EL HORLA

  (Primera versión)

 
       El doctor Marrande, el más ilustre y más eminente de los alienistas, había rogado a tres de sus colegas y a cuatro sabios que se ocupaban de ciencias naturales, que fuesen a pasar una hora con él, a la casa de salud que dirigía, para mostrarles a uno de sus enfermos.
       En cuanto sus amigos estuvieron reunidos, les dijo: «Voy a someter a su consideración el caso más raro e inquietante que he conocido nunca. Por lo demás, nada tengo que decirles de mi cliente. Él mismo hablará». Tocó el doctor entonces la campanilla. Un criado hizo pasar a un hombre. Era muy flaco, de una delgadez de cadáver, con esa delgadez de ciertos locos a los que roe un pensamiento, porque el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis.
       Tras saludar y sentarse, dijo: «Sé, caballeros, por qué se han reunido aquí y estoy dispuesto a contarles mi historia, como me ha pedido mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo me ha creído loco. Hoy duda. Dentro de un rato, todos ustedes sabrán que mi mente es tan sana, tan lúcida y tan clarividente como las suyas, por desgracia para mí, para ustedes y para toda la humanidad.
       »Pero quiero empezar por los hechos mismos, por los simples hechos. Son éstos:
       »Tengo cuarenta y dos años. No estoy casado, mi fortuna es suficiente para vivir con cierto lujo. Vivía, pues, en una propiedad a orillas del Sena, en Biessard, cerca de Ruán. Me gusta la caza y la pesca. A mis espaldas, encima de las grandes rocas que dominan mi casa, tenía uno de los bosques más hermosos de Francia, el de Roumare, y delante de mí uno de los ríos más hermosos del mundo.
       »Mi morada es grande, pintada de blanco por fuera, hermosa, antigua, en medio de un gran jardín plantado de árboles magníficos que sube hasta el bosque escalando las enormes rocas de que les he hablado hace un momento.
       »Mi servidumbre se compone, o mejor se componía, de un cochero, un jardinero, un ayuda de cámara, una cocinera y una lavandera que era al mismo tiempo una especie de criada para todo. Toda esta gente vivía en mi casa desde hacía diez a dieciséis años, me conocía, conocía mi morada, la región y todo cuanto rodeaba mi vida. Eran servidores buenos y tranquilos. Importa para lo que voy a decir.
       »Añadiré que el Sena, que bordea mi huerta, es navegable hasta Ruán, como sin duda ustedes saben; y que todos los días veía yo pasar grandes barcos de vela y de vapor procedentes de todos los confines del mundo.
       »Así pues, el pasado otoño hará un año que, de pronto, me sentí dominado por unos malestares extraños e inexplicables. Al principio fue una especie de inquietud nerviosa que me mantenía en vela noches enteras, en medio de tal sobreexcitación que el menor ruido me hacía estremecerme. Mi humor se agrió. Me dominaban repentinas cóleras inexplicables. Llamé a un médico que me recetó bromuro de potasio y duchas.
       »Así pues, me hice duchar mañana y tarde, y empecé a beber bromuro. No tardé mucho en volver a dormir, pero con un sueño más espantoso que el insomnio. Nada más acostarme, cerraba los ojos y quedaba anonadado. Sí, caía en la nada, en una nada absoluta, en una muerte del ser entero de la que brusca, horriblemente, me sacaba la espantosa sensación de un peso abrumador sobre mi pecho y de una boca que devoraba mi vida por la boca. ¡Qué sacudidas! No conozco nada más espantoso.
       »Figúrense un hombre dormido, al que asesinan, y que despierta con un cuchillo en la garganta; y que, cubierto de sangre, lanza estertores y no puede respirar, y que va a morir, y que no comprende nada... ¡Eso era!
       »Adelgazaba de forma inquietante y continua; y de pronto me di cuenta de que mi cochero, que era muy gordo, empezaba a adelgazar como yo.
       »Por fin le pregunté:
       »—¿Qué le ocurre, Jean? Usted está enfermo.
       »Me respondió:
       »—Me parece que tengo la misma enfermedad que el señor. Son mis noches las que echan a perder mis días.
       »Pensé, pues, que había en la casa una influencia febril debida a la vecindad del río, y estaba a punto de marcharme por dos o tres meses, aunque estuviésemos en plena temporada de caza, cuando un minúsculo suceso muy extraño, en el que reparé por casualidad, dio lugar a una serie de descubrimientos tan inverosímiles, fantásticos y espantosos que me quedé.
       »Cierta noche que tenía sed, bebí medio vaso de agua y observé que mi jarra, colocada encima de la cómoda frente a mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal.
       »Durante la noche tuve uno de esos sueños espantosos de que acabo de hablarles. Encendí mi vela, presa de una angustia espantosa, y, cuando quise volver a beber, vi atónito que mi jarra estaba vacía. No podía creer a mis ojos. O alguien había entrado en mi habitación, o yo era sonámbulo.
       »A la noche siguiente quise hacer la misma prueba. Cerré pues la puerta con llave para estar seguro de que nadie podía entrar en mi cuarto. Me dormí y me desperté como todas las noches. Se habían bebido todo el agua que yo mismo había visto dos horas antes.
       »¿Quién se había bebido aquel agua? Yo, sin duda, y sin embargo estaba seguro, absolutamente seguro, de no haber hecho ningún movimiento en mi sueño profundo y doloroso.
       »Recurrí entonces a ardides para convencerme de que no era yo quien cometía aquellos actos inconscientes. Una noche puse junto a la jarra una botella de viejo burdeos, una taza de leche por la que siento horror, y pastas de chocolate que adoro.
       »El vino y las pastas permanecieron intactos. La leche y el agua desaparecieron. Entonces cambié todas las noches las bebidas y los alimentos. Nunca tocó nadie las cosas sólidas, compactas, y nunca bebió nadie, en materia de líquidos, otra cosa que leche fresca y agua sobre todo.
       »Pero en mi alma seguía aquella duda punzante. ¿Era yo quien se levantaba sin tener conciencia de ello y quien bebía incluso las cosas odiadas, porque mis sentidos abotargados por el sueño sonambúlico podían modificarse, haber perdido sus repugnancias ordinarias y adquirido gustos diferentes?
       »Me serví entonces de un nuevo ardid contra mí mismo. Envolví todos los objetos que inevitablemente había que tocar con vendas de muselina blanca y las recubrí además con una servilleta de batista.
       »Luego, en el momento de meterme en la cama, me embadurné las manos, los labios y el bigote con mina de plomo.
       »A1 despertar todos los objetos seguían inmaculados aunque los habían tocado, porque la servilleta no estaba colocada como yo la había dejado; además, se habían bebido el agua y la leche. Mi puerta cerrada con una llave de seguridad y mis persianas cerradas con candado por prudencia no habían podido dejar entrar a nadie.
       »Me planteé entonces esta temible pregunta. ¿Quién estaba allí, todas las noches, a mi lado?
       »Me doy cuenta, señores, de que estoy relatándoles todo esto demasiado deprisa. Sonríen ustedes, ya tienen formada su opinión: “Es un loco.” Hubiera debido describirles de modo más amplio la emoción de un hombre que, encerrado en su cuarto, y de mente sana, mira, a través del cristal de una jarra, un poco de agua que ha desaparecido mientras él dormía. Hubiera debido hacerles comprender la renovada tortura de cada noche y cada mañana, y ese sueño invencible, y ese despertar más espantoso todavía.
       »Pero sigo.
       »De pronto, el milagro cesó. Nadie tocaba ya nada en mi cuarto. Se había acabado. Además, empecé a mejorar. Volvió a mí la alegría al saber que uno de mis vecinos, el señor Legite, se hallaba exactamente en el estado en que yo mismo me había encontrado. De nuevo creí en una influencia febril en la región. Mi cochero me había abandonado hacía un mes, muy enfermo.
       »Había pasado el invierno, empezaba la primavera. Pero una mañana, cuando paseaba junto a mi parterre de rosales, vi, vi con toda claridad, a mi lado, el tallo de una de las rosas más bellas romperse como si una mano invisible lo hubiera cortado; la flor siguió luego la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y quedó suspendida en el aire transparente, completamente sola, inmóvil, terrible, a tres pasos de mis ojos.
       »Dominado por un espanto loco, me arrojé sobre ella para cogerla. No encontré nada. Había desaparecido. Entonces me vi dominado por una ira furiosa contra mí mismo. ¡No le está permitido a un hombre razonable y serio tener alucinaciones semejantes!
       »Pero ¿era una alucinación? Busqué el tallo. Lo encontré inmediatamente sobre el arbusto, recién cortado, entre otras dos rosas que seguían en la rama; porque eran tres, que yo había visto perfectamente.
       »Entonces volví a casa con el alma turbada. Escúchenme, señores, estoy tranquilo; yo no creía en lo sobrenatural, incluso hoy sigo sin creer; pero a partir de ese momento estuve seguro, seguro como del día y de la noche, de que a mi lado existía un ser invisible que me había acosado primero, luego me había abandonado y ahora volvía.
       »Tuve prueba de ello algo más tarde.
       »En primer lugar, todos los días estallaban entre mis criados disputas furiosas por mil causas fútiles en apariencia, pero desde entonces cargadas de sentido para mi.
       »Un jarrón, un hermoso jarrón de Venecia se rompió solo, en pleno día, sobre el aparador del comedor.
       »El ayuda de cámara acusó a la cocinera, que acusó a la costurera, que acusó a no sé quién.
       »Puertas cerradas por la noche aparecían abiertas por la mañana. Todas las noches robaban leche en la despensa. ¡Ah!
       »¿Quién era? ¿De qué naturaleza? Una curiosidad exasperada, mezclada a la cólera y al espanto, me mantenía noche y día en un estado de extrema agitación.
       »Pero la casa volvió a quedar tranquila una vez más; y de nuevo creía que se trataba de sueños cuando ocurrió lo siguiente:
       »Eran las nueve de la noche del 20 de julio. Hacía mucho calor; había dejado mi ventana abierta de par en par, mi lámpara estaba encendida encima de la mesa, alumbrando un volumen de Musset abierto por «La noche de mayo»; y yo me había echado en un gran sillón donde me dormí.
       »Cuando llevaba unos cuarenta minutos dormido, volví a abrir los ojos, sin hacer movimiento alguno, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. Al principio no vi nada, y luego, de golpe, me pareció que una página del libro acababa de volverse completamente sola. Ningún soplo de brisa había entrado por la ventana. Me quedé pasmado; y me puse a esperar. Al cabo de unos cuatro minutos, vi, si, vi, vi, señores, con mis propios ojos, cómo otra página se levantaba y volvía a caer sobre la anterior como si un dedo la hubiera pasado. Mi sillón parecía vacío, ¡pero comprendí que él estaba allí, él! Crucé el cuarto de un salto para cogerle, para tocarle, para agarrarle, si es que era posible. Pero antes de llegar hasta el sillón, cayó por los suelos como si alguien huyese delante de mí; también cayó mi lámpara, que, roto el cristal, se apagó; y la ventana, bruscamente empujada como si un malhechor la hubiese agarrado en su huida, fue a golpear contra su tope... ¡Ah!
       »Me lancé sobre la campanilla y llamé. Cuando apareció mi ayuda de cámara, le dije:
       »—He tirado todo y lo he roto todo. Traiga luz.
       »No volví a dormirme esa noche. Y sin embargo, podía haber sido juguete de una ilusión. Cuando despiertan, los sentidos permanecen turbados. ¿No había sido yo el que había derribado el sillón y la lámpara al precipitarme como un loco?
       »¡No, no había sido yo! Lo sabía sin ningún género de dudas. Y sin embargo quería creerlo.
       »Esperen. ¡El Ser! ¿Cómo lo nombraría? ¡El Invisible! No, eso no basta. Le he bautizado el Horla. ¿Por qué? No lo sé. Así pues, el Horla apenas me abandonaba a partir de ese momento. Día y noche yo tenía la sensación, la certidumbre de la presencia de aquel inasequible vecino, y también la certidumbre de que él se llevaba mi vida, hora a hora, minuto a minuto.
       »La imposibilidad de verle me exasperaba, y por eso encendía todas las luces de mi piso como si, en esa claridad, pudiera descubrirlo.
       »Por fin, le vi.
       »Ustedes no me creen. Sin embargo, le vi.
       »Estaba yo sentado delante de un libro cualquiera, sin leer, al acecho, con todos mis órganos sobreexcitados, acechando a quien sentía cerca de mí. Desde luego estaba allí. Pero ¿dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo alcanzarle?
       »Delante de mí tenía yo la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha la chimenea. A la izquierda, la puerta, que había cerrado cuidadosamente. A mi espalda, un gran armario de espejo, que me servía cada día para afeitarme y vestirme, y en el que solía mirarme de la cabeza a los pies cada vez que pasaba por delante.
       »Así pues, fingía estar leyendo; para engañarle, porque también él me espiaba; y de pronto sentí, estuve seguro de que leía por encima de mi hombro, que estaba allí, rozándome la oreja.
       »Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Y... allí se veía como en pleno día... ¡y no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no estaba dentro... Y yo me encontraba enfrente... ¡Delante de mí tenía el gran cristal límpido de arriba abajo! Y yo miraba aquello con ojos enloquecidos, sin atreverme a seguir avanzando, comprendiendo que entre nosotros se encontraba él, y que volvería a escapárseme, pero que su cuerpo imperceptible estaba absorbido por mi reflejo.
       »¡Qué miedo pasé! Luego, de pronto, empecé a vislumbrarme en medio de una bruma, en el fondo del espejo, en una bruma como a través de una capa de agua; y me parecía que esa agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviendo más nítida mi imagen segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no parecía poseer contornos netamente definidos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.
       »Al fin pude distinguirme por completo, tal y como me veo cada día al mirarme.
       »Le había visto. Me quedó un espanto que todavía me hace estremecerme.
       »Al día siguiente vine aquí, donde rogué que me retuviesen. caballeros, concluyo.
       »El doctor Marrande, después de haber dudado mucho tiempo, se decidió a viajar, él solo, a mi tierra.
       »En la actualidad, tres de mis vecinos están atacados por la misma enfermedad que yo. ¿No es verdad?»
       El médico respondió: «¡Verdad!»
       —Usted les aconsejó que dejasen agua y leche todas las noches en su cuarto para ver si esos líquidos desaparecían. Y han desaparecido. ¿No han desaparecido esos líquidos igual que en mi casa?
       El médico respondió con solemne gravedad:
       —¡Han desaparecido!
       —¡Así pues, caballeros, un Ser, un Ser nuevo, que sin duda no tardará en multiplicarse como nosotros nos hemos multiplicado, acaba de aparecer sobre la tierra!
       »¡Ah! ¿Sonríen ustedes? ¿Por qué? Porque ese Ser sigue siendo invisible. Pero nuestro ojo, señores, es un órgano tan elemental que apenas puede distinguir otra cosa que lo indispensable para nuestra existencia. Lo que es demasiado pequeño se le escapa, lo que es demasiado grande se le escapa, lo que está demasiado lejos se le escapa. Ignora los millares de pequeños animalillos que viven en una gota de agua. Desconoce los habitantes, las plantas y el suelo de las estrellas vecinas; ni siquiera ve lo transparente.
       »Coloquen delante de nuestros ojos un espejo falto de un azogue perfecto, no lo distinguirá y ellos mismos nos lanzarán contra él, como el pájaro enjaulado en una casa, que se rompe la cabeza contra los cristales. Por lo tanto, no ve los cuerpos sólidos y transparentes que, sin embargo, existen, no ve el aire de que nos alimentamos, no ve el viento que es la mayor fuerza de la naturaleza, que derriba hombres, abate edificios, desarraiga árboles, alza el mar en montañas de agua que hacen desmoronarse acantilados de granito.
       »¿Qué tiene de sorprendente que no vean un cuerpo nuevo, al que sin duda le falta la única propiedad de detener los rayos luminosos?
       »¿Distinguen ustedes la electricidad? Y sin embargo existe.
       »Ese ser, que yo he llamado el Horla, también existe.
       »¿Quién es? Señores, ¡es el que la tierra espera después del hombre! El que viene a destronarnos, a someternos, a domarnos, y tal vez a alimentarse de nosotros igual que nosotros nos alimentamos de los bueyes y de los jabalíes.
       »¡Se le presiente, se le teme y se le anuncia desde hace siglos! El miedo a lo Invisible siempre ha acosado a nuestros padres.
       »Ha llegado.
       »Todas las leyendas de hadas, de gnomos, de vagabundos del aire inasequibles y malhechores hablaban de él; de él, presentido por el hombre inquieto y ya estremecido.
       »Y todo lo que ustedes mismos, caballeros, hacen desde hace algunos años, eso que ustedes llaman hipnotismo, sugestión y magnetismo... ¡es a él a quien ustedes anuncian, a quien ustedes profetizan!
       »Yo les digo que ha llegado ya. Que merodea inquieto a su vez como los primeros hombres, ignorante todavía de su fuerza y su poder, que conocerá pronto, demasiado pronto.
       »Y, para terminar, caballeros, he aquí un fragmento de periódico que ha caído por casualidad en mis manos y que procede de Río de Janeiro. Leo:
       «Una especie de epidemia de locura parece causar estragos desde hace algún tiempo en la provincia de Sao Paulo. Los habitantes de varios pueblos han huido abandonando sus tierras y casas, y diciéndose perseguidos y devorados por vampiros invisibles que se alimentan de su aliento durante su sueño y que, además, no beben más que agua y algunas veces leche.”
       »Y yo añado que pocos días antes del primer ataque de la enfermedad de que he estado a punto de morir, recuerdo perfectamente haber visto pasar un gran barco brasileño de tres palos con las banderas desplegadas... Ya les he dicho que mi casa estaba a orillas del agua... completamente blanca... No cabe duda de que él venía escondido en ese barco...
       » No tengo nada más que decir, caballeros. »
       El doctor Marrande se incorporó y susurró:
       —Yo tampoco. No sé si este hombre está loco y si lo estamos los dos... o si... si nuestro sucesor ha llegado realmente...