EL LLANTO DE ANDRÉ

A Edgar Courtois

      La casa del notario tenía una fachada que daba la plaza, y por la parte trasera un hermoso jardín se extendía hasta el pasadizo de los Piques que estaba siempre desierto y del cual lo separaba un muro.
      Al final de este jardín era donde la mujer de Moreau había citado, por primera vez, al capitán Sommeville, quien la perseguía desde hacía mucho tiempo.
      Su marido se había ido por ocho días a París, y, por consiguiente, tenía libre toda la semana. El capitán le había rogado tanto, le había implorado con palabras tan dulces, estaba ella tan persuadida de que la amaba tan ardientemente, se sentía ella misma tan sola, tan desconocida y olvidada en medio de los contratos en que únicamente se ocupaba su marido, que su corazón había caído en el garlito sin preguntarse si algún día diría algo más.
      Luego, después de un mes de amor platónico, de acariciarse las manos, de besos rápidos y robados detrás de las puertas, el capitán le había declarado que abandonada inmediatamente la ciudad, para lo cual pediría su traslado, si no obtenía una cita, una verdadera cita, bajo la sombra de los árboles del jardín durante la ausencia de su marido.
      Ella cedió, y se lo había prometido
      Y, agazapada contra el muro, con el corazón agitado y temblando al menor ruido, ya lo estaba esperando.
      De pronto, oyó que alguien escalaba el muro, y estuvo a punto de echarse a correr. ¿Y si no era él? ¿Y si era un ladrón? Pero no; una voz la llamaba muy bajito: “Mathilde”. Ella respondió: “Etienne”. Y un hombre saltó dentro con un ruido de chatarra.
      ¡Era él! ¡Qué beso!
      Se estuvieron mucho tiempo de pie, abrazados y con los labios unidos. Pero, de repente, empezó a caer una lluvia fina, y las gotas de agua al deslizarse de hoja en hoja sonaban en la sombra como un ruido de lluvia. Ella se estremeció cuando le cayó la primera gota de agua en el cuello.
      —Mathilde, querida mía, adorada mía, amor mío, ángel mío, entremos en tu casa—le decía—. Es medianoche, y no tenemos nada que temer. Vamos a tu casa, te lo suplico.
      —No, querido mío, tengo miedo—respondía ella—. ¡Quién sabe lo que nos pueda ocurrir!
      Pero la tenía estrechada entre sus brazos, y le murmuraba al oído:
      —Tus sirvientas están en el tercer piso, y en la parte que da hacia la plaza. Tu habitación está en el primer piso, y da aquí al jardín. No nos oirá nadie. Te quiero, amor mío, y quiero amarte libremente, toda entera, desde los pies a la cabeza—y la ceñía con violencia, enloqueciéndola a besos.
      Se resistía aún, asustada y un poco avergonzada también. Pero la cogió por la cintura, la levantó en vilo y se la llevó bajo la lluvia que iba siendo cada vez más fuerte.
      Como no había cerrado la puerta, entraron sin ruido; luego subieron a tientas la escalera y después, cuando estuvieron ya en la habitación, echó el cerrojo, mientras él encendía una cerilla.
      Pero ella se dejó caer desfallecida en un sillón, y él se echó a sus pies y, lentamente, la iba desnudando, comenzando por los botines y las medias, para besar sus pies.
      —No, no, Etienne, te lo suplico, déjame seguir siendo una mujer honrada—le decía, anhelante—. Ya te quiero demasiado así, y además, ¡es tan feo y tan grosero eso! No poder amarse sólo con las almas..., Etienne.
      Con la destreza de una doncella y la vivacidad de un hombre apresurado, la desabotonaba, le deshacía los nudos, le desabrochaba y deshacía las lazadas sin descanso. Y cuando ella quiso levantarse para escapar a sus audacias, salió bruscamente de sus vestidos, de sus enaguas y de su ropa íntima completamente desnuda, como cuando sale una mano de un manguito.
      Desesperada, corrió hacia la cama para ocultarse detrás de las cortinas. La retirada era peligrosa; él la siguió. Pero cuando él se apresuraba a cogerla, el sable, que se había soltado demasiado rápidamente, se le cayó sobre el entarimado haciendo un ruido muy retumbante.
      En seguida una queja prolongada, un grito agudo y prolongado, un llanto de niño salió de la habitación contigua, cuya puerta había quedado abierta.
      —¡Oh, acabas de despertar a André !—murmuró ella—; no podrá volver a dormirse.
      Su hijo tenía quince meses y dormía cerca de su madre, a fin de que pudiese vigilarlo constantemente.
      El capitán, loco de ardor, no hacía caso ni escuchaba nada:
      —¿Qué importa, qué importa? Yo te quiero; tú eres mía, Mathilde.
      —¡No, no! —se debatía ella desolada y asustada—. Escucha como llora; va a despertar a la nodriza, y si viniese, ¿qué haríamos? ¡ Estaríamos perdidos! Etienne, escucha, cuando llora así por la noche, su padre lo mete en nuestra cama para calmarlo. Se calla en seguida, inmediatamente y no hay ningún otro medio. Déjame que lo traiga, Etienne.
      El niño gritaba que se las pelaba, daba esos berridos penetrantes que atraviesan los muros más espesos, y se les oye en la calle al pasar cerca de sus habitaciones.
      El capitán, consternado, se levantó, y Mathilde se lanzó en busca del mocoso. Lo trajo, lo metió en la cama y se calló.
      Etienne se sentó a horcajadas sobre una silla y lió un pitillo. Al cabo de cinco minutos apenas, André se había dormido.
      —Voy a llevarlo ahora—...murmuró su madre, y con infinitas preocupaciones fue a dejar al niño en su cuna.
      Cuado volvió, el capitán esperaba con los brazos abiertos.
      La abrazó, loco de amor; y ella, vencida al fin, al estrecharle, balbucía:
      —¡ Etienne..., Etienne..., amor mío! ¡Oh, si tu supieses cómo..., cómo!
      Y, de repente, André se echó a llorar de nuevo.
— ¡Qué bandido de crío! ¡ No se callará ese mocoso ! —exclamó el capitán furioso.
No, no se callaba el mocoso, berreaba.
      Mathilde creyó oír pasos en el piso de arriba y, pensando que sería la nodriza, echó a correr, cogió a su hijo y lo llevó otra vez a su cama. Inmediatamente se calló.
      Por tres veces seguidas lo metieron en su cuna, y otras tantas veces fue preciso ir por él.
      El capitán Sommeville se fue una hora antes del amanecer echando pestes por la boca que para qué quieres.
      Mas, para calmar su impaciencia, Mathilde le había prometido recibirle incluso aquella misma noche.
      Llegó igual que la víspera, pero más impaciente, más ardoroso y vehemente por la espera.
      Tuvo buen cuidado de poner su sable con mucho tiento, sobre los dos brazos de un sillón; se quitó sus botas como si fuese un ladrón, y hablaba tan bajo que Mathilde ni lo oía. Por fin, iba a ser feliz, completamente feliz, cuando el parqué o algún mueble, o quizá la misma cama, crujió. Fue un ruido seco como si se hubiese roto algún soporte; y en seguida un grito, débil primero y después muy agudo, respondió al otro. André se había despertado.
      Chillaba como un zorro. Si continuaba así, seguro que iba a despertar a toda la casa.
      La madre toda trastornada, se levantó y lo metió en la cama. El capitán no se levantó; estaba que mordía. Entonces, muy lentamente extendió la mano, cogió entre dos dedos un poco de carne del monigote, sin saber dónde, si en el muslo o en la nalga, y le pellizcó. El niño se agitó, chillando de tal modo que lastimaba los oídos. Entonces el capitán, exasperado, le pellizcó más fuerte, por todas las partes, con verdadera rabia. Cogía muy aprisa un trocito de piel y la retorcía apretando violentamente; después los soltaba para coger otro trocito al lado, y luego otro un poco más distante, y otro y otro...
      El niño lanzaba unos gritos como cuando se degüella a un pollo o se pega a un perro.
      La madre, afligida, lo besaba, lo acariciaba, intentaba consolarlo y ahogar sus gritos bajo sus besos. Pero André se iba poniendo todo de un color morado como si le fuesen a dar convulsiones, y agitaba sus piececitos y sus manecitas de una manera horrible y lastimosa.
      —Intenta dejarlo otra vez en la cuna; tal vez se calme—dijo el capitán en voz baja—. Y Mathilde se fue hacia la otra habitación con su niño en brazos.
      En cuanto salió de la cama de su madre, ya gritaba menos fuerte; y una vez que entró en la suya, se calló, aunque daba algún que otro sollozo aún, de cuando en cuando.
      El resto de la noche lo pasó tranquilo; y el capitán fue feliz.
      A la noche siguiente, el capitán también volvió. Como hablaba un poco alto, André se despertó de nuevo y se puso a chillar. Su madre fue en seguida a buscarlo; pero el capitán le pellizcó tanto, tan fuerte y durante tanto tiempo que el crío se ahogaba, y tenía los ojos entornados y la boca llena de baba.
      Lo llevaron a su cuna, y se calmó en seguida.
      Al cabo de cuatro días, ya no lloraba para que lo llevasen al lecho materno.
      El notario regresó el sábado por la noche, y ocupó su puesto en el hogar y en la cámara conyuga1.
      Se acostó temprano, pues llegaba cansado del viaje; después, una vez que volvió a sus costumbres y cumplió escrupulosamente con todos sus deberes de hombre honrado y metódico, se asombró de que André no llorara, y dijo:
      —Toma, André no llora esta noche. Vete a buscarle un momento, Mathílde, me agrada sentirlo entre nosotros.
      La mujer se levantó en seguida y fue a buscar al niño; pero en cuanto se vio en la cama donde tanto le gustaba dormirse unos días antes, el niño, asustado, se retorcía y gritaba tan furiosamente que fue preciso llevarlo otra vez a su cuna.
      Moreau no salía de su asombro:
      —¿Qué cosa más rara? ¿Qué le pasará esta noche? Acaso tenga sueño.
      —Así ha estado todas las noches durante tu ausencia. No he podido tenerle ni una sola vez—respondió su mujer.
      Por la mañana, el niño se despertó y se puso a jugar y a reír moviendo sus manecitas.
       El notario, enternecido, acudió a verle, besó a su vástago y después lo cogió en sus brazos para llevarlo al lecho conyugal. André se reía con esa risa que se dibuja en los niños cuyo pensamiento es aún vago. De repente, vio la cama y a su madre dentro de ella; y su carita feliz se arrugó, descompuesta, mientras unos gritos furiosos empezaron a salir de su garganta y se debatía como si le estuviesen martirizando.
      El padre, asombrado, murmuró:
      —A este niño le pasa algo—y con un movimiento natural, le levantó la camisa.
      Lanzó un “¡oh!” de estupor. Tenía las pantorrillas, los muslos, los riñones y las nalgas con unas manchas amoratadas, del tamaño de una perra chica.
      — ¡Mathilde, mira, esto es espantoso! —exclamó maitre Moreau. La madre, desesperada, se levantó corriendo. Cada una de las manchas parecía estar atravesada en su mitad por una línea violácea, donde la sangre debía haberse coagulado. Aquello era, con seguridad, alguna enfermedad espantosa y rara, el comienzo de una especie de lepra, una de esas afecciones extrañas o pustulosa como la de sapos o escamosa como la de los cocodrilos.
      Los padres se miraban, desesperados. Moreau exclamó:
      — ¡Hay que ir a buscar al médico!
      Pero Mathilde, más pálida que una muerta, contemplaba fijamente a su hijo, que tenía la piel tan llena de manchas como un leopardo. Y, de repente, lanzó un grito, un grito violento, irreflexivo, y como si hubiera visto a alguien que la horrorizase, exclamó:
— ¡Oh, el miserable!
      Maitre Moreau, sorprendido, preguntó:
      —¿Eh? ¿De quién hablas? ¿Quién es ese miserable?
      Su mujer enrojeció hasta la punta de los pelos y balbució:
      —Nada..., es..., mira..., es seguramente esa miserable nodriza quien pellizca al niño para hacerle callar cuando llora.
      El notario, exasperado, se fue en busca de la nodriza y estuvo a punto de pegarle. Ésta negó con descaro, pero fue despedida.
      Y como su conducta fue comunicada a la municipalidad esto le impidió hallar otras colocaciones.