EL DONCEL DE LA SEÑORA HUSSON

   
    Acabábamos de pasar por la estación de Gisors, donde me había despertado al oír  vocear a un mozo de la línea el nombre del pueblo, y me preparaba nuevamente a dormirme, cuando una violenta sacudida me lanzó sobre una señora gorda sentada frente a mí.
    Se había roto una rueda de la máquina; el ténder y el furgón de equipajes, descarrilados también, se volcaron junto a la coja, que gemía, rugía, silbaba, resoplaba, escupía, semejante a esos caballos caídos en la calle, de un resbalón, cuyo pecho palpita, cuyas narices roncan y cuyo cuerpo retiembla estremecido, sin que sean capaces del menor esfuerzo para levantarse y seguir su carrera.
    No hubo muertos ni heridos; algunos contusos nada más, porque no había tomado el tren mucha velocidad todavía.
    Y todos mirábamos a la bestia de hierro, lisiada, que no podría conducirnos y que nos cerraba el paso. Era preciso esperar a que un tren de socorro saliera de Paris a recogernos.
    Me decidí a ir al pueblo para entretenerme almorzando.
    Andando por la vía, pensaba yo: «Gisors, Gisors... Yo debo de conocer a alguien aquí. Gisors... Me suena... ¿Qué amigo mío vive Gisors?» De pronto saltó en mi memoria un nombre: ¡Alberto Marambot! Un antiguo compañero de colegio, al que no había visto en doce años y que era médico en Gisors. Muchas veces me había escrito invitándome y siempre le había contestado prometiendo hacerle una visita. Llegaba la ocasión forzosa de cumplir mi ofrecimiento.
    Pregunté a un transeúnte:
    —¿Sabe usted dónde vive el doctor Marambot?
    Y me contestó inmediatamente:
    Calle de la Delfina.
    Vi en una puerta, grabado sobre una plancha de metal amarillo, el nombre de mi camarada. Llamé; y la criada—una moza de cabellos rubios y movimientos perezosos—me dijo con expresión estúpida:
    —No está en casa; no está.
    Oyendo un rumor de platos, copas y tenedor, grité:
    —¡Marambot! Eh! iMarambot! Se abrió una puerta y se asomó un hombre gordo, con patillas, displicente, llevando en la mano la servilleta.
    No le hubiera reconocido. Parecía tener por lo menos cuarenta y cinco años; en un segundo imaginé la pesada vida en provincias, que abruma y envejece. De pronto, mientras le tendía la mano, comprendí cuáles eran sus costumbres, su filosofía y sus opiniones acerca de las cosas del mundo. Adiviné las reposadas comidas que abultaron su vientre, las somnolencias durante una digestión regadas con buen coñac, las indiferentes preguntas que hacia a sus enfermos, pensando en el pollo asado que le aguardaba en la mesa. Sus discursos acerca de 1a cocina, de la sidra, del aguardiente, acerca del modo mejor de condimentar ciertos manjares, de preparar ciertas salsas; todo lo comprendí; todo lo revelaban sus mejillas, lustrosas y coloradas, la inmovilidad de sus carnosos labios y el brillo melancólico de su mirada.
    Le dije:
    —¿No me recuerdas ya? Soy Raúl Aubertin.
    Abrió los brazos, y poco falto para que me ahogara. En seguida me preguntó:
    .—¿No habrás almorzado?
    —No
    —¡Me alegro! Acababa de sentarme a la mesa y de partir una magnífica trucha.
    A los cinco minutos almorzábamos admirablemente.
    Le pregunté:
    —¿No te has casado?
    —¡Jamás!
    —¿Y te diviertes aquí?
    —No me aburro. Trabajo, estoy entretenido. Hago mis visitas, discuto con las gentes, como bien, tengo buena salud, río y cazo.
    —¿No es demasiado monótona la vida de pueblo?
    —No, sabiendo emplearla. En un pueblo se vive como en una capital. Ocurren menos cosas, no hay tantas distracciones, pero a todo se le da más importancia; lass relaciones son menos numerosas, pero más frecuentes. Cuando se conocen todas las ventanas de una calle de pueblo, cada ventana intriga más que una calle entera de París. Es muy divertido un pueblo; es muy divertido. Este, Gisors, lo conozco de punta a punta, en sus menores detalles, desde su origen hasta nuestros días. No puedes imaginarte qué curiosa historia tiene.
    —¿Eres de Gisors?
    —No. Soy de Gournay, otro pueblo próximo. Son irreconciliables enemigos. Imagina entre Gournay y Gisors un paralelo semejante al que pudieras establecer entre Lúculo y Cicerón. Aquí la gloria se antepone a todo: «Los soberbios de Gisors»; en Gournay lo primero es el vientre: «Los tragones de Gournay»; Gisors desprecia a Gournay, pero Gournay se burla de Gisors. Es muy cómica esta tierra.
    Comíamos algo verdaderamente sabroso y exquisito; huevos envueltos en gelatina y un picadillo de carne, aromatizado con hierbas y ligeramente bañado con su propio jugo.
    Exclamé, relamiéndome, para satisfacer a Marambot:
    —¡Está muy rico esto! —
    Sonrió y dijo:
    —Dos cosas hacen falta para este plato: buena gelatina y buenísimos huevos. ¡Ah! Es tan difícil encontrar huevos con la yema rojiza y el sabor característico... Yo tengo dos gallineros: uno para la recolección de huevos y otro para la cría de los pollos. A las gallinas ponedoras las alimento de una manera especial. Tengo una teoría. En el huevo, como en las carnes de ave, de vaca o de cordero, como en la leche, como en todo, se debe percibir el perfume, la quinta esencia de los alimentos que cebaron al animal. ¡Cuánto mejor comeríamos si preocuparan tales cosas!
    Reí, diciéndole:
    —¿Te gusta comer bien? ¿Eres gastrónomo?
    —¡Diablo! ¿Es posible que haya imbéciles que no se preocupen de comer bien? Se es gastrónomo, como se es artista, como se es erudito, como se es poeta. El paladar, amigo mío, es un órgano delicado, susceptible de perfeccionamiento y tan importante como el oído y la vista. No tener paladar es vivir privado de una facultad esencialisima, de la facultad de distinguir la clase de los alimentos, como se puede ser negado para apreciar las cualidades de un libro o de una obra de arte; no tener paladar es verse privado de un sentido principal, de una superioridad humana; es pertenecer a una de las infinitas clases de enfermos, de infelices y de tontos de que se compone nuestra raza; es tener un sentido estúpido, como se tiene a veces estúpida el alma. Un hombre que no diferencia, por el gusto, una langosta de un langostón, un arenque, ese pescado admirable que tiene todos los sabores, todos los aromas del mar, de una sarda o de una pescadilla; una pera de don Guindo de una pera de agua, es comparable al que no distinguiese a Balzac de Eugenio Sue, o una sinfonía de Beethoven de un paso doble compuesto por un músico de regimiento, y el Apolo de Belvedere de la estatua del general Blaumont.
    —¿Quién es el general Blaumont?
    —¡Ah! Tú no sabes eso... ¡Claro! No conoces las celebridades de Gisors. Te dije ya que llamaban a los vecinos del pueblo «los soberbios de Gisors», y te aseguro que no hallé nunca un mote mejor apropiado. Pero almorcemos tranquilamente y después te hablaré de todo, recorriendo las calles.
    De cuando en cuando cesaba de hablar para beben lentamente un vasito de vino, que miraba y cogía con verdadero amor.
    La servilleta, prendida al cuello, anudada sobre el cogote; los pómulos encendidos, los ojos excitados, las patillas abiertas, la boca infatigable, mascando... Era curioso verle.
    Me hizo comer excesivamente. Luego, cuando quise volver a la estación, me cogió de un brazo y me llevó por las calles, que ofrecían un bonito aspecto provincial. El castillo, desde una colina, dominaba la población; es el más curioso monumento de arquitectura militar del siglo VII que habrá en Francia. Desde lo alto del castillo se descubren los verdes valles donde las vacas de Nonrmandía pacen tranquilamente.
    El doctor decía:
    —Gisors, pueblo de cuatro mil habitantes, en los confines del Eure, mencionado ya en los Comentarios de Julio César: Caesaris ostium; luego, Caesartium, Coesortium, Gisortium, Gisors. Ya te llevaré a visitar el campamento del ejército romano, cuyas huellas aún son bastante visibles.
    Riendo respondí:
    —Amigo, tú padeces una enfermedad que deberías conocer, y que se llama «apasionamiento de campanario».
    Se detuvo en seco:
    —«Apasionamiento de campanario» no es otra cosa que patriotismo natural. Tengo amor a mi casa y a mi pueblo; por extensión, a toda la provincia, que se parece a mi pueblo. Pero si me preocupan las fronteras, si las defiendo, si me disgusto cuando el enemigo las pisa es porque la frontera que desconozco abre un camino hacia mi provincia y deja en riesgo mi casa. Por esto soy vivo, normando, un entusiasta normando; y, a pesar de los rencores que despiertan los alemanes, yo no los odio, no los odio como a los ingleses, los verdaderos, los constantes enemigos de los normandos; porque los ingleses pisaron este suelo, saqueándolo, arrasándolo varias veces, y el odio .a los ingleses me fue transmitido por herencia, con la vida... La estatua del general.
    —¿Qué general?
    —El general Blaumont. Necesitábamos una estatua. Por algo somos «los soberbios de Gisors». Y descubrimos al general Blaumont.  Mira el escaparate de la librería.
    Me arrastró hasta el cristal y vi una docena de folletos, de cubiertas rojas o azules, todas llamativas.
    Leyendo los títulos, no pude contener la risa: Gisors, sus orígenes y su porvenir, por X, miembro de varias sociedades; Historia de Gisors, por el canónigo A; Gisors, desde los tiempos de Julio César hasta nuestros días, por B., propietario; Gisors y su campiña, por el doctor C. D.,; Glorias de Gisors, por Un curioso...
    —Amigo mío—dijo Marambot—, no transcurre un solo año sin que aparezca una nueva historia de Gisors. Ya tenemos veintitrés.
    —¿Y las notabilidades De Gisors?—pregunté.
    —¡Oh! No voy a nombrarlos a todos; pasaremos revista nada más que a los principales. Desde luego el general Blaumont; el barón Davilliers, famoso cerámico, descubridor de magnificas lozas árabes en sus excavaciones realizadas en España y en las Baleares; tenemos también un periodista muy notable, Carlos Braine, muerto ya, y otro vivo y muy vivo, el director del Noticiero de Ruán, Lapierre... Además, otros muchos, muchos...
    Avanzábamos por una larga calle, algo pendiente, bañada por el sol de junio, que había obligado a, todos los vecinos a recogerse en sus casas. De pronto, en la última esquina, un hombre apareció: era un borracho que se tambaleaba.
    Con la cabeza inclinada, los brazos caídos, las piernas flojas, avanzaba por embestidas de tres, de seis o de diez pasos rápidos e inseguros. Cuando se veía en medio de la calle, sin punto de apoyo, dudaba entre abandonarse y caer o llegar a la pared con otro esfuerzo más; luego, bruscamente, salía en una dirección cualquiera, hasta tropezar con una casa, a la cual se agarraba, como si quisiera penetrar a través del muro. Con la boca entreabierta, con los ojos medio cerrados, miraba hacia atrás, y dando traspiés avanzaba de nuevo.
    Un perrito amarillento, un miserable gozquecillo le seguía de cerca, ladrándole, deteniéndose cuando él se detenía y andando cuando él andaba.
    —¡Caramba!—dijo Marambot—. Ahí tienes al doncel de la señora Husson. Sorprendido, pregunté:
    —¿Por qué llamas «doncel» a ese hombre?
    —Así llamamos a los borrachos. Es una historia que se repite ya como leyenda, pero que ocurrió seguramente.
    —¿Y tiene gracia?
    —Mucha gracia.
    —Pues cuéntame.
    —Con mucho gusto. Había en son este pueblo una señora vieja, muy virtuosa y protectora de la virtud, que se llamaba la señora Husson. No invento los nombres; te los digo tal y como se llamaban los personajes. La señora Husson empleaba su vida en obras piadosas: alentar a los desvalidos y socorrer a los necesitados. Bajita, andando a pasos menudos, adornada con una peluca de seda negra, ceremoniosa, pulcra y en muy buenas relaciones con todos los santos del cielo, representados en nuestra iglesia por el párroco Malou, sentía horror profundo, inveterado, hacia los vicios, y, sobre todo, hacia el que la religión llama lujuria. Los embarazos de las solteras la exasperaban hasta sacarla de sus casillas, haciéndola perder su dulzura de carácter.
    Como en aquella época se daban «premios a la virtud» en los alrededores de Paris, se le ocurrió, a la señora Husson abrir un concurso de virtudes en Gisors.
    Comunicó su proyecto al párroco, y éste hizo una lista de las mozas que podrían optar al premio.
    Pero la señora Husson tenía una criada vieja, una criada más irascible que la señora en ciertos asuntos, y en cuanto el cura hubo apuntado todos los nombres, la beata llamó a la sirviente, diciendo:
    —Mira, Francisca; éstas son las mozas que me propone para el premio de virtud el señor párroco. Entérate de lo que se murmura de todas ellas.
    Francisca empezó a investigar. Recogía todas las murmuraciones, todos los chismes, todas sospechas, y para que no se le olvidase nada, escribía en su libro de cuentas cuanto averiguaba; diariamente la señora Husson leía poniéndose las gafas:
    Pan 20 céntimos
     Leche 10 céntimos
     Manteca 40 céntimos                  
    Malvina Lavesque la corrió el año pasado con su primo.
     Una pierna de carnero 2,25 francos
     Sal gorda 5 céntimos
    Rosalía Batinel fue sorprendida en el bosque Ribondet con Cesáreo Plienoir, por la zurcidora Enésima, el 20 de julio al anochecer.
     Rabanillos 5 céntimos
     Vinagre 10 céntimos
     Sal molida 10 céntimos
    De Josefina Durdenat no se sabe de seguro que haya faltado; a pesar de sus relaciones con el hijo de Oportuno, que sirve en Ruán, y que le mandó una cofia por la diligencia.

    Ni una sola salía intacta de semejante y escrupulosa investigación. Francisca interrogaba sin cesar a todo el mundo, a los vecinos, a los tenderos, a las vendedoras, al maestro, a las hermanitas de los pobres; y en todas partes recogía los más pequeños rumores.
    Como no hay una muchacha en el universo de la cual no hayan murmurado las comadres, no se halló en la comarca ninguna libre de la maledicencia.
    Y la señora Husson quería, para otorgar su premio de virtud, una doncella de la cual ni una vez se hubiese dudado. Las referencias de su criada la sobrecogían.
    Ensanchó el círculo de sus operaciones, admitiendo a concurso mozas de otros lugares lejanos; y con todas ocurrió lo mismo.
    Consultó al alcalde, pero sus recomendadas tampoco resistieron la información de Francisca; ni fueron más afortunadas las propuestas por el doctor Barberol, a pesar de sus garantías fundadas en reconocimientos científicos.
    Pero una mañana, volviendo de la compra, dijo Francisca:
    —Señora, si quiere usted dar un premio de virtud, será preciso dárselo a Isidoro; no hay otra persona que lo merezca.
    La señora Husson quedó pensativa.
    Conocía bien a Isidoro, el hijo de Virginia, la frutera. Su castidad proverbial era uno de los encantos de Gisors, y servia de agradable tema de conversación a mucha gente y de entretenimiento a las muchachas, que se divertían provocándole. A los veinte años cumplidos, alto, desgalichado, perezoso y cobarde, ayudaba a su madre en el comercio y pasaba los días escogiendo las frutas y limpiando las hortalizas sentado a la puerta.
    Las mujeres le inspiraban tal temor, que bajaba los ojos en cuanto una parroquiana le sonreía, y esta exagerada timidez le hizo juguete de todos los guasones de la comarca.
    Las palabras atrevidas, las alusiones picarescas, los chistes verdes le hacían subir tan pronto los colores a la cara, que el doctor Barberol llamaba a Isidoro el termómetro del pudor.
    ¿Tenía o no tenía malicia?—tal fue la preocupación de las gentes—. ¿Era el presentimiento de misterios ignorados y vergonzosos o la indignación producida por los viles contactos del amor, lo que ruborizaba tan fácilmente al hijo de Virginia? Los pilluelos pasaban frente a la frutería para gritar obscenidades que le hicieran bajar los ojos, y las mozas le decían al oído, riendo, palabras atrevidas, que le obligaban a retirarse de la tienda. Las más valientes le hacían proposiciones, le daban citas, brindándole todos los goces.
    La señora Husson reflexionaba el asunto.
    Ciertamente, Isidoro era un caso de virtud excepcional, notoria, evidente, incorruptible. Nadie, ni el más incrédulo ni el más escéptico, nadie se hubiera permitido suponer a Isidoro reo de la más pequeña infracción contra las leyes de la moral. Nadie le vio nunca en el café, ni se supo que anduviera de noche por las calles. Se acostaba a las ocho y se levantaba a las cuatro. Era una perfección, una perla.
    Sin embargo, la señora Husson dudaba. La idea de otorgar el premio de virtud a un hombre no la satisfacía por completo y resolvió consultar con el párroco.
    El padre Malou satisfizo su ansiedad con estas reflexiones:
    —¿Qué desea usted recompensar, señora? ¿La virtud, solamente la virtud? Pues ¿a qué pararse a discurrir si la virtud es masculina o femenina? La virtud es eterna, inmutable; no tiene patria ni sexo: es la virtud.
    Animada, la señora Husson fue a ver al alcalde, al cual todo le pareció razonable.
    —Haremos una hermosa ceremonia—dijo—. Ya para otro año, si encontramos una moza tan digna como Isidoro, premiaremos la virtud femenil. Además, con esta resolución damos un ejemplo; no somos parciales ni exclusivistas: reconocemos todos los méritos.
    Cuando se lo participaron a Isidoro se ruborizó como nunca, pero trasluciendo alegría en su semblante.
    La fiesta quedó acordada para el quince de agosto, día de la Virgen y del emperador Napoleón.
    El Municipio había decidido celebrar con pompa el suceso y dispuso el estrado en una prolongación de las fortificaciones del viejo castillo, adonde luego subiremos.
    Por una muy explicable reacción del espíritu público, la virtud de Isidoro, que fue motivo de mofa durante algún tiempo, lo fue de admiración respetuosa en cuanto se dijo que le valdría quinientos francos, una cartilla en la Caja de Ahorros y las atenciones de los principales. Las mozas se arrepentían de sus ligerezas, de sus burlas, de sus libertades pasadas, y el buen Isidoro, aunque siempre modesto y tímido, mostraba cierta desenvoltura reveladora de su íntima satisfacción.
    Desde la víspera de la fiesta, la calle de la Delfina estaba ya engalanada con gallardetes y colgaduras. ¡Ah! No te dije por qué razón se llamó aquélla calle de la Delfina.
    Parece ser que la delfina. una delfina, ignoro cuál, visitando a Gísors había sido retenida tantas horas por las autoridades ansiosas de mostrárselo todo, que a mitad de su paseo triunfal detuvo el cortejo frente a una casa de la dicha calle y exclamó: «¡Qué bonita vivienda! ¡Me gustaría visitarla! ¿De quién es?» Buscaron al dueño y lo condujeron, aturdido y orgulloso, a presencia de la princesa, la cual se apeó del carruaje y entró en la casa, visitándola por completo y hasta llegando a permanecer un rato sola, encerrada, en cierto gabinete.
    Cuando salió, el pueblo en masa, entusiasmado por la deferencia con que acababa de honrar a un vecino de Gisors, vociferó:
    «¡Viva la delfina!» Un poeta irónico hizo una composición de circunstancias, y la calle conservó el nombre de su alteza real, porque
    La princesa, en un aprieto,
    cuando en la casita entró,
    en el camarín secreto…
    la bautizó.
    Pero volvamos a Isidoro.
    Se habla cubierto de flores la carrera, como se hace para la procesión del Corpus, y los milicianos nacionales estaban sobre las armas a las órdenes de su comandante Desvarres, un buen soldado de Napoleón, que guardaba con orgullo, junto a la cruz de la Legión de Honor, que le había puesto el héroe con su propia mano, la barba de un cosaco, arrancada de un solo golpe sobre la faz de su dueño por el comandante Desvarres, en la retirada de Moscú.
    Sus milicianos eran los más famosos de la provincia, y los granaderos de Gisors se veían muy solicitados en quince o veinte leguas a la redonda para todas las fiestas memorables. Se cuenta que pasando revista el rey Luis Felipe a los batallones de milicianos del Eure se detuvo asombrado ante los de Gisors, haciendo la siguiente pregunta:
    —¿De dónde son estos granaderos?
    —De Glsors—respondió el general.
    —Debí suponerlo—añadió el  rey.
    El comandante Desvarres fue con su compañía—llevando al frente la charanga—, en busca de Isidoro.
    Terminada una corta serenata, Isidoro apareció en la puerta vestido de cutí blanco de pies a cabeza, y llevando en el sombrerillo de paja un ramo de azahar.
    La elección del traje había preocupado mucho a la señora Husson, la cual dudaba entre la ropa negra que usan los congregantes, con un lazo blanco solamente, o todo blanco. Atendiendo las observaciones de Francisca, se decidió por lo segundo, notando que así el mocetón parecería un cisne de puro y nítido plumaje. Detrás de Isidoro iba su protectora, su madrina, la señora Husson, triunfante. Se apoyó para salir en el brazo de Isidoro; el señor alcalde se puso al otro lado. Los tambores redoblaban. El comandante Desvarres dio la voz de mando: «Presenten..., ¡armas!»; y el cortejo se puso en marcha hacia la Iglesia entre una muchedumbre de curiosos que acudieron desde todas las aldeas próximas.
    Después de la misa y del muy sentido sermón pronunciado por el párroco Malou, la comitiva se dirigió a las fortificaciones, donde se había preparado el banquete, bajo un toldo.
     Antes de sentarse a la mesa, el alcalde tomó la palabra, y... Te repetiré textualmente su discurso. Lo aprendí de memoria porque valía la pena: «Virtuoso joven: una honradísima señora, estimada por los pobres y respetada por los ricos, la señora Husson, hacia quien siente agradecimiento la comarca entera y a quien saludo en nombre de todos, tuvo la idea, la feliz, la bienhechora idea de dar un premio a la virtud, que será un precioso estímulo para todos los habitantes de nuestra hermosa tierra. Tú eres, virtuoso joven, el primer elegido, el primero en esta dinastía de la prudencia y de la castidad. Tu nombre viene a encabezar la brillante lista de los afortunados por sus propios merecimientos, y es necesario que tu vida, compréndelo bien, que tu vida entera responda a tan preclaros principios. Hoy, delante de la magnánima señora que premia tu comportamiento; delante de los milicianos, que se armaron para honrarte; delante de todo el pueblo conmovido, congregado para loar tu virtud, contraes el solemne compromiso de mantener hasta la muerte, como una bandera gloriosa, el ejemplo meritorio de tu juventud. No debes olvidarlo. Tú serás la primera semilla que sembraremos en el campo de la esperanza para obtener de ti los frutos que nos prometimos.»
    El señor, alcalde se adelantó con los brazos abiertos para estrechar contra su pecho a Isidoro, el cual gimoteaba.
    Gimoteaba, sin saber por qué, dominado por una emoción profunda, por un orgullo singular, por una ternura vaga y placentera.
    Después, el señor alcalde le puso en una mano la bolsa de seda que contenía los quinientos francos en oro, en la otra la cartilla de la Caja de Ahorros, y dijo solemnemente: «Respeto, riqueza y gloria premiarán la virtud.»
    El comandante Desvarres gritó:
    «¡Bravo!» Los granaderos vociferaban, la muchedumbre aplaudía.
    La señora Husson se restregó los ojos con el pañuelo.
     Luego se sentaron a la mesa y comenzaron a servir el banquete.
     Fue largo y magnífico. Los platos eran innumerables. La sidra dorada y el vino rojo fraternizaban en los vasos y se mezclaban en los estómagos. El ruido de la vajilla, las voces y la música formaban un conjunto armónico, subiendo hasta las alturas, donde revoloteaban las golondrinas. La señora Husson, enderezando a cada instante su peluca de seda negra, que se torcía, charlaba con el párroco Malou. El señor alcalde, excitado, hablaba de política con el comandante Desvarres, y el virtuoso Isidoro comía y bebía como jamás bebió ni comió. Se servía de todo y de todo repetía, notando por vez primera lo agradable que resulta llenar la tripa de buenos manjares que saborea el paladar antes de tragarlos. Se había desabrochado el pantalón, y silencioso, aunque algo inquieto porque una gota de vino rojo manchaba la blancura de su traje, sólo dejaba el tenedor para coger el vaso, y su boca no descansaba comiendo y bebiendo acompasadamente.
    Llegó la hora de los brindis, que fueron muchos y muy aplaudidos. Anochecía y aún estaban en la mesa. Flotaban ya en el valle los vapores finos y lechosos que ligeramente cubren de noche a los arroyos y las praderas; el sol acababa de ocultarse; las vacas mugían. Todo terminó. El cortejo, en desorden, regresó a la desbandada. La señora Husson, apoyada en el brazo de Isidoro, le daba excelentes consejos y le hacía magnificas advertencias.
    Se detuvieron en la frutería y el mozo se quedó allí.
    Su madre no había llegado aún. Invitada por unos parientes a celebrar el triunfo de Isidoro, después de acompañar al cortejo hasta las fortificaciones, volvió al pueblo, alejándose del festín, donde no hubo para ella un lugar.
    Cerraba la noche, sorprendiendo a Isidoro en soledad completa, sentado en un rincón de la frutería. Instigado por el vino y por el orgullo, miró en derredor. Las zanahorias, las coles y las cebollas mezclaban sus fuertes olores de hortaliza con los penetrantes perfumes de la fresa y de los melocotones.
    Isidoro cogió un melocotón para entretenerse mordiéndolo, a pesar de tener la barriga bien llena. Luego, de pronto, loco de alegría, se puso a bailar, y algo sonó en sus bolsillos. ¡Era la bolsa de los quinientos francos en oro! Se le habla olvidado que los llevaba ¡ Quinientos francos! ¡La fortuna! Y extendió las monedas sobre el mostrador para verlas todas a un tiempo, y las acarició con ambas manos. El oro brillaba, y el mozo, contando una y otra vez su caudal, ponía un dedo sobre cada moneda, repitiendo:
    «Una, dos, tres, cuatro, cinco..., ¡iento!, seis, siete, ocho, nueve, diez... ¡doscientos!»
    Y las veinticinco monedas volvieron a la bolsa y la bolsa volvió a entrar en el bolsillo de Isidoro.
     ¿Quién podía imaginar el terrible combate que reñían el bien y mal en el alma del mozo, la embestida que le dio el diablo,  los engaños, las tentaciones que arrojó Satanás en aquel corazón virgen? ¿Qué sugestiones, qué imágenes, qué terribles deseos inventaría para turbar la calma del virtuoso elegido, el premiado por la señora Husson? Lo cierto es que Isidoro, poniéndose aquel sombrero, que llevaba todavía el ramo de azahar, salió a la calle, y desapareció entre las sombras de la noche…

    *
    Avisada la frutera Virginia de que su hijo había vuelto ya, fue a su casa deseosa de verle y no le halló. Al principio no le causó extrañeza; pero al cabo de un rato, preguntando a un vecino, supo que le habían visto entrar. Le buscó en todos los rincones inútilmente. Habría salido por no estar solo. Pero pasaba el tiempo y no volvía. Virginia se intranquilizaba. Fue al Ayuntamiento. El señor alcalde dijo que dejó a Isidoro frente a la puerta de la frutería. La señora Husson se acostaba ya cuando tuvo noticia de que su protegido no aparecía. Volvió a encasquetarse la peluca, se vistió y fue a casa de Virginia. La frutera lloraba sin consuelo entre las zanahorias, las coles y las cebollas.
    Pudo sucederle una desgracia… Pero ¿cuál? El comandante Desvarres avisó a los gendarmes, que hicieron algunos reconocimientos por la campiña. En el camino de Pontoine apareció el ramo de azahar. Lo pusieron sobre una mesa y en torno deliberaron las autoridades. Isidoro habla sido víctima de algún engaño, de alguna sorpresa, de alguna venganza. Pero ¿cómo? ¿De qué medio se habrían valido para sacar al gris, inocente de su casa y llevárselo?
    Hartos de hacer suposiciones, que no conducían a ningún resultado, las autoridades resolvieron dormir. Sólo Virginia veló aquella noche, sumida en lágrimas.
    Pero cuando al día siguiente pasó, de regreso, la diligencia de París, el pueblo de Gisors tuvo noticia de que Isidoro había hecho parar el coche a doscientos metros de allí, había pagado su asiento, dando a cambiar una moneda de oro, y se había apeado tranquilamente en el corazón de la gran ciudad.
    La sorpresa fue inaudita. El señor alcalde se puso en correspondencia con el jefe de la Policía parisiense; pero sus pesquisas no dieron resultado.

    ***

    Pasó una semana, día tras dia, y al salir muy temprano el doctor Barberol para visitar a un enfermo, vio que un hombre, vestido gris, dormía en el umbral de una puerta. Acercándose, reconoció en él a Isidoro. No le fue posible despertarle. Isidoro dormía en un sueño profundo, invencible, abrumador, y el médico pidió ayuda para trasladarle a la farmacia de Boucheval. Cuando le alzaron, apareció en el suelo una botella vacía. Oliéndola, el doctor afirmó que había contenido aguardiente. Bastaba este indicio para saber qué medicación hacía falta. Isidoro estaba completamente borracho, embrutecido por ocho días de borrachera; borracho y sucio hasta la exageración. Acercarse a él daba nauseas. Su traje de cutí blanco se había convertido en un andrajo gris, amarillento, grasiento, pringajoso, asqueroso, y emanaban de su cuerpo todos los hedores de cloaca, de miseria y de vicio.
    Fue lavado, sermoneado, encerrado, y en cuatro días no salió a la calle, como si estuviese avergonzado y arrepentido. No aparecieron en sus bolsillos ni la bolsa del dinero ni la Cartilla de la Caja de Ahorros ni el reloj de plata, herencia sacrosanta de su padre.
    Al quinto día se atrevió a salir. Le acompañaban sin cesar las miradas de los curiosos, y él iba con la cabeza baja y los ojos casi cerrados. Se fue hacia los prados y le perdieron de vista; pero a las dos horas volvió muy alegre, agarrándose a las paredes, borracho, completamente borracho.
    Nada le corrigió.
    Su madre le arrojó de su casa y se hizo cantero.
     Su fama de borracho era tan grande, que hasta en Evreux hablaban de Isidoro, «el doncel de la señora Husson». Y a todos los borrachos de la comarca los llaman así: «Donceles de la señora Husson».
    Una buena obra nunca es del todo estéril.

    * **
    El doctor Marambot se frotaba las manos al terminar su historia. Yo le pregunté:
     —¿Has conocido a Isidoro?
    —Sí; he tenido el honor de cerrar sus ojos en la hora de su muerte.
     —¿De qué murió?
    —Murió en una crisis de dellirium tremens. No era posible otra cosa.
    Llegábamos al castillo; Marambot me contó la historia del prisionero que, valiéndose de un clavo, esculpió los muros de su calabozo.
    Luego supe que Clotario II había dado en patrimonio el pueblo de Gisors a su sobrino San Roman, obispo de Ruán; que Gisors era el primer punto estratégico de aquella región de Francia, y por este motivo fue centro de repetidas luchas, asaltado y recobrado muchas veces. Por mandato de Guillermo el Rojo, el artífice Roberto de Bellesme construyó una poderosa fortaleza, más tarde atacada por Luis el Gordo y luego por caballeros normandos; fue defendida por Roberto de Candos, cedida por Godofredo Plantagenet a Luis el Gordo; conquistada por los ingleses a consecuencia de una traición de los templarios; disputada entre Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León. Incendiada por Eduardo III de Inglaterra, que no pudo tomar el castillo; reconquistada nuevamente por los ingleses en 1419; devuelta más tarde a Carlos VII por Ricardo de Marbury; presa luego del duque de Calabria; residencia de Enrique IV, etcétera, etcétera.
    Y Marambot, convencido, casi elocuente, repetía:
    —¡Qué malditos ingleses! ¡Qué gentuza! ¡Todos borrachos, «donceles de la señora Husson»!
    Y después de un rato de silencio, con el brazo extendido hacia un riachuelo que brilla en los prados, añadió:
    —¿Sabías que Henri Monnier fue uno de los pescadores más afanosos de nuestras riberas?
    —No lo sabía.
    —Y Bouffé, amigo mío, Bouffé ha sido aquí pintor de cristales.
    —¡Vaya, vaya!
    —Sí. ¿Cómo es posible que ignores tales cosas?