EL COLONO


    El barón de Treilles me había dicho:
    —¿Quiere usted inaugurar conmigo la temporada, cazando en mi finca de Marinville? Se lo agradeceré mucho. Allí estoy solo, generalmente, por dos razones: por lo difícil que resulta cazar en aquellas tierras, y porque mi casa es tan reducida, que sólo me permite hospedar en ella dos amigos a lo sumo, y han de ser de mucha confianza.
    Yo acepté.
    Salimos en el tren del sábado hacia Normandía. Nos apeamos en la estación de Alvimare, donde, señalando un viejo faetón al cual habla enganchado un caballo asustadizo, cuya brida sujetaba un labriego, ya canoso, el barón me indicó:
    —Ahí está nuestro coche; no hay por aquí otro, amigo mío, de más lujo.
    El labriego alargó la mano, y el señor se la estrechó amablemente, preguntando:
    —¡Bravo, Lebrümet! ¿Nos vamos defendiendo?
    —Siempre lo mismo, señor barón.
    Subimos al coche, que parecía una jaula de gallinas suspendida y sacudida entre dos ruedas descomunales. Y el potro, después de un arranque violento, salió al galope, haciéndonos botar en los asientos como pelotas; cada golpe que me daba en la madera dura, me producía una impresión desagradable y dolorosa.
    El viejo campesino repetía con su voz tranquila y monótona:
    —¡La! ¡La! Despacio, despacio, Mostaza; despacio.
    Pero Mostaza no le atendía, y continuaba saltando como una cabra.
    Los dos perros, detrás de nosotros, junto al asiento vacío del faetón, asomaban la cabeza, oliscando el aire de la llanura, donde hallarían tal vez rastros de caza.
    El barón miraba a lo lejos, con ojos entristecidos, la campiña normanda, ondulante y melancólica, semejante a un inmenso parque inglés; a un parque desmesurado, en donde los patios de las masías, rodeados por dos o cuatro filas de árboles y poblados de manzanos rechonchos que no permiten ver las casas, dibujan en una extensión inmensa las perspectivas de bosque, los grupos de los árboles y los macizos que proyectan los jardineros artistas al trazar los perfiles de las propiedades suntuosas.
    René de Treilles murmuró de pronto:
    —Me agradan estos parajes; en estas tierras tengo yo mis raíces.
    Era un normando hecho y derecho, de buena estatura y fornido, un descendiente de la vieja raza de aventureros que iban fundando reinos en las orillas de todos los océanos. Tendría aproximadamente cincuenta años, y al campesino que nos acompañaba le faltaría muy poco para cumplir sesenta, Era éste un hombre fuerte y enjuto; uno de esos labriegos que parecen una osamenta revestida con piel dura, sin carne; uno de esos hombres que viven un siglo.
    Después de avanzar durante dos horas por caminos pedregosos, a través de aquella llanura siempre igual, entró el vehículo en uno de aquellos patios poblados de manzanos, y se detuvo ante un viejo edificio, ruinoso, donde una criada vieja esperaba junto a un mozetón, que sujetó por las bridas el caballo.
    Entramos en la casa. La cocina era espaciosa y de techo muy ennegrecido por el humo, como las paredes. Las cacerolas y los cacharros de loza, brillaban, reflejando las llamas del hogar. Un gato dormía sobre una silla; un perro estaba echado bajo la mesa. Se olía allí a leche, a manzanas, a humo, y se notaba también ese olor característico de las viejas casas de labranza; olor del suelo, de las paredes; olor de potajes derramados en el transcurso del tiempo, de coladas hechas periódicamente, de las personas que habitaron allí; olor de corrales y establos, de bestias y de hombres; de todas las cosas y de todos los seres; olor del tiempo que pasó.
    Volví a salir para observar el patio. Era muy grande, y en él abundaban los manzanos viejos, chaparrados y retorcidos, llenos de fruta, que dejaban caer sobre hierba del suelo en torno suyo. En aquel patio el perfume normando, el perfume de las manzanas, era tan penetrante como el del  azahar en las costas del Mediodía.
    Cuatro hileras de hayas envolvían a quel cercado. Eran tan altas que parecían tropezar en las nubes en aquella hora del amanecer, y sus copas, donde tropezaba el viento de la tarde, se agitaban, cantando una canción quejumbrosa, interminable y triste.
    Me metí de nuevo en la cocina.
    El barón se calentaba los pies, sentado al amor de la lumbre, oyendo al colono que le refería las novedades del país. Hablaba de casamientos, de bautizos, de muertes, de la paja de los cereales y de las alteraciones habidas en los ganados. La Veularda—una vaca comprada en Veules—había tenido un choto a mediados de junio. La cosecha de sidra no fue cosa mayor. La casta de las manzanas reinetas iban desapareciendo en aquellos contornos.
    Después, comimos. Nos dieron una excelente comida rústica, sencilla y abundante, plácida y duradera. Mientras comíamos, observé la familiaridad amistosa que desde luego me había sorprendido en cuanto nos apeamos del tren y el campesino tendió la mano al barón.
    Afuera, las hayas continuaban gimiendo al impulso del viento, que por la noche arrecia; y nuestros dos perros, encerrados en una cuadra, lloriqueando, aullaban de un modo siniestro. El fuego del hogar se extinguía poco a poco. La vieja criada se había ido a dormir.
    Al poco rato, Lebrumet insinuó:
    —Si usted no manda otra cosa y no me necesita ya, señor barón, me iré a la cama. Como no tengo costumbre de trasnochar, me caigo de sueño a estas horas.
     El barón, tendiéndole una mano, le dijo:
    —Acuéstese; acuéstese usted, amigo mío.
    Su tono era tan amable y cordial, que, apenas nos hubo dejado solos el labriego, no pude contener esta pregunta:
    —¿Lo sirve a usted muy bien su colono?
    —No le distingo solamente porque me sirve; mi estimación tiene otra causa. Es una historia vieja, sencilla y triste; una dramática historia lo que me une a ese hombre. Se la voy a contar.

    *

    Ya sabe usted que mi padre fue coronel de caballería. Tuvo de ordenanza a ese hombre, mozo entonces, hijo de un colono. Cuando mi padre se retiró del servicio, se llevó de criado a su ordenanza, que tendría en aquella época unos cuarenta años. Yo tenía treinta. Vivíamos en nuestras posesiones de Valrenne, próximas a Caudebec-en-Caux.
    La doncella que tenía entonces mi madre era una de las mozas más bonitas que se pueden ver: delgada, esbelta, rubia, inteligente, vivaracha; una doncellita modelo, como ya no las hay. Ahora, las mujeres de su condición y de sus condiciones, al momento se lanzan a la vida galante. Paris las atrae, las llama, las absorbe por medio de los ferrocarriles que atraviesan los más humildes lugares, comunicándolos con la capital. París prostituye a esas mozuelas que antes no pasaban de ser labradoras o criadas humildes. Los hombres que ahora frecuentan los más recónditos lugares, con pretextos mercantiles —gracias a lo fáciles que resultan las comunicaciones—, las descubren cuando empiezan a lucir, las engatusan y las desfloran; luego las encaminan hacia la galantería militante; por eso queda sólo para el servicio doméstico el desecho de la raza femenina: las torpes, las feas, las desapacibles, las ordinarias, las que no sirven para el vicio.
    Aquella criatura era encantadora, y a veces le daba yo un achuchón o un beso al tropezarla en los pasillos. Pero no pasaba de ahí, podría jurarlo; no pasaba de ahí. Tal vez, aun proponiéndomelo, no lo hubiese logrado. La moza era muy decente; yo respetaba la casa de mamá, respetaba familia, cosa que no suelen hacer los truhanes de ahora.
    Pero sucedió que el criado de mi padre, su antiguo ordenanza —mi viejo colono, a quien ha conocido usted hoy—, se enamoró como un loco de la muchacha, con un amor de novela, un amor inverosímil, absoluto, un amor ciego.
    Notamos al principio que se olvidaba de todo, que no hacía nada con acierto.
    Mi padre le repetía constantemente:
    —Pero, Juan, ¿qué te ocurre? ¿Qué tienes? ¿En qué piensas? Dilo. ¿Estás enfermo?
     Y el criado respondía:
    —No, no, señor barón. Yo no tengo nada.
    Enflaquecía, desmejorándose horriblemente; y destrozaba el servicio de mesa, las copas, los platos. Al llevarlas, dejaba caer las fuentes y las bandejas.  Le creíamos víctima de una enfermedad nerviosa y se llamó a un médico para que le asistiera. El médico advirtió síntomas de un reblandecimiento medular. Entonces mi padre, que se interesaba mucho por su antiguo y fiel ordenanza, decidió enviarle a una casa de salud.
     Al enterarse de lo que proyectaban hacer con él, Juan confesó de plano.
     Un día, mientras mi padre se afeitaba, le dijo tímidamente:
    —Señor barón...
    —¿Qué Quieres?
    —Lo que yo necesito, señor barón, lo que yo necesito no está en la farmacia ni lo recetan los médicos. Lo que yo necesito...
    —¡Acaba, con dos mil diablos!
    —Lo que yo necesito es casarme, señor barón.
    Mi padre volvió la cabeza estupefacto:
    —¿Qué has dicho? ¿Qué significa eso? ¿Qué has dicho?
    —Casarme; dije «casarme», señor-barón.
    —¿Casarte? Luego..., ¿luego estás enamorado..., animal?
    —Si, enamorado, señor barón.
    Y mi padre dio tales risotadas, que mi madre le dijo desde su cuarto, a través de la pared:
    —¿Qué te ocurre, Góntrán?
    El respondió:
    —Ven, ven, Catalina.
    Y cuando la tuvo delante, le refirió, sin dejar de reír—con tanta risa que le hacía saltar las lágrimas—que su criado, el imbécil ordenanza, estaba sencillamente muerto de amor.
    En vez de burlarse y reírse, mi madre se compadeció, preguntándole con ternura:
    —¿Y ¿a qué mujer quieres de tal modo?
    El criado se apresuró a decir:
    —A Luisa, señora baronesa.
    Mi madre replicó seriamente:
    —Trataremos de arreglarlo del mejor modo posible.
    Luisa fué luego interrogada por mi madre, y respondió que no desconocía el apasionamiento de Juan, que Juan se lo había declarado muchas veces, pero que no había pensado ella en casarse, no se casaría. Se negó a decir la causa.
    Durante dos meses, mi padre y mi madre intentaron con frecuencia convencer a Luisa, proponiéndole que se casara con Juan. ¿Qué motivo tenía para rechazarle? Como ella juraba no querer a otro, no pudo apoyar su negativa en motivos atendibles. Y mis padres insistían. Al fin, vencieron su resistencia prometiéndole una cantidad en metálico de bastante consideración, como regalo de boda, y, además, los pusieron de colonos en esta finca.
    Una vez hecha la boda, dejaron el servicio de mi casa y vinieron a ocuparse en las labores del campo.
    No los vi durante mucho tiempo.
    Al cabo de tres años supe que Luisa murió tísica. Pero mi padre y mi madre murieron también por entonces, y pasé lo menos otros dos años aún sin ver a Juan.
    Al cabo, un otoño, a fines de octubre, se me ocurrió venir a cazar en esta propiedad, cuidadosamente administrada por mi colono, y donde, al decir del mismo, había caza muy abundante.
    Llegué una tarde a esta casa; una tarde lluviosa. Me sorprendió encontrar al antiguo ordenanza de mi padre con los cabellos todo blancos. No era viejo; tendría entonces de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años.
     Le hice sentar a la mesa, frente a mi, como esta noche. Llovía sin cesar, a cántaros; oíamos golpear el agua en el tejado, en los cristales, en los muros; el patio se hallaba convertido en un lago, y ml perro aullaba en la cuadra, como lo hacen el de usted y elmío ahora.
     De pronto, cuando la criada se hubo retirado a dormir, el hombre murmuró:
    —Señor barón...
    —¿Ocurre algo, Juan?
    —Tengo que decirle al señor una cosa.
    —Dígame, Juan; dígame lo que quiera.
    —Es que.., no sé cómo decirlo... Es una cosa que... me disgusta.
    —Diga lo que sea, Juan.
    —¿Se acuerda usted de Luisa, mi mujer?
    —Sí, me acuerdo.
    —Pues bien, ella me hizo un encargo para usted.
    —¿Un encargo?
    —Sí... Como si dijéramos.., una confesíón.
    —¡Ah! Veamos.
    —Yo no quisiera..., no quisiera decírselo... Pero es necesario. Luisa no murió enferma del pecho...,murió de tristeza... ¡Ya lo dije!... Murió de tristeza...
    Desde que llegamos, comenzó a ennflaquecer, a desmejorarse. Cambió de tal modo, que al poco tiempo se puso desconocida., señor barón. Como yo, antes de casarme con ella; pero, por lo contrario. Ella, por haberse casado-conmigo.
    Llamé al médico, y me dijo que todo era del hígado...; una enfermedad apática. Entonces comenzamos a comprar muchas drogas, muchas drogas, muchas drogas. Gasté más de trescientos francos en botica. Pero ella no tomó ningún remedio, no quiso tomar nada. Y me decía:
    —¿Para qué voy a tomar tantas medicinas, mi pobre Juan? Si no estoy enferma; si todo pasará.
    Yo vi aquello muy malo, a pesar de sus palabras consoladoras. Un día la encontré llorando. ¿Qué hacer? No supe qué hacer; no era posible que yo lo supiera. Le compré vestidos, cofias, pomadas para el cabello, unos pendientes de oro para las orejas. Nada la reanimó. Y comprendí que se moría sin remedio.
    Una tarde, a fines de noviembre, me llamó desde la cama, porque no se había levantado aquel día, y me rogó que avisase al cura.
    Estaba nevando y salí.
    Al volver yo a casa, ella me dijo:
    —Juan, he de hacerte una confesión. Eres bueno conmigo; quiero que sepas la verdad. Escúchame. Yo no he sido mala nunca, ¡nunca! ni antes, ni después de casarme contigo. El señor cura, que ha penetrado en mi conciencia, te lo podrá decir. Pues bien, Juan: muero de tristeza; muero porque me apartasteis de la casa de los señores, porque allí estaba mí vida... Es un cariño que nadie conoce... un cariño que se complacía sólo con verle..., con ver al hijo del señor barón... Con verle nada más... Cuando vine, comprendí que me moría... Viéndole, sólo viéndole, puedo vivir. Me hace falta su presencia.., su sombra..., nada más que su sombra. Nada más... Quiero que tú se lo digas.., cuando yo haya muerto... ¿Se lo dirás...? Júrame que se lo dirás... Júramelo... Juan... Es un consuelo para mi suponer que algún día él sabrá que yo no pude vivir..., que no pude vivir sin verle... Júramelo... Júramelo...
    Se lo juré, señor barón; y cumplo mi promesa como un hombre honrado.

    *

    ¡Cáspita! No puede usted imaginar la emoción que me produjeron esas palabras en boca de un pobre diablo como Juan, cuya felicidad yo había destruido sin darme cuenta.
    El mismo lo refería tristemente aquí, en esta cocina, mientras diluviaba.
    Profundamente conmovido, balbucí:
    —¡Qué desdicha, Juan, qué desdicha!
    Y él murmuró:
    —Eso ha sucedido, señor baón. Ya nadie puede remediarloo. Nadie.., No hay manera...
    Oprimiéndole ambas manos, me puse a llorar, enternecido por aquella enorme desdicha.
    El me dijo:
    —¿Quiere usted ver la tumba?
    Hice un signo de afirmación con la cabeza, porque me ahogaba el llanto y no pude hablar. Se levantó, encendió un farol y salimos los dos aguantando la lluvia torrencial que no cesaba, y cuyas gotas oblicuas, rápidas como flechas, reflejaban resplandores tenues de la luz que nos acompañaba.
    Juan abrió una puerta y vi cruz de madera pintada de negro.
    El me dijo entonces:
    —Allí está.
    Y acercó el farol a una losa de mármol que había en el suelo, para que yo leyese la inscripción:
    A
    LUISA HORTENSIA MARINET
    ESPOSA DE JUAN FRANCISCO LABRUMET
    LABRADOR
    FUE FIEL Y VIRTUOSA
    QUE DIOS LA TENGA EN GLORIA

    Estábamos los dos en el barro, de rodillas, con la linterna delante, y veía yo cómo rebotaba la lluvia en aquella losa de mármol. Se deshacían las gotas al chocar, escurriéndose después el agua por los cuatro perfiles de la piedra impenetrable y dura.
    Yo pensaba en el corazón de la muerta... ¡Oh! ¡Pobre corazón! ¡Pobre corazón!

    *
    He seguido viniendo todos los años. Y no sé por qué me turbo como un culpable viéndome junto a ese hombre, que no me guarda rencor alguno, que me perdona.