede ser mal fachada y fea, pero esto supone mil circunstancias que honran poco al hombre. Lo primero que los curiosos discurren es juzgarle notario o magistrado, las dos profesiones que tienen la primacía en señoras grotescas y acaudaladas ¿No es una vergüenza esto? Y, además, parece ir pregonando que tiene todo el heroísmo necesario, unido a la obligación legal, para besar y acariciar un rostro ridículo y un cuerpo mal formado; y se le supone todo el impudor preciso para convertir en madre a una marmota, lo cual es el colmo del ridículo.
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    24 de julio

    No me aparto de las dos mujeres desconocidas, a las cuales voy conociendo ya perfectamente. Me resulta delicioso este país. El hotel, magnífico. Hace hoy un tiempo admirable. Las aguas me producen efectos maravillosos.
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    25 de julio
    Paseo en carruaje descubierto al hermoso lago Tazenat. Expedición exquisita, inesperada; lo convinios a la hora del almuerzo. Nos levantamos bruscamente de la mesa para tomar el coche.
    Después de un largo viaje, atravesando montañas, descubrimos de pronto un lago admirable, pequeño, redondo, azul, transparente como un cristal, dormido en la cavidad de un viejo cráter. Una orilla es árida, pedregosa; la otra, fértil, llena de árboles. Entre los árboles hay una casita donde vive un hombre afectuoso y culto, que nos da hospitalidad en aquel retiro virgiliano. Se me ocurre una idea: «¿Y si nos bañáramos?» Ellas dicen: «Muy bien. Pero ¿y los trajes?»
    ¡Los trajes! ¡Bah! Estamos en el desierto…
    Y se bañan ellas también.
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    Si yo fuese poeta describiría la visión imborrable de aquellos cuerpos jóvenes y desnudos en la transparencia del agua.
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    26 de julio
    Muchos huéspedes miran con malos ojos la intimidad que me une a las viudas. Por lo visto, hay personas que suponen preciso aburrirse, y no comprenden que se busque otra cosa en la vida sino aburrimiento. Todo lo que divierte lo juzgan desatención, indelicadeza o inmoralidad. Para estas gentes, la virtud impone leyes mortalmente fastidiosas.
    Yo les diré, modestamente, que todas las religiones y todas las culturas tienen su modelo de virtud, que no se parece a las demás; que la ven de modo muy distinto los mormones, los árabes, los zulúes, los turcos, los ingleses y los franceses y, sin embargo, en todas las razas y en todos los pueblos hay honradez y gente virtuosa.
    Citaré un solo ejemplo. En el caso especial de las mujeres, las inglesas lo son a los nueve años, mientras que las francesas no empiezan a serlo hasta los quince. Yo cojo de cada moral aquello que me sirve, y hago con todo una, comparable a la del Santo Rey Salomón.

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    27 de julio.
    ¡Buena noticia! Ya he perdido seiscientos veinte gramos de peso. ¡Excelente agua la del balneario! Acompaño a las dos viudas; cenaremos en Rión.
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    28 de julio.
    ¡Pataplum! Las dos viudas han recibido la visita de dos caballeros, que vienen a buscarlas. Sin duda serán dos viudos. Hoy, por la noche, se irán. Me lo dicen por escrito, en un papel que me trae una doncella de la fonda.
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    29 de julio
    ¡Solo! Excursión interminable al viejo cráter de la Nachére. Soberbio panorama.

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    30 de julio.
    Nada. Continúo mi curación.
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    31 de julio.
    Idem. Idem.
    Este delicioso pais me parece 1o bastante abandonado; lo cruzan abominables e infectos arroyos, pestíferos como cloacas. No hay manera de acercarse al hotel sin recibir sus perfumes; además, los criados aumentan la podredumbre con todos los desperdicios de la cocina. Un foco de cólera muy bien dispuesto.
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    1 de agosto
    Nada más que atender a mi curación.

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    2 de agosto.
    Excursión admirable a Oháteauneuf, aguas, para reumáticos; todo el mundo cojea. Nada tan cómico y risible como este pueblo de cojos.
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    3 de agosto.
    Nada. Continúo mi curación.
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    4 de agosto.
    Idem. Idem.
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    5 de agosto.
    Continúo mi curación.
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    6 de agosto
    ¡Estoy desesperado! Acabo de pesarme y engordé trescientos diez gramos. ¿Qué significa esto?
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    7 de agosto.
    Sesenta y tres kilómetros en coche por la mañana. No apunto el nombre de la comarca por respeto a sus mujeres.
    Me habían indicado esa excursión alabándomela mucho, y diciéndome que muy pocos la realizaban. Después de cuatro horas de camino llegué a un pueblo muy agradable, a la orilla del río, a la sombra de un espeso bosque de nogales. Nunca vi en Auvernia tantos nogales juntos.
    Constituyen toda la riqueza del país, y son bienes comunales. Aquella tierra estaba, en otros tiempos, desnuda por unas partes y cubierta de zarzales por otras. El Ayuntamiento no sabía cómo hacer para que los vecinos la cultivaran. Apenas daba pasto a los corderos.
    Y ahora es un bosque soberbio y productivo, gracias a las mujeres. Tiene un extraño nombre; se llama: Los Pecados del Señor Cura.
    Es necesario advertir que las mujeres de lo alto suelen tener fama de ligeras..., más ligeras que las de la llanura. Cuando un mozo encuentra en un camino a una mujer, por lo menos ha de darle un beso, y si no lo hace, le llaman tonto. Pensando bien, esta manera de juzgar es la única razonable. Teniendo la mujer por misión natural en las ciudades y en los campos agradar al hombre, justo es que haga el hombre algunas demostraciones para probar que la mujer le agrada. Si se abstiene ante una, significa esto que no le parece bien, cosa injuriosa para la infeliz. Si yo fuese mujer, no hablaría segunda vez al hombre que no se hubiera propasado a la primera, porque su recato me parecía una desatención a mi belleza provocativa y a mis encantos femeninos.
    Tal vez por esto, los mozos de*** probaban con bastante frecuencia que las mujeres del país les parecían agradables y eran de su gusto, y el señor cura, no logrando corregir tan abundantes demostraciones de atención sexual, resolvió utilizarlas en provecho de la riqueza pública, 1mponiendo a las pecadoras que, por cada ligereza confesada, plantasen un nogal en las tierras comunales. Y todas las noches se veían bajar por la colina, como fuegos fatuos, una porción de linternas, porque las pecadoras preferían hacer de noche su penitencia.
    En dos años quedó el terreno cubierto de arbolillos, y ahora, más de tres mil soberbios nogales ofrecen sombra y fruto. Son los pecados que perdonaba el señor cura.
    Cuando se buscan tantas maneras de repoblación forestal, acaso la idea del cura fuese aprovechable.
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    8 de agosto.
    Preparo las maletas y las despedidas. Abandono este país encantador y tranquilo. Adiós, montañas verdes, valles frondosos, collados apacibles, casino desierto, desde donde se descubren las brumas azuladas que vesten la inmensa llanura…
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    Y con esto acaba el manuscrito. No quise quitar ni añadir nada en él. Pero mis impresiones en este balneario han sido muy distintas de las de mi antecesor.
    Tal vez porque yo no he tropezado aún con dos viudas encantadoras.