EL BURRO


    En la espesa niebla dormida encima del río no calaba el más leve soplo de aire. Parecía una nube de algodón mate posada sobre el agua. Ni siquiera se distinguían las orillas, envueltas en vapores de formas raras que tenían perfiles de montañas. Pero al empezar a alborear fue descubriéndose a la vista la colina. Al pie de la misma, a los nacientes resplandores de la aurora, fueron apareciendo poco a poco las grandes manchas blancas de las casas revocadas de yeso. Cantaban los gallos en los gallineros.
    A lo lejos, en la otra orilla del río sepultada en la bruma, delante mismo de La Frette, ruidos ligeros turbaban de cuando en cuando el profundo silencio del cielo sin brisa. Se oía a veces un confuso palmoteo, como de una lancha que avanzase con cuidado; otras, un golpe seco, como de un remo que chocase en la borda, y otras, un ruido como de objeto blando que cayese al agua. Y de pronto, el silencio.
    De cuando en cuando, unas palabras dichas en voz baja, sin que se pudiese precisar el sitio, quizá muy lejos, quizá muy cerca, perdidas en las brumas opacas, nacidas tal vez en la tierra, tal vez en el río, se deslizaban tímidas, pasaban como esos pájaros salvajes que han dormido entre los juncos y levantan el vuelo con las primeras claridades del día para seguir huyendo, para huir siempre; se los distingue un segundo, cuando atraviesan de parte a parte la bruma, lanzando un grito suave y tímido que despierta a sus hermanos a lo largo de las riberas.
    De pronto, cerca de la orilla, al lado del pueblo, se perfiló sobre el agua una sombra, borrosa al principio, pero que  fue agrandándose, dibujándose. Saliendo de la cortina nebulosa que envolvía el río, una embarcación de fondo plano, tripulada por dos hombres, atracó en la orilla cubierta de hierba.
    El que iba remando se levantó y cogió del centro de la embarcación un cubo lleno de peces, echándose luego a la espalda el esparavel, que todavía chorreaba agua. El compañero suyo, que no se había movido, le indicó:
    —Tráete tu fusil; vamos a darle a algún conejo por la orilla del río. ¿Qué te parece, Mailloche?
    El otro le contestó:
    —Conforme. Espérame, que vuelvo ahora mismo.
    Se alejó para poner a buen recaudo su presa.
    El que quedó en la barca atacó muy despacio su pipa y la encendió.
    Su apellido era Labouise, pero le llamaban Tocón; estaba asociado con su compañero Maillochón, vulgarmente conocido por Mailloche, para ejercer el oficio, turbio y genérico, de rebuscadores de rio.
    Marineros de baja estofa, sólo navegaban con regularidad en los meses de escasez. El resto del año rebuscaban. Merodeaban de día y de noche por el río, al acecho de cualquier clase de presa, viva o muerta; eran pescadores furtivos, cazadores nocturnos, piratas de albañal, al acecho unas veces de los corzos del bosque de Saint-Germain, y a la caza otras de algún ahogado cuyo cadáver se deslizaba entre dos aguas, para despojarle de lo que llevase en los bolsillos; recogían harapos flotantes, botellas vacías que van a la deriva con el gollete fuera del agua y con balanceos de borracho; trozos de madera que arrastraba la corriente. Con estos recursos, Labouise y Maillochón se daban la gran vida.
    De tiempo en tiempo salían a pie, hacia el mediodía, y marchaban camino adelante, como para pasar el rato. Comían en algún mesón de la ribera, y seguían luego caminando, el uno al lado del otro. Estaban ausentes uno o dos días, y una buena mañana aparecían merodeando en aquella inmundicia de barco que tenían.
    Y, entre tanto, aguas abajo, en Joinville o en Nogent, algún batelero desconsolado buscaba su embarcación, que había desaparecido de noche, porque algún ladrón la había desamarrado llevándosela; y a veinte o treinta leguas de allí, en el Oise, un propietario burgués se frotaba las manos extasiado en la contemplación del batel que había comprado la víspera por cincuenta francos a dos buenos hombres que se lo haban vendido sin más ni más, cuando pasaban por allí, habiéndoselo ofrecido espontáneamente por su linda cara.
    Maillochón reapareció con su escopeta envuelta en unos harapos. Era un hombre de cuarenta o cincuenta años, alto, seco, de mirada aguda, como de persona a la que hostigan fundadas inquietudes o como de animal que se ha visto perseguido muchas veces. La camisa desabrochada, dejaba ver los grises mechones de su pecho velludo. Sin embargo, parecía no haber tenido nunca más pelos en la cara que los de un bigote corto, como cepillo, y una mosquita de pelos tiesos debajo del labio inferior. Estaba calvo en las sienes.
    Cuando se quitaba la torta de mugre que le servía de gorra, descubría un cráneo cubierto de la pelusilla vaporosa de un asomo de cabello, como el de un pollo desplumado cuando se le va a chamuscar.
    Tocón, por el contrario, era de cara rubicunda y granujienta, grueso, pequeño y velludo; parecía un bistec crudo, tapado con un gorro de zapador. Llevaba siempre cerrado el ojo izquierdo, como si estuviese tomando la puntería, y si alguien, a propósito de esta costumbre, le gritaba en broma:
    “Abre el ojo, Labouise”, él replicaba tranquilamente: “No tengas miedo, hermanita, que ya lo abro cuando hace falta.” Eso de tratar a todo el mundo de “hermanita” era una de sus costumbres; daba ese tratamiento hasta a su compañero de rebusca.
    Se puso él al remo, y la barca se hundió de nuevo en la bruma, que seguía inmóvil sobre el río, pero que iba tomando un tinte lechoso, a medida que el cielo se iluminaba de resplandores rosáceos.
    Labouise preguntó:
    —¿Qué munición has cogido, Mailloche?
    Maillochón contestó:
    —Perdigón menudo, del nueve, lo que requiere el conejo.
    Se fueron acercando a la otra orilla con tal tiento, que ni el más leve ruido denunciaba su presencia. Esa orilla forma parte del bosque de Saint-Germain, y sirve de barrera al coto de conejos. Está llena de madrigueras, ocultas bajo las raíces de los árboles; los animalitos retozan allí al amanecer, van y vienen, entran y salen.
    Maillochón, de rodillas en la proa, acechaba, con la escopeta disimulada en la borda. De improviso, la cogió, apuntó, y una detonación repercutió largo rato por el campo silencioso.
    Labouise arrimó la lancha a la orilla con dos golpes de remo, y su compañero saltó a tierra, recogiendo un conejito gris que todavía palpitaba.
    La barca se hundió otra vez en la niebla, para alcanzar la otra orilla, poniéndose a salvo de los guardas.
    Parecían dos hombres que se paseaban tranquilamente por el río. El arma había desaparecido debajo de una tabla que ocultaba el escondrijo, y el conejo, dentro de la camisa, fuerte y hueca, de Tocón.
    Al cabo de un cuarto de hora, preguntó Labouise:
    —¿Vamos por otro, hermanita?
    Maillochón contestó:
    —Me conviene. Andando.
    Y volvió a ponerse en marcha la barca, yendo rápidamente río abajo. La bruma que lo cubría empezaba a levantarse. Distinguíanse, como a través de un velo, los árboles de las orillas, y la niebla en jirones, se deslizaba formando nubecillas sueltas al hilo del agua.
    Al aproximarse a la isla, que termina en punta frente a Herblay, redujeron la marcha, y se pusieron a acechar. No tardó en caer otro conejo.
    Siguieron bajando hasta mitad de camino de Confians; allí se detuvieron, amarraron a un árbol la barca, se tumbaron en el fondo de la misma y se durmieron.
    De cuando en cuando, Labouise se incorporaba y recorría el horizonte con el ojo abierto. Las últimas nieblas de la mañana se habían evaporado, y un sol magnífico de verano avanzaba, deslumbrador, por el cielo azul.
    Al otro lado del río se curvaba en semicírculo una colina cubierta de viñedos. Una sola casa se alzaba en la cumbre, en medio de un bosquecillo. Todo estaba en silencio.
    Sin embargo, algo se movía suavemente por el camino de sirga, y avanzaba poco a poco. Era una mujer que llevaba del ronzal a un borrico. El animal, anquilosado, rígido y reacio, daba de tiempo en tiempo un paso, cuando ya la mujer, a fuerza de tirones, podía más que él; y así, con el cuello extendido, las orejas gachas, avanzaba con tal lentitud que no se podía calcular el tiempo que tardaría en perderse de vista.
    La mujer, doblada por la cintura, daba tirones, y a veces se revolvía para pegar al burro con una vara.
    Labouise, que la vio, llamó a su compañero:
    —¡Eh, tú, Mailloche!
    Y Mailloche contestó:
    —¿Pasa algo?
    —¿Quieres un poco de juerga?
    —Yo estoy a todo.
    —Despabílate entonces, hermanita; hay risa de largo.
    Tocón cogió los remos, cruzó el río, y cuando estuvieron frente a la pareja, gritó:
    —¡Eh, tú, hermanita!
    La mujer aflojó el ronzal y se quedó mirando. Labouise siguió diciendo:
    —¿Lo llevas a la feria de locomotoras?
    La mujer no dijo nada, y entonces Tocón prosiguió:
    —Escucha. ¿Ha ganado muchas carreras tu borrico? Y ¿adónde lo llevas con tanta velocidad?
    La mujer contestó, al fin:
    —Lo llevo a casa de Macquart, en Champioux, para que lo mate. No vale ya para nada.
    Labouise comentó:
    —No hacía falta que me lo dijeses. Y ¿cuánto crees que te pagará Macquart?
    La mujer, que se estaba enjugando el sudor de la frente con el revés de la mano, se quedó titubeando:
    —¿Lo sé yo acaso? Quizá tres, quizá cuatro francos.
    —Te doy cinco, y así has terminado tu tarea, que no es pequeña.
    Después de un instante de pensarlo, dijo la mujer:
    —Hecho.
    Los rebuscadores atracaron la barca. Labouise cogió al burro por el ronzal. Mailloche le preguntó, sorprendido:
    —Pero ¿qué vas a hacer con este esqueleto?
    Esta vez abrió Tocón el otro ojo para expresar su regocijo. Su cara rubicunda se contorsionó con muecas de alegría, y cloqueó:
    —No te asustes, hermanita; tengo mi plan.
    Pagó los cinco francos a la mujer, y ésta se sentó en un reborde para ver en qué paraba aquello.
    Labouise, entonces, con muestras de estar muy satisfecho, fue y trajo la escopeta, ofreciéndosela a Maillochón.
    —Por turno, vieja; vamos a cazar caza mayor, hermanita; pero no tan cerca, ¡maldita sea!, que lo matarás del primer tiro. Tenemos que alargar todo lo que se pueda la diversión.
    Colocó a su compañero a cuarenta pasos de la víctima. El asno, que se vio libre se puso a ramonear en la crecida hierba del ribazo, aunque estaba tan extenuado, que se tambaleaba como si fuese a caer.
    Maillochón afinó despacio la puntería, y dijo:
    —Ahí va, Tocón; tiro de sal a las orejas.
    Y tiró, en efecto.
    El perdigón menudo acribilló las orejas del burro, y éste se puso a moverlas con mucha viveza, sacudiéndolas primero una y luego otra, o las dos al mismo tiempo, para librarse del picor que sentía.
    Los dos hombres se torcían de risa, se doblaban, pataleaban. Pero la mujer se lanzó hacia ellos, indignada, protestando al ver cómo martirizaban a su burro, ofreciendo devolver los cinco francos, quejumbrosa y colérica.
    Labouise la amenazó con darle una buena soba, y hasta hizo mención de remangarse la camisa. ¿No le había pagado? Pues ¡chitón! Le tiraría una perdigonada a las faldas para que viese que no hacía ningún daño.
    La mujer se alejó, amenazándoles con dar parte a los gendarmes. Estuvieron oyendo un buen rato los insultos que les lanzaba, y que eran cada vez más violentos a medida que ponía tierra por medio.
    Maillochón alargó la escopeta a su camarada:
    —A ti ahora, Tocón.
    Labouise apuntó y disparó. El burro recibió la descarga en las patas; pero los perdigones eran tan pequeños y el disparo se había hecho desde una distancia tan grande, que debieron de parecerle picaduras de tábanos, porque empezó a sacudir la cola de un lado a otro, golpeándose la grupa y los corvejones.
    Labouise tuvo que sentarse para reírse a su gusto, mientras Maillochón cargaba otra vez el arma con tal placer, que parecía que fuese a estornudar dentro del cañón de la escopeta.
    Se acercó algunos pasos más, apuntó al mismo sitio que su compañero e hizo fuego otra vez. Ahora la bestia sufrió un estremecimiento, amagó un par de coces, volvió la cabeza. Por fin le corría un poco de sangre. Las heridas eran profundas y le produjeron agudos dolores, porque huyó por la orilla, con un galope lento, cojitranco y violento.
    Los dos hombres salieron persiguiéndolo; Maillochón a grandes zancadas, Labouise con paso precipitado, con el trote jadeante con que corre un hombre pequeño.
    El burro se había detenido, agotado y veía acercarse a sus asesinos con miradas de espanto. De súbito, estiró la cabeza y se puso a rebuznar.
    Labouise, jadeante, había cogido la escopeta. No tenía ganas de tirarse otra carrera, y se colocó muy cerca. Cuando acabó el jumento de lanzar su queja lastimera, como un llamamiento de socorro, como el último grito de impotencia, aquel hombre, que se había trazado un plan, gritó:
    — ¡Eh, tú, Mailloche, hermanita; acércate!; voy a darte la medicina.
    Y mientras éste hacía, a viva fuerza, que el animal abriese la boca, le metió Tocón hasta el gaznate el cañón de la escopeta, como si fuese a darle una medicina. Y después dijo:
    —¡Cuidado, hermanita, que le doy la purga!
    Y apretó el gatillo. El burro retrocedió tres pasos, cayó sobre las patas traseros, intentó levantarse y, finalmente se desplomó de costado, cerrando los ojos. Todo su viejo cuerpo, caduco, vibraba estremecido, y sus patas se movían como si quisiese correr.
    Un torrente de sangre le corría por entre los dientes. No tardó en quedarse inmóvil. Estaba muerto.
    Ya no se reían aquellos dos hombres; aquello había durado poco; se creían estafados.
    Maillochón preguntó:
    —Y ¿qué hacemos ahora?
    Labouise contestó:
    —No te preocupes, hermanita; ahora lo embarcaremos, y la juerga será cuando llegue la noche.
    Fueron en busca de la barca. Colocaron el cadáver de la bestia en el fondo de aquélla, lo taparon con hierbas recién cortadas, y los dos merodeadores se tumbaron encima, volviendo a dormirse.
    A eso del mediodía sacó Labouise de los secretos recovecos de su barca sucia y carcomida un litro de vino, un pan, manteca y cebollas crudas, y se pusieron a comer.
    Acabado el banquete, tumbáronse otra vez encima del burro muerto y siguieron durmiendo. Labouise se despertó cuando anochecía, dio unas sacudidas a su camarada, que roncaba, y ordenó:
    — ¡Eh, hermanita; andando!
    Maillochón se puso a remar. Subieron río arriba muy despacio, porque tenían mucho tiempo por delante. Pasaban a lo largo de las orillas, cubiertas de lirios de agua en plena floración, perfumadas por los ojiacantos que inclinaban sobre la corriente sus hacecillos de flores blancas; la pesada barca del color del fango, se deslizaba entre las anchas hojas planas de los nenúfares, doblando sus flores pálidas, redondas y hendidas como cascabeles, que en seguida volvían a enderezarse.
    Cuando llegaron a la altura del muro de L’Eperon, que divide el bosque de Saint-Germain del parque de Maisons-Laffitte, mandó Labouise a su camarada que hiciese alto, y le expuso su proyecto, que Maillochón escuchó, riéndose por lo bajo con una risa prolongada.
    Tiraron al agua las hierbas que tapaban el cadáver, lo alzaron en vilo de las patas, lo desembarcaron y lo ocultaron en la maleza.
    Volvieron a su barca y llegaron hasta Maisons-Laffitte.
    Era noche cerrada cuando entraron en casa del tío Julio, bodegonero y vendedor de vinos. Así que los vio, fue hacia ellos, les dio sendos apretones de manos y se sentó a su mesa. Se habló un poco de todo.
    A eso de las once, después de marcharse el último consumidor, el tío Julio guiñó el ojo a Labouise, diciéndole:
    —¿Qué? ¿Hay género?
    Labouise movió enigmáticamente la cabeza, y contestó:
    —Puede que lo haya y puede que no. Depende.
    El mesonero insistió:
    —¿Conejos tal vez? ¿Nada más que conejos?
    Tocón, entonces, metió la mano en su camisa de lana, mostró las orejas de uno y sentenció:
    —Te cuesta tres francos la pareja.
    Se inició una larga discusión acerca del precio, y al fin se pusieron de acuerdo en dos francos sesenta y cinco. Entonces le entregaron los dos conejos.
    Al ver que los merodeadores se levantaban, el tío Julio, que no los perdía de vista, dijo:
    —Vosotros tenéis algo más, pero os lo calláis.
    Labouise contestó:
    —Tal vez que sí, pero no te lo llevarás tú, porque eres un hueso.
    El mesonero, muy interesado, lo apremió:
    —¿Qué? ¿Pieza mayor? Ea, soltad; acaso nos entendamos.
    Labouise, que parecía perplejo, simuló consultar con la mirada a Maillochón, y después contestó con mucha lentitud:
    —El asunto es éste. Estábamos al acecho en L’Eperon, y de pronto vemos algo que nos pasó por delante y se metió en el primer bosquecillo, a la izquierda, junto al final de la cerca. Maillochón dispara, y el animal se desploma. Nos largamos de allí a escape, por miedo a los guardas. No puedo decirte qué animal era, porque ni yo mismo lo sé. Grande, sí que lo era; pero ¿qué era? Si te lo dijese, te engañaría, y ya sabes, hermanita, que nuestros tratos son con el corazón en la mano.
    El otro preguntó, trémulo de emoción:
    —¿No será un corzo?
    A lo que replicó Labouise:
    —Puede muy bien serlo, un corzo u otra cosa... ¿Un corzo?.. Sí .. Quizá de cuerpo algo mayor... algo así como una cierva... ¡ Bueno! No es que yo te asegure que era una cierva, porque no lo sé; pero es posible.
    El figonero insistió:
    —¿No será un ciervo?
    Laouise extendió la mano:
    —¡Eso, no! Ciervo no es, seguramente; yo no te engaño; no es un ciervo. Lo habría conocido por la cornamenta. No; como ciervo, no es un ciervo.
    —Y ¿por qué no os habéis hecho con la pieza?
    —Hermanita, porque ahora hacemos la venta sobre el terreno. Tengo comprador. La cosa es sencilla; pasa él por allí como quien no quiere la cosa, descubre la pieza y le echa mano, y el hijo de mi madre, en coche. Así trabajamos ahora.
    El guisandero dijo, receloso:
    —¿Y si ya no estuviese allí?
    —De que está, yo te respondo, y te lo juro. En el primer bosquecillo a mano izquierda. La clase de animal que sea, lo ignoro. Eso, sí; estoy seguro de que no es un ciervo. En cuanto a lo demás, no tienes sino ir por él. Son veinte francos, tomándolo donde está muerto. ¿Hace?
    El individuo titubeaba todavía:
    —¿No podrías traérmelo?
    Maillochón tomó la palabra:
    —En ese caso, como ya no hay riesgo, nuestras condiciones son: si es un corzo, cincuenta francos; si es una cierva, setenta.
    El bodegonero se decidió:
    —Cerrado el trato en veinte francos. No hablemos más.
    Se dieron un apretón de manos.
    Sacó luego de un cajón cuatro gruesas monedas de cinco francos, y los dos amigos se las embolsaron.
    Labouise se levantó, vació su vaso y se marchó; cuando iba a desaparecer en la oscuridad, se volvió para dejar las cosas bien claras:
    —Ciervo no es, de eso estoy seguro; pero ¿quién sabe lo que es? Como estar, allí está, y si no encuentras nada, te devolveré el dinero.
    Se perdió en la oscuridad de la noche.
    Maillochón, que iba tras él, le daba fuertes puñetazos en la espalda para expresarle su regocijo.