EL HUÉRFANO

         
    La señorita Source había adoptado a aquel muchacho, en tiempos, en circunstancias muy tristes. Contaba entonces ella treinta y seis años y su deformidad (había resbalado de las rodillas de una criada a la chimenea, siendo niña, y todo su rostro, espantosamente quemado, había quedado horrible), su deformidad le había decidido a no casarse, pues no quería que nadie la tomara en matrimonio por su dinero.
    Una vecina, que se quedó viuda estando embarazada, murió de parto, sin dejar un céntimo. La señorita Source recogió al recién nacido, le buscó una nodriza, lo crió, lo envió a un internado, y después lo sacó de él a la edad de catorce años, con el fin de tener en su casa vacía alguien que la amase, que se ocupase de ella, que dulcificara su vejez.
    Habitaba en una pequeña propiedad rural a cuatro leguas de Rennes, y vivía ahora sin sirvienta. Como los gastos habían aumentado en más del doble desde la llegada del huérfano, sus tres mil francos de renta no podían bastar para alimentar a tres personas.
    Se ocupaba ella misma de las faenas de la casa y la cocina, y mandaba a los recados al chico, que también tenía a su cargo el cultivo del huerto. Era dulce, tímido y cariñoso. Y ella experimentaba un profundo gozo, un gozo nuevo, cuando él la besaba, sin parecer sorprendido o asustado por su fealdad. La llamaba tía y la trataba como a una madre.
    Por la noche, ambos se sentaban al amor de la lumbre, y ella le preparaba golosinas. Calentaba vino y tostaba una rebanada de pan, y tomaban un delicioso tentempié antes de irse a la cama. Con frecuencia ella lo sentaba en sus rodillas y lo cubría de caricias y le susurraba al oído frases tiernamente apasionadas. Lo llamaba: «mi florcita, mi querubín, mi ángel adorado, mi alhajita». El se abandonaba dulcemente, escondiendo la cabeza en el hombro de la vieja señorita.
    Aunque contaba ahora cerca de quince años, seguía siendo endeble y bajo, de aspecto un poco enfermizo.
    A veces la señorita Source lo llevaba a la ciudad a visitar a dos parientas que tenía, primas lejanas, casadas en los arrabales, su única familia. Las dos mujeres estaban resentidas con ella por haber adoptado al niño, a causa de la herencia; pero de todas formas la recibían con solicitud, esperando aún su parte, un tercio sin duda, si se repartía equitativamente la sucesión.
    Era feliz, muy feliz, ocupada a todas horas con su niño. Le compró libros para cultivar su ingenio, y él empezó a leer apasionadamente.
    Por la noche, ahora, ya no se sentaba en sus rodillas para mimarla como antes; se acomodaba rápidamente en su sillita cerca del fuego, y abría un volumen. La lámpara colocada al borde de la repisa de la chimenea, por encima de su cabeza, iluminaba su pelo ensortijado y un trozo de la piel de la frente; no se movía, no alzaba los ojos, no hacía un gesto, leía, por entero metido, desaparecido, en la aventura del libro.
    Ella, sentada enfrente, lo contemplaba con una mirada ardiente y fija, asombrada de su atención, a menudo a punto de llorar.
    Le decía a veces: «¡Te cansarás, tesoro mío!», esperando que él levantaría la cabeza y vendría a abrazarla; pero él ni siquiera respondía, no había oído, no había entendido; no sabía nada más que lo que veía en las páginas.
    Durante dos años devoró volúmenes en número incalculable. Su carácter cambió.
    A continuación, en varias ocasiones pidió a la señorita Source dinero, que ella le dio. Pero como cada vez necesitaba más, acabó por negárselo, pues era persona ordenada y enérgica y sabía ser razonable cuando era preciso.
    A fuerza de súplicas, obtuvo de ella todavía, una tarde, una gruesa suma; pero cuando se la suplicó de nuevo, unos días después, ella se mostró inflexible, y no cedió, en efecto.
    El pareció tomar una decisión.
    Volvió a mostrarse tranquilo, como antaño, y le gustaba quedarse sentado horas enteras sin hacer un movimiento, con los ojos bajos, sumido en ensoñaciones. Ya ni siquiera hablaba con la señorita Source, respondiendo apenas a lo que ella le decía, con frases breves y concretas.
    Era amable con ella, sin embargo, y la cubría de atenciones; pero ya no la abrazaba nunca.
    Por la noche, ahora, cuando permanecían frente a frente, a los dos lados de la chimenea, inmóviles y silenciosos, a veces él le daba miedo. Ella quería despertarlo, decirle algo, cualquier cosa, para huir de aquel silencio tan espantoso como las tinieblas de un bosque. Pero él no parecía oírla, y ella se estremecía con un terror de pobre mujer débil cuando le había hablado cinco o seis veces seguidas sin obtener una palabra.
    ¿Qué tenía? ¿Qué pasaba en aquella cabeza cerrada? Cuando había permanecido así dos o tres horas frente a él, se sentía enloquecer, dispuesta a huir, a escaparse al campo, para evitar aquel mudo y eterno mano a mano, y también un vago peligro que ella no sospechaba, pero que sentía.
    A menudo lloraba, a solas.
    ¿Qué tenía? Si ella mostraba un deseo, él lo ejecutaba sin murmurar. Si necesitaba algo de la ciudad, al punto él se dirigía allí. No tenía quejas de él, ¡desde luego! Y sin embargo...
    Transcurrió un año más, y le pareció que una nueva modificación se había producido en el ánimo del joven. Se dio cuenta, lo notó, lo adivinó. ¿Cómo? ¡No importa! Estaba segura de no haberse equivocado; pero no hubiera podido decir en qué habían cambiado los ignorados pensamientos de aquel extraño muchacho.
    Le parecía que había sido hasta entonces como un hombre vacilante que de pronto hubiera tomado una resolución. Esa idea se le ocurrió una noche al encontrar su mirada, una mirada fija, singular, que ella no conocía.
    Entonces él empezó a contemplarla a cada momento, y a ella le daban ganas de esconderse para eludir aquellos ojos fríos, clavados en ella.
    La miraba de hito en hito durante noches enteras, apartando la vista sólo cuando ella le decía, agotada:
    « ¡No me mires así, hijo mío!»
    Entonces él bajaba la cabeza.
    Pero en cuanto le daba la espalda, sentía de nuevo sus ojos sobre ella. Fuera donde fuera, la perseguía su mirada obstinada.
    A veces, cuando paseaba por su jardincito, lo divisaba de repente agazapado tras un macizo como si se hubiera emboscado allí; o bien, cuando se instalaba ante la casa a zurcir medias, y él cavaba un cuadro de verduras, la acechaba, mientras trabajaba, de forma solapada y continua.
    En vano le preguntaba:
    ¿«Qué tienes, hijo mío? Desde hace tres años te has vuelto muy diferente. Ya no te reconozco. Dime lo que tienes, lo que piensas, te lo suplico.»
    El pronunciaba invariablemente, en tono tranquilo y cansado:
    «¡No tengo nada, tía!»
    Y cuando ella insistía, suplicándole:
    «Vamos, hijo mío, respóndeme cuando te hablo. Si supieras la pena que me causas, me responderías siempre y no me mirarías así. ¿Tienes algún pesar? Dímelo, te consolaré...»
    El se marchaba con aire fatigado, murmurando:
    «Te aseguro que no tengo nada. »
    No había crecido mucho, seguía teniendo un aspecto infantil, aunque los rasgos de su cara fuesen los de un hombre. Sin embargo, eran duros y como inacabados. Parecía incompleto, nacido mal, meramente esbozado, e inquietante como un misterio. Era un ser cerrado, impenetrable, en quien parecía obrarse un incesante trabajo mental, activo y peligroso.
    La señorita Source percibía perfectamente todo esto y la angustia no la dejaba dormir. La asaltaban espantosos terrores, horribles pesadillas. Se encerraba en su habitación y atrancaba la puerta, torturada por el espanto.
    ¿De qué tenía miedo?
    No lo sabía.
    Miedo de todo, de la noche, de las paredes, de las formas que la luna proyecta a través de las blancas cortinas de las ventanas, ¡y sobre todo miedo de él!
    ¿Por qué?
    ¿Qué tenía que temer? ¡Si lo supiera!...
    ¡No podía vivir así! Estaba segura de que la amenazaba una desgracia, una terrible desgracia.
    Una mañana salió, en secreto, y se dirigió a la ciudad a casa de sus parientas. Les contó el asunto con voz jadeante. Las dos mujeres pensaron que se estaba volviendo loca y trataron de tranquilizarla.
    Ella decía:
    «¡Si supierais cómo me mira de la mañana a la noche! ¡No me quita ojo! A veces me dan ganas de pedir auxilio, de llamar a los vecinos, ¡de miedo que tengo! Pero ¿qué les diría? No me hace nada, salvo mirarme.» Las dos primas preguntaban:
    «¿Se muestra alguna vez brutal con usted? ¿Le responde con dureza?»
    Ella proseguía:
    «No, nunca; hace todo lo que quiero; trabaja bien, es muy formal; pero ya no aguanto el miedo. Algo se le pasa por la cabeza, estoy segura, segurísima. Y no quiero quedarme sola con él, en el campo.»
    Las parientas, pasmadas, le indicaron que la gente se extrañaría, que no lo entenderían; y le aconsejaron callar sus temores y proyectos, aunque sin disuadirla empero de ir a vivir en la ciudad, esperando así recuperar la herencia entera.
    Incluso le prometieron ayudarle a vender la casa y a encontrar otra cerca de ellas.
    La señorita Source regresó a su hogar. Pero su ánimo estaba tan trastornado que se estremecía al menor ruido y sus manos empezaban a temblar a la más leve emoción.
    Regresó en otras dos ocasiones a entenderse con sus parientas, muy resuelta ya a no quedarse en su aislada morada. Por fin descubrió en los arrabales un hotelito que le convenía y lo compró en secreto.
    La firma del contrato tuvo lugar un martes por la mañana, y la señorita Source ocupó el resto del día en los preparativos de la mudanza.
    Cogió, a las ocho de la noche, la diligencia que pasaba a un kilómetro de su casa; y mandó parar en el sitio donde el conductor tenía la costumbre de dejarla. El hombre le gritó, azotando sus caballos:
    «Adiós, señorita Source, buenas noches.»
    Ella respondió al alejarse:
    «Buenas noches, tío Joseph.»
    Al día siguiente, a las siete y media de la mañana, el cartero que lleva las cartas al pueblo observó en el camino transversal, no lejos de la carretera, un gran charco de sangre todavía fresca. Se dijo: «¡Vaya!, algún borracho que ha sangrado por la nariz.» Pero vio diez pasos después un pañuelo de bolsillo manchado de sangre. Lo recogió. La tela era fina, y el peatón, sorprendido, se acercó a la cuneta, donde le pareció ver un objeto extraño.
    La señorita Source estaba tendida sobre la hierba del fondo, con la garganta cortada de un navajazo.
    Una hora después los gendarmes, el juez de instrucción y muchas autoridades hacían suposiciones en torno al cadáver.
    Las dos parientas, llamadas de testigos, acudieron a contar los temores de la vieja señorita, y sus últimos proyectos.
    El huérfano fue detenido. Desde la muerte de su madre adoptiva, lloraba de la mañana a la noche, sumido, al menos en apariencia, en la más violenta de las penas.
    Probó que había pasado la velada, hasta las once, en un café. Diez personas lo habían visto, se habían quedado hasta que se marchó.
    Ahora bien, el cochero de la diligencia declaró haber dejado en la carretera a la asesinada entre nueve y media y diez. El crimen sólo había podido producirse en el trayecto desde la carretera a la casa, como muy tarde a las diez.
    El acusado fue absuelto.
    Un testamento, ya antiguo, depositado en un notario de Rennes, lo nombraba legatario universal; y heredó.
    La gente del pueblo, durante mucho tiempo, lo tuvo en cuarentena, sospechando de él. Su casa, la de la muerta, pasaba por maldita. En la calle se le evitaba.
    Pero se mostró tan buen chico, tan abierto, tan familiar, que poco a poco se olvidó la horrible duda. Era generoso, atento, charlaba con los más humildes, de todo, cuanto querían.
    El notario, el señor Rameau, fue uno de los primeros en cambiar de opinión sobre él, seducido por su sonriente locuacidad. Declaró una noche, en una cena en casa del recaudador:
    «Un hombre que habla con tanta facilidad y que está siempre de buen humor no puede tener semejante crimen sobre su conciencia.»
    Impresionados por este argumento, los asistentes reflexionaron, y recordaron, en efecto, las largas conversaciones de aquel hombre que los detenía, casi a la fuerza, en un recodo del camino, para comunicarles sus ideas, que los obligaba a entrar en su casa cuando pasaban ante su jardín, que tenía más labia que el propio teniente de la gendarmería, y una alegría tan comunicativa que, pese a la repugnancia que inspiraba, no había manera de dejar de reírse en su compañía.
    Todas las puertas se le abrieron.
    Es el alcalde de su pueblo, hoy.