EL ERMITAÑO


    Algunos amigos habíamos ido a visitar al viejo ermitaño que vivía en el túmulo de un antiguo sepulcro cubierto de árboles, en el centro de la inmensa llanura que se extiende desde Cannes a la Napoule.
    Regresamos hablando de estos extraños solitarios la cosa, que fueron muy numerosos en otros tiempos, pero cuya raza va hoy desapareciendo. Nos esforzábamos por hallar las causas morales, y por determinar la índole de los desengaños que lanzaban en aquellas épocas a los hombres hacia las soledades.
    Uno del grupo exclamó de pronto:
    —Dos ermitaños he conocido: un hombre y una mujer. Esta última debe vivir todavía. Habitaba, hace cinco años en unas ruinas situadas en la cumbre de una montaña completamente desierta de las costas de Córcega, a quince o veinte kilómetros de distancia de la casa más próxima. Vivía allí en compañía de una criada; fui a verla. No había la menor duda de que se trataba de una mujer distinguida que había pertenecido a la buena sociedad. Me acogió con mucha cortesía, y hasta con cordialidad, pero nada conseguí. saber de ella, y nada pude adivinar tampoco.
    Por lo que al hombre respecta, os voy a contar su siniestra aventura.
    Vuélvanse ustedes a este lado. Vean allá lejos aquel monte puntiagudo y cubierto de bosque que se destaca aislado, detrás de la Napoule, por delante de las cumbres del Esterel; la gente del país lo conoce con el nombre del monte de las Serpientes. Allí vivía el solitario de mi historia, hará unos doce años, entre los muros de un pequeño templo antiguo.
    Habiendo oído hablar de él, decidí conocerlo, y salí de Cannes a caballo en una mañana del mes de marzo. Dejando mi cabalgadura en el albergue de la Napoule, escalé a pie aquel extraño cono, que tendrá tal vez de ciento cincuenta a doscientos metros de altura; está cubierto de plantas aromáticas, sobre todo de una jara de olor tan vivo y penetrante, que casi produce mareos. El suelo es pedregoso, viéndose a cada paso largas culebras que se deslizan por entre los guijarros y se esconden en la hierba. De ahí le viene su bien merecido nombre de monte de las Serpientes. Hay días en que, al subir por las laderas, cuando el sol da en ellas, parece que brota a cada paso uno de estos reptiles. Tanto abundan, que se queda uno sin atreverse a caminar, y se experimenta una molestia rara, que no es miedo, porque son animales inofensivos, sino una especie de místico escalofrío. Me produjo muchas veces el efecto sorprendente de que estaba escalando un antiguo monte sagrado, una extraordinaria colina, perfumada y misteriosa, poblada de serpientes y coronada por un templo.
    Existe todavía el templo. A mí, al menos, me aseguraron que se trata de un templo. A decir verdad, no intenté realizar mayores averiguaciones, para que mi emoción no tuviese que llamarse a engaño.
    Escalé, pues, la montaña cierta mañana del mes de marzo, con el pretexto de admirar el paisaje. Al llegar a la cumbre, descubrí, como me habían dicho, unos muros, y, sentado en una piedra, a un hombre. Aunque tenía ya el pelo completamente blanco, no pasaría de los cuarenta y cinco años; su barba era todavía casi negra. Acariciaba a un gato que estaba enroscado encima de sus rodillas, y no pareció darse por enterado de mi presencia. Di vuelta a las ruinas, una parte de las cuales estaba techada cerrada con ramas, paja, hierbas y guijarros, y constituía su habitación; luego volví al sitio en que él estaba.
    Se descubre desde allí una vista admirable. A la derecha, el Esterel, con sus cimas puntiagudas y recortadas de las más extrañas formas; luego, el mar sin límites que se extiende hasta las costas lejanas de Italia, formando a lo lejos innumerables cabos; frente por frente de Cannes, las islas de Lerins, verdes y llanas, que parecen estar flotando, y en la última de ellas, de cara al mar abierto, un elevado y antiguo castillo de almenados muros, que parece surgir de las mismas aguas.
    Finalmente, por encima de la costa verde, en la que se distingue un rosario de villas y de poblaciones blancas, rodeadas de árboles, que, vistas desde tan lejos, parecen una cantidad infinita de huevos puestos al borde de la mar, se yerguen los Alpes, cuyas cimas tenían todavía su caparazón de nieve.
    No pude menos de exclamar:
    —¡Qué hermoso es esto!
    El solitario alzó la cabeza y dijo:
    —Sí, pero cuando uno lo tiene durante todo el día delante de la vista, resulta monótono.
    Aquello me demostró que el solitario hablaba, conversaba y se aburría. Ya era mío.
    No permanecí aquel día mucho rato y toda mi preocupación fue descubrir la índole de su misantropía. Me produjo sobre todo la sensación de un ser harto de mundo, cansado de todo, totalmente desilusionado, y tan asqueado de sí mismo como de los demás.
    Me retiré al cabo de media hora de conversación pero regresé a los ocho días, y volví a la semana siguiente, y no dejé pasar semana sin ir por allí; total, que al cabo de dos meses éramos amigos.
    Por fin, al atardecer de un día de fines de mayo, juzgué que había llegado ya el momento, y subí al monte de las Serpientes llevando provisiones suficientes para cenar los dos.
    Era uno de esos atardeceres tan característicos de aquel país del Mediodía en que se cultivan las flores lo mismo que se cultiva el trigo en el Norte, de aquel país en el que se fabrican casi todas las esencias que perfuman la carne y los vestidos de las mujeres; uno de esos atardeceres en que el aroma de los incontables naranjos que cubren los jardines y las cañadas turba el sentido y remueve la sensualidad como para que sueñen con el amor hasta los viejos.
    Mi solitario me acogió con evidente satisfacción, y se prestó de muy buena gana a compartir mi cena.
    Le di a beber un poco de vino, cosa a la que estaba ya desacostumbrado; se hizo comunicativo y se puso a hablarme de su vida. Me pareció que había vivido siempre en París, y que había vivido alegremente.
    Le pregunté a boca de jarro:
    —Pero ¿cómo le vino a usted esta fantástica idea de encaramarse a esta cumbre?
    Me contestó con toda espontaneidad:
    —Porque recibí la sacudida más brutal que puede recibir un hombre. ¿Para qué voy a ocultarle mi desgracia? Es posible que me compadezca usted al conocerla. Además, la verdad es... que hasta ahora no se la he contado a nadie... y quisiera saber la opinión de otra persona..., de una por lo menos..., sobre el caso... Quisiera saber lo que otro piensa.
    Nací en París, me crié en París, y en esta ciudad crecí y viví. Mis padres me dejaron una renta de algunos miles de francos, y, gracias a la protección que me dispensaban algunas personas, logré una colocación modesta y tranquila; siendo como era soltero, podía con ella considerarme rico.
    Desde mi adolescencia llevé la vida de un hombre independiente. Usted sabe en qué consiste. Libre y sin familia, dispuesto a no caer en el matrimonio, vivía tres meses con una, luego seis con otra, o un año sin compañera fija, entrando a saco en el montón de mujeres que se entregan o se venden.
    Esta existencia mediocre, o sin relieve alguno, si usted quiere, me iba a la medida, porque satisfacía mis inclinaciones naturales a cambiar y a curiosear. Mi vida transcurría en el bulevar, en los teatros y en los cafés, siempre fuera de casa, como si no tuviese domicilio alguno, aunque estaba bien instalado. Era uno más entre los millares de personas que marchan en la vida a la deriva, flotando como corchos; que se imaginan que París es todo el mundo, y que no se preocupan ni apasionan por nada. Era lo que se llama un buen chico, sin defectos ni virtudes. Ahí tiene usted lo que yo era. Y me enjuicio con exactitud.
    En esas condiciones, mi vida fue transcurriendo, de los veinte a los cuarenta años, insensiblemente, pero con rapidez, sin ningún acontecimiento de relieve. ¡Con cuánta rapidez pasan esos años monótonos de París, que no suelen dejar en nuestro espíritu ninguno de esos recuerdos que marcan una fecha! Son años largos y precipitados, vulgares y alegres, en los que comemos, bebemos, nos reímos sin razón aparente, y alargamos nuestros labios hacia todo lo que puede saborearse y hacia todo lo que puede besarse, sin que tengamos realmente apetencia de nada. Entonces era yo joven, llegué a viejo sin haber creado nada de lo que crean los demás; sin apegarme a nada, sin enraizarme, sin ligarme a nada, sin amigos casi, sin mujeres, sin hijos.
    Llegué, pues, sin sentirlo pero muy aprisa, a los cuarenta; para festejar este aniversario, me permití el lujo de comer opíparamente, yo solo, en un gran café. Yo era en el mundo un solitario, y me pareció que era propio celebrar aquella fecha como un solitario.
    Después de cenar, me quedé indeciso. Sentía tentaciones de ir a un teatro, pero se me ocurrió de pronto que debía ir en peregrinación al Barrio Latino, en el que viví cuando estudiaba leyes. Crucé, pues, París y entré, sin un propósito deliberado, en una de las cervecerías servidas por camareras.
    La que servía a mi mesa era una jovencita bonita y simpática. La invité a servirse, y ella aceptó en seguida. Se sentó frente a mí, examinándome con mirada de mujer conocedora, queriendo saber con qué clase de hombre tenía que habérselas. Era de pelo claro, casi pelirrubia, una chiquilla fresca y pimpante; por debajo de su abultado corpiño yo me imaginé redondeces color de rosa. Le dije las frases galantes y necias que son de rigor con tales mujeres; como era realmente encantadora, me entró de pronto el capricho de llevármela... para seguir festejando mis cuarenta años. Lo conseguí sin dificultades y sin muchas insistencias. Estaba libre, según me dijo, desde hacia quince días. Para empezar, iríamos a tomar un refrigerio en los alrededores del Mercado, cuando ella saliese del trabajo.
    Recelando que me dejara plantado —nadie sabe las cosas que pueden ocurrir, ni la clase de parroquianos que pueden entrar en una cervecería como aquélla, ni la ventolera que le puede dar a una mujer—, no me moví en toda la noche de allí, esperándola.
    También yo estaba libre desde uno o dos meses atrás, y viendo a aquella deliciosa principianta de amor ir y venir de una mesa a otra, pensaba si no me convendría hacer con ella un arreglo de exclusiva por algún tiempo. Esto que le cuento constituye una de las más vulgares aventuras cotidianas de la vida de un hombre en París.
    Perdóneme el que entre en detalles tan groseros; los que no han sentido la poesía del amor, toman y eligen a la mujer lo mismo que quien elige chuletas en la carnicería, sin fijarse en otra cosa que en la calidad de la carne.
    Fuimos, pues, a su casa —porque yo respeto mucho mis sábanas—. Vivía en un quinto piso, en un pequeño cuartito de obrera, limpio y pobre; pasé con ella dos horas admirables. Tenía aquella chiquilla un encanto ¶una simpatía extraordinarias.
    Cuando ya me iba a marchar, me acerqué a la chimenea para dejar sobre ella el regalo reglamentario, después de haber concertado día para una segunda entrevista con la jovencita, que se había quedado en la cama. Vi, confusamente, un reloj dentro de un globo de cristal, dos floreros y dos fotografías, una de ellas muy antigua, de las llamadas daguerrotipos, que se hacían sobre cristal Me incliné por pura casualidad hacia este último retrato y me quedé de una pieza, tan sorprendido que no acertaba a comprender. Porque era el mío, el primer retrato que yo me había hecho, de mis tiempos de estudiante en el Barrio Latino.
    Me apoderé bruscamente de él, a fin de examinarlo de cerca. No me había equivocado. Tan inesperado y extravagante me pareció aquello, que me entraron ganas de reír, y le pregunté a la muchacha:
    —¿Quién diablos es este caballero?
    Y ella me contestó:
    —Es mi padre, al que yo no he conocido. Mi mamá me dejó ese retrato diciéndome que lo guardase, que tal vez un día me sirviese de algo.
    Vaciló un momento, y luego se echó a reír, diciendo:
    —Verdaderamente, no sé qué utilidad puede tener para mí. No creo que se le ocurra venir a reconocerme como hija.
    Mi corazón palpitaba con galopes de caballo desbocado. Coloqué la fotografía en sentido horizontal sobre la chimenea, y, sin saber lo que hacía, dejé encima de aquélla dos billetes de cien francos que llevaba en el bolsillo, y escapé gritando:
    —Hasta pronto... Adiós, querida..., hasta la vista.
    Oí que ella me contestaba:
    —Hasta el martes.
    Bajé a tientas las oscuras escaleras. Cuando me vi en la calle, me di cuenta de que llovía, y tiré por una calle cualquiera, caminando a grandes zancadas.
    Iba sin rumbo, enloquecido, desatinado, esforzándome por recordar... ¿Sería aquello posible?... Sí... Me acordé de pronto de una chica que me escribió, al mes de nuestra ruptura, que se hallaba encinta de mí. Rasgué o quemé la carta, olvidándome de aquel asunto. Tal vez hubiera hecho bien en mirar la fotografía de aquella mujer, que estaba sobre la chimenea de la jovencita; pero ¿habría sido yo capaz de identificarla? Me pareció que era la de una mujer entrada en años.
    Llegué a un muelle del Sena. Vi un banco y me senté. Llovía. Pasaban de cuando en cuando algunas personas, resguardadas bajo sus paraguas. La vida se me representó como una cosa miserable y repugnante, llena de ruindades, vergüenzas e infamias, deliberadas o toleradas. ¡Mi hija! ¡Tal vez era mi hija la mujer que yo acababa de hacer mía!... Y París, aquel inmenso París sombrío, taciturno, fangoso, triste y negro, que tenía en aquel momento cerradas todas sus casas, estaba lleno de asuntos parecidos, de adulterios, incestos y niñas violadas. Me acordé de todo lo que se hablaba, acerca de la gente degenerada que rondaba de noche por los puentes.
    Yo, sin quererlo, sin saberlo, había hecho una cosa peor que todas las infamias de aquellos viciosos. ¡Me había acostado con mi propia hija!
    Sentí tentaciones de tirarme al agua. ¡Estaba loco! Anduve así errante hasta que amaneció, y regresé después a casa para meditar.
    Tomé el partido que me pareció más prudente: me presenté a un notario, diciendo que iba de parte de un amigo mío, y le encargué que llamase a aquella joven y le preguntase todos los detalles relativos a la entrega de aquel retrato por parte de su madre.
    Cumplió el notario mis instrucciones. La madre de la chica le dio el nombre de su padre cuando se hallaba en su lecho de muerte, y lo hizo en presencia de un sacerdote cuyo nombre me fue facilitado.
    En vista de esto, y siempre en nombre del amigo desconocido, hice que se le entregase a la joven la mitad de mi fortuna, alrededor de ciento cuarenta mil francos pudiendo disponer únicamente de la renta. Presenté después la dimisión de mi empleo, y aquí me tiene usted.
    Vagabundeando por esta costa, descubrí el monte en que estamos, y me establecí en él... ¿Hasta cuándo?... Lo ignoro yo mismo.
    ¿Qué opina usted ahora de mí y de mi manera de conducirme?
    Le alargué mi mano, diciéndole:
    —Usted hizo lo que era su deber. ¡Cuántas personas habrían quitado importancia a esa desdichada fatalidad!
    El solitario siguió diciendo:
    —Lo sé, pero yo estuve a punto de enloquecer. Por lo visto, y aunque jamás lo había sospechado, tengo un alma delicada. París me inspira ahora un miedo parecido al que el infierno inspira a los creyentes. En resumidas cuentas, recibí un golpe en la cabeza, un golpe parecido al que recibe un transeúnte cuando le cae una teja encima. En estos últimos tiempos me siento mejor.
    Me despedí de aquel ermitaño. Su relato me había conmovido mucho.
    Aún volví en dos ocasiones a visitarle antes de mi partida de aquellos lugares, porque jamás prolongo, después del mes de mayo, mi estancia en el Mediodía.
    Cuando regresé, al año siguiente, ya no estaba aquel hombre en el monte de las serpientes y nunca más he vuelto a oir hablar de él.
    Y esta es la historia de mi ermitaño.

   

    Guy de Maupassant
El ermitaño              1 Guy de Maupassant