EL GUARDA

   
    Después de comer, hacían memoria de aventuras y accidentes de caza.
    Un viejo amigo de todos, el señor Bonifacio, gran cazador de alimañas y gran bebedor de vino, un hombre robusto y alegre, lleno de gracia, de buen sentido y de filosofía, de una filosofía irónica y resignada, que se manifiesta por agudezas mordaces y nunca por tristes reflexiones, dijo de pronto:
    —Yo sé una; sé una historia de caza o más bien un drama de caza muy extraño. No se parece a nada en su género, por lo cual nunca me decidí a contarlo, suponiendo que a nadie agradaría. No es de asunto simpático, ¿entienden? Quiero decir, que no se reviste con esa especie de interés que apasiona, encanta o enternece de un modo agradable. Ustedes juzgarán.
    Entonces tenía yo treinta y cinco años, aproximadamente, y cazaba como un furioso.
    En aquella época, era dueño de un soto en las cercanías de Tumiéges, rodeado de bosques y muy bueno para la liebre y el conejo.
    Iba yo solo allí cuatro o cinco días al año; las condiciones de la vivienda no me permitían llevar amigos.
    Tenía de guarda en el soto a un gendarme retirado y viejo, un buen hombre, de mucha severidad y celoso de su deber, terrible para los cazadores furtivos y que no temía nada. Lejos del pueblo, habitaba él solo una casita o, mejor dicho, una casucha, compuesta de cocina y bodega en la planta baja y dos alcobas en el piso de arriba. Una de las alcobas, en la cual a duras penas cabían la cama, un armario y una silla, era mi dormitorio. El tío Cavalier ocupaba la otra. Si digo únicamente que él vivía allí solo no soy exacto, pues con él estaba un sobrino suyo, un ganapán de catorce años, que le servia para ir a comprar las provisiones al pueblo, que distaba de allí tres kilómetros y para los pequeños menesteres cotidianos.
    Ese pícaro, flaco, larguirucho, algo encorvado, tenía los cabellos amarillos y a manera de plumón; tenía unos pies enormes y unas manos gigantescas: manos de coloso. Era un poco bizco y nunca miraba de frente. Me hacía el efecto de ser, entre la. raza humana, lo que son las alimañas entre los animales: una garduña, un zorro.
    Dormía en un hueco, al fin de la escalera. Pero durante mi corta residencia en El Pabellón — yo llamaba El Pabellón a la casucha—, Mario cedía el escondrijo a una vieja de Escorcheville, que iba para guisar, porque los condimentos del tío Cavalier no eran aceptables.
    Ya conocen ustedes el escenario y los personajes. Oigan el drama:
    Era en mil ochocientos cincuenta y cuatro, el quince de octubre. Recuerdo la fecha y nunca la olvidaré. Salí de Ruán a caballo; mi perro Boch. me seguía, un buen perro ancho de pecho y duro de boca; se zambullía entre las zarzas como un sabueso de Pont-Audemez.
    Llevaba yo el maletín a la grupa y la escopeta en bandolera. Era un día frío, de mucho viento, y triste; abigarradas nubes corrían por el espacio.
    Subiendo la cuesta de Cantelou, contemplaba el extenso valle del Sena, atravesado por el río que serpentea y se pierde a lo lejos,. en el horizonte. Ruán, a la izquierda, luciendo sus campanarios, y a la derecha, se complacían los ojos en vertientes lejanas cubiertas de árboles. Atravesé luego el bosque de Roumare, yendo unas veces al paso y otras al trote; a las cinco me hallaba frente al Pabellón, donde salieron a recibirme Celeste y el tío Cavalier.
    Durante diez años, en la misma fecha, me presenté de igual modo, y las mismas bocas me saludaron con las mismas palabras:
    —Buenas tardes tenga el señor. ¿Está bien de salud?
    Cavalier apenas envejecía; se defendía contra los años como un tronco viejo; pero Celeste iba quedándose desconocida. Enteramente doblada, pero siempre activa, su busto formaba con sus piernas un ángulo casi recto. La pobre vieja, siempre muy servicial, parecía conmovida todos los años al verme llegar; y al verme partir, decía siempre:
    —Tal vez no volveremos a vernos, mi bondadoso amo.
    Y el adiós desconsolador y tímido de aquella criada humilde, su resignación, sin esperanza, sintiendo próxima su muerte, me conmovían de una manera profunda.
    Después de apearme, alargué la mano a Cavalier para estrechar la suya, y mientras él llevaba el caballo a un cobertizo pequeño que servia de cuadra, yo entré, seguido por Celeste, en la cocina, que servia de comedor.
    Luego el guarda se acercó a nosotros. Comprendí al instante que algo le sucedía; no lucía en su rostro la expresión de siempre; sin duda estaba preocupado, inquieto.
    Le dije:
    —Bravo, Cavalier. ¿Todo marcha bien?
    Y murmuró:
    —Bien, y mal. De todo... Algo... no marcha.
    Le pregunté:
    —¿Qué ocurre, amigo? ¿De qué se trata?
    Bajó la cabeza, diciendo:
    —No, todavía no, señor; no quiero mortificarle, cuando apenas ha llegado, con mis cavilaciones.
    Insistí, pero se negó en absoluto a decírmelo antes de comer. Sin embargo, en su preocupación comprendí que se trataba de alguna cosa grave.
    Por hablar de algo, dije:
    —¿Tenemos caza?
    —¡Oh! Caza..., si; hay caza, bastante caza, la que usted quiera. Gracias a Dios, tengo buen cuidado.
    Decía esto con tanta gravedad, con una gravedad tan afligida, que resultaba cómica. Sus gruesos bigotes grises parecían desmayar sobre sus labios.
    De pronto, me di cuenta de que no se había presentado el sobrino.
    —¿Y Mario? ¿Por qué no se presenta?
    El guarda tuvo una especie de sobresalto, y, encarándose conmigo resueltamente, contestó:
    —Bien, señor; vale más que se lo diga de una vez. Sí, vale más. El tiene la culpa de mis cavilaciones.
    —¡Oh! Y ¿adónde ha ido?
    —Está en la cuadra, señor.
    —Pero ¿qué hace? ¿Qué ha pasado?
    El guarda todavía dudó; con la voz demudada y temblorosa y el rostro contraído, surcado por grandes arrugas, arrugas de viejo, dijo lentamente:
    —Verá usted. Este invierno notaba que había merodeadores en el bosque de Rosevais, pero no pude atrapar a nadie. Pasaba noches y noches en acecho. Nada. Luego vi que también merodeaban por la parte de Ecorcheville. Y a todo esto, yo me consumía de rabia. ¿Cómo podían evitarme siempre? Toda mi astucia resultaba inútil, pues adivinaban mis proyectos.
    Pero un día, limpiando el pantalón de Mario, su pantalón de los domingos, encontré dos francos en un bolsillo. ¿De dónde había sacado aquello el mozo?
    Reflexioné durante una semana, reparando que salía siempre cuando yo entraba.
    Entonces le observé, pero sin imaginar aún lo que sucedía. ¡Oh, sin imaginarlo, sin una sospecha! una mañana, después de acostarme para que lo viera, me levanté y le seguí. Para seguir una pista no hay otro que me iguale, señor.
    Y le sorprendí a él, a mi sobrino, poniendo lazos en la finca de mi señor; él, mi sobrino, burlando al guarda, señor; a su tío el guarda.
    La sangre se me subió a la cabeza. Le di tantos golpes que a poco le mato. Una paliza buena, y le prometí que le daría otra delante del señor, cuando el señor viniese, para castigo, porque es necesario un castigo.
    Esto pasa. La tristeza me consume. Usted sabe cómo corroe una contrariedad así. ¿Usted qué hubiera hecho? Mario no tiene padre ni madre, no tiene más familia que yo; por eso no le despedí. No debo abandonarle, ¿verdad? Pero ya le dije que si reincidía, todo acababa, todo. Esto es. ¿Hice mal, señor?
    Le ofrecí una mano, diciéndole:
    —Hizo usted muy bien, muy bien; eso es lo que hace un hombre honrado.
    Se levantó:
    —Gracias, muchas gracias. Voy buscarle, señor. Necesita un castigo, un escarmiento.
    Estaba yo seguro de que sería inútil tratar de disuadirle.
    Salió para traer al muchacho de una oreja.
    Yo, sentado en una silla, puse cara de juez severo.
    Mario había crecido mucho, estaba más feo que nunca, y era su porte más desapacible, más bellaco. Y sus manazas parecían monstruosas.
    Cavalier lo arrastró a mi presencia, ordenándole:
     —Pide perdón al dueño.
     El muchacho no dijo una palabra.
     Entonces, agarrándole por un brazo, comenzó a sacudirle con tal violencia, que me levanté para contenerle.
     Mario gritaba:
    —¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! Yo prometo...
     Cavalier, empujándole, le obligó a ponerse de rodillas.
    —¡ Pide perdón ahora mismo ¡
     El mozalbete murmuró con los ojos bajos:
    —Le pido perdón...
     Entonces Cavalier le alzó de un brazo, y lo despidió con un puntapié, que a poco le hace rodar por el suelo.
     Marlo escapó, y no volvimos a verle.
     Pero Cavalier no estaba satisfecho
     —Tiene malos instintos—murmuró.
    Y durante la comida repetía:
     —Esto me abruma, señor, esto me abruma.
    Quise consolarle. Fue inútil.
     Y me acosté muy temprano para salir de caza al despuntar el día.
     Mi perro durmió a los pies de mi cama.
     Me despertaron hacia medianoche sus furiosos ladridos. Y noté que mi cuarto estaba lleno de humo. Salté de la cama, encendí una vela y abrí la puerta. Un remolino de llamas entró. Ardía la casa
     Volví a cerrar la puerta, de vieja encina, y después de ponerme los pantalones, haciendo un rollo con las sábanas, bajé al perro por la ventana, y poniendo en salvo el zurrón y la escopeta, salí por el mismo sitio.
    Cuando estuve abajo, grité con todas mis fuerzas:
    —¡Cavalier! ¡Cavalier! ¡Cavalier!.
     Pero el guarda no despertó. Tenía-el sueño pesado.
    Y mientras, yo veía por las ventanas bajas el fuego formidable, porque la cocina estaba llena de paja.
    Indudablemente, aquello era intencionado.
    Yo gritaba:
    —¡Cavalier!
    Acaso el humo los asfixió. Tuve idea, y cargando los dos cañones de mi escopeta, disparé uno contra su ventana.
    Los cristales cayeron hechos trizas. El guarda, entonces, despertó, asomándose aterrado, en camisa, enloquecido por aquel fulgor-violento que inundaba su alcoba.
    Le dije:
    —Arde todo. Échese por la ventana.-¡De prisa! ¡De prisa!
    Las llamas, apareciendo por las aberturas del piso bajo, lamían las paredes. Cavalier saltó y cayó en pie como un gato.
    Al mismo tiempo el tejado crujió. El fuego, que se retorcía en la escalera estrechamente, asomó por arriba en alegres llamas vencedoras, lanzando chispas y chirridos.
    Poco después todo formaba una hoguera.
    Cavalier, aterrado, preguntó:
    —¿Cómo habrá sucedido esto?
    Yo le dije:
    —Han prendido fuego en la cocina.
    Cavalier murmuró:
    —¿Quién podría?...
    Y de pronto, exclamé:
    —¡Sin duda, Mario!
    El viejo lo comprendió, y balbucía:
    —¡Jesús, María, José! ¡Por eso no se acostó en su cama!
    Un horrible pensamiento me asaltó:
    «¿Y Celeste?»
    Grité:
    —¡Celeste!, Celeste!
    Nadie respondió, y la casa iba derrumbándose. consumiéndose, convertida en un brasero deslumbrador, sangriento, formidable. La pobre mujer estaría ya carbonizada.
    No habíamos oído ni un lamento.
    Pero como algunas llamas acariciaron el cobertizo, me acordé al instante de mi caballo. Cavalier corrió a salvarlo.
    Apenas abrió la puerta de la cuadra, un cuerpo ágil se deslizó entre las piernas de Cavalier, haciéndole dar en el suelo de bruces. Era Mario, que huía rápidamente a todo correr.
    El viejo se incorporó en un segundo. Quiso perseguir al muchacho, pero. comprendiendo al punto que no le alcanzaría, y enloquecido por un invencible furor, cediendo a un impulso de venganza que no pude presumir ni evitar, cogió mi escopeta y, sin darme tiempo, antes que yo avanzase un paso, disparó. El tiro alcanzó al mozalbete, haciéndole caer y cubriéndole de sangre la espalda. Con las manos y los pies escarbaba la tierra intentando huir a gatas, arrastrándose como una liebre malherida.
     Corrí hacia él; Mario agonizaba. Expiró en silencio, mientras ardía la casa.
    Cavalier, en camisa, con las piernas desnudas, permanecía en píe, inmóvil, callado, embrutecido. Cuando las gentes del pueblo se lo llevaron, iba como loco.
    *
    Declaré, como testigo, en el proceso, y referí detalladamente cuanto sabia.
    Cavalier fue absuelto. Pero desapareció.
    No he vuelto a verle ni a recibir noticias de aquel hombre honrado.
    Esta es, amigos, la historia de caza que ahora cuento por vez primera.