DIVORCIO

   
    El señor Bontrán—abogado parisiense, que goza de gran fama en asuntos de divorcio, porque se decretan todos los que plantea y devuelve así la paz a muchos cónyuges mal avenidos—abrió la puerta de su despacho para dejar pasar a un nuevo cliente, un hombre sanguíneo, vigoroso, barrigudo, muy colorado y con patillas rubias y espesas.
    —Siéntese usted—le dijo el abogado.
    El cliente se acomodó en una silla y, después de toser, empezó a hablar:
    —Vengo a preguntarle si quiere defenderme para un caso de divorcio.
    —Hable usted, caballero; ya escucho.
    —Caballero, soy notario retirado.
    —¿Ya?
    —Sí, ya. Tengo treinta y siete años.
    —Continúe.
    —Me casé muy desdichadamente, muy desdichadamente.
    —No es el único.
    —Ya lo sé. y compadezco a los demás; pero mi caso es asombroso, y las quejas que alego contra mi mujer son especiales. Empezaré por el principio. Me casé de un modo extraño. ¿Cree usted en ideas malignas?
    —¿Qué quiere decir?
    —¿En que ciertas ideas resulten peligrosas para ciertos espíritus, como los venenos para el cuerpo?
    —Es posible.
    —Sin duda. Hay ideas que nos corroen, nos enloquecen, nos matan, cuando no sabemos resistirlas; una especie de filoxera de las almas. Cuando tenemos la desgracia de consentir que una de estas ideas nos preocupe, si no reparamos desde un principio que es una invasora, una dominadora, una tirana, que se apodera poco a poco de nosotros, que se instala y arroja de nuestro cerebro todas las demás preocupaciones acostumbradas, absorbe toda nuestra atención y cambia los puntos de vista de nuestro razonamiento, ¡estamos perdidos! ¡Y tan perdidos! Así me ocurrió, caballero. Yo era, como ya dije, notario de Ruán. Mi vida era modesta, no pobre y angustiada; pero me veía precisado a realizar economías y a limitar mis caprichos, todos mis goces. A mi edad, esto es desagradable.
    Como notario leía con atención los anuncios de cuarta plana de los periódicos, ofertas y demandas, correspondencias intimas, etcétera, etcétera. Por este medio había proporcionado muchas veces a mis clientes bodas muy ventajosas.
    Un día leí:

    «Una señorita hermosa, bien educada y distinguida, con dos millones y medio de francos, desea contraer matrimonio con un hombre honrado. No trata con agencias.»

    Precisamente aquel día comí con dos amigos: un abogado y un fabricante. No sé cómo la conversación giró acerca de casamientos, y, riendo, les hablé de la señorita con los dos millones y medio.
    El fabricante dijo:
    —¿Qué son esas mujeres?
    El abogado conocía muchos matrimonios excelentes hechos por semejante procedimiento; dio minuciosos detalles y luego, mirándome a la cara, me dijo:
    —¿Por qué no estudias ese asunto para ti? Con dos millones y medio de francos, no pasarías apuros.
    Reímos grandemente, y hablamos de otra cosa.
    Estaba fría la noche cuando me retiré. Yo vivía en una casa vieja, en una de esas casas de provincias que parecen fresqueras. Al poner una mano en la barandilla de hierro, un escalofrío me corrió por todo el brazo, y al avanzar la otra, buscando la pared, un segundo estremecimiento me destempló, al sentir un contacto húmedo; y los dos repercutían en mi pecho y me llenaban de angustia, de tristeza, de abandono. Entonces murmuré, impresionado por un repentino recuerdo:
    —¡Cristo, si tuviera los dos millones!
    Mi alcoba era desapacible. Una alcoba de soltero al cuidado de una pobre mujer que guisa y hace la limpieza en un par de horas. La cama, sin colgadura; un armario, una cómoda, un lavabo; y sin lumbre. La ropa sobre las sillas, los papeles por el suelo. Comencé a canturrear, aplicándole una música oída en el café concierto, esta letra:

    Dos millones,
    dos millones,
    y una mujercita
    muy bonita...
    Esto sí que quita
    preocupaciones.

    Por de pronto sólo pensaba en el dinero; pero al sentir el frío de la ropa ya en la cama, pensé también en la mujer. Pensé tanto en ella, que me costó algún esfuerzo dormirme.
    Al día siguiente, despertando antes que amaneciera, recordé que a las ocho debía estar en Darnetal—un pueblo algo distante— para un asunto de interés. Era preciso levantarse a las seis, y helaba. ¡Cristo! ¡Los dos millones y medio! Estuve de vuelta en mi despacho a. las once.
    Olía mal todo: el hierro enrojecido de la estufa, el papel de los autos, las botas, las camisas y los abrigos de los escribientes, el pelo y la piel, descuidados en invierno; toda la podredumbre conservada por miedo al agua fría, evaporándose allí a una temperatura de dieciocho grados.
    Almorcé, como todos los días, una chuleta quemada y un pedazo de queso. Luego me puse a trabajar.
    Entonces, por vez primera, seriamente me preocupó la señorita de los dos millones y medio. ¿Quién era? ¿Qué me costaba escribirle? ¿Por qué no enterarme?
    Abrevio. Durante quince días esta idea insistente me obsesionó; me torturaba. Todos mis aburrimientos y todas las pequeñas privaciones que sufrí hasta entonces, sin darme casi cuenta, me crisparon, haciéndome pensar en la señorita y en su fortuna.
    Acabé por imaginarme toda su historia. Cuando el deseo de algo desconocido nos turba, lo imaginamos como nos conviene.
    No era muy natural que una señorita bien educada y con dos millones y medio solicitase un marido en los anuncios de la prensa. Pero podía suceder que aquella joven fuese digna y desgraciada.
    Por de pronto, esa fortuna de dos millones y medio de francos no me había desvanecido como un sueño fantástico. Estamos acostumbrados, los que leemos parecidas ofertas, a proposiciones de matrimonio acompañadas de seis, ocho, diez y doce millones. La cifra de doce millones aparece con frecuencia. Gusta. Claro que se desconfía mucho de tales promesas; pero viéndolas tan repetidas, nos acostumbramos a esos números prodigiosos y nos disponemos a considerar muy posible una dote de dos millones y medio.
    Así, pues, una criatura, hija natural de un ricacho y una criada, heredando bruscamente la fortuna de su padre, podía descubrir  al mismo tiempo su triste condición, y por no verse obligada más adelante a revelarla, cuando un hombre la pretendiese, no era ilógico suponer que tratara de unirse a un desconocido por un medio muy usado y que predispone a esperar la confesión de alguna desgracia incorregible.
    Mi cálculo era estúpido. Sin embargo, me aferré a esta hipótesis. Los notarios no deberíamos leer novelas; y yo he leído muchas, caballero.
    Escribí, como notario, en representación de un cliente, y aguardé.
    A los cinco días, y a eso de las  tres de la tarde, trabajaba yo en mi despacho, cuando el escribiente me anunció:
    —La señorita Chatefrise.
    —Dígale que pase.
    Y entró una mujer de treinta años aproximadamente, bien formada, morena y algo cohibida.
    —Haga el favor de tomar asiento, señorita.
    Sentándose, murmuró:
    —Yo soy, caballero...
    —Pero, señorita, no tengo el gusto de conocer...
    —Soy la persona a quien usted ha escrito.
    —¿Para un matrimonio?
    —Sí, caballero.
    —¡Ah! Perfectamente.
    —Vine, porque resulta siempre mejor hecho lo que se hace uno mismo.
    —Sin duda, señorita... ¿Usted desea casarse? Dígame.
    —Sí, caballero.
    —¿Tiene usted familia?
    Creí adivinar alguna indecisión; luego, bajando los ojos, dijo:
    —Mi padre, mi madre.., han muerto.
    Sentí un estremecimiento. Era cierta la historia inventada por mí. De pronto simpaticé con la desgracia de aquella criatura. No insistiendo, por no turbarla ni herir su sensibilidad, añadí:
    —¿Puede usted, señorita, disponer libremente de su dote?
    Sin dudar y con entereza me respondió:
    —Sí, caballero.
    La miré atentamente y, en verdad, no me disgustaba. Era menos joven y menos lozana de lo que al principio supuse; pero no me disgustaba. Se me ocurrió hacer una comedia sentimental, fingirme de pronto enamorado, suplantar a mi cliente..., en cuanto me asegurase la existencia de la dote. Hablé de mi cliente, pintándole como un hombre triste, muy honrado y enfermizo.
    Ella exclamó vivamente:
    —¡Ah caballero! Me gustan las personas de buena salud.
    —Usted le verá pronto...; dentro de tres o cuatro días. Antes no es posible, porque se fue a Inglaterra.
    —¡Me contraría esa dilación!
    —Tan poco tiempo... ¿Necesita usted volver a su casa inmediatamente?
    —Inmediatamente..., no.
    —Aguárdele. Yo trataré de conseguir que no se aburra.
    —Usted es muy amable, caballero.
    —¿Se hospeda usted en un hotel?
    Ella nombró el mejor hotel de Ruán.
    —Pues bien, señorita. ¿Permite usted a su futuro... notario que la invite a comer esta noche?
    Calló, inquieta, indecisa y acaso temerosa; luego, tomando una resolución, dijo:
    —Acepto.
    —A las siete iré a buscarla.
    —Yo le aguardaré.
    —¿Hasta luego?
    —Hasta luego.
    Y la acompañé hasta la puerta.

    *

    A las siete fui al hotel. Ella me aguardaba muy compuesta, y me hizo los honores con mucha coquetería.
    La llevé a un restaurante y elegí platos perturbadores.
    Una hora después, éramos amigos, y ella me contaba su historia. Hija de una señora seducida por un caballero, la educaron en casa de unos campesinos. Su fortuna procedía de su padre y de su madre—habiéndolos heredado a su muerte—,cuyos nombres jamás pronunciarla. Como al fin y a1 cabo esos nombres me interesaban poco, indagué solamente lo de su fortuna. Ella me habló—como habla una mujer práctica, segura de sí, acostumbrada a los números—de los títulos, de las cuentas, de los intereses y de las negociaciones. Su competencia en estos asuntos me inspiró mucha confianza, y estuve con ella galante, aunque prudente: lo necesario para demostrarle que me gradaba.
    Ella coqueteó con bastante salero. Le ofrecí champaña, bebimos y se turbaron mis ideas. Comprendí que me propasaba más de lo justo y tuve miedo; miedo por mí, por ella; temí enternecerla demasiado y llegar a un extremo inconveniente. Para calmarme, le volví a preguntar por la dote, cuya existencia seria preciso comprobar, porque mi cliente, hombre  de negocios, no se fiaría de palabras.
    Ella contestó alegremente:
    —Me lo figuro. Y tengo todas las pruebas.
    —¿Aqui en Ruán?
    —Si, en Ruán.
    —¿Las tiene usted en el hotel?
    —Claro.
    —¿Puede usted enseñármelas?
    —Cuando usted quiera.
    —Esta misma noche.
    —No tengo inconveniente.
    Esto era, de todos modos, mi salvación. Pagué la cuenta y fuimos al hotel.
    En efecto, ella mostró sus títulos. No era posible dudar. Los vi, los toqué, los palpé, los leí. Esto me alegró tanto, que sentí vivos deseos de besarla. Claro, un deseo casto de hombre alegre. Y la besé  una vez, dos, cuatro, veinte... y el champaña me ayudaba... La besé tanto, que al cabo... Sucumbí... Digo... Más bien..., ella sucumbió.
    ¡Ah. caballero! ... ¡Cómo quedé al darme cuenta de mi audacia y cómo quedó ella! ¡Oh! Ella, vertiendo más llanto que una fuente, me rogaba que no la traicionase, que no la perdiese. Le prometí cuento quiso, y me retiré luego con una tensión insoportable.
    ¿Qué hacer? Había abusado de un cliente. Y esto no tendría importancia sí lo del cliente fuera verdad; pero no habiendo tal cliente.., era yo el cliente, si, yo mismo el cliente necio, el cliente burlado, burlado por mí. ¡Qué situación! Pude abandonarla, es verdad; ¡pero la dote, aquella dote palpable, segura, hermosa! Y, además, ¿tenía yo derecho a dejarla después de haberla vencido por sorpresa? Y si cargaba con ella, cuántas inquietudes para el porvenir! ¡Qué poca seguridad con una mujer que sucumbía tan fácilmente!
    Pasé una terrible noche de indecisión, torturado por los remordimientos, acosado por los temores, trastornado por los escrúpulos. Por la mañana recobré la razón y la tranquilidad. Me vestí cuidadosamente, y a las once me presenté en el hotel donde la señorita de los dos millones y medio habitaba.
    Cuando ella me vio, se ruborizó hasta los ojos.
    Yo le dije:
    —Señorita, sólo una cosa puedo hacer para reparar mis abusos. Vengo a pedir a usted su mano.
    Ella balbució:
    —Concedida.
    Y nos casamos.
    *
    Todo fue bien durante seis meses.
    Traspasé mi notaría, viviendo como un capitalista, sin tener motivo para reprochar a mi mujer la menor cosa.
    Sin embargo, poco a poco fui advirtiendo que, periódicamente, mi mujer pasaba muchas horas fuera de casa. Una semana, el martes, y a la otra, el viernes, alternando.
    Creyendo que me burlaba, la seguí.
    Era un martes. A eso de la una salió a pie; bajando por la calle de la República torció a la derecha, tomando por la calle del Puente Grande hacia el Sena, lo bordeó hasta el Puente de Piedra, y atravesó el río. Desde aquel instante me pareció sentirla inquieta, volviéndose a cada momento, observando a los transeúntes.
    Como yo iba disfrazado de carbonero, no me conoció.
    Al fin, decidiéndose, se dirigió a la estación del ferrocarril. Yo no dudaba; su amante llegaría en el tren de la una cuarenta y cinco.
    Oculto detrás de una vagoneta, esperé. Un silbido..., una nube de viajeros... Mi mujer avanza, corre, toma en brazos una chiquilla de tres años, acompañada por una campesina y la besa con pasión. Luego se vuelve, se fija en otra criatura menor que otra campesina lleva, se arroja besándola violentamente y se va entre las dos criaturas y sus nodrizas hacia un largo y sombrío paseo, el parque de la Reina.
    Vuelvo a mi casa con angustia, comprendiendo y no comprendiendo lo que había visto, adivinando y esforzándome por no sospechar.
    Cuando ella vuelve, a la hora de comer, le salgo al encuentro, vociferando:
    —¿Quiénes son aquellos niños?
    —¿Qué niños?
    —Los de la estación.
    Dando un grito se desmaya, y al volver en sí, entre un diluvio de lágrimas, confiesa que tenía cuatro hijos. Dos para los martes, dos niñas, caballero, y dos para los viernes, dos niños.
    Aquello era, ¡qué vergüenza!, el origen de su fortuna. Los cuatro padres... Y ella reunió así la dote.
    Ahora que ya está enterado, señor mío, dígame, ¿qué me aconseja?
    El abogado respondió gravemente:
    —Reconozca usted esas criaturas, caballero.