EL DOCTOR HERACLIUS GLOSS

     
     I. CÓMO ERA, MORALMENTE, EL DOCTOR
     HERACLIUS GLOSS

     
     El doctor Heraclius Gloss era un hombre muy sabio. Aunque nunca se encontrara en las tiendas de libros de la ciudad el más mínimo opúsculo firmado por él, todos los habitantes de la docta ciudad de Balançon consideraban al doctor Heraclius como un hombre muy sabio.
     ¿Cómo y en qué era doctor? Nadie lo habría podido decir. Sólo se sabía que su padre y su abuelo habían sido llamados doctor por sus conciudadanos. Él había heredado su título al tiempo que su nombre y sus bienes; en su familia se era doctor de padre a hijo, de la misma manera que, de padre a hijo, se llamaban Heraclius Gloss.
     Además, aunque no poseyera ningún diploma firmado y certificado por todos los miembros de alguna ilustre facultad, el doctor Heraclius no dejaba de ser un hombre muy digno y muy sabio. Bastaba con ver los cuarenta estantes cargados de libros que cubrían las cuatro paredes de su amplio gabinete para convencerse de que jamás doctor más erudito había honrado la ciudad de Balançon. Por último, cada vez que se hablaba de él en presencia del
Ilustre Decano o del Honorable Rector, siempre se les veía sonreír con un aire misterioso. Incluso se cuenta que un día el Honorable Rector le había elogiado largamente en latín ante Monseñor el Arzobispo; el testigo que lo contaba citaba además como prueba irrefutable las siguientes palabras que había oído:
     «Parturiunt montes, nascitur ridiculus mus.»
     Además, el Honorable Decano y el Ilustre Rector cenaban en su casa cada domingo, por lo que nadie se habría atrevido a dudar que el doctor Heraclius Gloss no fuera un hombre muy sabio.

     
     II. CÓMO ERA, FÍSICAMENTE, EL DOCTOR
     HERACLIUS GLOSS

     
     Si resulta cierto, como pretenden algunos filósofos, que existe una armonía perfecta entre el físico y la moral de un hombre, y que en las líneas del rostro se pueden leer los principales rasgos del carácter, el doctor Heraclius no era quién para dar un mentís a este aserto. Era pequeño, vivo y nervioso. En él había algo de la rata, de la garduña y del pachón, es decir, que pertenecía a la familia de los buscadores, de los roedores, de los cazadores y de los incansables. Al mirarle, uno no concebía que todas las doctrinas que había estudiado pudieran entrar en esa cabecita, sino que uno se imaginaba más bien que él mismo debía de penetrar en la ciencia y vivir en ella, royéndola como una rata un libro grueso. Lo más singular en él era sobre todo su extraordinaria delgadez; su amigo el Decano pretendía, quizá con algo de razón, que debía de haber sido olvidado, durante varios siglos, entre los folios de algún libro, junto a una rosa y una violeta, porque era siempre muy presumido e iba muy perfumado. Sobre todo, su rostro tenía tal forma de hoja de cuchilla que las patillas de sus gafas de oro, al salirse desmesuradamente de las sienes, se parecían bastante a una gran yerga en el mástil de un buque. «De no haber sido el sabio doctor Heraclius —decía a veces el Ilustre Rector de la universidad de Balançon—, seguramente habría sido un excelente abrecartas.»
     Llevaba peluca, vestía con esmero, nunca estaba enfermo, amaba a los animales, no odiaba a los hombres y adoraba los pinchos de codornices.

     
     III. EN QUÉ EMPLEABA EL DOCTOR HERACLIUS
     LAS DOCE HORAS DEL DÍA

     
     En cuanto el doctor estaba levantado, enjabonado, afeitado y saciado con un panecillo de mantequilla mojado en una taza de chocolate con vainilla, bajaba a su jardín. Era un jardín no muy grande, como todos los de las ciudades, pero agradable, sombreado, florido, silencioso, y si me atreviera diría que meditado. En fin, basta con imaginarse cómo debe ser el jardín ideal de un filósofo a la búsqueda de la verdad y se tendrá una idea de cómo era aquél al que el doctor Heraclius Gloss daba la vuelta tres o cuatro veces con pasos apresurados, antes de abandonarse a los pinchos diarios de codornices de su segundo desayuno. Aquel pequeño ejercicio, decía él, era excelente al saltar de la cama; reanimaba la circulación de la sangre, entumecida por el sueño, alejaba los malos humores del cerebro y preparaba las vías digestivas.
     Tras ello, el doctor desayunaba. Luego, inmediatamente después de tomarse el café —y se lo bebía de un trago, sin dejarse llevar nunca por las somnolencias de las digestiones empezadas en la mesa— se ponía su gran levita y se iba. Y cada día, tras pasar ante la facultad y comparar la hora de su reloj Luis XV con la de la altanera esfera universitaria, desaparecía en la callejuela de Vieux Pigeons, de donde no salía más que para volver a su casa a cenar.
     ¿Pero qué hacía el doctor Heraclius Gloss en la callejuela de Vieux Pigeons? ¡Lo que hacía allí, Dios Santo!... Buscaba la verdad filosófica, y he aquí cómo.
     En esa pequeña callejuela, oscura y sucia, se habían dado cita todos los libreros de viejo de Balançon. Se habrían necesitado años para leer solamente los títulos de todas las obras inesperadas, amontonadas desde la bodega hasta el desván en las cincuenta casuchas que formaban la callejuela de Vieux Pigeons.
     El doctor Heraclius Gloss consideraba la callejuela, las casas, las librerías de viejo y los libros de su propiedad particular.
     Había ocurrido a menudo que algún baratillero, en el momento de meterse en la cama, había oído algún ruido en su desván y, tras subir de puntillas, armado con una gigantesca espada de tiempos remotos, se había encontrado..., con el doctor Heraclius Gloss, sepultado hasta la mitad del cuerpo entre pilas de libros, sujetando con una mano lo que quedaba de una candela que se fundía entre sus dedos, y hojeando con la otra un antiguo manuscrito del que quizás esperaba hacer brotar la verdad. Y el pobre doctor se quedaba muy sorprendido al enterarse de que la campana había dado las nueve hacía ya tiempo y que tomaría una odiosa cena.
     ¡Es que el doctor Heraclius buscaba en serio! Conocía a fondo todas las filosofías antiguas y modernas; había estudiado las sectas de la India y las religiones de los negros de África; ¡no existía la más mínima tribu entre los bárbaros del Norte o los salvajes del Sur cuyas creencias no hubiera sondeado! Pero, ¡ay! Desgraciadamente, cuanto más estudiaba, investigaba, fisgoneaba y meditaba, más indeciso estaba: —Amigo mío —le decía una noche al Honorable Rector—, cuánto más felices que nosotros son los Colón que se lanzan a través de los mares en busca de un nuevo mundo; no tienen más que ir hacia delante. Las dificultades que les detienen sólo vienen de obstáculos materiales que un hombre intrépido siempre vence; mientras que, nosotros, siempre tambaleándonos en el océano de las incertidumbres, arrastrados bruscamente por una hipótesis como un buque por el aquilón, nos encontramos de repente, de igual forma que un viento contrario, con una doctrina opuesta, que nos vuelve a traer, sin esperanza, al puerto del que habíamos salido.
     Una noche, cuando filosofaba con el Ilustre Decano, le dijo: —Cuánta razón se tiene, amigo mío, al pretender que la verdad vive en un pozo... Los cubos bajan una y otra vez para pescarla y no traen nunca sino agua clara... Le dejo adivinar —añadió finalmente— cómo escribo la palabra tonto.
     Es el único juego de palabras * (Juegos de palabras; en francas las palabras “cubo” y “tonto” son parónimos) que se le oyó decir en toda su vida.

     IV. EN QUÉ EMPLEABA EL DOCTOR HERACLIUS GLOSS LAS DOCE HORAS DEL DÍA

     
     Por la noche, cuando el doctor Heraclius volvía a su casa, generalmente estaba mucho más gordo que cuando salía. Ello se debía a que, entonces, cada uno de sus bolsillos, y tenía dieciocho, estaban llenos de antiguos libros de filosofía que acababa de comprar en la callejuela de Vieux Pigeons; y el chistoso rector afirmaba que si un químico le hubiera analizado en ese momento, habría comprobado que el papel antiguo suponía dos tercios de la composición del doctor.
     A las siete, Heraclius Gloss se sentaba a la mesa y, mientras cenaba, hojeaba los libros antiguos que acababa de adquirir.
     A las ocho y media, el doctor se levantaba teatralmente y entonces ya no era el acivo y vivaz hombrecito que había sido durante el día, sino el grave pensador cuya frente se doblaba bajo el peso de elevadas meditaciones, como un porteador bajo una carga excesiva. Tras haberle soltado a su ama de llaves un majestuoso «no estoy para nadie» desaparecía en su gabinete. Una vez allí, se sentaba frente a su mesa de trabajo repleta de libros y... pensaba. ¡Qué extraño espectáculo para quien hubiera podido ver entonces en el pensamiento del doctor!... Desfile monstruoso de las Divinidades más opuestas y de las creencias más disparatadas, entrecruzamiento fantástico de doctrinas y de hipótesis. Era como un ruedo donde los campeones de todas las filosofías se enfrentaban en un gigantesco torneo. Fundía, combinaba, mezclaba el antiguo espiritualismo oriental con el materialismo alemán. la moral de los Apóstoles con la de Epicuro. Intentaba combinaciones de doctrinas como se experimentan en un laboratorio los agregados químicos, pero sin ver nunca burbujear en la superficie la tan deseada verdad, y su buen amigo el rector afirmaba que esta verdad filosófica eternamente esperada, se acercaba mucho a la clave de la sabiduría universal... estéril.
     El doctor se acostaba a medianoche, y los sueños de su descanso eran los mismos que los de sus vigilias.

     
     V. DE DONDE SE DEDUCE QUE EL ILUSTRE DECANO  LO ESPERABA TODO DEL ECLECTICISMO, EL DOCTOR DE LA REVELACIÓN, Y EL HONORABLE RECTOR DE LA DIGESTIÓN.

     
     Una noche que el Ilustre Decano, el Honorable Rector y el doctor estaban reunidos en el amplio gabinete, tuvieron una conversación de lo más interesante.
     —Amigo mío -decía el decano—, hay que ser ecléctico y epicúreo. Elija lo bueno y rechace lo malo. La filosofía es un amplio jardín que se extiende por todo el planeta. Recoja las flores resplandecientes del Oriente, las floraciones pálidas del Norte, las violetas de los campos y las rosas de los jardines, haga un ramo con todas ellas y huélalo. Aunque su perfume no sea el más exquisito que se pueda soñar, al menos será muy agradable, y mil veces más suave que el de una sola flor, aunque fuera la más fragante del mundo.
     —Sin duda alguna, será más variado —prosiguió el doctor—, pero no más suave, si consigue encontrar la flor que reúne y concentra en sí todos los perfumes de las demás. Porque, en su ramo, no podrá impedir que algunos olores se perjudiquen entre sí, y, en filosofía que algunas creencias se contradigan. Lo verdadero es uno, y con su eclecticismo no conseguirá nunca nada más que una verdad de piezas y pedazos. Yo también fui ecléctico, ahora soy exclusivo. Lo que quiero no es un descubrimiento aproximado, sino la verdad absoluta. Cualquier hombre inteligente la presiente, creo yo, y el día en que se la encuentre por el camino gritará: «hela aquí». Ocurre lo mismo con la belleza; yo, hasta los veinticinco años no había amado; había visto a muchas mujeres bonitas, pero no me gustaban; para componer al ser ideal que yo vislumbraba, habría sido necesario coger algo de cada una de ellas, y aun así se habría parecido al ramo del que hablaba usted antes, no se habría logrado de esa manera la belleza perfecta que es infragmentable, al igual que el oro y la verdad. Finalmente, un día, encontré a esa mujer, entendí que era ella, y la he amado.
     El doctor, un tanto emocionado, se calló, y el Honorable Rector sonrió sutil mirando al Ilustre Decano. Instantes después, Heraclius Gloss prosiguió:
     —De la revelación es de donde debemos esperarlo todo. La revelación fue la que iluminó al apóstol Pablo en el camino de Damasco y le dio la fe cristiana...
     —Que no es la verdadera —interrumpió riendo el rector—, ya que usted no cree en ella; por consiguiente, la revelación no es más fiable que el eclecticismo.
     —Perdón, mi querido amigo —prosiguió el doctor—. Pablo no era un filósofo y tuvo una revelación aproximada. Su mente no podría haber captado la verdad absoluta, que es abstracta. Pero la filosofía ha recorrido mucho camino desde entonces, y el día en que una circunstancia cualquiera, un libro, una palabra quizás, se la revele a un hombre bastante instruido para entenderla, le iluminará de súbito, y todas las supersticiones se borrarán ante ella como las estrellas ante el amanecer.
     —Amén —dijo el rector—, pero al día siguiente habrá un segundo iluminado, el día después un tercero, y se echarán mutuamente en cara sus revelaciones que, afortunadamente, no son armas muy peligrosas.
     —¿Pero es que no cree en nada? —exclamó el doctor, que empezaba a enfadarse.
     —Creo en la Digestión —contestó con tono grave el rector—. Ingiero con indiferencia todas las creencias, dogmas, morales, supersticiones, hipótesis, ilusiones, de la misma manera que en una buena cena como con igual placer sopa, entremeses, asados, legumbres, dulces y postre, tras lo cual me tumbo filosóficamente en mi lecho, seguro de que mi tranquila digestión me proporcionará un agradable sueño para toda la noche y la vida, así como la salud para el día siguiente.
     —Háganme caso —se apresuró a decir el decano—: no llevemos más lejos la comparación.
     Una hora más tarde, cuando salían de la casa del sabio Heraclius, el rector se echó repentinamente a reír y dijo:
     —¡Pobre doctor! Si la verdad se le aparece como la mujer amada, desde luego será el hombre más engañado que ha habido nunca en la tierra.
     Y un borracho que trataba de entrar en su casa se cayó de espanto al oír la risa potente del decano que acompañaba en bajo profundo al falsete agudo del rector.

     VI. DE LO CUAL SE DEDUCE QUE EL CAMINO DE DAMASCO DEL DOCTOR RESULTÓ SER LA CALLEJUELA DE VIEUX PIGEONS Y DE CÓMO LA VERDAD LE ILUMINÓ BAJO LA FORMA DE UN MANUSCRITO DE METEMPSICOSIS.

     
     El 17 de marzo del año de gracia de mil setecientos y algo el doctor se despertó febril. Durante la noche había visto varias veces en sueños a un hombre grande y blanco, vestido a la antigua, que le tocaba la frente con el dedo, mientras pronunciaba palabras ininteligibles, y ese sueño le había parecido al sabio Heraclius un aviso muy significativo. ¿De qué era un aviso?... ¿Y en qué era significativo?... El doctor no lo sabía a ciencia cierta, pero esperaba algo.
     Después del desayuno se dirigió como de costumbre a la callejuela de Vieux Pigeons, y cuando daban las doce entró en el no 31, en la tienda de Nicolas Bricolet, sastre de vestuario, vendedor de muebles antiguos, librero de viejo y reparador de calzado antiguo, es decir zapatero remendón, en sus ratos libres. El doctor, como movido por una inspiración, subió inmediatamente al desván, puso la mano en el tercer estante de un armario Luis XIII y sacó un voluminoso manuscrito en pergamino titulado:

     MIS DIECIOCHO METEMPSICOSIS.
     HISTORIA DE MIS EXISTENCIAS DESDE EL AÑO 184
     DE LA ERA LLAMADA CRISTIANA.

     
     Inmediatamente después de este título singular, se encontraba la siguiente introducción, que Heraclius Gloss descifró de inmediato:
     —Empecé el presente manuscrito, que contiene fiel relato de mis transmigraciones, en la ciudad de Roma en el año CLXXXIV de la era cristiana, tal y como se ha dicho más arriba.
     »Firmo esta explicación destinada a instruir a los humanos respecto a las alternancias de las reapariciones del alma, el día de hoy, 16 de abril de 1748, en la ciudad de Balançon, donde me han arrojado las vicisitudes de mi destino.
     »Bastará con que cualquier hombre instruido y preocupado por los problemas filosóficos eche una ojeada a estas páginas para que la luz se haga en él de la manera más manifiesta.
     »Para ello voy a resumir en unas líneas la sustancia de mi historia, que se podrá leer más abajo, a poco que se sepa latín, griego, alemán, italiano, español y francés; ya que, en las distintas épocas de mis reapariciones humanas, he vivido entre esos diversos pueblos. Luego explicaré con qué encadenamiento de ideas, con qué precauciones psicológicas y con qué medios mnemotécnicos, he llegado infaliblemente a conclusiones de metempsicosis.
     »En el año 184, yo vivía en Roma y era filósofo. Un día que paseaba por la vía Apia, se me ocurrió que Pitágoras podía haber sido como el alba todavía indecisa de un gran día a punto de nacer. A partir de aquel momento ya no tuve sino un deseo, una meta, una preocupación constante: recordar mi pasado. Pero ¡desgraciadamente! todos mis esfuerzos fueron vanos, no recordaba nada de las existencias anteriores.
     »Ahora bien, un día vi por casualidad en el zócalo de una estatua de Júpiter situada en mi atrio algunos caracteres que había grabado en mi juventud y que me recordaron de repente un acontecimiento olvidado hacía ya tiempo. Fue como un rayo de luz; y entendí que si algunos años, a veces incluso una noche, bastan para borrar un recuerdo, con mayor motivo las cosas realizadas en existencias anteriores, y sobre las que ha pasado la gran somnolencia de las vidas intermedias y animales, deben desaparecer de nuestra memoria.
     »Entonces grabé mi historia en unas tablillas de piedra, con la esperanza de que quizás el destino me las volvería a poner ante los ojos, y que sería para mí como los escritos encontrados en el zócalo de mi estatua.
     »Lo que había deseado se cumplió. Un siglo más tarde, cuando era arquitecto, me encargaron derribar una vieja casa para construir un palacio en el lugar que había ocupado.
     »Los obreros que dirigía me trajeron un día una piedra rota llena de escritos que habían encontrado al cavar los cimientos. Me puse a descifrarla, y mientras leía la vida de aquél que había escrito aquellas líneas, vislumbraba por momentos como destellos rápidos de un pasado olvidado. Poco a poco se hizo la luz en mi mente, comprendí, recordé. ¡Aquella piedra, era yo quien la había grabado!
     »Pero, ¿qué había hecho durante ese intervalo de un siglo? ¿Qué había sido? ¿Bajo qué forma había sufrido? Nada me lo podía aclarar.
     »Sin embargo un día tuve un indicio, pero tan débil y tan nebuloso que no me atrevo casi a invocarlo. Un viejo, que era vecino mío, me contó que la gente se había reído mucho en Roma, cincuenta años antes (justo nueve meses antes de mi nacimiento) de una aventura ocurrida al senador Marco Antonio Cornelio Lipa. Su mujer, que era guapa y muy perversa, según dicen, había comprado a unos vendedores fenicios un gran mono, al que quería mucho. El senador Cornelio Lipa tuvo celos del afecto de su mujer por ese cuadrumano con cara de hombre y lo mató. Tuve al oír aquella historia una percepción muy difusa de que ese mono había sido yo, de que bajo esa apariencia había sufrido durante largo tiempo de algo como el recuerdo de una decadencia. Pero no recordé nada muy claro ni muy preciso. Sin embargo, fui inducido a establecer la siguiente hipótesis, que al menos es harto verosímil.
     »La forma animal es una penitencia impuesta al alma por los crímenes cometidos bajo la forma humana. Se da al animal el recuerdo de existencias superiores para castigarle con el sentimiento de su decadencia.
     »El alma purificada por el sufrimiento es la única en poder retomar la forma humana; pierde entonces la memoria de los periodos animales que ha vivido, ya que ha sido regenerada y que ese conocimiento sería para ella un sufrimiento inmerecido. Por consiguiente el hombre debe proteger y respetar a los animales como se respeta a un culpable que expía, y para que otros le protejan a su vez cuando reaparezca con esa forma. Lo que viene a ser más o menos como aquella fórmula de la moral cristiana: “No hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti.”
     »Se apreciará en el relato de mis metempsicosis cómo tuve la suerte de volver a encontrar mis memorias en cada una de mis existencias; cómo transcribí de nuevo esta historia en tablillas de bronce, luego en papiro de Egipto y, finalmente, mucho más adelante, en el pergamino alemán que sigo utilizando hoy.
     »Me queda por sacar la conclusión filosófica de esta doctrina.
     »Todas las filosofías se han quedado estancadas ante el irresoluble problema del destino del alma. Los dogmas cristianos que prevalecen hoy día muestran que Dios reunirá a los justos en el paraíso, y que mandará a los malos al infierno donde se quemarán junto al diablo.
     »Pero el buen sentido moderno ya no cree en el Dios con cara de patriarca que ampara bajo sus alas las almas de los buenos como lo hace una gallina con sus polluelos; y además la razón contradice los dogmas cristianos.
     »Ya que el paraíso no puede estar en ningún sitio y el infierno tampoco.
     »Ya que el espacio ilimitado está poblado por mundos semejantes al nuestro.
     »Ya que si multiplicáramos las generaciones que se han sucedido desde el comienzo de este planeta por las que han pululado en los innumerables mundos habitados como el nuestro, nos saldría un número de almas tan sobrenatural e imposible, al ser infinito el multiplicador, que infaliblemente haría que Dios perdiera la cabeza, por muy consistente que fuera, y el Diablo estaría en la misma situación, lo que conllevaría una fastidiosa perturbación.
     »Ya que, al ser infinito el número de las almas de los justos, al igual que el número de las almas de los malos y al igual que el espacio, sería necesario un paraíso infinito y un infierno infinito, lo que viene a significar lo siguiente: que el paraíso estaría en todas partes, y el infierno en todas partes, es decir en ninguna parte.
     »Ahora bien, la razón no contradice la creencia de la metempsicosis:
     »Al ir pasando el alma de la serpiente al cerdo, del cerdo al pájaro, del pájaro al perro, llega finalmente al mono y al hombre. Pero cada vez que comete una nueva falta vuelve a empezar hasta el momento en que alcanza la suma de la purificación terrestre que la hace emigrar a un mundo superior. De este modo va pasando sin cesar de animal a animal y de esfera a esfera, yendo de lo más imperfecto a lo más perfecto, para llegar finalmente al planeta de la felicidad suprema, en donde una nueva falta puede precipitarla de nuevo a las regiones del sufrimiento supremo donde vuelve a empezar sus transmigraciones.
     »El círculo, figura universal y fatal, encierra pues las vicisitudes de nuestras existencias del mismo modo que gobierna las evoluciones de los mundos.»

     VII. DE DONDE SE DEDUCE QUE UN VERSO
     DE CORNEILLE PUEDE INTERPRETARSE
     DE DOS MANERAS

     
     Apenas el doctor Heraclius acabó de leer aquel extraño documento, se quedó estupefacto, y lo compró sin regatear por el importe de doce libras y once centavos, ya que el librero de viejo lo hacía pasar por un manuscrito hebreo encontrado en las excavaciones de Pompeya.
     Durante cuatro días y cuatro noches, el doctor no abandonó su gabinete, y consiguió, a base de paciencia y de diccionarios, descifrar, mal que bien, los periodos alemán y español del manuscrito; ya que, aunque sabía griego, latín y un poco de italiano, desconocía casi por completo el alemán y el español. Por último, como temía haber cometido los contrasentidos más groseros, le rogó a su amigo el rector, que dominaba perfectamente estos dos idiomas, que consintiera en repasar su traducción. Este último lo hizo con mucho gusto; pero necesitó tres días enteros antes de poder emprender seriamente su trabajo, ya que cada vez que echaba una ojeada a la versión del doctor le invadía una risa tan larga y tan violenta que en dos ocasiones casi le dio un síncopa. Cuando le preguntaron acerca del motivo de aquella extraordinaria hilaridad contestó: «¿El motivo? Son tres los motivos: primero, la cara cómica de mi excelente colega Heraclius; segundo, su jocosa traducción, que se parece al texto más o menos como una guitarra a un molino de viento; y, en tercer lugar, el texto en sí, que desde luego es la cosa más graciosa que pueda imaginarse.»
     ¡Oh, terco rector! Nada pudo convencerle. ¡Aunque el sol hubiera venido personalmente a quemarle la barba y el pelo, lo habría tomado por una candela!
     En cuanto al doctor Heraclius Gloss, no necesitaré decir que estaba radiante, iluminado, transformado; repetía en todo momento, como Pauline: — Veo, siento, creo, estoy desengañado.
     Y, cada vez, el rector le interrumpía para señalar que en vez de desengañado debería quitar el prefijo y decir: — Veo, siento, creo, estoy engañado.

     
     VIII. DE DONDE SE DEDUCE QUE, POR EL MISMO
     MOTIVO QUE SE PUEDE SER MÁS MONÁRQUICO
     QUE EL REY Y MÁS PAPISTA QUE EL PAPA, TAMBIÉN SE PUEDE LLEGAR A SER MÁS ADEPTO DE LA METEMPSICOSIS QUE PITÁGORAS

     
     Sea cual sea la felicidad del náufrago que, tras haber errado durante largos días y largas noches por el inmenso mar, perdido en su frágil balsa, sin mástil, sin vela, sin brújula y sin esperanza, divisa repentinamente la orilla tan deseada, esta felicidad no era nada en comparación con la que inundó al doctor Heraclius Gloss, cuando tras haberse tambaleado durante tanto tiempo entre el oleaje de las filosofías, en la balsa de las incertidumbres, finalmente entró triunfante e iluminado en el puerto de la metempsicosis.
     La verdad de aquella doctrina le había impresionado tan fuertemente que la adoptó de una sola vez hasta en sus más extremas consecuencias. Nada en ella le resultaba oscuro y, al cabo de unos días, a base de meditaciones y cálculos, había conseguido fijar la época exacta en la que un hombre, muerto en tal año, reaparecería en la tierra. Sabía, aproximadamente, la fecha de todas las transmigraciones de un alma en los seres inferiores y, según la suma supuesta del bien o del mal realizado en el último periodo de vida humana, podía asignar el momento en que dicha alma entraría en el cuerpo de una serpiente, de un cerdo, de un caballo de labor, de un buey, de un perro, de un elefante o de un mono. Las reapariciones de una misma alma en su envoltura superior se sucedían a intervalos regulares, fueran cuales fueran sus faltas anteriores.
     Así, el grado de castigo, siempre proporcional al grado de culpabilidad, no consistía en la duración más o menos larga del exilio bajo formas animales, sino en la estancia más o menos alargada que ese alma pasaba en la piel de un animal inmundo. La escala de los animales empezaba en los grados inferiores por la serpiente o el cerdo, para acabar en el mono, «que es un hombre privado de la palabra», decía el doctor; a lo que su excelente amigo el rector contestaba siempre que, conforme a ese mismo razonamiento, Heraclius Gloss no era sino un mono dotado de palabra.

     

     
     IX. CARA Y CRUZ

     
     El doctor Heraclius fue muy feliz durante los días que sucedieron a su sorprendente descubrimiento. Vivía en una profunda felicidad: estaba impregnado por la irradiación de las dificultades vencidas, de los misterios descubiertos, de las grandes esperanzas cumplidas. La metempsicosis le envolvía como la bóveda del cielo. Le parecía que de repente un velo se había desgarrado y que sus ojos se habían abierto a las cosas desconocidas.
     En la mesa hacía sentarse al perro a su lado; tenía con él serias conversaciones mano a mano frente al fuego, mientras intentaba interceptar en los ojos del inocente animal el misterio de sus anteriores existencias.
     Sin embargo dos puntos negros empañaban su felicidad: el Ilustre Decano y el Honorable Rector.
     El decano se encogía de hombros con furor cada vez que Heraclius intentaba convertirle a la doctrina de la metempsicosis, y el rector le hostigaba con las bromas más impropias. Eso era lo más inaguantable. En cuanto el doctor exponía su creencia, el satánico rector se recreaba con sus propias ideas; imitaba al adepto que escucha la palabra de un gran apóstol, e imaginaba las genealogías animales más inverosímiles para todas las personas de su entorno: Resulta —decía— que el tío Labonde, campanero de la catedral, desde su primera transmigración, no debió de ser sino un melón, y desde entonces había cambiado muy poco por cierto, contentándose con hacer tañer por la mañana y por la tarde la campana bajo la que había crecido. Pretendía que el abad Rosencroix, el primer vicario de SainteEulalie, había sido sin ninguna duda una corneja que almacena nueces, ya que mantenía el hábito y las atribuciones. Luego, invirtiendo los papeles de la manera más lamentable, afirmaba que Maese Bocaille, el farmacéutico, no era sino un ibis degenerado, ya que se veía obligado a utilizar un instrumento para aplicar aquel remedio tan sencillo que, según Herodoto, el pájaro sagrado se administraba él mismo con la única ayuda de su alargado pico.

     

X. DONDE SE COMPRUEBA QUE UN SALTIMBANQUI PUEDE SER MÁS ASTUTO QUE UN SABIO DOCTOR

     
     Pese a todo el doctor Heraclius continuó sin desanimarse la serie de sus descubrimientos. A partir de entonces cualquier animal adquiría para él un significado misterioso: dejaba de ver al animal para no contemplar sino al hombre que se purificaba bajo esa envoltura, y adivinaba las faltas pasadas con el solo aspecto de la piel expiatoria.
     Un día que se paseaba por la plaza de Balançon, vio de pronto un gran barracón de madera, de donde salían unos alaridos terribles, mientras en un estrado un bufón descoyuntado invitaba a la muchedumbre a ver en acción al terrible domador apache Tomahawk o el Trueno Rugiente. Heraclius se sintió conmovido, pagó los diez céntimos requeridos y entró. ¡Oh Fortuna protectora de los grandes espíritus! Apenas entró en el barracón vio una jaula enorme en la que estaban escritas estas cuatro palabras, que resplandecieron repentinamente ante sus ojos deslumbrados: «Hombre de los bosques». De repente el doctor experimentó el estremecimiento nervioso de las grandes conmociones morales y, temblando por la emoción, se acercó. Entonces vio a un mono gigantesco tranquilamente sentado sobre su trasero, con las piernas cruzadas a la manera de los sastres y de los Turcos y, ante esa soberbia muestra del hombre en su última transmigración, Heraclius Gloss, pálido de alegría, se sumió en una intensa meditación. Al cabo de unos minutos, el hombre de los bosques, sin duda adivinando la irresistible simpatía que había brotado de repente en el corazón del hombre de ciudad que le miraba tercamente, se puso a hacerle a su hermano regenerado una mueca tan espantosa que el doctor sintió que se le ponía el pelo de punta. Luego, tras haber realizado una fantástica acrobacia aérea, en absoluto compatible con la dignidad de un hombre, incluso totalmente decaído, el ciudadano de cuatro manos se dedicó a reírse a carcajadas de la manera mis inconveniente en las barbas del doctor. Sin embargo a este último no le pareció en absoluto chocante la alegría de aquella víctima de antiguos errores; al contrario, vio en ello una similitud más con la especie humana, una mayor probabilidad de parentesco, y su curiosidad científica se volvió tan violenta que decidió comprar a toda costa aquel maestro de muecas para estudiarlo con toda tranquilidad. ¡Qué felicidad para él! ¡Qué triunfo para la gran doctrina si por fin consiguiera ponerse en contacto con la parte animal de la humanidad, entender a aquel desgraciado mono y hacerse entender por él!
     Naturalmente, el dueño de la casa de fieras alabó cuanto pudo a su huésped; desde luego era el animal más inteligente, más manso, más bueno, más amable que había visto durante su larga carrera de exhibidor de animales feroces; y, para recalcar sus palabras, se acercó a las rejas, entre las que introdujo la mano, que el mono mordió inmediatamente a modo de broma. Siempre con naturalidad, pidió por él un precio fabuloso que Heraclius pagó sin regatear. Luego, precedido por dos porteadores doblados bajo la enorme jaula, el triunfante doctor se dirigió a su casa.

     
     XI. DONDE SE DEMUESTRA QUE HERACLIUS
     GLOSS NO ESTABA EXENTO DE TODAS LAS
     DEBILIDADES DEL SEXO FUERTE

     
     Pero cuanto más se iba acercando a su casa, más aminoraba el paso, ya que se agitaba en su mente un problema mucho más difícil que el de la verdad filosófica; y aquel problema se formulaba de la siguiente manera para el infortunado doctor: «¿Con qué subterfugio podré ocultar a mi criada Honorina el introducir bajo mi techo a este esbozo humano?» Ah, resultaba que el pobre Heraclius, que se enfrentaba intrépidamente a los temibles encogimientos de hombros del ilustre Decano y a las terribles bromas del honorable Rector, no era ni mucho menos tan valiente ante los estallidos de la criada Honorina. Pero ¿por qué temía tanto el doctor a esa mujercita todavía fresca y buena, que parecía tan viva y tan entregada a los intereses de su amo? ¿Por qué? Pregunten por qué Hércules se arrojaba a los pies de Ónfale, por qué Sansón dejó que Dalila le robara su fuerza y su valentía, que residían en su cabello, según nos enseña la Biblia.
     Por desgracia, un día en que el doctor paseaba por los campos, la desesperación de una gran pasión traicionada (ya que no fue sin motivo que el honorable Decano y el ilustre Rector se divirtieran tanto a expensas de Heraclius cierta noche que volvían a sus casas), a la vuelta de un seto, se topó con una niña que cuidaba ovejas. El sabio que no siempre había buscado exclusivamente la verdad filosófica y que además aún no sospechaba el gran misterio de la metempsicosis, en vez de dedicarse sólo a las ovejas, como seguramente habría hecho si hubiera sabido lo que ignoraba, ¡ay! se puso a charlar con quien las cuidaba. Pronto la tomó a su servicio y una primera debilidad autorizó las siguientes. Fue él quien en poco tiempo se convirtió en borrego de aquella pastorcilla, y se murmuraba que, si bien, como la de la Biblia, esta Dalila rústica le había cortado el pelo al pobre hombre demasiado confiado, no por ello había privado a su frente de todo ornato.
     ¡Qué desgracia! Lo que había previsto se cumplió incluso más allá de sus temores; apenas vio al hombre de los bosques, cautivo en su casa de alambre, Honorina se entregó a los estallidos del furor más inconveniente, y, tras haber abrumado a su horrorizado amo con un diluvio de epítetos muy malsonantes, hizo recaer su ira contra el inesperado huésped que le llegaba. Pero al no tener este último sin duda las mismas razones que el doctor para tratar con consideración a un ama de llaves tan malcriada, se puso a gritar, aullar, patalear, rechinar los dientes; se agarraba a las rejas de su cárcel en tan furioso arrebato y con gestos tan indiscretos hacia una persona a quien veía por primera vez que ésta tuvo que batirse en retirada e ir, como un guerrero vencido, a encerrarse en su cocina.
     De esta manera, dueño del campo de batalla y encantado de la ayuda inesperada que su inteligente compañero acababa de proporcionarle, Heraclius le hizo llevar a su gabinete, donde instaló la jaula y a su habitante delante de su mesa y junto al fuego.

     
     XII. DONDE SE COMPRUEBA QUE DOMADOR Y DOCTOR NO SON EN ABSOLUTO SINÓNIMOS

     Entonces empezó un intercambio de las más significativas miradas entre los dos individuos situados frente a frente; y cada día, durante una semana entera, el doctor dedicó largas horas a conversar mediante la mirada (al menos eso creía él) con el interesante sujeto que se había procurado. Pero aquello no bastaba; lo que Heraclius quería era estudiar al animal en libertad, descubrir sus secretos, sus deseos, sus pensamientos, dejarle ir y venir a su antojo, y, con el trato diario de la vida íntima, verle recuperar las costumbres olvidadas, y de ese modo reconocer en signos fiables el recuerdo de la existencia precedente. Pero, para este propósito, su huésped tenía que estar libre, y por lo tanto la jaula abierta. Ahora bien, aquella tentativa era todo menos tranquilizadora. Por mucho que el doctor intentara la influencia del magnetismo y la de los dulces y las nueces, el cuadrumano se dedicaba a maniobras preocupantes para los ojos de Heraclius cada vez que éste se acercaba un poco más de la cuenta a las rejas. Por fin, un día, al no poder resistir el deseo que le torturaba, se adelantó bruscamente, giró la llave del candado, abrió la puerta de par en par, y, palpitando por la emoción, se alejó unos pasos, esperando el acontecimiento, que por lo demás no se hizo esperar mucho.
     En primer lugar, extrañado, el mono vaciló; luego, de un salto, salió fuera; de otro, sobre la mesa cuyos papeles y libros revolvió en menos de un segundo; luego, de un tercer salto se encontró en los brazos del doctor, y las pruebas de su cariño fueron tan violentas que, si Heraclius no hubiera llevado peluca, seguramente sus últimos cabellos se habrían quedado entre los dedos de su temible hermano. Pero si el mono era ágil, el doctor no lo era menos; saltó a la derecha, después a la izquierda, se deslizó como una anguila bajo la mesa, saltó los sillones como un galgo, y, siempre perseguido, alcanzó finalmente la puerta que cerró rápidamente tras él; entonces, jadeante como un caballo de carreras que llega a la meta, se apoyó contra la pared para no caerse.
     Heraclius Gloss estuvo abatido todo el resto del día; sentía como un derrumbamiento dentro de él, aunque lo que más le preocupaba era que ignoraba totalmente de qué modo su huésped imprevisor y él mismo podrían abandonar sus respectivas posiciones. Llevó una silla cerca de la puerta infranqueable e hizo del agujero de la cerradura un observatorio. Entonces vio, ¡¡¡oh prodigio!!! ¡¡¡oh felicidad inesperada!!! al feliz vencedor tendido en un sillón calentándose al fuego los pies. Con el primer arrebato de alegría, el doctor estuvo a punto de entrar, pero la reflexión le detuvo y, como iluminado por una luz repentina, pensó que el hambre haría sin duda lo que la suavidad no había podido hacer. Esta vez, el acontecimiento le dio la razón, el mono hambriento capituló; como, a fin de cuentas, el mono era buen chico, la reconciliación fue completa, y, a partir de aquel día, el doctor y él vivieron como dos viejos amigos.

     XIII. DONDE EL DOCTOR HERACLIUS GLOSS SE VIO EXACTAMENTE EN LA MISMA SITUACIÓN QUE EL BUEN REY ENRIQUE IV, QUIEN HABIENDO OÍDO PLEITEAR A DOS MAESES ABOGADOS, CONSIDERABA QUE AMBOS TENÍAN RAZÓN

     Algún tiempo después de aquel día memorable, una lluvia violenta impidió al doctor Heraclius bajar a su jardín, como solía hacerlo. Se sentó desde por la mañana en su gabinete y se puso a considerar filosóficamente a su mono que, encaramado sobre un escritorio, se divertía tirando bolitas de papel al perro Pitágoras, tumbado ante el fuego. El doctor estudiaba las gradaciones y las progresiones del intelecto en aquellos hombres venidos a menos, y comparaba el grado de sutileza de los dos animales que estaban ante él. «En el perro —pensaba— sigue dominando el instinto, mientras que en el mono prevalece el razonamiento. Uno olfatea, escucha, percibe con sus maravillosos órganos, que suponen la mitad de su inteligencia; el otro combina y reflexiona.» En ese mismo momento el mono, impacientado por la indiferencia y la inmovilidad de su enemigo, que, tranquilamente acostado, la cabeza sobre las patas, se contentaba con levantar de vez en cuando la mirada hacia su agresor parapetado tan alto, decidió intentar una exploración. Saltó ágilmente de su mueble y avanzó tan despacio, tan despacio que no se oía sino la crepitación del fuego y el tictac del reloj que parecía hacer un ruido enorme en el gran silencio del gabinete. Luego, con un movimiento brusco e inesperado, agarró con las dos manos la cola empenachada del desafortunado Pitágoras. Pero este último, siempre inmóvil, había seguido cada movimiento del cuadrumano: su tranquilidad no era sino una trampa para atraer a su adversario, hasta entonces inatacable, hasta que quedara a su alcance, y en el momento en que maese mono, contento con su jugada, le agarraba el apéndice caudal, se levantó de un salto y antes de que el otro tuviera tiempo de escapar, ya había cogido con su fuerte boca de perro de caza la parte de su rival que se llama púdicamente entrepierna en los corderos. No se sabe cómo habría acabado la lucha si Heraclius no se hubiera interpuesto; pero cuando hubo restablecido la paz, se preguntaba mientras volvía a sentarse muy sofocado si, pensándolo bien, su perro no había mostrado en esta ocasión más astucia que el animal llamado «astuto por excelencia»; y se quedó sumido en una profunda perplejidad.

     
     XIV. DE CÓMO HERACLIUS ESTUVO A PUNTO DE COMER UN PINCHO DE BELLAS DAMAS DE TIEMPOS REMOTOS

     
     Al llegar la hora del almuerzo, el doctor entró en su comedor, se sentó a su mesa, se metió la servilleta en la levita, abrió a su lado el precioso manuscrito, e iba a llevarse a la boca un pequeño alón de codorniz muy graso y muy perfumado, cuando, al echar una ojeada al libro santo, las líneas sobre las que posó la mirada chispearon ante él más terriblemente que las tres famosas palabras escritas repentinamente por una mano desconocida en la pared de la sala de banquete de un famoso rey llamado Baltasar.
     He aquí lo que el doctor había visto:
     «... Absténte pues de todo alimento que haya vivido, ya que comer a un animal es comer a un semejante, y considero tan culpable a quien, imbuido de la gran verdad de la metempsicosis, mata y devora a animales, que no son sino hombres en sus formas inferiores, que al feroz antropófago que se alimenta con el enemigo vencido.»
     Y sobre la mesa, unas al lado de otras, sujetas por una pequeña aguja de plata, media docena de codornices, frescas y regordetas, exhalaban en el aire su olor apetitoso.
     La lucha entre la mente y el vientre fue terrible, pero dígase a la gloria de Heraclius, corta. El pobre hombre, abrumado, temiendo no poder resistir mucho tiempo aquella espantosa tentación, llamó a su criada, y, con voz quebrada, le ordenó que quitase inmediatamente aquel abominable manjar y que en adelante no le sirviese sino huevos, leche y legumbres. Honorina casi se cayó de espaldas al oír aquellas sorprendentes palabras; quiso protestar, pero ante la mirada inflexible de su amo huyó con las aves condenadas, consolándose sin embargo con el agradable pensamiento de que, generalmente, lo que está perdido para uno no lo está para todos.
     —¡Codornices! ¡codornices! ¿Qué diablos podían haber sido las codornices en otra vida? —se preguntaba el desdichado Heraclius mientras comía tristemente una magnífica coliflor con crema que le pareció, aquel día, desastrosamente mala—. ¿Qué ser humano podía haber sido tan elegante, delicado y fino como para pasar al cuerpo de aquellos exquisitos animalitos tan bonitos y delicados? Ah, por supuesto no podían ser sino las adorables pequeñas amantes de siglos anteriores... —Y el doctor palideció de nuevo al pensar que llevaba más de treinta años devorando cada día en el desayuno media docena de bellas damas de tiempos remotos.

     
     XV. DE COMO INTERPRETA EL ILUSTRE RECTOR LOS MANDAMIENTOS DE DIOS

     La noche de aquel desgraciado día, el ilustre Decano y el honorable Rector fueron a charlar por una o dos horas al gabinete de Heraclius. El doctor les contó en seguida el apuro en el que se encontraba y les mostró cómo a partir de aquel momento las codornices y demás animales comestibles le estaban tan prohibidos como el jamón a un judío.
     Entonces el honorable Decano, que sin duda había cenado mal, perdió toda mesura y blasfemó de una manera tan terrible que el pobre doctor, que le respetaba mucho, aunque lamentara su ceguera, ya no sabía dónde esconderse. En cuanto al ilustre Rector, aprobó totalmente los escrúpulos de Heraclius, llegando incluso a decir que un discípulo de Pitágoras que se alimentara con la carne de los animales podía correr el riesgo de comer la costilla de su padre con champiñones o los pies de su abuelo con trufas, lo que es absolutamente contrario al espíritu de toda religión, y le citó en apoyo de sus palabras el cuarto mandamiento del Dios de los cristianos:

     A tu padre y a tu madre honrarás
     Para vivir largo tiempo.

     —Es verdad —añadió— que yo, que no soy creyente, antes que dejarme morir de hambre, preferiría cambiar un poco el precepto divino, o incluso, cambiarlo por éste:

     A tu padre y a tu madre devorarás
     Para vivir largo tiempo.

     
     XVI. CÓMO LA 42ª LECTURA DEL MANUSCRITO ALUMBRO UN NUEVO DÍA EN LA MENTE DEL DOCTOR

     De la misma manera que un hombre rico puede extraer cada día de su gran fortuna nuevos placeres y nuevas satisfacciones, el doctor Heraclius, propietario del inestimable manuscrito, hacía sorprendentes descubrimientos cada vez que lo volvía a leer.
     Una noche, cuando estaba a punto de acabar la 42ª lectura del documento, lo fulminó una súbita inspiración, rápida como el rayo.
     Como ya se ha visto anteriormente, el doctor podía saber de forma aproximada en qué época un hombre difunto acabaría sus transmigraciones y reaparecería bajo su forma primigenia; por ello, cayó bruscamente en la idea de que el autor del manuscrito podría haber recuperado su lugar en la humanidad.
     Entonces, con la excitación de un alquimista que cree estar a punto de encontrar la piedra filosofal, se dedicó a los cálculos más minuciosos para establecer la probabilidad de esta suposición, y, tras varias horas de un trabajo concienzudo y de sabias combinaciones de metempsicosis, llegó a convencerse de que aquel hombre debía de ser contemporáneo suyo, o al menos, debía de estar a punto de renacer a la vida pensante. En efecto, al no poseer Heraclius ningún documento capaz de indicarle la fecha precisa de la muerte del gran transmigrador, no podía fijar con certeza el momento de su retorno.
     Apenas entrevió la posibilidad de encontrar a aquel ser que para él era más que un hombre, más que un filósofo, casi más que un Dios, sintió una de esas profundas emociones que experimentamos cuando de pronto nos enteramos de que un padre que creíamos muerto desde hacía años está vivo y vive cerca de nosotros. El santo anacoreta que se ha pasado la vida alimentándose del amor y del recuerdo de Cristo, y que de repente se da cuenta de que su Dios se le va a aparecer no estaría más trastornado de lo que estuvo el doctor Heraclius Gloss cuando se cercioró de que algún día podía encontrarse con el autor de su manuscrito.

     
     XVII. DE CÓMO SE LAS INGENIÓ EL DOCTOR
     HERACLIUS GLOSS PARA ENCONTRAR
     AL AUTOR DEL MANUSCRITO

     Unos días más tarde, los lectores de L’Étoile deBalançon vieron con sorpresa, en la cuarta página del periódico, el siguiente anuncio:
     «Pitágoras - Roma en el año 184- Memoria encontrada en el zócalo de una estatua de Júpiter - Filósofo- Arquitecto - Soldado - Labrador - Monje - Geómetra- Médico - Poeta - Marinero - Etc. Medita y recuerda. El relato de tu vida está entre mis manos.
     Escribir a la lista de correos de Balançon a las iniciales H.G.»
     El doctor no dudaba de que si el hombre a quien deseaba tan ardientemente llegaba a leer el anuncio, incomprensible para cualquier otra persona, captaría en seguida su sentido oculto y se presentaría ante él. Así pues, cada día antes de sentarse a la mesa iba a preguntar a la oficina de correos si no habían recibido una carta con las iniciales H.G.; y en el momento en que empujaba la puerta donde estaban escritas estas palabras: «Lista de correos, información, franqueo» sin duda estaba más emocionado que un enamorado a punto de abrir la primera misiva de la mujer amada.
     Desgraciadamente, los días se sucedían y se parecían desesperadamente; el empleado le daba cada mañana la misma respuesta al doctor y, cada mañana, éste volvía a su casa más triste y más desanimado. Pero, al ser el pueblo de Balançon, como todos los pueblos de la tierra, sutil, indiscreto, maldiciente y ávido de noticias, pronto puso en relación el sorprendente anuncio insertado en L’Étoile con las visitas diarias del doctor a la oficina de correos. Entonces la gente se preguntó qué misterio podía esconderse tras todo ello y empezó a murmurar.

     
     XVIII. DONDE EL DOCTOR HERACLIUS RECONOCE CON ESTUPOR AL AUTOR DEL MANUSCRITO

     
     Una noche en que el doctor no podía dormir, se levantó entre la una y las dos de la madrugada para volver a leer un pasaje que creía no haber entendido todavía muy bien. Se puso las zapatillas y abrió la puerta de su habitación lo más despacio que pudo para no perturbar el sueño de todas las categorías de hombres-animales que expiaban bajo su techo. De todos modos, fuesen cuales fuesen las condiciones anteriores de aquellos felices animales, desde luego nunca habían gozado de una tranquilidad y una felicidad tan perfectas, ya que encontraban en aquella casa acogedora buena comida, buena morada e incluso el resto, de tan compasivo como era aquel hombre excelente. Llegó, siempre sin hacer el menor ruido, hasta el umbral de su gabinete, donde entró. Ah, desde luego, Heraclius era valiente y no temía ni a fantasmas ni a apariciones; pero sea cual sea la intrepidez de un hombre, hay terrores que perforan como balas de cañón las valentías mis indomables, y el doctor permaneció de pie, lívido, aterrado, los ojos extraviados, el pelo de punta, castañeteando los dientes y sacudido de pies a cabeza por un espantoso temblor ante el incomprensible espectáculo que tenía ante él.
     Su lámpara de trabajo estaba encendida encima de la mesa y, bajo su luz, de espaldas a la puerta por la que entraba, vio..., al doctor Heraclius Gloss leyendo atentamente su manuscrito. No cabía duda... Efectivamente era él mismo... Llevaba sobre los hombros su larga bata de seda antigua con grandes flores rojas y, sobre la cabeza, su gorro griego de terciopelo negro bordado en oro. El doctor entendió que si aquel otro él mismo se volvía, que si los dos Heraclius se miraban cara a cara, aquel que temblaba en este momento en su piel caería fulminado ante su reproducción. Pero entonces, sobrecogido por un espasmo nervioso, abrió las manos, y la palmatoria que llevaba rodó por el suelo con estrépito. Aquel estruendo le hizo dar un salto terrible. El otro se volvió bruscamente y el doctor pasmado reconoció a... su mono. Durante unos segundos sus pensamientos remolinearon en su cerebro como hojas secas arrastradas por el huracán. Luego, le invadió de pronto la alegría mis vehemente que había sentido nunca, ya que había entendido que el autor esperado, deseado como el Mesías por los Judíos, estaba ante él: era su mono. Se abalanzó casi loco de felicidad, tomó en sus brazos al ser venerado y lo besó con tal frenesí que nunca ninguna mujer adorada fue besada mis apasionadamente por su amante. Luego se sentó frente a él al otro lado de la chimenea y, hasta la mañana, lo contempló religiosamente.

     
     XIX. DE CÓMO EL DOCTOR SE ENCONTRÓ
     ANTE LA ALTERNATIVA MAS TERRIBLE

     
     Pero de la misma manera que los días más bellos del verano a veces se ven enturbiados repentinamente por una espantosa tormenta, la felicidad del doctor fue atravesada de pronto por la más horrorosa de las sugerencias. Efectivamente había encontrado a quien buscaba, pero ¡desgraciadamente! no era más que un mono. Sin duda se entendían, pero no podían hablarse: e1 doctor volvió a caer del cielo a la tierra. Nunca tendrían aquellas largas conversaciones de las que esperaba sacar tanto provecho, nunca tendría lugar aquella bella cruzada contra las supersticiones que debían emprender juntos. Porque, solo, el doctor no disponía de las armas suficientes para vencer a la hidra de la ignorancia. Necesitaba a un hombre, un apóstol, un confesor, un mártir; papeles que un mono, por desgracia, era incapaz de desempeñar. ¿Qué podía hacer?
     Una terrible voz le gritó al oído: «Mátalo.»
     Heraclius se estremeció. En un segundo calculó que si le mataba, el alma liberada entraría inmediatamente en el cuerpo de un niño a punto de nacer. Que era necesario dejarle al menos veinte años para que llegara a la madurez. El doctor tendría entonces setenta años. Sin embargo aquello era posible. Pero ¿volvería a encontrar entonces a aquel hombre? Por otra parte, su religión prohibía suprimir a cualquier ser vivo so pena de cometer un asesinato: y su alma, la de Heraclius, pasaría después de su muerte al cuerpo de un animal feroz, como les ocurría a los asesinos. ¿Qué más daba? Sería víctima de la ciencia, ¡y de la fe! Cogió una gran cimitarra turca colgada de una panoplia, e iba a golpear, como Abraham en la montaña, cuando un pensamiento paralizó su brazo... ¿Y si la expiación de aquel hombre no había acabado y en vez de pasar al cuerpo de un niño, su alma volvía a ir por segunda vez al de un mono? Eso era posible, incluso verosímil.., casi cierto. Al cometer de ese modo un crimen inútil, el doctor se condenaba sin provecho para sus semejantes a un terrible castigo. Se derrumbó inerte en su silla. Tantas emociones repetidas le habían agotado, y se desmayó.

     
     XX. DONDE EL DOCTOR TIENE UNA PEQUEÑA CONVERSACIÓN CON SU CRIADA

     Cuando volvió a abrir los ojos, su criada Honorina estaba humedeciéndole las sienes con vinagre. Eran las siete de la mañana. El primer pensamiento del doctor fue para su mono. El animal había desaparecido.
     —¡Mi mono! ¿Dónde está mi mono? —gritó.
     —¡Ah, muy bien! ¡Hablemos de él! —replicó la criada-amante, siempre dispuesta a enfadarse—. ¡Vaya desgracia si se hubiera perdido! ¡Un bonito animal, a fe mía! Imita todo lo que le ve hacer al señor; ¿pues no me lo encontré el otro día poniéndose sus botas? Y esta mañana, cuando le he recogido a usted aquí (que Dios sabe qué malditas ideas le dan vueltas en la cabeza de un tiempo para acá y le impiden quedarse en su cama), aquel despreciable animal, que más bien es un diablo en el pellejo de un mono, ¿no se había puesto su gorro y su bata y parecía que se reía mientras le miraba, como si fuera muy divertido ver a un hombre desmayado? Luego, cuando me quise acercar, el canalla se abalanzó sobre mí como si quisiera comerme. Pero, gracias a Dios, una no es vergonzosa y sigue teniendo un buen puño; cogí la pala y golpeé tanto su despreciable espalda que huyó a su habitación, donde debe de estar haciendo alguna de las suyas.
     —¡Ha pegado a mi mono! —gritó el doctor exasperado—. Entérese, señorita, de que de ahora en adelante exijo que se le respete y se le sirva como al dueño de esta casa.
     —¡Pues claro! No sólo es el dueño de la casa, sino que hace ya tiempo que es el dueño del dueño —refunfuñó Honorina, y se retiró a su cocina, convencida de que el doctor Heraclius Gloss estaba rematadamente loco.

     

     XXI. DONDE SE DEMUESTRA QUE BASTA
     CON TENER UN AMIGO A QUIEN SE QUIERE
     TIERNAMENTE PARA ALIVIAR EL PESO
     DE LAS PENAS MAS GRANDES

     
     Tal y como había dicho el doctor, a partir de aquel día el mono acabó de convertirse en el verdadero dueño de la casa, y Heraclius se hizo el humilde criado de aquel noble animal. Le contemplaba durante horas enteras con una infinita ternura; tenía con él delicadezas propias de enamorado; le prodigaba en todo momento el diccionario entero de las expresiones tiernas; le estrechaba la mano como se hace con un amigo; le miraba fijamente mientras le hablaba; le explicaba los puntos de su discurso que pudieran parecer oscuros; rodeaba la vida del animal con los cuidados más tiernos y las delicadezas más exquisitas.
     Y el mono no se resistía, tranquilo como un Dios que recibe el homenaje de sus adoradores.
     Del mismo modo que los grandes espíritus que viven solitarios porque su elevación les aísla por encima del nivel común de la necedad de los pueblos, Heraclius se había sentido solo hasta entonces. Solo en sus trabajos, solo en sus esperanzas, solo en sus luchas y sus flaquezas, y finalmente solo en su descubrimiento y su triunfo. Todavía no había impuesto su doctrina a la muchedumbre, ni siquiera había podido convencer a sus dos más íntimos amigos, el Ilustre Rector y el Honorable Decano. Pero a partir del día en que había descubierto en su mono al gran filósofo con quien había soñado tantas veces, el doctor se sintió menos aislado.
     Convencido de que el animal sólo está privado de la palabra como castigo por sus faltas pasadas y de que, como consecuencia del mismo, está lleno del recuerdo de existencias anteriores, Heraclius empezó a querer ardientemente a su compañero, consolándose con ese cariño de todas las miserias que le afligían.
     Efectivamente, desde hacía algún tiempo la vida se había vuelto más triste para el doctor. El Honorable Decano y el Ilustre Rector le visitaban con mucha menos frecuencia y esto creaba un vacío enorme en torno a él. Incluso habían dejado de venir a cenar cada domingo, desde que había prohibido que en su mesa se sirviera cualquier alimento que hubiese vivido. También para él, su cambio de régimen suponía una gran privación que tomaba, por momentos, las proporciones de un verdadero castigo. Él, que antaño esperaba con tanta impaciencia la hora tan dulce del desayuno, ahora casi la temía. Entraba tristemente en su comedor, a sabiendas de que ya no tenía nada agradable que esperar de aquel lugar donde le atormentaba sin tregua el recuerdo de los pinchos de codornices, hostigándole como un remordimiento; desgraciadamente no era el remordimiento de haber devorado tantos, sino más bien la desesperación de haber renunciado a ellos para siempre.

     
     XXII. DONDE EL DOCTOR DESCUBRE
     QUE SU MONO SE LE PARECE AÚN MÁS
     DE LO QUE ÉL PENSABA

     
     Una mañana, un ruido inusual despertó al doctor Heraclius; saltó de la cama, se vistió a toda prisa y se dirigió a la cocina donde oía gritos y pataleos extraordinarios.
     La pérfida Honorina, que venía desde hacía tiempo rumiando en su mente los proyectos más negros de venganza contra el intruso que le robaba el cariño de su amo, y que conocía los gustos y apetitos de aquellos animales, había conseguido, recurriendo a un ardid, atar firmemente al pobre mono a las patas de la mesa de la cocina. Luego, tras haberse asegurado de que estaba muy fuertemente sujeto, se había retirado a la otra punta de la sala y disfrutaba enseñándole la delicia más apropiada para excitar sus codicias, haciéndole padecer un espantoso suplicio de Tántalo que sólo se debe de infligir en los infiernos a quienes mucho pecaron; y la perversa ama de llaves se reía a carcajadas e imaginaba refinamientos de tortura que sólo una mujer es capaz de concebir. El hombre-mono se retorcía con furia al ver los sabrosos manjares que le presentaban desde lejos, y la rabia de sentirse atado a los pies de la maciza mesa le llevaba a hacer muecas monstruosas que redoblaban la alegría del verdugo tentador.
     Finalmente, justo en el momento en que el doctor, amo celoso, apareció en el umbral, la víctima de aquella horrible emboscada logró, gracias a un prodigioso esfuerzo, romper las cuerdas que le sujetaban, y sin la violenta intervención de un indignado Heraclius, Dios sabe con qué golosinas habría gozado este nuevo Tántalo de cuatro manos.

     
     XXIII. DE CÓMO EL DOCTOR SE DIO CUENTA
     DE QUE SU MONO LE HABÍA ENGAÑADO
     INDIGNAMENTE

     
     Esta vez la ira pudo con el respeto. El doctor agarró por la garganta al mono-filósofo y lo llevó gritando a su gabinete y le propinó los más terribles golpes que nunca recibiera la espina dorsal de un transmigrador.
     Cuando el brazo cansado de Heraclius aflojó un poco la garganta del pobre animal, sólo culpable de gustos demasiado semejantes a los de su hermano superior, el mono se liberó del apretujón del amo ultrajado, saltó por encima de la mesa, cogió la gran tabaquera del doctor que estaba sobre un libro y la arrojó abierta de par en par a la cabeza de su propietario. Este último sólo tuvo tiempo de cerrar los ojos para evitar el torbellino de tabaco que le habría cegado sin duda; pero cuando volvió a abrirlos, el culpable había desaparecido, llevándose con él el manuscrito del que era presunto autor.
     La consternación de Heraclius fue infinita, y se echó como un loco sobre la pista del fugitivo, decidido a los sacrificios más grandes para recuperar el precioso pergamino. Recorrió su casa desde el desván hasta el sótano, abrió todos los armarios, miró bajo todos los muebles. Sus pesquisas fueron totalmente infructuosas. Finalmente, desesperado, fue a sentarse bajo un árbol del jardín. Durante unos instantes experimentó la sensación de estar recibiendo ligerísimos objetos en su cabeza. Creía que eran hojas secas arrancadas por el viento, cuando vio una bolita de papel rodando ante él en el camino. La recogió y la abrió. ¡Misericordia! Era una de las hojas de su manuscrito. Levantó la cabeza, horrorizado, y vio al abominable animal que preparaba tranquilamente nuevos proyectiles del mismo tipo; y, mientras tanto, el monstruo sonreía con una mueca de satisfacción tan espantosa que sin duda Satán no tuvo una más horrible cuando vio a Adán coger la manzana fatal que, desde Eva hasta Honorina, las mujeres no han dejado de ofrecernos. Al verlo así, una horrorosa luz se hizo de repente en la mente del doctor, y entendió que había sido engañado, timado, burlado de la forma más ominosa por ese pérfido cubierto de pelos que tenía tanto del autor deseado como el Papa o el Gran Turco. La preciosa obra habría desaparecido completamente si Heraclius no hubiera visto cerca de él una de esas bombas de riego que utilizan los jardineros para lanzar agua a los parterres alejados. La cogió rápidamente y, manejándola con un vigor sobrehumano, hizo tomar al pérfido un baño tan imprevisto que éste huyó de rama en rama dando gritos agudos, y de repente, en un hábil ardid de guerra, sin duda para lograr un momento de respiro, el mono arrojó el pergamino desgarrado a la cara de su adversario; luego, abandonando rápidamente su posición, corrió hacia la casa.
     Antes de que el manuscrito alcanzara al doctor, éste rodaba sobre la espalda, los cuatro miembros hacia arriba, fulminado por la emoción. Cuando se levantó, no tuvo ánimos para vengar aquel nuevo ultraje y entró penosamente en su gabinete y constató, aliviado, que sólo habían desaparecido tres páginas.

     
     XXIV. EUREKA

     
     La visita del Ilustre Decano y del Honorable Rector le sacó de su hundimiento. Charlaron los tres durante una o dos horas sin decir una sola palabra de metempsicosis; pero cuando llegó el momento en que sus dos amigos se iban, Heraclius no pudo reprimirse más tiempo. Mientras el Ilustre Decano se ponía su gran hopalanda de piel de oso, tomó aparte al Honorable Rector, a quien temía menos, y le contó toda su desgracia. Le dijo cómo había creído encontrar al autor de su manuscrito, cómo se había equivocado, cómo su miserable mono le había engañado de la manera más indigna, cómo se veía abandonado y desesperado. Y ante la ruina de sus ilusiones, Heraclius lloró. El Rector, conmovido, le cogió las manos; se disponía a hablar cuando la voz grave del Decano que gritaba:
     «¡Pero bueno, Rector! ¿Viene ya?» —resonó en el vestíbulo. Entonces éste, abrazando una última vez al desgraciado doctor, le dijo mientras sonreía suavemente, como se suele hacer cuando se consuela a un niño malo: «Vamos, hombre, cálmese, amigo mío, quién sabe, quizás es usted mismo el autor del manuscrito.»
     Y desapareció en la oscuridad de la calle, dejando estupefacto a Heraclius en el umbral.
     El doctor volvió a subir lentamente hasta su gabinete murmurando por momentos para sí: «Quizá sea yo el autor del manuscrito.» Volvió a leer atentamente el modo en que este documento había sido encontrado en cada reaparición de su autor; luego recordó cómo lo había descubierto él mismo. Lo recordó todo de forma clara, neta y manifiesta: el sueño que había precedido a aquel día feliz como un aviso providencial; su emoción al entrar en la callejuela de Vieux Pigeons. Entonces se enderezó, extendió los brazos como un iluminado y gritó con voz estrepitosa: «Soy yo, soy yo.» Un estremecimiento recorrió toda su casa, Pitágoras ladró violentamente, los animales turbados se despertaron de pronto y empezaron a agitarse como si cada uno hubiese querido celebrar en su lenguaje la resurrección del profeta de la metempsicosis. Entonces, preso de una emoción sobrehumana, Heraclius se sentó, abrió esa nueva biblia por la última página, y escribió religiosamente a continuación toda la historia de su vida.

     
     XXV. EGO SUM QUI SUM

     
     A partir de aquel día, un orgullo colosal invadió a Heraclius Gloss. Al igual que el Mesías procede de Dios padre, él procedía directamente de Pitágoras, más aún, era el propio Pitágoras, al haber vivido antaño en el cuerpo del filósofo. De este modo, su genealogía era todo un reto a las familias de los barrios más señoriales. Cubría a todos los grandes hombres de la humanidad con un soberbio desprecio, ya que sus mayores hazañas le parecían ínfimas en comparación con las suyas, y se aislaba en una sublime elevación en medio de los mundos y los animales; él era la metempsicosis y su casa su templo.
     Había prohibido a la criada y al jardinero que mataran a los animales llamados nocivos. Las orugas y los caracoles pululaban en su jardín y, bajo la forma de grandes arañas con patas velludas, quienes antes habían sido seres humanos paseaban su repelente transformación por las paredes de su gabinete; lo que llevaba al abominable Rector a decir que si todos los ex gorrones hubieran transmigrado a su manera, dándose cita en la cabeza del sensible doctor, desde luego se abstendrían de hacer la guerra a aquellos pobres parásitos desclasificados. Sólo una cosa turbaba a Heraclius en su soberbio regocijo, y era el ver que los animales siempre se devoraban entre ellos, que las arañas acechaban el paso de las moscas, que los pájaros se llevaban a las arañas, que los gatos se comían a los pájaros, y que su perro Pitágoras estrangulaba con felicidad a cualquier gato que pasara al alcance de su colmillo.
     Desde por la mañana hasta por la noche se ocupaba del lento y progresivo desarrollo de la metempsicosis en todos los grados de la escala animal. Tenía revelaciones repentinas al ver a los gorriones picotear en los canalones; las hormigas, aquellas eternas y previsoras trabajadoras le producían inmensos enternecimientos; veía en ellas a todos los desocupados e inútiles que, para expiar su ociosidad e indolencia pasadas, estaban condenados a aquella labor obstinada. Permanecía durante horas enteras, con la nariz en la hierba, contemplándolas, y estaba maravillado por su agudeza.
     Luego, como Nabucodonosor, andaba a cuatro patas, se tiraba en el polvo con su perro, vivía con sus animales, se revolcaba con ellos. Para él, el hombre iba desapareciendo poco a poco de la creación, y pronto sólo vio en ella a los animales. Mientras los contemplaba, bien sentía él que era su hermano; ya no conversaba sino con ellos y cuando, por casualidad, se veía obligado a hablar con hombres, se quedaba paralizado, como si estuviera entre extranjeros, y en sus adentros le indignaba la estupidez de sus semejantes.

     
     XXVI. DE LO QUE SE DECÍA ALREDEDOR DEL MOSTRADOR DE LA SEÑORA LABOTTE, FRUTERA, EN EL NÚMERO 26 DE LA CALLE
     DE LA MARAICHERIE

     
     La señorita Victoria, la maravillosa cocinera del Ilustre Decano de la facultad de Balançon, la señorita Gertrudis, la sirvienta del Honorable Rector de la susodicha facultad y la señorita Anastasia, el ama de llaves del Insigne Abad Beaufleury, párroco de Santa Eulalia, tal era el respetable cenáculo que se encontraba reunido un jueves por la mañana alrededor del mostrador de la señora Labotte, frutera, en el 26 de la calle de la Marajcherie.
     Las damas, con la cesta de la compra en el brazo izquierdo, la cabeza cubierta por un gorrito blanco coquetamente colocado sobre el pelo y adornado con encajes y caños cuyos cordones les caían por la espalda, escuchaban con interés a la señorita Anastasia, que les contaba cómo, la mismísima víspera, el Insigne Abad Beaufleury había exorcizado a una pobre mujer poseída por cinco demonios.
     De pronto la señorita Honorina, ama de llaves del doctor Heraclius, entró como un torbellino, se cayó en una silla, sofocada por una violenta emoción, y, cuando vio que todo el mundo estaba suficientemente intrigado, estalló: —No, esto ya es demasiado, que la gente diga lo que quiera, yo no me quedo en esa casa.
     Luego, escondiendo el rostro entre las manos, rompió a sollozar. Al cabo de un minuto prosiguió, algo más calmada: —Al fin y al cabo, no es culpa suya si el pobre hombre está loco.
     —¿Quién? —preguntó la señora Labotte.
     —Pues mi amo, el doctór Heraclius —contestó Honorina.
     —¿Así que es cierto, como decía el Honorable Decano, que su amo ha perdido la cabeza? —preguntó la señorita Victoria.
     —¡Ya lo creo! —exclamó la señorita Anastasia—. El Insigne Cura afirmaba el otro día ante el Eminente Abad Rosencroix que el doctor Heraclius era un verdadero réprobo; que adoraba a los animales, a ejemplo de un tal señor Pitágoras quien, según parece, es un impío tan abominable como Lutero.
     —¿Qué ocurre? —interrumpió la señorita Gertrudis—. ¿Qué le ha pasado? Figúrense —prosiguió Honorina mientras se secaba las lágrimas con una esquina del delantal— que mi pobre amo lleva casi seis meses sintiendo pasión por los animales y me echaría fuera si me viera matar a una mosca, a mí, que llevo casi diez años en su casa. Está bien amar a los animales, pero también es cierto que están hechos para nosotros, mientras que el doctor ya no tiene en cuenta a los hombres, sólo a los animales; cree que fue creado y que nació para servirles, les habla como a personas razonables y parece que oye dentro de ellos una voz que le contesta. En fin, ayer noche, como me había dado cuenta de que los ratones se comían nuestras provisiones, puse una ratonera en el aparador. Esta mañana, al ver que un ratón se había quedado atrapado, llamé al gato, y le iba a dar esa miseria cuando mi amo entró hecho una furia, me arrancó la ratonera de las manos y soltó al animal en medio de mis conservas y, como me enfadaba, he aquí que se dio la vuelta y me trató como no se trataría ni a una trapera.
     Se hizo un gran silencio durante unos segundos, y la señorita Honorina prosiguió: —Al fin y al cabo, no estoy resentida con el pobre hombre; está loco.
     Dos horas más tarde, la historia del ratón del doctor había dado la vuelta a todas las cocinas de Balançon. A mediodía era la anécdota de la comida de los burgueses de la ciudad. A las ocho, el Excelentísimo Alcalde, mientras tomaba café, se la contaba a seis magistrados que habían cenado en su casa, y estos señores, en posturas diversas y graves, le escuchaban con aire pensativo, sin sonreír y asintiendo con la cabeza. A las once, el Prefecto, que organizaba una pequeña fiesta, se preocupaba por ella ante seis maniquíes funcionarios, y cuando le pidió su opinión al Rector que paseaba de grupo en grupo sus maldades su corbata blanca, éste contestó:—Después de todo, Excelentísimo Gobernador, toda esta historia no viene sino a probar esto; si La Fontaine viviera, podría escribir una nueva fábula titulada “El ratón del filósofo”, que acabaría de la siguiente manera:
     «De los dos, el más tonto no es el que lo parece.»

     XXVII. DONDE SE VE QUE EL DOCTOR
     HERACLIUS NO PENSABA EN ABSOLUTO
     COMO AQUEL DELFIN QUE, TRAS HABER
     SACADO DEL AGUA A UN MONO,

      ...Volvió a sumergirlo y fue a buscar
      A algún hombre que salvar.

     Cuando Heraclius salió al día siguiente, notó que todo el mundo le miraba pasar con curiosidad e incluso se daba la vuelta para seguir mirándole. Esta atención de que era objeto primero le extrañó; buscó su causa y pensó que quizá su doctrina se había difundido sin saberlo él y que había llegado el momento en que iba a ser comprendido por sus conciudadanos. Entonces sintió una gran ternura por aquellos burgueses en quienes ya veía a discípulos entusiastas, y se puso a saludar sonriendo a diestro y siniestro como un príncipe en medio de su pueblo. Los cuchicheos que le seguían le parecían un murmullo de alabanzas y rebosaba de alegría mientras iba pensando en la próxima confusión del rector y del decano.
     Llegó así hasta el muelle de la Brille. A unos pasos, un grupo de niños se agitaba y reía tirando piedras al agua mientras unos marineros que fumaban su pipa al sol parecían interesarse por el juego de los muchachos. Heraclius se acercó, y retrocedió repentinamente como quien recibe un gran golpe en el pecho. A diez metros de la orilla, hundiéndose y volviendo a aparecer a ratos, un gatito se ahogaba en el río. El pobre animalito hacía esfuerzos desesperados por alcanzar la orilla, pero cada vez que sacaba la cabeza fuera del agua, una piedra arrojada por alguno de aquellos granujas que se divertían con su agonía le hacía desaparecer de nuevo. Los malvados muchachos competían en habilidad y se animaban unos a otros, y cuando un golpe bien dado alcanzaba al infeliz animal, había en el muelle una explosión de risa y pataleos de alegría. De repente una piedra afilada alcanzó al animal en mitad de la frente y un hilo de sangre apareció entre los pelos blancos. Entonces estalló entre los verdugos un delirio de gritos y aplausos, que de pronto se convirtió en un espantoso pánico. Pálido, temblando de rabia, derribando todo lo que estaba delante de él, golpeando con los pies y los puños, el doctor se había lanzado en medio de esa chiquillería como un lobo en un rebaño de ovejas. El espanto fue tan grande y la huida tan rápida que uno de los niños, loco de terror, se tiró al río y desapareció. Entonces Heraclius se quitó rápidamente la levita, los zapatos y, a su vez, se precipitó al agua. Se le vio nadar vigorosamente unos instantes, coger el gatito en el momento en que desaparecía y volver triunfalmente a la orilla. Luego se sentó en un mojón; secó, besó, acarició al pequeño ser que acababa de arrebatar a la muerte, y envolviéndolo amorosamente en sus brazos como si de un hijo se tratara, sin preocuparse por el niño que dos marineros volvían a traer a tierra, indiferente al tumulto que se hacía detrás de él, se dirigió con grandes pasos a su casa, olvidando en la orilla los zapatos y la levita.

     
     XXVIII

      Lector, esta historia te demostrará cómo,
      Cuando se quiere preservar de golpes a su semejante,
      Cuando se cree que vale más salvar a un gato que a un ser humano,
      De sus vecinos se desata la ira,
      Y cómo todos los caminos pueden llevar a Roma,
      Y la metempsicosis al manicomio.
      (L ‘Étoile  de Balançon)

     
     Dos horas más tarde, una inmensa muchedumbre de gente daba tumultuosos gritos y se apiñaba ante las ventanas del doctor Heraclius Gloss. Pronto una lluvia de piedras rompió los cristales y la multitud estaba a punto de derribar las puertas cuando la gendarmería apareció al final de la calle. Poco a poco volvió la tranquilidad; finalmente la muchedumbre se disipó; pero hasta el día siguiente dos gendarmes se estacionaron delante de la casa del doctor. Éste pasó la noche en medio a una agitación extraordinaria. Achacaba el desenfreno del populacho a las sordas intrigas de los sacerdotes contra él y por la explosión de odio que provoca siempre el advenimiento de una religión nueva entre los sectarios de la antigua. Se exaltaba hasta el martirio y se sentía dispuesto a confesar su fe ante los verdugos. Hizo venir a su gabinete a todos los animales que ese cuarto podía contener, y el sol le vio dormir entre su perro, una cabra y un borrego, y apretando contra su corazón al gatito que había salvado.
     Le despertó un golpe violento contra su puerta, y Honorina hizo pasar a un señor muy serio seguido de dos agentes de la policía. Un poco detrás de ellos se escondía el médico del Gobierno Civil. El señor serio se dio a conocer como comisario de policía e invitó cortésmente a Heraclius a seguirle; éste obedeció muy emocionado. En la puerta esperaba un coche, al que le hicieron subir. Luego, sentado al lado del comisario, frente al médico y uno de los agentes, ya que el otro agente se había colocado en el asiento próximo al del conductor, Heraclius vio que tomaban la calle deJuifs, seguían por la plaza del Ayuntamiento, el bulevar de la Pucelle y que finalmente se paraban delante de un gran edificio de aspecto sombrío en cuya puerta estaban escritas estas palabras: «Manicomio». Tuvo de pronto la revelación de la trampa terrible en la que había caído; entendió la espantosa habilidad de sus enemigos, y reuniendo todas sus fuerzas, intentó precipitarse a la calle; dos fuertes manos le hicieron volver a caer en su sitio. Entonces tuvo lugar una lucha terrible entre él y los tres hombres que le guardaban; forcejeaba, se retorcía, pegaba, mordía, gritaba de rabia; finalmente se sintió derribado, atado sólidamente y llevado a la funesta casa cuya gran puerta se volvió a cerrar tras él con un ruido siniestro.
     Entonces le introdujeron en una estrecha celda con un aspecto singular. La chimenea, la ventana y el espejo estaban sólidamente enrejados; la cama y la única silla fuertemente atadas con cadenas de hierro al entarimado. No había ningún mueble que pudiera ser levantado y manejado por el habitante de esa prisión. Los acontecimientos demostraron, por lo demás, que tales precauciones no eran superfluas. Apenas se vio en esa morada completamente nueva para él, el doctor cedió a la rabia que le sofocaba. Intentó destrozar los muebles, arrancar las rejas y romper los cristales. Al ver que no podía conseguirlo se revolcó en el suelo, dando alaridos tan espantosos que dos hombres vestidos con blusas y una especie de gorra de uniforme en la cabeza entraron de repente seguidos por un hombre alto y calvo y enteramente vestido de negro. A una señal de este personaje, los dos hombres se abalanzaron sobre Heraclius y le pusieron la camisa de fuerza en un instante; luego miraron al señor de negro. Éste consideró un rato al doctor, y dándose la vuelta hacia sus acólitos, dijo: «A la sala de las duchas». Entonces llevaron a Heraclius a una gran sala fría en medio de la cual había una piscina sin agua. Le desnudaron mientras seguía gritando y le depositaron en esa bañera; y antes de que tuviera tiempo de reconocerse, fue absolutamente sofocado por la avalancha de agua fría más horrible que haya caído jamás sobre los hombros de un ser humano, incluso en las regiones más boreales. Heraclius se calló de súbito. El señor de negro seguía estudiándole; le tomó el pulso gravemente y dijo: «Otra más.» Una segunda ducha se desplomó del techo y el doctor se derrumbó tiritando, estrangulado y sofocado en el fondo de la bañera helada. Después le sacaron de allí; le envolvieron en mantas muy calientes y le acostaron en la cama de su celda, donde durmió treinta y cinco horas con un sueño profundo.
     Se despertó al día siguiente, el pulso tranquilo y la cabeza despejada. Reflexionó unos instantes sobre su situación y se puso a leer su manuscrito, que había tomado la precaución de llevar con él. El señor de negro llegó pronto. Trajeron una mesa ya servida y almorzaron a solas. El doctor, que no había olvidado el baño del día anterior, se mostró muy tranquilo y muy cortés; sin decir una palabra del asunto que podía haberle hecho merecer tal desventura, habló mucho tiempo de la manera más interesante e intentó demostrar a su anfitrión que estaba tan sano de espíritu como los siete sabios de Grecia.
     Al despedirse, el señor de negro le propuso a Heraclius ir a dar una vuelta por el jardín del establecimiento. Era un gran patio cuadrado poblado de árboles. Paseaban en él alrededor de cincuenta individuos; unos riendo, gritando y perorando, otros graves y melancólicos.
     El doctor reparó primero en un hombre de gran estatura, larga barba y largos pelos blancos, que andaba solo, con la frente inclinada. Sin que supiera por qué, el destino de aquel hombre le interesó, y, en el mismo momento, el desconocido, levantando la cabeza, miró fijamente a Heraclius. Después fueron el uno hacia el otro y se saludaron ceremoniosamente. Entonces entablaron conversación. El doctor se enteró de que su compañero se llamaba Dagobert Félorme y que era profesor de idiomas en el colegio de Balançon. No notó nada perturbado en el cerebro de aquel hombre y se preguntaba qué le podía haber traído a semejante lugar, cuando el otro, parándose de repente, le tomó la mano y, apretándola fuertemente, le preguntó en voz baja: «¿Cree usted en la metempsicosis?» El doctor titubeó, balbuceó; sus miradas se encontraron y durante unos segundos los dos permanecieron de pie contemplándose. Finalmente la emoción venció a Heraclius, unas lágrimas brotaron de sus ojos, abrió los brazos y se abrazaron. Entonces empezaron las confidencias y pronto comprobaron que estaban iluminados por la misma luz, impregnados de la misma doctrina. No había punto alguno en el que sus ideas no coincidieran. Pero a medida que el doctor constataba esa sorprendente similitud de pensamientos, se sentía invadido por un malestar singular; le parecía que cuanto más crecía el desconocido a sus ojos, más disminuía él mismo en su propio aprecio. Los celos le herían el corazón.
     De pronto, el otro exclamó: —La metempsicosis soy yo; soy yo quien ha descubierto la ley de las evoluciones de las almas, soy yo quien ha sondeado los destinos de los hombres. Soy yo quien fue Pitágoras.
     El doctor se detuvo de repente, más pálido que una mortaja. —Perdone —dijo—, Pitágoras soy yo. —Y se miraron de nuevo.
     El hombre siguió: —He sido, sucesivamente, filósofo, arquitecto, soldado, labrador, monje, geómetra, médico, poeta y marinero.
     —Yo también —dijo Heraclius.
     —¡He escrito la historia de mi vida en latín, en griego, en alemán, en italiano, en español y en francés! —gritaba el desconocido.
     Heraclius replicó: —Yo también.
     Se detuvieron ambos y sus miradas se cruzaron, agudas como puntas de espada.
     —En el año 184 —vociferó el otro- vivía en Roma y era filósofo.
     Entonces el doctor, más tembloroso que una hoja bajo un viento de tormenta, sacó de su bolsillo su precioso documento y lo blandió como un arma en las narices de su adversario. Éste último dio un salto hacia atrás.
     —¡Mi manuscrito! —gritó; y extendió el brazo para cogerlo.
     —¡Es mio! —berreó Heradius, y, con sorprendente velocidad, alzando por encima de la cabeza el objeto contestado, se lo cambiaba de mano detrás de la espalda y le hacía hacer mil evoluciones a cual más extraordinaria para librarlo de la persecución desenfrenada de su rival.
     A este último le rechinaban los dientes, pataleaba y mugía: «¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!» Al final, con un movimiento tan rápido como hábil, logró agarrar por una punta el papel del que Heraclius intentaba privarle. Durante unos segundos cada uno tiró de su lado con ira y vigor semejantes, y, como ni uno ni otro cedían, el manuscrito que les servía de punto de enlace físico acabó la lucha tan sabiamente como lo podría haber hecho el difunto rey Salomón, al separarse él mismo en dos partes iguales, lo que permitió a los beligerantes ir a sentarse rápidamente a diez pasos el uno del otro, mientras cada cual seguía apretando su mitad de victoria entre sus manos crispadas.
     No se volvieron a levantar, sino que se examinaron de nuevo como dos potencias rivales que, tras haber medido sus fuerzas, vacilan en volver a llegar a las manos.
     Dagobert Félorme fue el primero en reanudar las hostilidades. —La prueba de que soy el autor del manuscrito —dijo- es que lo conocía antes que usted.
     Heraclius no contestó.
     El otro prosiguió: —La prueba de que soy el autor del manuscrito es que podría recitárselo de cabo a rabo en los siete idiomas que han servido para escribirlo.
     Heraclius no contestó. Meditaba profundamente. Una revolución estaba teniendo lugar dentro de él. No cabía duda, la victoria le correspondía a su rival; pero ese autor a quien había llamado con todas sus fuerzas le indignaba ahora como un falso dios. Resultaba que, al no ser él mismo más que un dios desposeído, se rebelaba contra la divinidad. Mientras no creyó ser el autor del manuscrito, había deseado vehementemente verlo; pero a partir del día en que había llegado a pensar: «Soy yo quien ha hecho eso, la metempsicosis, soy yo», ya no podía consentir que alguien tomara su lugar. Del mismo modo que esa gente que quema su casa antes que verla habitada por otro, desde el momento en que un desconocido subía al altar que se había elevado, quemaba el templo y el Dios, quemaba la metempsicosis. Por eso, tras un largo silencio, dijo con una voz lenta y grave: «Está usted.» Al oír esa palabra, su adversario le acometió como un poseso y una nueva lucha más terrible que la primera habría tenido lugar, si no hubiesen acudido los guardias reintegrando a esos dos renovadores de las guerras religiosas a sus respectivos domicilios.
     Durante casi un mes el doctor no salió de su habitación; se pasaba los días solo, la cabeza entre las manos, profundamente ensimismado. El Ilustre Decano y el Honorable Rector iban a verle de vez en cuando y, delicadamente, mediante comparaciones hábiles y alusiones delicadas, secundaban la labor que se iba haciendo en su espíritu. Así, le informaron de cómo un tal Dagobert Félorme, profesor de idiomas en el colegio de Balançon, se había vuelto loco al escribir un tratado filosófico sobre la doctrina de Pitágoras, Aristóteles y Platón, tratado que se imaginaba haber empezado en la era del emperador Cómodo.
     Finalmente, un buen día, una mañana muy soleada, el doctor, que había vuelto a ser él mismo, el Heraclíus de los buenos tiempos, estrechó vivamente la mano de sus dos amigos y les anunció que había renunciado para siempre a la metempsicosis, a sus explicaciones animales y a sus transmigraciones, y que entonaba el mea culpa y reconocía su error.
     Ocho días más tarde las puertas del sanatorio se abrían ante él.

     
     XXIX DE CÓMO NOS LIBRAMOS A VECES
     DE CARIBDIS Y CAEMOS EN ESCILA

     
     Al abandonar la casa fatal, el doctor se detuvo un momento en el umbral y respiró a pleno pulmón el aire enorme de la libertad. Luego, volviendo a tomar su paso alegre de antaño, se encaminó hacia su casa. Llevaba andando cinco minutos cuando un muchacho que lo vio emitió un largo silbido, al que contestó en seguida un silbido semejante desde una calle vecina. Un segundo pilluelo llegó corriendo inmediatamente, y el primero, señalando a Heraclius a su compañero, gritó con todas sus fuerzas: «¡Que el tío de los animales ha salido de la casa de locos!» Y ambos, pisándole los talones al doctor, se pusieron a imitar todos los gritos de animales conocidos con un talento notable. Otra docena de bribonzuelos se unieron pronto a los primeros y le formaron al extransmigrador una escolta tan ruidosa como desagradable. Uno de ellos andaba diez pasos delante del doctor y llevaba a guisa de bandera un palo de escoba en cuya punta había atado una piel de conejo encontrada seguramente junto a cualquier mojón; otros tres venían inmediatamente detrás, simulando redobles de tambor, y luego aparecía el doctor espantado que, ceñido en su gran levita, el sombrero caído sobre los ojos, parecía un general en medio de su ejército. Detrás de él la cuadrilla de los granujas corría, brincaba, saltaba sobre las manos, piando, bramando, ladrando, maullando, relinchando, mugiendo, gritando quiquiriquí, e imaginando otras mil cosas alegres para mayor divertimiento de los burgueses asomados a sus puertas. Heraclius, enloquecido, iba apresurando cada vez más el paso. De pronto un perro que merodeaba llegó a pasarle entre las piernas. Una oleada de ira le subió al doctor al cerebro y le propinó una patada tan terrible al pobre animal que en otros tiempos hubiera recogido, que éste huyó aullando de dolor. Una espantosa aclamación estalló alrededor de Heraclius que, perdiendo la cabeza, echó a correr con todas sus fuerzas, siempre perseguido por su infernal comitiva.
     La cuadrilla pasó como un torbellino por las principales calles de la ciudad y fue a romperse contra la casa del doctor; éste, viendo la puerta entreabierta, se precipitó y la cerró tras él, y siempre corriendo subió a su gabinete, donde fue recibido por su mono que se puso a sacarle la lengua en señal de bienvenida. Al verlo, el doctor retrocedió como si un espectro se hubiera alzado ante él. Su mono era el recuerdo vivo de todas sus desgracias, una de las causas de su locura, de las humillaciones y de los ultrajes que acababa de padecer. Cogió una escalera de roble que se encontraba al alcance de su mano y, de un solo golpe le partió la cabeza al miserable cuadrumano, que se desplomó inerte a los pies de su asesino. Luego, aliviado por esa ejecución, el doctor se dejó caer en un sillón y se desabrochó la levita.
     Honorina apareció entonces y estuvo a punto de desmayarse de alegría al ver a Heraclius. En su alborozo, se tiró al cuello de su amo y lo besó en las mejillas, olvidando así la distancia que separa, a los ojos del mundo, al amo de la criada; según decían, fue el doctor quien en otros tiempos le había dado ejemplo de ello.
     Mientras tanto, la cuadrilla de bribonzuelos, que no se había disuelto, seguía montando delante de la puerta un guirigay tan terrible que Heraclius, impaciente, bajó a su jardín.
     Le sorprendió un espectáculo horrible.
     Honorina, que amaba verdaderamente a su amo aunque lamentara su locura, había querido depararle una agradable sorpresa cuando volviera a casa. Por ello había cuidado como una madre de la existencia de todos los animales anteriormente reunidos en ese lugar, de manera que, gracias a la fecundidad común a todas las razas de animales, el jardín presentaba entonces un espectáculo semejante al que debía de tener, cuando las aguas del Diluvio se retiraron, el interior del Arca donde Noé reunió a todas las especies vivientes. Era un montón confuso, una pululación de animales, bajo los que desaparecían árboles, macizos, hierba y tierra. Las ramas se doblaban bajo el peso de regimientos de pájaros, mientras que abajo perros, gatos, cabras, ovejas, gallinas, patos y pavos se revolcaban en el polvo. El aire estaba lleno de clamores diversos, absolutamente semejantes a los que emitía la prole alborotada al otro lado de la casa.
     Ante tal espectáculo, Heraclius no se contuvo más. Se precipitó sobre una pala olvidada contra la pared y, como los famosos guerreros cuyas hazañas cuenta Homero, saltando unas veces hacia delante, otras hacia detrás, golpeando a diestro y siniestro, preso de la rabia, con espuma en los dientes, hizo una espantosa masacre de todos sus inofensivos amigos. Las gallinas espantadas volaban por encima de las paredes, los gatos trepaban por los árboles. Ninguno obtuvo su indulto; reinaba una confusión indescriptible. Luego, cuando la tierra estuvo tapizada con cadáveres, se cayó finalmente de cansancio y, como un general victorioso, se durmió en el campo de la carnicería.
     Al día siguiente, al haberle desaparecido la fiebre, quiso dar una vuelta por la ciudad. Pero apenas había pasado el umbral de su puerta cuando unos muchachos emboscados en la esquina de las calles le persiguieron de nuevo gritando: «¡Hu, hu, hu, el hombre de los animales, el amigo de los animales!» Y volvieron a pegar los gritos del día anterior con innumerables variaciones.
     El doctor volvió a su casa precipitadamente. La furia le sofocaba, y, como no podía tomarla con los hombres, juró un odio inextinguible y una guerra encarnizada a todas las razas de animales. Desde entonces sólo tuvo un deseo, una meta, una preocupación constante: matar animales. Los acechaba de sol a sol, tendía redes en su jardín para atrapar pájaros, ponía trampas en los canalones para estrangular a los gatos de la vecindad. Su puerta siempre entreabierta ofrecía carnes apetitosas al deseo de los perros que pasaban, y se cerraba bruscamente en cuanto una víctima imprudente cedía a la tentación. Pronto fueron cayendo las denuncias contra él de todos lados. El comisario de policía fue varias veces en persona a conminarle al cese de esta guerra encarnizada. Le acribillaron con juicios; pero nada detuvo su venganza. Finalmente la indignación fue general. Un segundo motín estalló en la ciudad, y sin duda, habría sido despedazado por la multitud si no hubiera terciado la fuerza armada. Todos los médicos de Balançon fueron convocados en el Gobierno Civil y declararon unánimemente que el doctor Heraclius Gloss estaba loco. Por segunda vez volvió a atravesar la ciudad entre dos agentes de policía y vio cerrarse tras él la pesada puerta de la casa sobre la que estaba escrito: «Manicomio».

     XXX DONDE RESULTA QUE EL PROVERBIO
     «CUANTOS MÁS LOCOS HAYA, MÁS NOS
     REIREMOS» NO SIEMPRE ES DEL TODO VERDAD

     
     Bajó al día siguiente al patio del establecimiento, y la primera persona que vieron sus ojos fue al autor del manuscrito de metempsicosis. Ambos enemigos caminaron uno hacia otro midiéndose con la mirada. Se formó un círculo a su alrededor. Dagobert Félorme exclamó: «Éste es el hombre que ha querido robarme la obra de mi vida, robarme la gloria de mi descubrimiento.» Un murmullo recorrió la muchedumbre. Heraclius contestó: «Éste es el que pretende que los animales son hombres y que los hombres son animales.» Luego ambos se pusieron a hablar a la vez, se fueron excitando poco a poco, y, como la primera vez, pronto llegaron a las manos. Los espectadores les separaron.
     A partir de aquél día, cada uno se dedicó a crearse sectarios con una tenacidad y una perseverancia maravillosas, y, en poco tiempo, la colonia entera estaba dividida en dos partidos rivales, entusiastas, ensañados, y tan irreconciliables que alguien de la metempsicosis no podía cruzarse con uno de sus adversarios sin que se entablara una pelea terrible. Para evitar sangrientos encuentros, el director se vio obligado a asignar horas de paseo reservadas a cada facción, ya que nunca un odio más tenaz había animado a dos sectas rivales desde la famosa querella de los Güelfos y los Gibelinos. Por lo demás, gracias a esta prudente medida, los jefes de los clanes enemigos vivieron felices, amados, escuchados por sus discípulos, obedecidos y venerados.
     A veces, durante la noche, el aullido de un perro que merodea cera de los muros del sanatorio hace que Heraclius y Dagobert se estremezcan en sus camas: es el fiel Pitágoras que, tras haber escapado de milagro a la venganza de su amo, le ha seguido el rastro hasta el umbral de su nueva morada e intenta que le abran las puertas de esa casa donde sólo tienen derecho a entrar los hombres.