EL CRIMEN DEL TIO BONIFACIO

     
     Aquel día repasando la correspondencia el peatón Bonifacio, al salir de correos, alegróse al calcular que su caminata sería más corta que de costumbre. A su cargo estaba toda la extensa campiña de Vireville, y al volver a su casa muchas noches lleveba recorridos más de cuarenta kilómetros.
     Por ventura, aquel día el reparto era fácil, y sin apresuramiento podría estar en su casa, descansando, a las tres de la tarde.
     Salió por el camino a seunemare, y emprezó su recorrido. Era en pleno Junio, el mes verde y fecundo, el mes de las cosechas.
     Con su blusa azul, y su quepis negro galoneado de rojo, atravesaba por veredas angostas los campos de verduras, de avena o de trigo, asomado por menos de medio cuerpo sobre las mieses; su cabeza parecía flotar en el mar de espigas que una brisa ligera ondulaba.
     Entrando por las puertas de las corralizas, generalmente sombreadas por dos filas de cipreses, saludaba por su nombre a cada campesino: “Buenos días, señor Chicot”, y le alargaba su periódico, Le Petit Normand. El campesino se limpiaba la mano en la trasera de los pantalones, cogía el papel y se lo guardaba en el bolsillo para leerlo tranquilamente de sobremesa, durante la velada. El perro, atado a un manzano junto a un tonel que le servía de caseta, ladraba furiosamente haciendo esfuerzos por desasirse; y el peatón, sin volver la cabeza, emprendía su cammino en apostura marcial, sugetando con el brazo izquierdo la cartera y balanceando el derecho al compás de sus zancadas.
     Distribuía los periódicos y las cartas en el caserío de Seunemare, y luego, a través de los campos, le llevaba el correo al recaudador, que vivía en una casita aislada.
     El nuevo recaudador, Chapatis, era recién casado y se había establecido allí ocho días antes.
     Recibía un diario de Paris, y el peatón Bonifacio, cuando no tenía mucha prisa, daba un vistazo al impreso, antes de entregarlo al suscriptor.
     Así, pues, como nada le apresuraba, sacó el periódico y, quitándole con cuidado la faja, lo desdobló para leerlo sin dejar de andar. La primera plana le interesaba poco, la política le dejaba frío; pasaba por encima los asuntos de bolsa y administración; pero las noticias y sucesos le apasionaban.
     Los había muy sensacionales en aquella fecha. De tal modo le conmovió un crimen cometido en la barca de un guardia campestre, que se detuvo en un campo de trébol para saborear los detalles de su lectura. Eran horrorosos. Al pasar un leñador muy de mañana por delante de la barraca, reparó en unas manchas de sangre que había junto a la puerta, como si le hubiera sangrado a uno la nariz. “El guardia habrá matado un conejo esta noche”, pensó; se acercó y observó que la cerradura estaba forzada.
     Entonces corrió asustado para avisar al alcalde del pueblo, el cual se acompañó del alguacil y del maestro. Cuando entraron en la barraca, vieron al guardia degollado junto a la chimenea, a su mujer estrangulada en la cama, y una criatura de seis años ahogada entre los colchones.
     El peatón Bonifacio se impresionó de tal manera , pensando en aquel espantoso crimen cuyas terribles circunstancias imaginaba, que sintió un temblor en las piernas, y dijo en voz alta:
     —¡Cristo! ¡Hay en el mundo personas muy criminales!
     Luego volvió a meter el periódico en la fajilla y avanzó con la cabeza llena de visiones criminales.
     Llegó a casa del recaudador Chapatis, y abriendo la reja del jardincillo, se acercó a la puerta.
     Las habitaciones estaban todas en el piso bajo. El peatón subió los dos escalones de piedra, y al coger el picaporte, advirtió que la puerta estaba cerrada. Tampoco estaban abiertos los postigos de las ventanas, y esta le hizo suponer que nadie había salido todavía.
     Esta idea le intranquilizó, porque Chapatis tenía por costumbre madrugar. Bonifacio sacó su reloj. Eran las siete y media solamente, había llegado una hora más pronto que de costumbre. Sin embargo extrañó que no se hubieran levantado los habitantes de aquella casa.
     Anduvo en torno con muchas precauciones y sin hacer ningún ruido, como si temiera; nada extraordinario notó, a no ser unas huellas de pisadas en un cuadro de fresones.
     Luego, quedó inmóvil, petrificado por una terrible angustia, delante de una ventana. Oía tenues gemidos.
     Intrigado y curioso, se acercó más y aplicó el oído a los cristales. No había duda: eran gemidos, y percibía después claramente suspiros dolorosos, un estertor, un ruido de lucha. Los gemidos aumentaban, se repetían, se acentuaban más; ya eran gritos agudos.
     Entonces, Bonifacio, seguro de que allí se cometía un crimen, corrió desesperadamente, atravesando el jardín; se lanzó a través de la llanura pisando las mieses, corrió cuanto pudo hasta llegar extenuado, palpitante, frenético, a la casa-cuartel de los gendarmes.
     El sargento Malautour arreglaba una silla rota, clavándole algunas puntas con un martillo. El gendarme Bautier sostenía el mueble averiado y ponía la punta en el sitio donde hacía falta, esperando el martillazo del sargento, que algunas veces le daba en los dedos.
     En cuanto los vio, el peatón, gritó:
     —¡Corran ustedes! ¡Asesinan al recaudador! ¡Corran, corran ustedes!
     Los dos hombres interrumpieron su trabajo y levantaron la cabeza, mostrando en sus rostros la expresión de personas que se ven de pronto molestadas.
     Bonifacio, viéndolos más sorprendidos que apresurados, insistió:
     —¡De prisa! ¡Los ladrones aún están allí! ¡He oído los gritos! ¡Pronto!
     El sargento, después de soltar el martillo, preguntó:
     —¿Cómo te has enterado de lo que dices?
     El peatón repuso:
     —Iba a llevar el periódico y dos cartas, cuando reparé que todo estaba cerrado y que el recaudador no había salido aún. Dando la vuelta a la casa para cerciorarme bien, oí gemidos, como si ahogaran o degollaran a una persona. Y vine corriendo a dar aviso. No hay tiempo que perder.
     El sargento preguntó:
     —¿Y no se te ha ocurrido auxiliar a la víctima?
     —Temí no ser suficiente por el número...
     Entonces el sargento pausadamente, añadió:
     —Voy a vestirme y a armarme.
     Y entró en la casa-cuartel seguido por el gendarme, que llevaba la silla.
     Pronto salieron, y los tres se encaminaron hacia el lugar del crimen a paso ligero.
     Y cerca de la casa tomaron precauciones; el sargento empuñó su revólver, y entrando en el jardín sigilosamente, llegaron a la puerta. No había el menor indicio de que los criminales hubiesen huido; todo estaba cerrado aún.
     —¡Ya los tenemos! —insinuó el sargento en voz baja.
     El peatón, los hizo aproximar a la ventana donde se oían los gemidos.
     —Allí es.
     Y el sargento se adelantó solo, aplicando a los cristales el oído. Los otros dos aguardaron, dispuestos a todo, con la vista clavada en él.
     Escuchaba, inmóvil. Se había quitado el tricornio para poder acercar más la cabeza.
     ¿Qué oía? Su rostro impasible no revelaba nada; pero, de pronto, sus bigotes se erizaron, sus mejillas se contrajeron como para contener la risa, y abandonando su espionaje, se acercó a los dos hombres, que le miraban asombrados.
     Luego les indicó que le siguieran, andando de puntillas, y , acercándose a la fachada principal, dijo al peatón que metiese por debajo de la puerta el periódico y las cartas.
     El peatón, asombrado, ejecutó dócilmente lo que le ordenaban.
     —Y ahora volvámonos tranquilamente.
     Cuando estuvieron en la carretera, encarándose con Bonifacio, con expresión burlona, con un gesto malicioso y los ojos brillantes de alegría exclamó:
     —¡La cosa tiene gracia!
     —¿Qué? Juro haber oído sollozos y estertores de angustia. ¿Qué pasa?
     Pero el sargento soltó el trapo, riéndose a carcajadas. Reía sofocándose, con las dos manos en el vientre; reía con toda su alma, gesticulando, llorando, sonándose. Y los otros dos le miraban con asombro.
     Y como la risa no le permitía hablar, ni dejaba de reír, para dar a entender lo que sucedía en casa del recaudador recién casado y recién establecido, hizo un movimiento popular y canallesco.
     Tampoco le comprendieron, y lo repitió varias veces , designando con la cabeza la casa cerrada.
     El gendarme comprendió al fin, y rió, como su jefe, a todo trapo.
     El peatón estaba como estúpido entre aquellos dos hombres que se retorcían de risa.
     Cuando el sargento pudo hablar dando una palmada en el vientre de Bonifacio dijo:
     —¡Bromista! ¡No me olvidaré nunca del crimen de Bonifacio!
     El peatón, abriendo los ojos desmesuradamente, repetía:
     —¡Juro haber oído sollozos y estertores de angustia!
     El sargento, ante aquella cómica gravedad, soltó de nuevo el trapo, y el gendarme se sentó en la cuneta para reír más a gusto.
     —¡Ah! Juras haber oído sollozos... Y, cuando asesinas a tu mujer, ¿No solloza?
     —¿Mi mujer?...
     Reflexionó, y luego dijo:
     —Sí; cuando le zurro la badana, grita; pero son otros gritos. ¿Acaso zurraba el recaudador a la suya?
     Entonces el sargento, delirante ya de alegría ruidosa, le hizo girar como un muñeco y le dijo al oído algunas palabras que acabaron de sorprender a Bonifacio, el cual, pensativo, murmuró:
     —No...; así, nunca... La mía no dice nada... Yo no hubiera supuesto jamás que... Será posible... Pero me pareció que ahogaban a uno...
     Y, confuso, avergonzado, prosiguió su camino por las veredas, a través de las mieses, mientras el sargento y el gendarme dejaban de reír algún momento para lanzarle a gritos bromas de cuartel, en tanto que se alejaba su quepís negro, galonado de rojo, sobre aquel mar de doradas espigas.