EL INGLÉS DE ETRETAT


   Un gran poeta inglés acaba de cruzar por Francia para saludar a Victor Hugo. Su nombre llena las columnas de los diarios, y corren por los salones leyendas acerca de su persona. Hace ya quince años que tuve yo la oportunidad de tratar varias veces con Algernon Carlos Swinburne. Voy a intentar mostrarle tal cual yo lo vi, fijando definitivamente la impresión que me produjo y que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siempre viva en mí.

    ***
   Creo que fue el año mil ochocientos sesenta y siete, o el mil ochocientos sesenta y ocho; un inglés, joven y desconocido, acababa de comprar en Etretat una casita oculta bajo árboles copudos. Decíase que vivía en ella de una manera fantástica, siempre solo, despertando el asombro hostil de los indígenas, porque, como en todo pueblo chico, las gentes de aquél eran cazurras y de una malignidad necia.
   Se rumoreaba que aquel inglés extravagante no comía otra cosa que carne de mono, hervida, asada, salteada, en confitura; que no quería tratar con nadie y que hablaba a solas y en voz alta durante horas y horas; en una palabra, se contaban de él mil cosas sorprendentes, que hacían creer a las personas razonables que aquel individuo no era de la pasta de los demás hombres.
   Lo que más asombraba a las gentes era que tratase con la mayor familiaridad a un mono de gran tamaño que andaba en libertad por su habitación. De haber sido un gato, un perro, nadie habría dicho nada. ¿Pero un mono? ¿No era algo horrible?¡Había que tener aficiones de salvaje para hacer semejante cosa!
   Yo sólo conocía a aquel joven por haberme cruzado con él en la calle. Era pequeño, metido en carnes sin llegar a gordo, de aspecto bonachón, y gastaba bigote rubio casi invisible.
   La casualidad nos deparó ocasión de conversar. Aquel salvaje era simpático y espontáneo; era desde luego, uno de tantos ingleses raros con los que uno se tropieza aquí y allá por el mundo.
   Dotado de una inteligencia notable, parecía vivir en un ensueño fantástico, como debió de vivir Edgar Poe. Había traducido al inglés un volumen de extraordinarias leyendas islandesas, que yo desearía ardientemente ver traducidas en la actualidad al francés. Era aficionado a lo sobrenatural, a lo macabro, a lo retorcido, a lo complicado, a todo lo descompasado cerebralmente. Hablaba de las cosas más pasmosas con una flema completamente inglesa, lo que, unido a su voz dulce y calmosa, le daba un aire de sensatez, que era como para hacer perder el juicio.
   Poseído de un desdén altanero por el mundo, por sus convencionalismos, prejuicios y moral, había clavado en su casa una divisa audaz y desvergonzada. Si el dueño de un mesón sin huéspedes hubiese escrito en la puerta del mismo: «¡Aquí se asesina a los viajeros!», no habría hecho un chiste más siniestro.
   Yo no había entrado aún en su casa cuando recibí una invitación para almorzar en ella; esta invitación se produjo como consecuencia del accidente ocurrido a un amigo suyo, que había estado a punto de ahogarse y al que yo intenté socorrer.
   Aunque llegué cuando ya se había realizado el salvamento, recibí de los dos ingleses las más calurosas frases de agradecimiento; al día siguiente me presenté en la casa.
   Era el amigo un mozo de unos treinta años, que sostenía una cabeza enorme sobre su cuerpo infantil, un cuerpo sin anchura de pecho ni de hombros. Una frente desmesurada, que parecía haber devorado todo el resto de aquel hombre, se desarrollaba a manera de cúpula sobre su cara menguada, que terminaba en forma de huso en la barbilla puntiaguda. Los ojos penetrantes y la boca deprimida producían la impresión de una cabeza de reptil, mientras que el cráneo magnífico despertaba la idea del genio.
   Un temblequeo nervioso sacudía constantemente a aquel ser que caminaba, se agitaba, actuaba a sobresaltos, como resorte descompuesto.
   Tal era Algernon Carlos Swinburne, hijo de un almirante inglés, y nieto, por línea materna, del conde de Ashburnham.
   Su fisonomía conturbadora, hasta inquietante, se transfiguraba en cuanto empezaba a hablar. Pocas veces he tratado a un hombre más impresionante, más elocuente, más incisivo, más encantador hablando. Parecía como si su imaginación vivaz, nítida, agudísima y extravagante, fluyese junto con su voz, dando vida y nervio a las frases. Sus ademanes sobresaltados marcaban el ritmo de su frase saltarina, que penetraba en el alma del oyente lo mismo que una hoja puntiaguda; tenía de pronto estallidos de pensamiento como los faros intermitentes, vaharadas geniales de luz que parecían iluminar todo un mundo de ideas.
   La casa de los dos amigos era bonita y se salía de lo corriente. Cuadros por todas partes, magníficos algunos, rarísimos otros, que parecían reproducir visiones de locos. Si no me engaña la memoria, había una acuarela que representaba una cabeza de muerto navegando dentro de una concha color de rosa en un océano sin límites, a la luz de una luna que tenía cara de persona humana.
   Aquí y allá se veían huesos de esqueleto. Llamó sobre todo mi atención una horrible mano disecada que aún conservaba la piel reseca, los músculos negros puestos al desnudo, y sobre el hueso, blanco como la nieve, algunas manchas de sangre.
   No llegué a adivinar el enigma de las comidas de los dos amigos. ¿Eran buenas? ¿Eran malas? No podría afirmarlo resueltamente. El asado de mono me quitó las ganas de adoptar como plato corriente la carne de ese animal; y el gran mono que andaba suelto rondando alrededor de nosotros y que en el momento de ir yo a beber me empujaba la cabeza para metérmela en el vaso, me quitó cualquier capricho de tener por compañero de todos los días a un animal de esa clase.
   Por lo que respecta a los dos hombres, dejaron en mí la impresión de ser dos espíritus extraordinariamente originales y destacados, de una absoluta extravagancia, pertenecientes a esa raza especial de alucinados de talento de la que han salido Poe, Hoffmann y algunos más.

   ***

   Si, como se cree generalmente, el genio es una especie de delirio de las grandes inteligencias, Algernon Carlos Swinburne es, desde luego, un hombre de genio.
   Jamás se considera como genios a los grandes espíritus razonables, en tanto que se prodiga este sublime calificativo a cerebros que son con frecuencia de segundo orden, pero que están agitados por algo de locura.
   De todos modos, este poeta sigue siendo uno de los primeros de su tiempo por la originalidad de su inventiva y la maestría prodigiosa de su forma. Es un lírico exaltado, un lírico furioso que se cuida muy poco de la verdad humilde y sana que los artistas franceses buscan hoy con toda obstinación y paciencia; él se esfuerza por dar forma a visiones y pensamientos sutiles, ingenuamente grandiosos unas veces, llenos de hinchazón otras, pero magníficos siempre.

   ***
   Dos años después, halle la casa cerrada; sus habitantes se habían ausentado. Los muebles estaban en venta. Compré, como recuerdo de aquellos dos hombres, la repugnante mano disecada. En la cespedera había un enorme bloque de granito que tenía grabada una sola palabra; Nip. Encima del bloque, una piedra hueca, llena de agua, brindaba bebida a los pájaros. Era la sepultura del mono, al que un criado joven, negro y vengativo, había ahorcado. Me contaron que el tal criado vengativo tuvo luego que huir, perseguido por el revólver del amo, exasperado. Después de vagar durante varios días sin techo, ni pan, se dejó ver de nuevo, dedicándose a vender caramelos por las calles.
   Fue expulsado definitivamente del pueblo, porque casi estranguló a un comprador descontento.
   Si encontrásemos con frecuencia muchos interiores de casas como el que he descrito, la tierra sería más alegre.