EL BUHONERO

   
    Breves memorias, asuntos insignificantes, dramas humildes presenciados, adivinados, tal vez sospechados, para mi alma joven e ignorante aún, son como hilos que me arrastran poco a poco hacia el conocimiento de la desconsoladora verdad.
    A cada instante, cuando vuelvo atrás la vista en mis largas divagaciones, aparecen, risueños o terribles, recuerdos aislados que revolotean a poca distancia de mí como los pájaros en los matorrales.
    Caminaba yo en verano por la carretera que domina el hermoso lago Bourget, recreando los ojos en el agua tranquila y azul, de un azul abrillantado con los últimos destellos del sol poniente. Al otro extremo de la inmensa llanura líquida, elevábanse las crestas de las montañas, y a los dos lados del camino, se extendían las viñas enlazadas en los árboles, como guirnaldas suspendidas para engalanar los campos, luciendo varios colores: verde, amarillo y rojo, con golpes negros de abundantes y maduros racimos.
    Yo estaba solo en la carretera blanca y polvorosa. De pronto, entre los árboles del bosquecillo que limita el pueblo de Saint- Innocent, apareció un hombre abrumado por el peso de su carga y dirigiéndose hacia mí apoyado en un bastón; al verle de cerca, le supuse buhonero; y surgió en mí una memoria casi olvidada, un encuentro que tuve regresando a Paris desde Argenteuil, cierta noche, a los veinticinco años. Entonces me apasionaba solamente bogar en mi canoa. Tenía un cuarto alquilado a un posadero de Argenteuil, y cada tarde tomaba el tren de los oficinistas que avanzaba lentamente dejando en cada estación una muchedumbre de hombres poco ligeros porque no tienen costumbre de andar, con muchos paquetes en las manos y no pocas rodilleras en los pantalones. Aquel tren que me parecía oler a legajos y a expedientes viejos, me dejaba en Argenteuil, donde ya estaba dispuesta mi canoa. Remando, iba muy satisfecho a comer un día en Bezons, otro en Chatou; ya en Epinay o en Baint-Ouen. Luego regresaba tranquilamente, y dejando mi canoa, si era noche de luna solía volver a Paris a pie.
     Cierta noche, sobre la carretera blanca, vi a un hombre. ¡Oh! No era cosa rara tropezar con esos miserables de los arrabales, que tanto pavor infunden a los burgueses de París. Aquel hombre avanzaba lentamente, abrumado por su carga.
    Como yo andaba de prisa, le alcancé. Se detuvo al sentirme, y echándose a un lado, me dejó pasar. Luego dijo:
    —Buenas noches, caballero.
    —Buenas noches—le contesté. ¿Va usted muy lejos?—me preguntó.
    —A Paris.
    —No tardará usted mucho en ir. Anda muy ligero. Mi fardo pesa mucho para permitirme ir tan de prisa. No puedo.
    Acorté un poco el paso. ¿Por qué me daba conversación aquel hombre? ¿Qué llevaría en su fardo? Sospechas vagas de algún crimen excitaron mi curiosidad. Las gacetillas de los periódicos refieren tantos diariamente, haciendo siempre mención de aquellos lugares, que algunos deben de ser verdaderos. No se inventa de tal modo para satisfacer la curiosidad inagotable del suscriptor. Pero la voz de aquel hombre me parecía más temerosa que imponente, y su facha le acreditaba más de infeliz que de agresivo. Le pregunté:
    —¿Va usted muy lejos?
    —Más allá de Asniéres; allí tengo mi casa.
    Y saltando la cuneta, pasó del senderito por donde caminaban los peatones, buscando la sombra de los árboles, al centro de la carretera. Nos mirábamos el uno al otro con cierta desconfianza, empuñando cada cual su bastón. Cuando le vi más cerca no me dio cuidado alguno. También él se tranquilizó completamente, y me dijo:
    —¿Le seria igual ir más despacio?
    —¿Por qué?
    —Porque no me gusta este camino de noche cuando llevo mercancías. Yendo los dos juntos, no es tan fácil que se atrevan.
    Comprendí que hablaba con sinceridad y que tenía miedo. Acorté mis pasos, y a la una de la noche caminaba lentamente con mi desconocido compañero por la carretera.
    Le pregunté:
    —¿Cómo vuelve a esas horas habiendo peligro de que le roben sus mercancías?
    Me contó su historia.
    Tenía dispuesto no volver a su domicilio aquella noche, habiéndose llevado al salir de su casa objetos para tres días.
    Pero presentándose bien las ventas y habiéndosele agotado algunas baratijas indispensables, se vio obligado a volver para cargar con ellas.
    Me comunicó, muy satisfecho que se daba maña y convencía fácilmente a los compradores engolosinándolos con su charla, y dijo al acabar:
    —En Asniéres tengo una tienda y allí despacha la mujer.
    —¡Ah! ¿Es usted casado?
    —Hace quince meses: tengo una hermosa mujer. Y llegando noche le daré una sorpresa.
    Me refirió su matrimonio. Quería mucho a su novia, pero no acababa de decidirse. Así estuvieron dos años. La mujer tenía de sus padres una tiendecilla donde vendía de todo: cintas, flores en verano, hebillas y muchos objetos, algunos de los cuales sólo se hallaban en su tienda por favor especial del fabricante. La conocían muchos en Asnières y la llamaban Celeste, porque gustaba mucho vestirse de claro. Sabia ganar dinero y era muy hacendosa. En aquellos días la encontraba enferma, tal vez a causa del primer embarazo, pero esto no era seguro. Su comercio producía bastante, y al ir de un pueblo a otro el buhonero, además de las mercancías para el público, llevaba muestras de géneros para los humildes tenderos que no estaban en relaciones directas con los fabricantes; así era también una especie de comisionista.
     —Y ¿usted a qué se dedica? —me preguntó:
    Me vi algo comprometido para contestarle; y le dije que tenía en Argenteuil una lancha de vela y dos canoas de regatas; que iba casa todas las tardes a hacer ejercicios de remo, y que volvía todas las noches a París, adonde me llamaba mi profesión; dándole a entender que mi profesión era bastante lucrativa.
    El buhonero replicó:
    —¡Caramba! Si yo tuviese dinero como usted, no me divertiría por estos caminos de noche y solo. No hay seguridad ninguna.
    Como vi que me miraba de reojo, llegué a sospechar si sería un malhechor precavido, que no quería arriesgarse inútilmente. Pero me tranquilizo, diciendo:
    —Si le fuese lo mismo andar menos aprisa... Este fardo pesa mucho.
    Divisamos las primeras casas de Asnières.
    —Ya casi estoy en casa—dijo—; no dormimos en la tienda. De noche la guarda un perro que vale por cuatro hombres. Como los alquileres en el centro de la población son crecidos, vivo en el arrabal. Usted me ha hecho favor muy grande, y quisiera que aceptase un vaso de vino, despertaré a mi mujer para que nos lo sirva. Y después le acompañaré a usted hasta las puertas de Paris, porque sin llevar mercancías y empuñando mi garrote, no temo a nadie.
    Se lo agradecí, excusándome, pero insistió; yo me defendía, pero él se obstinaba con tal sinceridad y tal expresión de agradecimiento, diciéndome contristado «que sin duda yo no me dignaba beber con un hombre como él», que me obligó a complacerle y le seguí hasta uno de esos caserones grandes y destartalados que forman los arrabales de los arrabales.
    Todavía dudé; aquello me parecio un refugio de vagabundos, un cuartel general de ladrones y rateros. Me hizo pasar delante, empujando la puerta que no estaba cerrada, y cogiéndome por los hombros, en una oscuridad completa, me condujo hacia una escalera, que yo buscaba con los pies y las manos, temiendo caer en la boca de una cueva.
    Cuando pusimos un pie en el primer escalón, me dijo:
    —Vaya usted subiendo; es arriba del todo.
    Registrando mis bolsillos, encontré una caja de fósforos, y encendiendo uno pude ver dónde pisaba. El buhonero me seguía sofocándose bajo su carga, y repitiendo:
    —Es arriba, muy arriba.
    Cuando estuvimos en el último descansillo, buscó la llave que llevaba atada a un ojal del chaleco, y abriendo la puerta me hizo entrar.
    Vi las paredes blanqueadas, una mesa, un armario y seis sillas.
    —Voy a despertar a mi mujer—dijo—; luego bajaré a la cueva para sacar vino. Aquí no lo podemos tener; hace mucho calor, y se agriaría.
    Se acercó a una de las dos puertas, que lo eran sin duda de las alcobas y de la cocina, y llamó:
    —¡Celeste! ¡Celeste!
    Pero como Celeste no respondía, fue subiendo el tono:
    —¡Celeste! ¡Celeste! ¡Celeste!
    Nada. Y después de golpear fuertemente las maderas, gritó:
    —Celeste, no te despertarás, ¡caramba!
    Todo fue inútil. Aplicó el oído a la cerradura, y resignado, me dijo:
    —¡Bah! La dejaremos dormir, puesto que duerme tan profundamente. Voy a buscar el vino; aguárdeme usted dos minutos.
    Y salió a la escalera. Me senté para esperarle pacientemente.
    Me pareció que hablaban bajo en la alcoba, que se removían sin hacer casi ruido.
    —Diablo. ¿Me habrían dado una encerrona? ¿Por qué no había contestado Celeste a las llamadas de su marido? ¿Sería ésta una señal para decir a los cómplices «ya cayó uno en la ratonera; estad prevenidos»? Se removían sin duda; se acercaron a la puerta; descorrieron el cerrojo. Sentí un estremecimiento. Arrimándome a la pared, pensé: «Me defenderé como pueda», y cogiendo una silla me puse en guardia.
    Se entreabrió la puerta de la alcoba y apareció primero una mano, luego una cabeza de hombre con sombrero de fieltro blando, y vi que dos ojos me miraban. Pero, tan rápidamente, que no pude hacer ni un movimiento de defensa. El individuo, el presunto malhechor, un joven robusto, descalzo, vestido con desorden, sin corbata y con los zapatos en la mano; un guapo mozo a fe mía, de buena facha, se abalanzó a la puerta de salida y desapareció en la escalera. Volví a sentarme, pues el asunto tomaba otro cariz bastante más agradable.
    Aguardé al marido, que tardó en volver. Le oí subir la escalera y me dio risa pensar que se acercaba.
    Entró con dos botellas, diciendo:
    —¿Seguirá durmiendo todavía?
     Comprendí que la mujer tenía el oído pegado a la puerta, y dije para tranquilizarla:
    —No la he oído resollar.
    La llamó de nuevo.
    —¡Celeste! ¡Celeste! Pero ella ni respondió ni dio señales de vida. Entonces el pobre hombre, acercándose a mí dijo:
    —No contesta, porque le disgusta que traiga de noche a un amigo a beber unas copas.
    —¿Pero usted supone que no duerme?
    —Seguro estoy de que no duerme.
    Aquello le disgustaba; pero se resignó y dijo:
    —Bebamos.
    Comprendí que tenía intención de vaciar las dos botellas. Bebí un vaso y me levanté dispuesto a salir, con firme resolución. Trató de acompañarme, y mirando con una expresión dura, irritada en el fondo, hacia la puerta de su alcoba, dijo casi en tono de amenaza:
    —Será preciso que abra después.
    Le miré comprendiendo que aquel hombre bonachón iba enfureciéndose a pesar de ignorarlo todo; y que sentía tal vez un oscuro presentimiento de macho celoso que no gusta de hallar cerradas las puertas.
    Me habló antes de su mujer con mucha ternura, y sin embargo, al quedar solo con ella era indudable que la pegaría una paliza.
    Delante de mí volvió a golpear la puerta, gritando:
    —¡Celeste!
    Una voz soñolienta respondió:
    —¿Qué? ¿Qué pasa?
    —¿No me oíste venir y llamarte?
    —No; déjame.
    —Abre la puerta.
    —Cuando no haya nadie contigo. Ya sabes que no me gusta que vengan de noche hombres a beber a casa.
    Me fui, lanzándome a la escalera rápidamente, como el otro cuando huía; y hallándome ya cerca de Paris, reflexioné que acababa de presenciar en aquel tugurio una escena del eterno drama que se repite sin cesar todos los días bajo todas las formas en todos los mundos.