EL DESQUITE

I

    (El  señor de Garelle, solo, hundido en un sillón.)
    GARELLE. — Héteme aquí, en Cannes, viudo, es decir, soltero; es decir, libre, divorciado! ¡Qué alegría! En Paris no me daba cuenta... De viaje, ya es otra cosa; no tengo motivos para compadecerme; al contrario. ¡Y mi mujer se ha vuelto a casar! ¿Será feliz mi sucesor? Debe de ser un imbécil... Yo también fui un poco imbécil cuando me casé con ella... Y tiene buenas cualidades… físicas; pero muy buenas, muy apetecibles. En cuanto a lo moral, dejaba mucho que desear. Qué mentirosa, qué redomada, qué veleta... ¡Y qué atractiva para todos los que no están casados con ella! ¿Habré sido burlado? ¡Qué tormento, hacerse la misma pregunta un día y otro, sin obtener la menor certeza! ¡Los paseos que yo he dado para sorprenderla, sin descubrir nada jamás! En todo caso, aunque haya sido burlado, ya no lo soy, gracias a la benéfica ley del divorcio. La cosa es muy sencilla. Con un látigo y unas agujetas en el brazo derecho, salí de apuros; y además tuve la satisfacción de zurrar hasta saciarme a una mujer que probablemente me habría engañado. ¡Qué paliza! ¡Vaya una paliza! (Se levanta riendo, pasea, luego vuelve a sentarse.) Es verdad que los jueces han dictado el divorcio contra mi, pero ¡qué paliza! ¡Bueno! Pasaré una temporada en el Mediodía, como un soltero. ¡Qué gusto! ¿No es goce viajar con la eterna esperanza de un amor inesperado? ¿Qué mujer encantadora me sorprenderá con su presencia en el comedor, en un pasillo del hotel o en la calle? ¿Cómo es la que me abrirá los brazos mañana o la que yo pretenderé furiosamente? ¿Cómo serán sus ojos y su boca y su pelo y su risa? ¿Dónde se halla la primera que me ofrecerá sus labios mientras yo la oprima contra mi corazón? ¿Es rubia o morena? ¿Es alta o menuda? ¿Es alegre o melancólica? ¿Es gorda o...? ¡Será gorda! ¡Oh! ¡Cuánto compadezco a los que no gozan el encanto exquisito del que aguarda como yo! La mujer que ahora deseo es la Desconocida, la que llena mi corazón sin que mis ojos adivinen siquiera sus formas, la que me seduce con todas las perfecciones imaginadas. ¿Dónde la encontraré? ¿Aquí mismo? ¿Acaso me aguarda junto a la puerta? ¿Estará lejos aún? ¡Qué importa, mientras ardo en deseos y estoy seguro de hallarla! Sí; la encontraré hoy o mañana, en seguida o más adelante; pero la encontraré. ¿Cómo dudarlo? Y gozare la dicha incomparable del primer beso, de las primeras caricias, toda la embriaguez de amorosos descubrimientos y todo el misterio de lo inexplorado, ¡tan deliciosos! ¡Ah los idiotas que no comprenden la sensación adorable de un velo que se alza por vez primera !Oh los idiotas que se casan… como ese que me sustituye... cuando ya…! ¡Cáramba! ¡Una mujer! (Atraviesa la galería una mujer elegante, fina, esbelta.) ¡Hola, hola! ¡Buen cuerpo! ¡Y buenos andares! Falta saber si la cara... cuando vuelva... (Pasa de nuevo; él consigue verla de frente,  pero ella no repara en él, embutido como está en la butaca...) ¡Jesucristo! ¡Mi esposa! ... No, ya no es mía. ¡La esposa de Chantever! Es bonita, pero muy bonita la condenada... Me dan tentaciones de... ¡casarme otra vez con ella! ¡Bueno! ¡Ahora se ha sentado y coge un periódico! No chisto. ¡Mi mujer! ¡Qué impresión tan extraña me ha producido! ¿Mi mujer? Hace más de un año que no la gozo... Y tiene condiciones físicas admirables… ¡Una hermosa pantorrilla! Sólo de pensarlo me dan calambres... ¡Y un pecho, tan bien modelado! ... ¡Uf! ... Durante nuestra luna de miel hacíamos el ejercicio: ¡Izquierda!, ¡Derecha¡ Izquierda!, ¡ Derecha! ¡Qué  pecho cuando se perfila! ¡Y de frente! Pero ¡qué mala pécora! ¿Tuvo amantes? ¡Lo que me hicieron sufrir las dudas! Ahora, ¡bah!, me importa poco. No he visto una criatura tan encantadora cuando sube a la cama. Cómo apoyaba la rodilla, inclinándose hacia delante! ¡Cómo se deslizaba entre las ropas! Me vuelvo a enamorar de mi mujer, por lo visto... ¿Y si me acercase y le dirigiese la palabra? Pero ¿qué voy a decirle? Además, ella puede pedir socorro si recuerda la paliza...¡Qué paliza! Confieso que me dejé dominar por la soberbia...Fue demasiado. ¿Me dirijo a ella? Tendría gracia, después de todo. Es un atrevimiento... Sí, me decido; y aún es posible que logre… Ya veremos.

    II

    (El señor de Garelle se acerca  a la elegante señora, la cual está abstraída leyendo el Gil Blas. El señor de Garelle habla con  mucha dulzura.)
    GARELLE.—¿Me permite usted, señora, que la recuerde...? (La señora levanta la cabeza, da un grito y quiere huir. El, impidiéndolo, habla humildemente.) No tema señora; ya no soy el marido
    MATILDE.—Y ¿se atreve usted?...¡Parece mentira, después de lo que ha pasado!
    GARELLE.—Me atrevo… relativamente. No me atrevo, no. Explíqueselo usted como quiera, Cuando la vi, procuré contenerme... y no pude... Me ha sido imposible no acercarme.
    MATILDE.—Para burla, es pesada y dura demasiado.
    GARELLE.—No me burlo, señora; no es burla.
    MATILDE.—Será empeño; tal vez una sencilla insolencia. Un hombre que pega a su mujer, es capaz de todo.
    GARELLE.—Es usted implacable conmigo. Me parece que no debiera reprocharme usted, señora, un arrebato que lamento. Esperaba que me lo agradeciera.
    MATILDE.—(Estupefacta.) ¿Se ha vuelto usted loco? ¡Se burla de mí, groseramente!
    GARELLE.—No, de ningún modo; y es preciso que sea muy desgraciada para no comprenderme.
    MATILDE.—Hable usted claro y le comprenderé.
    GARELLE.—Sí fuera usted muy dichosa con el que ocupa mi lugar, me agradecería la violencia que autorizó el divorcio.
    MATILDE.—Extrema usted demasiado su ironía. Váyase; no tenemos nada que decirnos.
    GARELLE.—Reflexione y verá cómo es cierto; si yo no hubiese cometido la infamia de zurrarla, estaríamos aún amarrados a un yugo insoportable.
    MATILDE.— ¡Acaso tenga usted razón!
    GARELLE.—¿Ya se convence? Vea cómo no merezco tanta esquivez...
    MATILDE.—Me desagrada su presencia.
    GARELLE.—Respecto a usted, me sucede todo lo contrario.
    MATILDE.—Esas galanterías me repugnan tanto como sus brutalidades.
    GARELLE.—Señora, sin derecho a maltratarla, debo forzosamente mostrarme delicado...
    MATILDE—Valga la franqueza. Pero si fuera usted atento como dice, se iría.
    GARELLE.—No extremo hasta ese punto el deseo de agradarla.
    MATILDE.—¿Quiere decirme claramente su pretensión?
    GARELLE. — Hacerme perdonar mis errores, en el supuesto de que lo fueran.
    MATILDE.—(Indignada.) ¿Cómo? ¡En el supuesto de que lo fueran! ¿Su comportamiento brutal puede tener disculpa?
    GARELLE.—Puede tenerla.
    MATILDE.—¿Qué dice?
    GARELLE.—Señora: usted conoce la comedia Cornudo y apaleado. Fui, o no fui cornudo, pero apaleado...
    MATILDE.—(Levantándose.) ¡Me insulta!
    GARELLE.—Le ruego que me oiga un minuto. Yo estaba celoso, muy celoso; esto prueba que la quería. Cometí un exceso brutal; otra prueba de mi cariño. Y como la brutalidad llegó al colmo, cegándome, no hay duda posible de mí apasionamiento. Pero lamentaría mucho haberla zurrado siéndome fiel.
    MATILDE.—No lamente nada.
    GARELLE.—Su respuesta es un poco ambigua. ¿Quiere usted decir que desprecia mi piedad, o que no la merece? Siendo inmerecida la piedad, serian bien merecidos los golpes, y si la desprecia...
    MATILDE.—Piense usted como guste.
    GARELLE.—Ya comprendo: por gracia de usted, señora, he sido cornudo.
    MATILDE.—No. ¿Qué dije yo para que usted lo deduzca?
    GARELLE.—Decir, nada; pero darlo a entender...
    MATILDE.—Di a entender que no admito su piedad.
    GARELLE.—No hagamos juegos de palabras, y dígame sencillamente que yo era...
    MATILDE.—(Interrumpiéndole.) No repita usted una vez más el calificativo infamante que me subleva y me repugna.
    GARELLE.—De1 nombre se puede prescindir, pero no del asunto. Confiese la verdad.
    MATILDE.—¡La verdad es que no tengo nada de qué arrepentirme!
    GARELLE.—Siendo así, la compadezco sinceramente, y retiro, antes de formularla, mi proposición.
    MATILDE.—¿Qué proposición?
    GARELLE.—Sólo tenía razón de ser, existiendo el engaño.
    MATILDE.—Supongamos que si. El engaño existe. ¿Qué?
    GARELLE.—Suponerlo no es bastante: se necesita confesarlo.
    MATILDE.—Pues bien, lo confieso.
    GARELLE.—Tampoco basta decir «lo confieso». Es necesaria una prueba.
    MATILDE—(Sonriendo.) Pide usted muchas cosas.
    GARELLE.—No. Mi proposición revestiría caracteres muy graves. Comprenda usted que debe de ser grave del todo este asunto, para que yo me haya permitido hablarle, después de lo que ocurrió entre nosotros: primero mis quejas motivadas por usted, y luego las de usted con motivo de la paliza. Esta proposición, que podía tener para los dos mucha importancia, ninguna ofrece si yo no he sido engañado.
    MATILDE.—¿Qué pruebas quiere usted? ¿No basta que yo lo diga? Sí; ha sido engañado.
    GARELLE.—Una prueba, una sola, ¡irrefutable!
    MATILDE.—¿Dónde querrá usted que busque pruebas irrefutables? Ahora de pronto... ni luego, ni nunca. «Eso» puede confesarse, pero «probarlo» como usted desea, es imposible. No hay testigos, no hay consecuencias visibles que lo corroboren.
    GARELLE.—Desde el momento que la creí a usted capaz de engañarme, comprenderá que no sean bastante para convencerme sus afirmaciones.
    MATILDE. — ¡Pruebas! ¿Supone usted que... ciertas cosas pueden hacerse delante de testigos? Nadie lo vio. Lo afirmo; ¿qué más prueba? (Un silencio.) ¡A usted debiera bastarle mi palabra!
    GARELLE.— ¡Júremelo usted!
    MATILDE.— ¡Lo juro!
    GARELLE. — Ahora lo creo. Y ¿quién era su cómplice?
    MATILDE.—Decir eso... no. Eso no.
    GARELLE.—Es Indispensable que yo lo sepa.
    MATILDE.—Es imposible que yo lo diga.
    GARELLE.—¿Por qué?
    MATILDE.—Porque soy una mujer casada.
    GARELLE.—¿Qué importa?
    MATILDE.—¿Y el secreto profesional?
    GARELLE.— ¡Precisamente!
    MATILDE.—Además, en este caso, no tiene importancia. Mi cómplice... ya es mi marido.
    GARELLE.— ¡Mentira! Usted no me ha engañado con el señor de Chantever.
    MATILDE.—¿Por qué no?
    GARELLE.—Siendo su amante, no se hubiera casado...
    MATILDE. — ¡Insolente! ¡Y la proposición?
    GARELLE.—Ahora va. Usted confiesa que, gracias a su... amabilidad... con otro, yo fui un marido burlado, un ser al cual todos ridiculizan, porque resulta cómico si calla y grotesco si protesta; un cornudo, en fin..., aunque a usted se le indigeste la palabra. Pues bien, señora; la paliza que le di,  no es compensación suficiente para el ultraje recibido; falta... otra cosa, para que yo me dé por satisfecho.
    MATILDE.—Acabe usted pronto y hable claro.
    GARELLE.—Lo diré: Usted me ha robado algunas horas de goce, para ofrecérselas a su amante. Me las debe, y el que debe paga. ¿Comprende usted? Ajustemos esa cuenta.
    MATILDE.—¿Está usted loco?
    GARELLE. — Naturalmente. Su amor, sus besos, me pertenecían. Todas las caricias, todos los goces de mi esposa, eran míos, ¿verdad? Usted distrajo algunos en provecho de otro. ¡Restituya! Una restitución privada, en secreto, sin escándalo, pero que yo no pierda lo mío.
    MATILDE. — ¿Qué supone usted que soy?
    GARELLE.—La esposa del señor Chantever.
    MATILDE.—Sabiéndolo, me propone...
    GARELLE.—Que repita lo que hizo siendo mi esposa. ¡Y entonces era una dádiva y no una deuda!
    MATILDE.—Si yo no me resisto será usted capaz...
    GARELLE.—De todo, porque me gusta usted mucho.
    MATILDE.—Entonces, ¿para que ha servido el divorcio?
    GARELLE.—Para revivir el amor.
    MATILDE.—Usted nunca me ha querido.
    GARELLE.—Ahora estoy dando una prueba de que sí.
    MATILDE.—¿Qué prueba?
    GARELLE.—¿Cómo que «qué prueba»? Cuando un hombre que ha sido el esposo de una señora se decide luego a ser su amante, prueba que la quiere.
    MATILDE.— ¡Oh! No confundamos. Casarse, prueba el amor o el deseo que inspira una mujer; pero solicitar sus favores, como querida, no prueba nada; es decir, prueba el desprecio. En el primer caso, el hombre acepta el amor, con todas las responsabilidades; en el segundo, se deja todo el peso al propietario legitimo y se admiten los goces nada más, y aun éstos, mientras uno quiera... Son cosas muy distintas.
    GARELLE.—Razona usted mal. Cuando un hombre quiere a una mujer, no debería casarse con ella, porque seguramente, casada, le burlará, como usted me burló. Mientras que una querida, es fiel a su amante con todo el encarnizamiento que usa para engañar a su marido. ¿Eh? Cuando un hombre quiere asegurar el cariño de una mujer, debiera casarla con otro.
    MATILDE.-—No deja de tener gracia.
    GARELLE.—Déme una respuesta.
     MATILDE.—Que... no.
    GARELLE.—Bueno: advertiré al señor Chantever.
    MATILDE.—¿Contra mi?
    GARELLE.—Diciéndole que usted me ha engañado cuando era mi esposa.
    MATILDE.—¿Y qué?
    GARELLE.—-No se lo perdonará  nunca.
    MATILDE.—¿E1?
    GARELLE.—¡Claro! ¿Le parece muy tranquilizador saber que la mujer propia se atrevió a engañar a su marido?
    MATILDE.— (Riendo) ¡Qué miedo! ¡Qué miedo! ¡Qué amenaza tan graciosa, Enrique! (Una voz en la escalera, llamando a Matilde. Esta baja el diapasón.) ¡Mi marido! ¡Adiós!
    GARELLE.— (Levantándose) Quiero acompañarla y presentarme a él.
    MATILDE.—No haga usted eso.
    GARELLE.—Sí, ¡vaya!
    MATILDE.—Por favor.
    GARELLE.—Comprométase a pagarme su deuda y la obedeceré. (La voz continúa llamando a Matilde)
    MATILDE. —Déjeme tranquila; no debo nada.
    GARELLE.—¡Matilde! ¡Te adoro! ¿Dónde nos veremos?
    MATILDE.—Aquí después de comer.
    GARELLE.—(Besándole una mano) ¡Encantadora!

    III

    (Matilde baja corriendo para no impacientar a Chantever, y Garelle se abandona en la butaca, tranquilamente)
    GARELLE.— Me gusta más el nuevo papel. Me gusta ella; me gusta engañar a su marido. La deseo más desde que principió a llamarla con ese tono de «señor y dueño» que usan los maridos.