EL CONDENADO A MUERTE


La verdad resulta a veces inverosímil.

 
  Y hete aquí un ejemplo.
  Todos los parisienses, aquellos que regresan a París en esta estación, conocen ese largo rosario de pueblos encantadores que van de Marseilles a Génes. Llegan a esas graciosas ciudades al dejar las playas del Norte; parten de ellas en los primeros días de abril, precisamente en este momento cuando van a convertirse en verdaderos ramilletes, cuando toda la campiña es un jardín, cuando las rosas y los naranjos florecen.
  Entre todos esos lugares, hay uno particularmente agradable; pero es algo más que una ciudad, es un reino, un pequeño reino, verdaderamente, un gran ducado de Gerolstein.
  Colocado en lo alto de una roca arbolada que sostiene en sus espaldas un conjunto de casas blancas y su palacio principesco, el minúsculo Estado de Mónaco obedece a un soberano más independiente que el rey Makoko (1), más autoritario que S. M. Guillermo de Prusia, más ceremonioso que Luis XIV de Francia.
  Sin temor a las invasiones o a las revoluciones, reina en paz, con etiqueta, sobre su dichoso y pequeño pueblo, en medio de las ceremonias de una corte que todavía le saluda con una reverencia.
  Tiene su general y sus ochenta soldados, su obispo, su clero, su introductor de embajadores, como el señor Grévy (2), y toda la serie de funcionarios con magníficos títulos que se encuentra siempre alrededor de los soberanos absolutos convencidos de Su Majestad.
  Sin embargo, este monarca no es sanguinario ni vengativo; cuando destierra, pues suele hacerlo, la sanción es aplicada con infinitos cuidados.
  ¿Es necesario aportar pruebas?
  Un jugador obstinado, en un día de mala suerte, insultó al soberano. Fue expulsado por decreto.
  Durante un mes vagó alrededor del paraíso prohibido, temiendo que la espada del arcángel se transformara en el sable de un gendarme. Un día, por fin, se atreve, atraviesa la frontera y se cuela en treinta segundos en el corazón del país, penetrando en el Casino. Pero en seguida, un funcionario lo detiene.
  —¿No está usted desterrado, señor?
  —Sí, señor, pero me marcharé en el primer tren.
  —En ese caso muy bien, señor, puede usted entrar.
  Cada semana volvía, y cada vez el mismo funcionario le hacía la misma pregunta, a la que respondía de la misma manera.
  ¿Puede haber justicia más blanda?
  Pero durante los últimos años, un caso muy grave y completamente nuevo se produjo en el reino.
  Tuvo lugar un asesinato.
  Un hombre, un monegasco, no uno de esos extranjeros errantes que se encuentran con abundancia en estas costas, un marido, en un momento de cólera, mató a su esposa.
  ¡Oh!, la mató sin razón, sin razón plausible. Se produjo una conmoción unánime en todo el principado.
  La Corte Suprema se reunió para juzgar este caso excepcional (nunca había ocurrido un asesinato), y el miserable fue condenado a muerte por unanimidad.
  El soberano, indignado, ratificó la decisión.
  No faltaba más que ejecutar al criminal. Entonces surgió una dificultad. El país no poseía ni verdugo ni guillotina.
  ¿Qué hacer? Aceptando el consejo del ministro de Asuntos Exteriores, el príncipe entabló negociaciones con el gobierno francés para obtener en préstamo un cortador de cabezas con su aparato.
  Largas deliberaciones tuvieron lugar en el Ministerio de París. Se respondió, al fin, enviando la nota de gastos por desplazamiento de maderas, andamios y del práctico. El total alcanzaba los seis mil francos.
  Su Majestad monegasca pensó que la operación le costaba demasiado cara; el asesino no valía ciertamente ese precio. ¡Seis mil francos por el pescuezo de un pillo! ¡Ah, no podía ser!
  Se dirigió entonces la misma demanda al gobierno italiano. Un rey, un hermano, no se mostraría sin duda tan exigente como una República.
  El gobierno italiano envió una memoria que ascendía a doce mil francos.
  ¡Doce mil francos! Sería necesario aplicar un impuesto nuevo, un impuesto de dos francos por cada ciudadano, y esto bastaría para provocar disturbios desconocidos en el estado.
  Se pensó hacer decapitar al reo por un simple soldado. Pero el general, consultado, respondió diciendo que dudaba mucho que sus hombres poseyeran la práctica suficiente en arma blanca como para desempeñar una tarea que exigía una gran experiencia en el manejo del sable.
  Entonces el príncipe convocó otra vez a la Corte Suprema y le sometió este caso embarazoso.
  Se deliberó largo tiempo, sin encontrar un medio factible. Al fin el primer presidente propuso conmutar la pena de muerte por la de prisión perpetua; la medida fue adoptada.
  Pero se carecía de prisión. Era preciso instalar una, y fue nombrado un carcelero, quien se hizo cargo del prisionero.
  Durante seis meses todo fue bien. El cautivo dormía todo el día sobre un jergón, en su reducto, y el guardián hacía lo mismo sobre una silla, ante la puerta, mirando pasar a los transeúntes.
  Pero el príncipe es ahorrativo, éste es su único defecto, y se hace rendir cuentas de los más pequeños gastos de su estado (la lista no es muy larga). Se le remitió, pues, la relación de los gastos que entrañaba la creación de esa nueva función, el mantenimiento de la prisión, del prisionero y del guardián. El sueldo de este último gravaba pesadamente el presupuesto del soberano.
  El soberano puso mala cara; pero cuando pensó que esto podía prolongarse largo tiempo (el condenado era joven), advirtió a su ministro de Justicia para que tomara medidas, a fin de suprimir este gasto.
  El ministro consultó al presidente del tribunal, y ambos convinieron en suprimir el cargo del carcelero. El prisionero, invitado a custodiarse a sí mismo, no dejaría escapar la oportunidad de evadirse, lo que resolvería la cuestión a satisfacción de todos.
  El carcelero fue devuelto, pues, a su familia, y un pinche de cocina quedó encargado simplemente de llevar la comida al reo por la mañana y por la noche. Pero el prisionero no hizo ningún intento de recuperar su libertad.
  Por el contrario, un día en que habían olvidado suministrarle sus alimentos, se le vio llegar tranquilamente a reclamarlos; desde entonces, adquirió el hábito (a fin de evitarle el trabajo al cocinero) de presentarse a la hora de las comidas y compartir las viandas con la gente de servicio, de quienes se hizo amigo.
  Después de desayunar, iba a dar un paseo hasta Montecarlo. A veces entraba en el Casino a arriesgar cinco francos sobre el tapete verde. Cuando ganaba, se obsequiaba con una buena comida en un hotel de renombre, luego volvía a su prisión, teniendo mucho cuidado en cerrar bien la puerta.
  No pasó la noche fuera ni una sola vez.
  La situación se tornó difícil, no para el condenado, sino para los jueces.
  La Corte se reunió de nuevo y se decidió invitar al criminal a abandonar el estado de Mónaco.
  Cuando se le comunicó esta decisión, él contestó simplemente:
  —Sois muy graciosos. ¿Qué va a ser de mí? No tengo medios de subsistencia. Carezco de familia. ¿Qué pretendéis que haga? Yo fui condenado a muerte. No me quisisteis ejecutar. No dije nada. Después, fui condenado a cadena perpetua y puesto en manos de un carcelero. Me quitasteis a mi guardián. Tampoco dije nada. Ahora me queréis obligar a abandonar el país. ¡Ah, no! Yo soy un prisionero, vuestro prisionero, juzgado y condenado por vosotros. Yo he cumplido mi pena fielmente. Permaneceré aquí.
  La Corte Suprema se aterrorizó. El príncipe se encolerizó terriblemente y ordenó tomar medidas.
  Se pusieron a deliberar.
  Finalmente, se decidió que se ofrecería al culpable una pensión de seiscientos francos para que fuera a vivir al extranjero.
  El aceptó.
  Alquiló un pequeño huerto a cinco minutos del estado de su antiguo soberano y vivió feliz de su tierra, cultivando algunas legumbres y despreciando a los poderosos.
  Pero la corte de Mónaco, aleccionada un poco tardíamente por este ejemplo, decidió llegar a un acuerdo con el gobierno francés; ahora nos entrega a sus condenados que nosotros ponemos a la sombra, mediante una pensión módica.
  Se puede ver, en los archivos judiciales del Principado, el sorprendente decreto que regula la pensión del reo obligándolo a salir del territorio monegasco.
  Certificado verdadero, sin garantía del gobierno para los detalles menores.

1. Makoko: rey de Africa, en el siglo XIX.
2. Monsieur Grévy: político francés del siglo XIX