EL ORIENTE


    ¡Llegó el otoño! No puedo menos, al sentir el primer escalofrío del invierno, de acordarme del amigo mío que vive allá lejos, en la frontera del Asia.
    La última vez que entré en su casa comprendí que ya no volvería a verlo. Fue a fines de septiembre, hace ya tres años. Lo hallé tumbado en su diván, en pleno sueño de opio. Me tendió la mano sin mover el cuerpo, y me dijo:
    —Quédate ahí, háblame; yo te contestaré de cuando en cuando, pero no me moveré; ya sabes que, cuando se ha aspirado la droga, es preciso permanecer tumbado de espaldas.
    Me senté y le referí mil cosas, temas de París y del bulevar. El me dijo:
    —No consigues interesarme; no pienso sino en los países claros, den ¡ Cuánto debió de sufrir el pobre Gautier, acosado siempre por el anhelo del Oriente! Tú no sabes lo que es eso; no sabes cómo ése país se apodera de ti, cómo te cautiva; se te mete hasta el corazón y no te abandona ya. Se cuela en ti por la vista, por la piel, por toda clase de seducciones invencibles, y en cualquier sitio del mundo al que te haya lanzado el azar, te sujeta y tira de ti constantemente por un hilo invisible. Para pensar en el Oriente, envuelto en el delicioso atontamiento del opio, tomo yo esta droga.
    Se calló y cerró los ojos. Yo le pregunté:
    —¿Qué goce. experimentas en tomar este veneno? ¿Qué delicia produce, ya que nadie renuncia a él hasta la muerte?
    Me contestó:
    —No se trata de un goce físico, es algo mucho mejor, mucho más; con frecuencia estoy triste, aborrezco la vida, que diariamente lastima con todos sus ángulos, con todas sus durezas. El opio consuela de todo, hace que demos a cada cosa su valor. ¿Sabes en que consiste ese estado de ánimo que yo llamaría de irritación hostigadora? Yo vivo de ordinario en ese estado. Dos cosas pueden curarme del mismo: el opio o el Oriente. Así que tomo opio, me tumbo y espero. Espero una hora, dos a veces. Empiezo por .sentir en las manos y en los pies un ligero hormigueo; no es un calambre, sino un entumecimiento vibrante; poco a poco experimento la sensación deliciosa de que mis miembros han desaparecido. Parece que me los fueran quitando, y esta sensación va subiendo paulatinamente, me envuelve, .me invade por completo. Llego a no tener cuerpo. Tan sólo me queda del mismo un recuerdo agradable. Ya no me resta sino la cabeza. y ésta trabaja. Pienso con un gozo material infinito, con una lucidez sin parangón, con una penetración sorprenden te. Razono, deduzco, lo entiendo todo, descubro ideas que nunca se deslizaron, ni aun. superficialmente, por mi cerebro; bajo a profundidades nuevas, me elevo a cumbres maravillosas. Floto en un piélago del pensamiento, saboreo la dicha incomparable, el goce ideal de esta embriaguez, pura y serena, de la inteligencia, incorpórea.
    Se calló y cerró de nuevo los ojos. Yo hablé otra vez:
    —Tu anhelo de vivir en el Oriente nace de modo exclusivo de esa embriaguez. Vives en constante alucinación. ¿Cómo es posible sentir anhelo por ese país bárbaro, en el que el espíritu está muerto, y el pensamiento estéril dos no sale de los estrechos límites de la vida sin hacer esfuerzo alguno por lanzarse, crecer y conquistar?
    Me contestó:
    —Y ¿qué valor tiene el pensamiento práctico? A mí sólo me seduce el ensueño. Es lo único bueno, es lo único grato. La realidad implacable me conducirla al suicidio, si el ensueño no me permitiese esperar. Pero acabas de decir que el Oriente es país de bárbaros. Cállate, desdichado; es el país de los sabios, la región cálida en la que se deja que la vida fluya, suavizando las aristas.
    Bárbaros somos nosotros, los pueblos del Occidente, que nos llamamos civilizados; somos bárbaros odiosos, que vivimos con rudeza, como las bestias.
    Fíjate en nuestras ciudades de piedra, en nuestros muebles de madera, angulosos y duros. Subimos jadeantes por escaleras estrechas y de fuerte pendiente, que nos llevan a departamentos ahogados, en los que el aire penetra silbando para escapar en seguida por el tubo de la chimenea, que hace de bomba, estableciendo corrientes de aire mortíferas y con fuerza suficiente para hacer girar un molino. Nuestras sillas son duras, nuestras paredes, frías, y las cubrimos con papeles antipáticos; por todas partes hay aristas que nos lastiman: en las mesas, en las chimeneas, en las puertas, en las camas. Vivimos en pie o sentados; jamás nos tumbamos si no es para dormir, lo cual es un absurdo, porque de ese modo ya no percibimos en el sueño la dicha de permanecer horizontales.
    Reflexiona también en nuestra vida intelectual. Es una lucha, una batalla incesante. Los cuidados se ciernen siempre sobre nosotros, las preocupaciones nos acosan; ni siquiera nos dejan la posibilidad de dedicarnos a las dos o tres cosas buenas que tenemos al alcance de nuestra mano.
    Es el duelo a muerte. Nuestro carácter, aún más que nuestros muebles, está lleno .de aristas ¡Por todas partes aristas!
    Así que nos levantamos de la cama, corremos al trabajo, llueva o hiele. Luchamos contra la competencia, las rivalidades, las enemistades. Cada hombre es un enemigo del que hay que temer y al que hay que derribar; con el que hay que rivalizar en astucias. El mismo amor tiene entre nosotros ciertos aspectos de victoria y derrota. Es también una lucha.
    Permaneció algunos segundos ensoñando, y luego prosiguió:
    —Conozco ya la casa que pienso comprar. Es cuadrada, con el techo horizontal y recortes de madera al estilo de Oriente. Desde la terraza se domina el mar, cruzado aquí por velas blancas en forma de alas puntiagudas de los barcos de griegos y musulmanes. Los muros casi no tienen aberturas al exterior. El centro de la casa lo constituye un jardín espacioso, en el que, bajo las sombrillas de las palmeras, flota una atmósfera cálida; sube desde el suelo el chorro de un surtidor, que al desmenuzarse bajo los árboles vuelve a caer en un amplio tazón de mármol, que está enarenado en el fondo de polvo dorado. Yo me bañaría dentro de él en cualquier momento, entre dos pipas, dos ensueños o dos besos.
    No tendré para servirme una criada, una de esas repugnantes criadas con delantal grasiento que, al retirarse de mi presencia, levantan con la chancleta vieja del pie los bajos enfangados de sus faldas. No puedo evitarlo; se me revuelve de asco el corazón viendo su tobillo amarillento cada vez que levantan el talón. ¡Y todas lo tienen de ese color, las condenadas! No escucharé el pataleo de las suelas en el entarimado, ni los portazos ruidosos, ni el estrépito de la vajilla que se les cae al suelo.
    Me serviré de esclavos negros, esbeltos, envueltos en amplias telas blancas, que corren descalzos sobre alfombras que ahogan el ruido.
    Las paredes de mis habitaciones estarán acolchadas y tendrán la elasticidad de pechos de mujer; habrá sobre mis divanes, adosados a las paredes de cada cuarto, almohadones de todas las formas imaginables, lo que me permitirá tumbarme en todas las posturas posibles.
    Y cuando esté ya fatigado de aquel descanso delicioso, fatigado de gozar de la inmovilidad y de mi ensueño eterno, fatigado del tranquilo placer de sentirme cómodo, mandaré que me traigan a la puerta de mi casa un caballo, blanco o negro, que sea capaz de correr muchísimo.
    Y saldré montado en él, bebiendo el aire que azota y emborracha, el aire sibilante de los galopes furiosos.
    Pasaré como una flecha por aquel paisaje de colores que embarga las pupilas y que es sabroso a la vista lo mismo que un vino.
    En la serenidad del atardecer, marcharé en carrera frenética hacia el ancho horizonte que el poniente tiñe de rosa. A la hora del crepúsculo, todo se vuelve de color de rosa en aquel país; las montañas calcinadas, la arena, las ropas de los árabes, el pelaje blanco de los caballos.
    Los flamencos color de rosa alzarán su vuelo de las lagunas para surcar el cielo rosa; y yo dejaré escapar gritos delirantes, hundido en el carmín infinito del mundo.
    No veré ya a lo largo de las aceras, ensordecido por el estrépito de los carruajes que ruedan por la calzada; no veré ya esos hombres vestidos de negro que beben su ajenjo sentados en sillas-incómodas y hablando de negocios.
    Nada sabré de cotizaciones de Bolsa, de fluctuaciones de valores, de todas las inútiles idioteces en que derrochamos nuestra existencia, corta, miserable y engañosa. ¿Para qué tantos esfuerzos, sufrimientos y luchas? Yo descansaré en mi casa, suntuosa y luminosa, al abrigo del viento.
    Tendré cuatro o cinco esposas en cuartos acolchados; cinco esposas llegadas de las cinco partes del mundo, y que me traerán el sabor de la belleza femenina florecida en todas las razas.
    Volvió a callarse, y después dijo con voz lánguida:
    —Vete.
    Me marché. No volví a verlo.
    Dos meses después me escribió estas dos únicas palabras: «Soy dichoso»
    Su carta trascendía a incienso y a otros suaves aromas.