EL CUARTO 11


    «¿Cómo? ¿No sabe usted por qué han trasladado al señor Amandon, el primer magistrado?
    —No, en absoluto.
    —Tampoco él, por lo demás, lo supo nunca. Pero es una historia de lo mÁs peregrina.
    —Cuéntemela.
    —¿Se acuerda usted de la señora Amandon, esa morenita guapa y delgada, tan distinguida y fina, a quien llamaban doña Marguerite en todo Perthuis-le-Long?
    —Sí, perfectamente. »

    *

    Pues bien, escuche. Se acordará también de cómo era respetada, considerada y querida en la ciudad, más que nadie; sabía recibir, organizar una fiesta o una obra de caridad, encontrar dinero para los pobres y distraer a los jóvenes de mil maneras.
    Era elegantísima y muy coqueta, no obstante; pero con una coquetería platónica y una encantadora elegancia de provincias, pues era una provinciana esa mujercita, una exquisita provinciana.
    Los escritores, que son todos parisienses, nos cantan a la parisiense en todos los tonos, porque sólo la conocen a ella; pero yo declaro que la provinciana vale cien veces más, cuando es de calidad superior.
    La provinciana fina tiene un garbo muy particular, más discreto que el de la parisiense, más humilde, no promete nada y da mucho, mientras que la parisiense, la mayoría del tiempo, promete mucho y a la hora de la verdad no da nada.
    La parisiense es el triunfo elegante y descarado de la mentira. La provinciana es la modestia de la verdad.
    Una provincianita espabilada, con su aire de burguesa alerta, su candor engañoso de colegiala, su sonrisa que nada dice y sus pasioncillas expertas, pero tenaces, tiene que mostrar mil veces más astucia, agilidad, invención femenina que todas las parisienses juntas, para lograr satisfacer sus gustos, o sus vicios, sin despertar la menor sospecha, el menor cotilleo, el menor escándalo en la pequeña ciudad, que la mira con todos sus ojos y todas sus ventanas.
    La señora Amandon era el prototipo de esta raza rara, aunque encantadora. Jamás habían sospechado de ella, jamás habría pensado nadie que su vida no era tan límpida como su mirada, una mirada castaña, transparente y cálida, ¡pero tan honesta! — ¡para que veas!
    Pues bien, tenía un truco admirable, de una invención genial, de un ingenio maravilloso y de increíble sencillez.
    Escogía todos sus amantes en el ejército, y los conservaba tres años, el tiempo de su estancia en la guarnición. —Ahí tiene. —No tenía amor, tenía sentidos.
    En cuanto llegaba a Perthuis-le-Long un nuevo regimiento, se informaba sobre todos los oficiales entre treinta y cuarenta años, pues antes de los treinta uno no es todavía discreto, y después de los cuarenta a menudo fallan las fuerzas.
    ¡Oh! Conocía a los mandos tan bien como el coronel. Lo sabía todo, todo: las costumbres más íntimas, la instrucción, la educación, las cualidades físicas, la resistencia a la fatiga, el carácter paciente o violento, la fortuna, la tendencia al ahorro o a la prodigalidad. Y después hacía su elección. Cogía con preferencia hombres de aspecto tranquilo, como ella; pero los quería guapos. También quería que no se les hubiera conocido ningún amorío, ninguna pasión que hubiera podido dejar rastros o suscitar rumores. Pues el hombre cuyos amores se citan no es nunca un hombre discreto.
    Tras haber distinguido a aquel que la amaría durante los tres años de estancia reglamentaria, sólo quedaba echarle el anzuelo.
    ¡Cuántas mujeres se habrían visto en aprietos, habrían adoptado los medios ordinarios, las vías seguidas por todas, se habrían hecho cortejar marcando todas las etapas de la conquista y la resistencia, dejándose un día besar los dedos, al siguiente la muñeca, al otro la mejilla, y después la boca, y después el resto!
    Ella tenía un método más rápido, más discreto y más seguro. Daba un baile.
    El oficial elegido invitaba a bailar a la señora de la casa. Ahora bien, al valsar, arrastrada por el raudo movimiento, aturdida por la embriaguez de la danza, ella se apretaba contra él como para entregarse, y le estrechaba la mano con una presión nerviosa y continua.
    Si él no comprendía, es que era un idiota, y ella pasaba al siguiente, clasificado con el número dos en la baraja de su deseo.
    Si comprendía, la cosa estaba hecha, sin alharacas, sin galanterías comprometedoras, sin visitas frecuentes.
    ¿Hay algo más simple y más práctico?
    ¡Todas las mujeres deberían utilizar un procedimiento semejante para darnos a entender que les agradamos! ¡Cuántas dificultades, vacilaciones, palabras, movimientos, inquietudes, turbaciones, equívocos eliminarían así! ¡Cuán a menudo pasamos al lado de una dicha posible sin percatamos! Porque, ¿quién puede adentrarse en el misterio de los pensamientos, los secretos abandonos de la voluntad, las llamadas mudas de la carne, toda la incógnita de un alma de mujer, cuya boca permanece silenciosa y sus ojos impenetrables y claros?
    En cuanto él había comprendido, le pedía una cita. Y ella lo hacía esperar siempre un mes o seis semanas para espiarlo, conocerlo y abstenerse si él tenía algún defecto peligroso.
    Durante este tiempo él se devanaba los sesos para saber dónde podrían encontrarse sin peligro, imaginaba combinaciones difíciles y poco seguras.
    Después, en cualquier fiesta oficial, ella le decía bajito:
    «Vaya el martes por la noche, a las nueve, al hotel del Caballo de Oro, cerca de las murallas en la carretera de Vouziers, y pregunte por la señorita Clarisse. Lo esperaré, pero, sobre todo, vaya de paisano.»
    Desde hacía ocho años, en efecto, tenía una habitación alquilada en esa posada desconocida. Era una idea de su primer amante que ella había juzgado muy práctica, y desaparecido el hombre conservó el nido.
    ¡Oh! un nido mediocre: cuatro paredes revestidas de papel gris claro con flores azules, una cama de abeto, cortinas de muselina, un sillón comprado por el posadero por orden suya, dos sillas, una alfombra de pie de cama y los pocos cacharros necesarios para el aseo. ¿Qué más necesitaba?
    En las paredes, tres grandes fotografías. Tres coroneles a caballo: ¡Los coroneles de sus amantes! ¿Por qué? Al no poder guardar la propia imagen, el recuerdo directo, ¿había querido acaso conservar así, de rebote, sus recuerdos?
    Y, dirá usted, ¿nunca había sido reconocida por nadie en todas sus visitas al Caballo de Oro?
    ¡Nunca! ¡Por nadie!
    El medio empleado era admirable y simple. Había ideado y organizado una serie de reuniones benéficas y piadosas a las que iba a menudo y a las cuales a veces faltaba. Su marido, conocedor de sus obras pías, que le salían muy caras, vivía sin sospechas.
    Pues bien, una vez convenida la cita, decía, a la hora de la cena, delante de los sirvientes:
    «Voy esta noche a la Asociación de Fajas de Franela para Viejos Paralíticos».
    Y salía hacia las ocho, entraba en la Asociación, volvía a salir al punto, pasaba por varias calles, y al encontrarse sola en alguna calleja, en algún rincón oscuro y sin quinqué, se quitaba el sombrero, lo sustituía por una cofia de criada que llevaba bajo la manteleta, desplegaba un delantal blanco disimulado de la misma manera, se lo anudaba a la cintura y, llevando en un pañolón su sombrero de calle y la prenda que hacía un instante cubría sus hombros, echaba a andar taconeando, atrevida, las caderas al viento, como una criadita que hiciera un recado; y a veces incluso corría como si tuviera mucha prisa.
    ¿Quién iba a reconocer en aquella sirvienta menuda y viva a la señora del primer magistrado Amandon?
    Llegaba al Caballo de Oro, subía a su cuarto, cuya llave tenía; y el gordo dueño, el señor Trouveau, al verla pasar desde recepción, murmuraba:
    «Ahí va la señorita Clarisse, a sus amores.»
    Había adivinado algo, sí, el pícaro gordo, pero no pretendía saber más, y con toda seguridad se habría quedado de una pieza al enterarse de que su clienta era la señora de Amandon, doña Marguerite, como la llamaban en Perthuis-le-Long.
    Ahora bien, he aquí cómo se produjo el horrible descubrimiento.

    La señorita Clarisse jamás acudía a sus citas dos noches seguidas, jamás, pues era demasiado avisada y demasiado prudente. Y el señor Trouveau lo sabía muy bien, pues ni una sola vez, en ocho años, la había visto llegar al día siguiente de una visita. E incluso a menudo, en días de agobio, había dispuesto del cuarto por una noche.
    Ahora bien, durante el verano pasado el señor Amandon se ausentó una semana. Era en julio; la señora sentía ardores, y como no podía temer que la sorprendieran, preguntó a su amante, el guapo comandante de Varangelles, un martes por la noche, al despedirse, si quería volver al día siguiente; él respondió:
    «¡Cómo no!»
    Y convinieron que se encontrarían el miércoles, a la hora de costumbre. Ella dijo en voz baja:
    «Si llegas tú primero, querido, espérame acostado.»
    Se besaron, y después se separaron.
    Ahora bien, al día siguiente, a eso de las diez, cuando el señor Trouveau leía las Tablettes de Perthuis, órgano republicano de la ciudad, gritó desde lejos a su mujer, que desplumaba un ave en el corral:
    «Hay cólera en la región. Ayer murió un hombre en Vauvigny. »
    Después no volvió a pensar en ello, pues la posada estaba llena de gente y los negocios marchaban muy bien.
    A mediodía se presentó un viajero, a pie, una especie de turista que se hizo servir un buen almuerzo, tras haber bebido dos ajenjos. Y como hacía mucho calor, ingirió un litro de vino y por lo menos dos litros de agua.
    Tomó a continuación un café, una copita, o mejor dicho tres copitas. Después, sintiéndose un poco pesado, pidió una habitación para dormir una o dos horas. No había ninguna libre, y el dueño, tras consultar con su mujer, le dio la de la señorita Clarisse.
    El hombre entró en ella, y después, hacia las cinco, como no lo habían visto salir, el dueño fue a despertarlo.
    ¡Qué sorpresa! ¡Estaba muerto!
    El posadero bajó a buscar a su mujer:
    «Oye, el artista al que metí en el cuarto once creo que está muerto.»
    Ella se llevó las manos a la cabeza.
    «¡No es posible! ¡Virgen Santísima! ¿Será el cólera?»
    El señor Trouveau meneó la cabeza:
    «Más bien diría que una gestión cerebral, en vista de que está negro como las heces del vino.»
    Pero su costilla, asustada, repetía:
    «No hay que decirlo, no hay que decirlo, creerían que es cólera. Vete a dar parte y no hables de eso. Lo sacaremos por la noche para que no lo vean. Y si te he visto no me acuerdo.»
    El hombre murmuró:
    «La señorita Clarisse vino ayer; el cuarto está libre esta noche.»
    Y se fue a buscar al médico, quien comprobó la defunción, por congestión después de una copiosa comida. Luego convinieron con el comisario de Policía que se llevarían el cadáver a medianoche para que los huéspedes no sospecharan nada.
    Eran apenas las nueve cuando la señora Amandon penetró furtivamente en la escalera del Caballo de Oro, sin que la viera nadie ese día. Llegó a su cuarto, abrió la puerta, entró. Una vela ardía sobre la chimenea. Se volvió hacia la cama. El comandante estaba acostado, pero había corrido las cortinas.
    Ella dijo:
    «Un minuto, querido, ya voy.»
    Y se desvistió con febril brusquedad, tirando las botas al suelo y el corsé sobre el sillón. Después, cuando su traje negro y sus enaguas cayeron en círculo a su alrededor, apareció con una camisa de seda roja, cual una flor que acabara de abrirse.
    Como el comandante no había dicho ni pío, preguntó:
    «¿Duermes, rico mío? »
    No respondió, y ella se echó a reír, murmurando:
    «¡Vaya, está dormido! ¡Tiene gracia! »
    Llevaba puestas las medias, unas medias caladas de seda negra, y corriendo hacia la cama se deslizó en su interior con rapidez, ¡agarrando con los dos brazos y besando en plena boca, para despertarlo bruscamente, el cadáver helado del viajero!
    Durante un segundo permaneció inmóvil, demasiado asustada para entender nada. Pero el frío de aquella carne inerte hizo penetrar en la suya un espanto atroz e irracional antes de que su mente hubiera podido comenzar a reflexionar.
    Había dado un salto fuera de la cama, temblando de pies a cabeza; después corrió a la chimenea, agarró la vela, ¡regresó y miró! Y distinguió un rostro espantoso que no conocía de nada, negro, hinchado, los ojos cerrados, con una horrible mueca en la mandíbula.
    Lanzó un grito, uno de esos gritos agudos e interminables de las mujeres cuando enloquecen, y dejando caer la vela, abrió la puerta, escapó desnuda por el pasillo, mientras seguía chillando de forma espantosa.
    Un viajante de calcetines, que ocupaba el cuarto numero 4, salió inmediatamente y la recibió en sus brazos.
    Preguntó asustado:
    «¿Qué sucede, guapita? »
    Ella balbució enloquecida:
    «Han.., han... han... han matado a alguien... en... en mi cuarto... »
    Aparecieron otros viajeros. El propio dueño acudió corriendo.
    Y de pronto la alta estatura del comandante asomó por un extremo del pasillo.
    En cuanto lo vio se arrojó hacia él gritando:
    «Sálvame, sálvame, Gontran... Han matado a alguien en nuestro cuarto.»
    Las explicaciones fueron difíciles. El señor Trouveau, sin embargo, contó la verdad y pidió que soltaran inmediatamente a la señorita Clarisse, de quien respondía con su cabeza. Pero el viajante de calcetines, habiendo examinado el cadáver, afirmó que había habido un crimen, y decidió a los otros viajeros a impedir que dejaran marcharse a la señorita Clarisse y a su amante.
    Tuvieron que esperar la llegada del comisario de Policía, que les devolvió la libertad, pero que no fue discreto.
    Al mes siguiente, el primer magistrado, Amandon, recibía un ascenso, con un nuevo destino.