EL OLIVAR


I
    Cuando los hombres del puerto, del puertecino provenzal de Garandou, al fondo de la bahía de Fisca, entre Marsella y Tolón, divisaron la barca del padre Vilbois que volvía de la pesca, bajaron a la playa para ayudar a sacar la embarcación.
    El cura estaba solo, y remaba como un auténtico marinero, con una energía extraordinaria a pesar de sus cincuenta y ocho años. Las mangas remangadas sobre los brazos musculosos, la sotana levantada por abajo y sujeta entre las rodillas, algo desabrochada sobre el pecho, la teja en el banco de al lado, y tocado con un sombrero acampanado de corcho recubierto con tela blanca, parecía un fornido y extravagante eclesiástico de los países cálidos, más hecho para las aventuras que para decir misa.
    De vez en cuando, miraba hacia atrás para identificar bien el punto de atraque, y después, recomenzaba a remar, de forma rítmica, metódica y fuerte, para demostrar, una vez más, a aquellos malos marineros del Sur, cómo bogan los hombres del Norte.
    La barca tocó la arena con fuerte impulso y se deslizó como si fuera a subir toda la playa hundiendo en ella la quilla; después se paró en seco, y los cinco hombres que contemplaban la llegada del cura se acercaron, afables, satisfechos, simpáticos con el sacerdote.
    «¿Qué?, dijo uno con su fuerte acento de Provenza, ¿buena pesca, señor cura?»
    El padre Vilbois metió los remos, se quitó el sombrero acampanado para tocarse con la teja, se bajó las mangas sobre los brazos, se abrochó la sotana, y después, habiendo recuperado su aspecto y su prestancia de párroco de pueblo, respondió con orgullo:
    «Sí, sí, muy buena, tres lubinas, dos morenas y unos cuantos jureles.»
    Los cinco pescadores se habían acercado a la barca, e inclinados sobre la borda, examinaban, con aire de entendidos, los bichos muertos, las lubinas gruesas, las morenas de cabeza plana, repugnantes serpientes de mar, y los jureles violetas estriados en zigzag por franjas doradas del color de la piel de naranja.
    Uno de ellos dijo:
    «Voy a ayudarle a llevar todo eso a su casa, señor cura. »
    «Gracias; muchacho. »
    Tras estrechar las manos, el sacerdote se puso en camino, seguido por un hombre y dejando a los demás al cuidado de su embarcación.
    Marchaba a pasos largos y lentos, con un aire de fuerza y de dignidad. Como aún estaba acalorado por haber remado con tanto vigor, se destocaba a veces al pasar bajo la sombra leve de los olivos, para ofrecer al aire de la tarde, siempre tibio, pero un poco refrescado por una vaga brisa del mar abierto, su frente cuadrada, coronada de pelo blanco, tieso y corto, una frente de oficial más bien que una frente de cura. El pueblo aparecía sobre una loma, en medio de un ancho valle que descendía en llanura hacia el mar.
    Era una tarde de julio. El sol deslumbrador, a punto de tocar la dentada cresta de las colinas remotas, proyectaba oblicuamente sobre la blanca carretera, enterrada bajo un sudario de polvo, la interminable sombra del eclesiástico cuya teja desmesurada paseaba por el campo contiguo una mancha oscura que parecía jugar a trepar ágilmente por todos los troncos de olivos que encontraba, para caer enseguida al suelo, donde se arrastraba entre los árboles.
    Bajo los pies del padre Vilbois, una nube de fino polvo, de esa harina impalpable que cubre, en verano, los caminos provenzales, se elevaba, humeando en torno a la sotana que velaba y cubría, por abajo, de un tono gris cada vez más claro. Caminaba, ya refrescado y con las manos en los bolsillos, con la marcha lenta y poderosa de un montañés que hace una ascensión. Sus ojos tranquilos contemplaban el pueblo, su pueblo, cuyo párroco era desde hacía veinte años, pueblo elegido por él, obtenido como un gran favor, y donde pensaba morir. La iglesia, su iglesia, dominaba el ancho cono de casas agolpadas a su alrededor, con sus dos torres de piedra parda, desiguales y cuadradas, que erguían en aquel hermoso vallecito meridional sus antiguas siluetas, más parecidas a defensas de un castillo que a campanarios de un monumento sagrado.
    El sacerdote estaba contento, pues había pescado tres lubinas, dos morenas y unos cuantos jureles.
    Tendría ese nuevo y pequeño triunfo ante sus feligreses, él, a quien respetaban sobre todo por ser, a pesar de su edad, el hombre más musculoso del pueblo. Estas ligeras vanidades inocentes eran su mayor placer. Su puntería con la pistola le permitía cortar los tallos de las flores, a veces practicaba la esgrima con el estanquero, su vecino, ex-ayudante del maestro de armas de un regimiento, y nadaba mejor que nadie en la costa.
    Era además un ex-hombre de mundo, muy conocido en tiempos, muy elegante, el barón de Vilbois, que se había hecho cura, a los treinta y dos años, a consecuencia de un desengaño amoroso.
    Descendiente de una antigua familia picarda, monárquica y religiosa, que desde hacía siglos consagraba sus hijos al ejército, a la magistratura o al clero, pensó primero en tomar los hábitos por consejo de su madre, y después, a instancias de su padre, se decidió simplemente a trasladarse a París, estudiar derecho, y buscar un importante empleo en la curia.
    Pero mientras terminaba sus estudios, su padre sucumbió de una neumonía, de resultas de unas cacerías en los pantanos, y su madre, embargada de dolor, murió poco tiempo después. Así, pues, al haber heredado de pronto una gran fortuna, renunció a sus proyectos de seguir una carrera, para contentarse con vivir como un hombre rico.
    Guapo, inteligente, aunque de un espíritu limitado por creencias tradicionales y principios tan hereditarios como sus músculos de hidalgo picardo, gustó, tuvo éxito entre la gente seria, y disfrutó de la vida como un hombre joven, rígido, opulento y considerado.
    Pero he aquí que tras algunos encuentros en casa de un amigo, se enamoró de una joven actriz, de una jovencísima alumna del Conservatorio, que se presentaba brillantemente en el Odeón.
    Se enamoró con toda la violencia, con todo el arrebato de un hombre nacido para creer en ideas absolutas. Se enamoró viéndola a través del papel novelesco con el que había obtenido, el mismo día en que se mostró por vez primera al público, un gran éxito.
    Ella era bonita, perversa por naturaleza, con un aire de niña ingenua que él calificaba de angelical. Supo conquistarlo por completo, convertirlo en uno de esos locos delirantes, uno de esos extasiados dementes a quienes una mirada o unas faldas de mujer abrasan en la hoguera de las Pasiones Mortales. La tomó por amante, la obligó a dejar el teatro, y la amó, durante cuatro años, con ardor siempre creciente. Seguramente, a pesar de su apellido y de las tradiciones honorables de su familia, habría acabado casándose con ella, de no haber descubierto, un día, que lo engañaba desde hacía tiempo con el amigo que se la había presentado.
    El drama fue tanto más terrible cuanto que ella estaba encinta, y que él esperaba el nacimiento del niño para decidirse al matrimonio.
    Cuando tuvo entre sus manos las pruebas, unas cartas, encontradas en un cajón, le reprochó su infidelidad, su perfidia, su ignominia, con toda la brutalidad del semisalvaje que era.
    Pero ella, hija de las aceras de París, tan imprudente como impúdica, tan segura del otro hombre como de éste, y además atrevida como esas hijas del pueblo que se encaraman a las barricadas por simple chulapería, lo desafió y le insultó; y cuando él alzaba la mano, le mostró su vientre.
    El se detuvo, palideciendo, pensó que un descendiente suyo estaba allí, en aquella carne mancillada, en aquel cuerpo vil, en aquella criatura inmunda, ¡un hijo suyo! Entonces se abalanzó sobre ella para aplastarlos á ambos, para aniquilar aquella doble vergüenza. Ella tuvo miedo, sintiéndose perdida, y cuando rodaba por el suelo bajo sus puños, cuando veía su pie dispuesto a golpear en el suelo la cadera abultada donde vivía ya un embrión humano, le gritó, con las manos alargadas para parar los golpes:
    «No me mates. No es tuyo, es de él.»
    Retrocedió de un salto, tan estupefacto, tan trastornado que su furia quedó en suspenso como su tacón, y balbució:
    «¿Qué... qué dices?»
    Ella, de repente loca de miedo ante la muerte entrevista en los ojos y en el gesto aterradores de aquel hombre, repitió:
    «No es tuyo, es de él.»
    El murmuró, apretando los dientes, anonadado.
    «¿El niño?
    —Sí.
    Y de nuevo esbozó el gesto del pie que va a aplastar a alguien, mientras su amante, de rodillas, tratando de retroceder, seguía balbuciendo:
    «Te aseguro que es de él. Si fuera tuyo, ¿no lo habría tenido ya hace tiempo?»
    Este argumento lo impresionó como la verdad misma. En uno de esos relámpagos de la mente donde todos los razonamientos aparecen al mismo tiempo con iluminadora claridad, concretos, irrefutables, concluyentes, irresistibles, se convenció, estuvo seguro de que él no era el padre del miserable hijo de zorra que ella llevaba en las entrañas; y aliviado, liberado, casi apaciguado de pronto, renunció a destruir a aquella infame criatura.
    Entonces le dijo con voz más tranquila:
    «Levántate, márchate, y que no te vuelva a ver nunca.»
    Ella obedeció, vencida, y se marchó.
    No volvió a verla jamás.
    El partió por su lado. Bajó hacia el Sur, hacia el sol, y se detuvo en un pueblo, que se alzaba en el centro de un valle, a orillas del Mediterráneo. Le gustó una posada que daba al mar; cogió una habitación y se quedó. Estuvo allí dieciocho meses, con su pesar, con su desesperación, en total aislamiento. Vivió con el recuerdo devorador de la mujer traidora, de su encanto, de su fingimiento, de su embrujo inconfesable, y con la nostalgia de su presencia y sus caricias.
    Vagaba por los vallecitos provenzales, paseando al sol tamizado por las grisáceas hojitas de los olivos su pobre cabeza enferma donde moraba una obsesión.
    Pero las antiguas ideas piadosas, el ardor algo apaciguado de su fe inicial volvieron muy suavemente a su corazón en aquella dolorosa soledad. La religión, que le había parecido en tiempos un refugio contra la vida desconocida, se le aparecía ahora como un refugio contra la vida engañosa y torturadora. Había conservado el hábito de rezar. Se aferró a él en su pesar, y a menudo iba, al atardecer, a arrodillarse en la iglesia en sombras donde sólo brillaba, al fondo del coro, el punto luminoso de la lámpara, centinela sagrada del santuario, símbolo de la presencia divina.
    Confió su pena a Dios, a su Dios, y le contó toda su miseria. Le pedía consejo, compasión, auxilio, protección, consuelo, y en su oración, repetida cada día con mayor fervor, ponía cada vez una emoción más intensa.
    Su corazón martirizado, roído por el amor de una mujer, seguía abierto y palpitante, ávido de ternura; y poco a poco, a fuerza de rezar, de vivir como un ermitaño con crecientes hábitos de piedad, de abandonarse a esa comunicación secreta de las almas devotas con el Salvador que consuela y atrae a los miserables, el amor místico de Dios entró en él y venció al otro.
    Entonces reanudó sus primeros proyectos, y decidió ofrecer a la Iglesia una vida rota que había estado a punto de entregarle virgen.
    Y se hizo sacerdote. Gracias a su familia, a sus relaciones, consiguió que lo nombrasen párroco de aquel pueblo provenzal al que el azar lo había arrojado y, consagrando a obras de beneficencia gran parte de su fortuna, conservando sólo lo necesario para ser hasta su muerte útil a los pobres y compasivo con ellos, se refugió en una tranquila existencia de prácticas piadosas y de entrega a sus semejantes.
    Fue un sacerdote de miras estrechas, pero bueno, una especie de guía religioso con temperamento de soldado, un guía de la iglesia que conducía a la fuerza por el camino recto a la humanidad errante, ciega, perdida en esta selva de la vida donde todos nuestros instintos, nuestros gustos, nuestros deseos, son senderos que nos extravían. Pero buena parte del hombre antiguo seguía viviendo en él. No dejaron de gustarle los ejercicios violentos, los deportes nobles, las armas, y detestaba a las mujeres, a todas, con un miedo de niño ante un misterioso peligro.

    II

    El marinero que seguía al sacerdote sentía en la lengua unas ganas muy meridionales de charlar. No se atrevía, pues el sacerdote disfrutaba entre su grey de gran prestigio. Al final se aventuró.
    «Entonces, dijo, ¿se encuentra usted a gusto en la alquería, señor cura?»
    Esta alquería era una de esas casas microscópicas donde los provenzales de ciudades y pueblos van a residir, en verano, para tomar el aire. El sacerdote había alquilado la casita en un campo, a cinco minutos de la rectoral, demasiado pequeña y como ahogada en el centro de la parroquia, pegada a la iglesia.
    No habitaba con regularidad, ni siquiera en verano, en el campo; iba sólo a pasar allí unos días de vez en cuando, para vivir en plena vegetación y tirar al blanco con la pistola.
    «Sí, amigo mío, dijo el sacerdote, me encuentro muy a gusto.»
    La pequeña vivienda aparecía, construida en medio de los árboles, pintada de rosa, listada, cuadriculada, cortada en pedacitos por las ramas y las hojas de los olivos plantados en el campo sin cercado, donde parecía haber brotado como una seta de Provenza.
    Se veía también una mujer alta que circulaba ante la puerta preparando una mesita para la cena donde colocaba cada vez que volvía, con metódica lentitud, un solo cubierto, un plato, una servilleta, un trozo de pan, un vaso. Iba tocada con el gorrito de las arlesianas, puntiagudo cono de seda o de terciopelo negro sobre el que florece una seta blanca.
    Cuando el sacerdote estuvo a tiro de voz, le gritó:
    «¡Eh! ¡Marguerite!»
    Ella se detuvo para mirar y, reconociendo a su amo:
    «¡To! ¿Es usted, señor cura?
    —Sí. Le traigo una buena pesca, me va usted a asar ahora mismo una lubina, una lubina con mantequilla, sólo con mantequilla, ¿me entiende?» La sirvienta, que había salido al encuentro de los hombres, examinaba con mirada experta los peces que llevaba el marinero.
    «Es que ya tenemos gallina con arroz, dijo.
    —Lo siento, pero el pescado de un día no es lo mismo que el pescado recién sacado del agua. Me daré un banquete, cosa que no ocurre todos los días; y además, el pez no es muy grande.»
    La mujer escogía la lubina, y cuando ya se iba, llevándosela, se volvió:
    «¡Ah! Ha venido un hombre en su busca tres veces, señor cura. »
    El preguntó con indiferencia:
    «¿Un hombre? ¿Qué tipo de hombre?
    —Pues un hombre no muy recomendable.
    —¿Cómo? ¿Un mendigo?
    —A lo mejor, sí, no digo que no. Más bien diría un maóufatan. »
    El padre Vilbois se echó a reír de aquella palabra provenzal, que significa maleante, merodeador de caminos, pues conocía el alma timorata de Marguerite que no podía residir en la alquería sin imaginarse durante todo el día y sobre todo por la noche que los iban a asesinar.
    Dio unas monedas al marinero, que se marchó, y mientras decía, pues había conservado todos los hábitos de limpieza y porte de un hombre de mundo: «Voy a mojarme un poco la cara y las manos», Marguerite le gritó desde la cocina, donde rascaba a contrapelo, con un cuchillo, el lomo de la lubina, cuyas escamas un poco manchadas de sangre se despegaban como íntimas piececitas de plata:
    «¡Ahí lo tiene!»
    El sacerdote se volvió hacia la carretera y vio en efecto a un hombre, que le pareció, desde lejos, muy mal vestido, y que se acercaba, a pasitos cortos, a la casa. Lo esperó, riéndose aún del terror de su criada, y pensando:
    «A fe mía, creo que tiene razón, tiene toda la pinta de un maoufatan. »
    El desconocido se acercaba con las manos en los bolsillos, los ojos clavados en el sacerdote, sin apresurarse. Era joven, llevaba barba, rizada y rubia; mechones de cabellos se rizaban en bucles al salir de un sombrero de fieltro blando, tan sucio y abollado que nadie habría podido adivinar su color y su forma iniciales. Llevaba un largo gabán marrón, unos pantalones desflecados en torno a los tobillos, y calzaba alpargatas, lo cual le imprimía unos andares blandos, mudos, inquietantes, un paso imperceptible de merodeador.
    Cuando estuvo a unas zancadas del eclesiástico, se quitó el pingajo que le cubría la frente, destocándose con un aire un poco teatral, y mostrando una cabeza ajada, libertina y hermosa, calva en lo alto del cráneo, señal de cansancio o de precoz desenfreno, pues seguramente el hombre no contaba más de veinticinco años.
    El sacerdote se destocó al punto, adivinando y sintiendo que aquel no era un vagabundo corriente, un obrero sin trabajo o alguien con antecedentes penales errante entre dos cárceles y que ya no sabe hablar más que el misterioso lenguaje de los presidios.
    «Buenos días, señor cura», dijo el hombre. El sacerdote respondió simplemente: « ¡Hola!», no queriendo llamar «señor» a aquel transeúnte sospechoso y desharrapado. Se contemplaban fijamente y el padre Vilbois, ante la mirada de aquel merodeador, se sentía turbado, emocionado como frente a un enemigo desconocido, invadido por una de esas extrañas inquietudes que se deslizan como un escalofrío en la carne y la sangre.
    Al final, el vagabundo prosiguió:
    —¿Qué? ¿No me reconoce?
    El sacerdote, muy extrañado, respondió:
    —No, en absoluto, no le conozco de nada.
    —Ah, conque no me conoce de nada. ¡Míreme bien!
    —Por mucho que le mire, no le he visto nunca.
    —Eso es cierto —prosiguió el otro, irónico—, pero voy a enseñarle a alguien a quien usted conoce bien.» Se caló el sombrero y se desabrochó el gabán. Su pecho estaba desnudo, debajo. Un cinturón rojo, atado a su flaco vientre, le sujetaba el pantalón por encima de las caderas.
    Se sacó del bolsillo un sobre, uno de esos inverosímiles sobres jaspeados por todas las manchas posibles, uno de esos sobres que guardan, en los forros de los pordioseros errantes, esos pocos papeles, auténticos o falsos, robados o legítimos, preciosos defensores de su libertad cuando tropiezan con un gendarme. Sacó una fotografía, una de esas cartulinas del tamaño de una carta, que se hacían con frecuencia antaño, amarillenta, gastada, arrastrada mucho tiempo por doquier, calentada contra la carne del hombre y empañada por su calor.
    Entonces, levantándola a la altura de su cara, preguntó:
     —¿ Y a éste, lo conoce?
    El sacerdote dio dos pasos para ver mejor y se quedó pálido, trastornado, pues era su propio retrato, hecho para ella en la remota época de su amor.
    No respondió nada, pues no comprendía.
    El vagabundo repitió:
    —¿ Reconoce, a éste?
    Y el sacerdote balbució:
    —Claro que sí.
    —¿Quién es?
    —Yo.
    —¿Usted mismo?
    —Claro que sí.
    —¡Muy bien! Pues mírenos, a los dos, ahora, ¡a su retrato y a mí!
    Ya lo había visto, el pobre hombre, había visto que aquellos dos seres, el de la cartulina y el que se reía a su lado, se parecían como dos hermanos, pero seguía sin comprender, y tartamudeó:
    —¿Qué quiere usted de mí, a fin de cuentas?
    —Entonces, el pordiosero, con voz maligna:
    —¿Qué qué quiero? Pues quiero que en primer lugar me reconozca.
    —¿Quién es usted?
    —¿Lo que soy? Pregúnteselo a cualquiera en el camino, pregúnteselo a su criada, vamos a preguntárselo al alcalde del pueblo si quiere, enseñándole esto; y se reirá con ganas, se lo digo yo. ¡Ah! ¡Conque no quiere usted reconocer que soy su hijo, papá cura!
    Entonces el anciano, alzando los brazos con un gesto bíblico y desesperado, gimió:
    —¡No es cierto!
    El joven se acercó mucho a él, frente a frente.
    —¡Ah, no es cierto. ¡Ah!, padre cura, hay que dejar de mentir, ¿me entiende?
    Tenía una cara amenazadora y los puños cerrados, y hablaba con una convicción tan violenta que el sacerdote, siempre retrocediendo, se preguntó cuál de los dos se engañaba en ese momento.
    No obstante, afirmó una vez más:
    —Jamás he tenido un hijo.
    El otro replicó:
    —¿Ni tampoco una amante, quizás?
    El anciano pronunció resueltamente una sola palabra, una orgullosa confesión:
    —Sí.
    —Y esa amante, ¿no estaba embarazada cuando usted la despidió?
    De pronto, la antigua cólera, ahogada veinticinco años antes, no ahogada, sino emparedada en el fondo del corazón del amante, rompió las bóvedas de fe, de resignada devoción, de renuncia a todo, que había construido sobre ella, y él gritó, fuera de sí:
    —La despedí porque me había engañado y llevaba en su seno al hijo de otro; de no ser por eso, la habría matado, señor, y a usted con ella.
    El joven vaciló, sorprendido a su vez por el sincero arrebato del cura, y después replicó más suavemente:
    —¿Quién le dijo eso de que el niño era de otro?
    —Pues ella, ella misma, desafiándome.
    Entonces, el vagabundo, sin discutir esta afirmación, concluyó con el tono de indiferencia de un golfo que juzga una causa:
    —¡Bueno! Fue mamá la que se equivocó al provocarle, eso es todo.
    Volviendo a ser de nuevo dueño de sí, tras aquel movimiento de furor, el sacerdote interrogó a su vez:
    —¿Y quién le dijo, a usted, que era mi hijo?
    —Ella, al morir, señor cura... ¡Y también esto!
    Y alargaba, ante las narices del sacerdote, la fotografía.
    El anciano la cogió, y lentamente, largamente, con el corazón oprimido por la angustia, comparó a aquel transeúnte desconocido con su vieja imagen, y ya no dudó más, era su hijo.
    El desamparo se apoderó de su alma, una emoción inefable, terriblemente penosa, como el remordimiento de un antiguo crimen. Comprendía algo, adivinaba el resto, volvía a ver la brutal escena de la separación. Para salvar su vida, amenazada por el hombre ultrajado, la mujer, la engañosa y pérfida hembra, le había lanzado a la cara aquella mentira. Y la mentira había tenido éxito. Y un hijo suyo había nacido, había crecido, se había convertido en aquel sórdido trotacaminos, que olía a vicio como un macho cabrío huele a bestialidad.
    Murmuró:
    —¿Quiere usted dar una vuelta conmigo, para explicarnos mejor?
    El otro se echó a reír burlonamente.
    —¡Pardiez que sí! He venido justamente a eso.
    Echaron a andar juntos, uno al lado del otro, por el olivar. El sol había desaparecido. El intenso frescor de los crepúsculos del Sur extendía sobre la campiña un invisible manto frío. El sacerdote temblaba y, alzando de pronto los ojos, con un movimiento habitual de oficiante, vio por doquier a su alrededor, trémulo contra el cielo, el menudo follaje grisáceo del árbol sagrado que había cobijado bajo su frágil sombra el mayor dolor de Cristo, su único desfallecimiento.
    Una plegaria brotó en su interior, breve y desesperada, hecha de esa voz interna que no pasa por la boca y con la que los creyentes imploran al Salvador: «Dios mío, ayudadme. »
    —Entonces, ¿su madre ha muerto?
    Un nuevo pesar despertaba en él, al pronunciar estas palabras: «Su madre ha muerto», y crispaba su corazón, una extraña miseria de la carne del hombre que jamás acabó de olvidar, y un cruel eco de la tortura que había sufrido, pero acaso aún más, puesto que ella estaba muerta, una vibración de aquella delirante y corta felicidad juvenil de la que nada quedaba ahora, salvo la llaga del recuerdo.
    El joven respondió:
    —Sí, señor cura, mi madre ha muerto.
    —¿Hace mucho tiempo?
    —Sí, tres años ya.
    Una nueva duda invadió al sacerdote.
    —¿Y cómo no vino a verme antes?
    El otro vaciló.
    —No pude. Tuve ciertos impedimentos... Pero, perdóneme que interrumpa estas confidencias, que le haré más adelante, tan detalladas como guste, para decirle que no he comido nada desde ayer por la mañana.
    Un estremecimiento de compasión sacudió por entero al anciano y, tendiendo bruscamente las dos manos:
    —¡Oh! ¡Pobre hijo mío!—, dijo.
    El joven recibió aquellas grandes manos extendidas, que envolvieron sus dedos, más delgados, tibios y febriles.
    Después respondió con aquel aire burlón que no se desprendía de sus labios:
    —¡Ea! De verdad, empiezo a creer que acabaremos entendiéndonos.
    El cura echó a andar.
    —Vamos a cenar dijo.
    Pensaba de pronto, con una alegría instintiva, confusa y rara, en el hermoso pez pescado por él, que unido a la gallina con arroz constituiría, ese día, una buena comida para aquel desgraciado muchacho.
    La arlesiana, inquieta y ya regañona, esperaba ante la puerta.
    —Marguerite, gritó el sacerdote, coja la mesa y llévesela a la sala, de prisa, y ponga dos cubiertos, pero a toda prisa.
    La criada estaba pasmada, ante la idea de que su amo iba a cenar con aquel maleante.
    Entonces el padre Vilbois se puso él mismo a recoger y a trasladar, a la única estancia de la planta baja, el cubierto preparado para él.
    Cinco minutos después estaba sentado, frente al vagabundo, delante de una sopera llena de sopa de coles, que hacía ascender, entre sus rostros, una nubecita de vapor hirviente.

   
    III

    Cuando los platos estuvieron llenos, el vagabundo empezó a engullir ávidamente su sopa a rápidas cucharadas. El sacerdote ya no tenía hambre; y se limitaba a aspirar con lentitud la sabrosa sopa de coles, dejando el pan en el fondo del plato.
    De repente preguntó:
    —¿Cómo se llama usted?
    El hombre rió, satisfecho de calmar su hambre.
    —Padre desconocido— dijo— y sin más apellido que el de mi madre, que probablemente usted no habrá olvidado aún. Tengo, en cambio, dos nombres que no me van muy bien, entre paréntesis, Philippe Auguste.
    El sacerdote palideció y preguntó, con un nudo en la garganta:
    —¿Por qué le pusieron esos nombres?
    El vagabundo se encogió de hombros.
    —Debería adivinarlo. Tras haberse separado de usted, mamá quiso hacer creer a su rival que yo era suyo, y él lo creyó más o menos hasta que tuve quince años. Pero, en ese momento, empecé a parecerme demasiado a usted. Y aquel canalla renegó de mí. Me habían puesto, pues, sus dos nombres, Philippe Auguste; y si hubiera tenido la suerte de no parecerme a nadie o de ser simplemente el hijo de un tercero en discordia que no hubiese aparecido, me llamaría hoy el vizconde Philippe Auguste de Pravallon, hijo tardíamente reconocido del conde del mismo nombre, senador. Yo me he bautizado “Malapata”.
    —¿Cómo sabe todo eso?
    —Porque hubo explicaciones delante de mí, pardiez, y explicaciones bien duras, vaya. ¡Ah!, eso le enseña a uno qué es la vida.
    Algo más penoso y más atenazante que todo lo que había sentido y sufrido desde hacía media hora oprimía al sacerdote. Había en él una especie de ahogo que se iniciaba, que iba a crecer y que acabaría matándolo, y eso procedía, no tanto de las cosas que oía, cuanto de la manera en que se las decían y de la cara de libertino del golfo que las subrayaba. Entre aquel hombre y él, entre su hijo y él, empezaba a sentir ahora esa cloaca de las suciedades morales que son, para ciertas almas, un veneno mortal. ¿Era su hijo aquello? No podía creerlo aún. Quería todas las pruebas, todas; saberlo todo, oírlo todo, escucharlo todo, sufrirlo todo. Pensó de nuevo en los olivos que rodeaban la pequeña alquería y murmuró por segunda vez: «¡Oh, Dios mío! ¡Ayudadme!»
    Philippe Auguste había terminado la sopa. Preguntó:
    —¿Qué? ¿No se come más, padre cura?
    Como la cocina se encontraba fuera de la casa, en un edificio anejo, y Marguerite no podía oír la voz del cura, éste la avisaba de que la necesitaba dando unos golpes a un gong chino colgado cerca de la pared, a sus espaldas.
    Cogió pues el mazo de cuero y golpeó varias veces la placa redonda de metal. Primero escapó un sonido débil, después creció, se acentuó vibrante, agudo, sobreagudo, desgarrador, horrible queja del cobre herido.
    La criada apareció. Tenía la cara crispada y lanzaba furiosas miradas al maoufatan como si hubiera presentido, con su instinto de perro fiel, el drama caído sobre su amo. En las manos llevaba la lubina asada de la que se desprendía un sabroso olor a mantequilla derretida. El sacerdote, con una cuchara, dividió el pescado de un extremo a otro, y ofreciendo el filete de lomo al hijo de su juventud:
    —Lo acabo de pescar yo mismo— dijo con un resto de orgullo que afloraba en medio de su desconsuelo.
    Marguerite no se marchaba.
    El sacerdote prosiguió:
    —Traiga vino, del bueno, vino blanco del Cabo Corso.
    Ella tuvo casi un gesto de rebelión, y él debió repetir, adoptando un aire severo: «Vamos, dos botellas. » Pues, cuando invitaba a vino a alguien, raro placer, siempre se obsequiaba a sí mismo con una botella.
    Philippe Auguste, radiante, murmuró:
    —¡Formidable! Qué buena idea. Hace mucho que no comía así.
    La sirvienta regresó al cabo de dos minutos. Al sacerdote le parecieron dos eternidades, pues la necesidad de saber le quemaba ahora la sangre, tan devoradora como el fuego del infierno.
    Las botellas estaban descorchadas, pero la criada allí seguía, con los ojos clavados en el hombre.
    —Déjenos solos— dijo el cura. Ella fingió no oírlo.
    El prosiguió casi con dureza:
    —Le he ordenado que nos deje solos.
    Entonces ella se marchó.
    Philippe Auguste comía el pescado con voraz precipitación; y su padre lo miraba, cada vez más sorprendido y desolado por cuando de bajeza descubría en aquella cara que tanto se le parecía. Los trocitos que el padre Vilbois se llevaba a los labios se le quedaban en la boca, pues su garganta cerrada se negaba a dejarlos pasar; y los masticaba un buen rato, buscando, entre todas las preguntas que acudían a su mente, aquélla cuya respuesta deseaba más pronto.
    Acabó por murmurar:
    —¿De qué murió?
    —Del pecho.
    —¿Estuvo enferma mucho tiempo?
    —Dieciocho meses, más o menos.
    —¿De qué le vino el mal?
    —No se sabe.
    Enmudecieron. El sacerdote pensaba. Le oprimían muchas cosas que le habría gustado conocer ya, pues desde el día de la ruptura, desde el día en que estuvo a punto de matarla, no había sabido nada de ella. Es cierto que tampoco había deseado saber, pues la había relegado con resolución a una fosa de olvido, a ella, y a sus días de felicidad; pero ahora sentía nacer en sí, de repente, cuando ella había muerto, un ardiente deseo de enterarse, un deseo celoso, casi un deseo de amante.
    Prosiguió:
    —¿No estaba sola, ¿verdad?
    —No, seguía viviendo con él.
    El anciano se estremeció.
    —¿Con él? ¿Con Pravallon?
    —Sí, claro.
    Y el hombre traicionado en tiempos, calculó que la misma mujer que lo había engañado se había quedado más de treinta años con su rival.
    Casi a su pesar balbució:
    —¿Fueron felices juntos?
    Riendo burlonamente, el joven respondió:
    —Sí, claro, ¡con altibajos! La cosa habría ido muy bien sin mí. Yo siempre lo estropeo todo.
    —¿Cómo? ¿Y por qué? —dijo el sacerdote.
    —Ya se lo he contado. Porque creyó que yo era hijo suyo hasta que tuve unos quince años. El viejo no era idiota, y descubrió por sí solo el parecido, y entonces tuvieron sus trifulcas. Yo escuchaba detrás de las puertas. Acusaba a mamá de habérsela pegado. Mamá replicaba: «¿Es que es mía la culpa? Sabías muy bien, cuando me hiciste tuya, que era la amante de otro.» El otro era usted.
    —¡Ah! ¿Con que hablaban de mí a veces?
    —Sí, pero nunca lo nombraron delante de mí, salvo al final, muy al final, los últimos días, cuando mamá se sintió perdida. Desconfiaban de mí, después de todo.
    —¿Y usted.., usted se enteró pronto de que su madre vivía en una situación irregular?
    —¡Pardiez! No soy nada ingenuo, yo, ni nunca lo fui. Esas cosas se adivinan en seguida, en cuanto uno empieza a conocer el mundo.
    Philippe Auguste se servía vino una y otra vez. Sus ojos se encendían, el largo ayuno le hacía embriagarse con rapidez.
    El sacerdote se dio cuenta; a punto estuvo de detenerlo, pero le rozó la idea de que la embriaguez volvía imprudente y charlatán, y, cogiendo la botella, llenó de nuevo el vaso del joven.
    Marguerite traía la gallina con arroz. Tras dejarla sobre la mesa, cayó de nuevo los ojos en el merodeador, y después le dijo a su amo con aire indignado:
    —¿No ve usted que está borracho, señor cura?
    —Déjanos en paz, replicó el sacerdote, y vete.
    Salió dando un portazo.
    El preguntó:
    —¿Qué es lo que su madre decía de mí?
    —Pues lo que se dice normalmente de un hombre al que se ha dejado; que su trato no era fácil, cargante para una mujer, y que le habría complicado mucho la vida con sus ideas.
    —¿Dijo eso a menudo?
    —Sí, a veces con subterfugios, para que no lo entendiese, pero yo lo adivinaba todo.
    —¿Y a usted, cómo lo trataban en aquella casa?
    —¿A mí? Muy bien al principio, y después muy mal. Cuando mamá vio que le echaba a perder el negocio, me dejó en la estacada.
    —¿Cómo es eso?
    —¿Que cómo? Pues muy sencillo. Hice algunas calaveradas hacia los dieciséis años; y entonces los muy asquerosos me metieron en un correccional, para desembarazarse de mi.
    Puso los codos en la mesa, apoyó las mejillas en ambas manos y, totalmente ebrio, la mente anegada en vino, le asaltó de repente una de esas irresistibles ganas de hablar de sí mismo que hacen divagar a los borrachines en fantásticas jactancias.
    Y sonreía amablemente, con una gracia femenina en los labios, una gracia perversa que el sacerdote reconoció. No sólo la reconoció, sino que la sintió, odiada y acariciadora, aquella gracia que lo había conquistado y perdido antaño. El hijo se parecía ahora más a su madre, no por los rasgos del rostro, sino por la mirada cautivadora y falsa y sobre todo por la seducción de la sonrisa engañosa que parecía abrir la puerta de la boca a todas las infamias del interior.
    Philippe Auguste contó:
    —¡Ja, ja, ja! Menuda vida llevé, desde el correccional, una vida notable por la que un gran novelista pagaría mucho dinero. De veras, el viejo Dumas, en su Montecristo, no ha inventado cosas tan chuscas como las que me han ocurrido a mi.
    Se calló, con la gravedad filosófica de un borracho que medita, y después, lentamente:
    —Quien desee que un chico salga bien, no debería nunca enviarlo a un correccional, sea lo que sea lo que haya hecho, a causa de las amistades de allá dentro. Yo había hecho una buena, pero me salió mal. Estaba estirando las piernas con tres amigos, un poco achispados los cuatro, una noche, hacia las nueve, por la carretera, cerca del vado de Folac, cuando encontré un carruaje donde todos dormían, el conductor y su familia, era una gente de Martinon que volvía de cenar en la ciudad. Cogí el caballo de las riendas, lo hice subir al transbordador, y empujé la barcaza al centro del río. Con el ruido, el tipo que conducía se despertó, no vio nada, dio unos latigazos. El caballo echó a andar y saltó al agua con el carruaje. ¡Todos ahogados! Mis amigos me denunciaron. Y eso que al principio se habían reído con ganas al ver mi broma. De veras, no habíamos pensado que saldría tan mal. Esperábamos sólo un buen baño, para reírnos un poco.
    «Después de eso, las hice peores para vengarme de la primera, que no merecía un castigo, palabra. Pero no, vale la pena contarlas. Le diré solamente la última, porque estoy seguro de que le gustará. Le he vengado a usted, papá. »
    El sacerdote contemplaba a su hijo con ojos aterrados, y ya no comía nada.
    Philippe Auguste iba a seguir hablando.
    —No— dijo el sacerdote, no ahora, dentro de un rato.
     Volviéndose, golpeó el estridente címbalo chino, haciéndole gemir.
    Marguerite entró al punto.
    Y su amo le ordenó, con una voz tan dura que ella bajó la cabeza, asustada y dócil:
    —Tráenos la lámpara y todo lo que tengas que poner aún en la mesa, y después no aparezcas hasta que yo toque el gong.
    Ella salió, regresó y dejó sobre el mantel una lámpara de porcelana blanca, con una pantalla, un gran pedazo de queso, fruta, y luego se marchó.
    Y el sacerdote dijo resueltamente:
    —Y ahora, le escucho.
    Philippe Auguste llenó con tranquilidad su plato de postre y su vaso de vino. La segunda botella estaba casi vacía, aunque el cura apenas la había tocado.
    El joven prosiguió, tartamudeando, con la boca pastosa de comida y de borrachera:
    —Ahí va la última. Es de abrigo: Yo había vuelto a casa... y allí me quedaba a pesar de ellos porque me tenían miedo... me tenían miedo... ¡Ah!, a mí no hay que jorobarme... soy capaz de todo cuando me joroban... Ya sabe usted... vivían juntos y no vivían juntos. El tenía dos domicilios, un domicilio de senador y un domicilio de amante. Pero vivía con mamá más a menudo que en su casa, pues no podía prescindir de ella... ¡Ah!... sí que era lista, y de armas tomar... mamá... ¡sabía cómo atar a un hombre! Lo dominó en cuerpo y alma, y lo conservó hasta el final. ¡Los hombres son idiotas! Así, pues, yo había regresado y los tenía en un puño gracias al miedo. Soy yo muy cuco, también, y en picardía, en mano izquierda, y hasta en puños, no me gana nadie. Y mamá cae enferma y él la instala en una hermosa finca cerca de Meulan, en medio de un parque tan grande como un bosque. La cosa dura unos dieciocho meses... como le dije. Después sentimos que se aproxima el final. El venía todos los días de París, y estaba apenado, esta vez de veras.
    Así pues, una mañana, habían estado charlando cerca de una hora, y yo me preguntaba de qué podían parlotear tanto tiempo, cuando me llamaron. Y mamá me dijo:
    «Estoy a punto de morir y hay algo que quiero revelarte, a pesar de la opinión del conde.» Siempre le llamaba «el conde» cuando hablaba de él. «Y es el nombre de tu padre, que aun vive.»
    Yo se lo había preguntado más de cien veces..., más de cien veces..., el nombre de mi padre... más de cien veces..., y siempre se había negado a decírmelo... Creo incluso que un día le largué unas bofetadas para que lo escupiera, pero no sirvió de nada. Y después, para desembarazarse de mí, me anunció que usted había muerto sin un céntimo, que no era usted gran cosa, un error de juventud, una metedura de pata de una chica virgen, vamos. Me lo contó tan bien, que me tragué, pero del todo, la muerte de usted.
    Conque ella me dijo:
    «Es el nombre de tu padre.»
    El otro, que estaba sentado en un sillón, replicó esto, tres veces:
    «Es un error, es un error, es un error, Rosette.»
    Mamá se sienta en la cama. La estoy viendo aún, con los pómulos rojos y los ojos brillantes, porque a pesar de todo me quería mucho; y le dice:
    «Entonces, ¡haga algo por él, Philippe!»
    Al hablarle, le llamaba «Philippe» y a mí «Auguste».
    El se puso a chillar como un loco:
    «¡Nunca! Por este sinvergüenza, por este golfo, por este delincuente habitual, por este... este... este... »
    Y encontró mil calificativos para mí, como si sólo hubiera buscado eso durante toda su vida.
    Iba a enfadarme, pero mamá me hizo callar y le dijo:
    «Entonces lo que usted quiere es que se muera de hambre, pues yo nada tengo.»
    Replicó, sin inmutarse:
    «Rosette, le he dado a usted treinta y cinco mil francos al año, desde hace treinta, eso suma más de un millón. Gracias a mí ha vivido usted como una mujer rica, una mujer amada, me atrevo a decir, una mujer feliz. Nada le debo a este pordiosero que ha estropeado nuestros últimos años; y no recibirá nada de mí. Es inútil que insista. Dígale el nombre del otro, si quiere. Lo siento, pero me lavo las manos. »
    Entonces mamá se vuelve hacia mí. Yo me decía:
    «Bueno, mira por donde encuentro a mi verdadero padre... si tiene guita, estoy salvado... »
    Ella continuó:
    «Tu padre, el barón de Vilbois, se llama hoy el padre Vilbois, y es cura en Garandou, cerca de Tolón. Era mi amante cuando lo abandoné por éste. »
    Y me lo contó todo, salvo que se la jugó también sobre su embarazo. Pero las mujeres, ya sabe, nunca dicen la verdad.

    Se reía burlón, inconsciente, dejando salir libremente todo aquel lodo. Bebió un poco más, y con cara siempre risueña, prosiguió:
    —Mamá murió dos días... dos días después. Seguimos su ataúd hasta el cementerio, él y yo... es gracioso... fíjese... él y yo... y tres criados.., nada más. El lloraba como un becerro... íbamos uno al lado del otro... hubiérase dicho papá y su hijito.
    Después volvimos a la casa. Nosotros dos solos. Yo me decía: «Habrá que largarse, y sin un céntimo.» Tenía exactamente cincuenta francos. ¿Qué podría ocurrírseme para vengarme?
    Me toca el brazo, me dice:
    «Tengo que hablar con usted.»
    Lo seguí a su despacho. Se sentó a su mesa, y después, farfullando entre lágrimas, me cuenta que no quiere ser tan malo conmigo como le decía a mamá; me ruega que no le moleste a usted... —Eso.., eso nos concierne a usted y a mi...— Me ofrece un billete de mil.., mil... mil... ¿qué podía hacer con mil francos... yo... un hombre como yo? Vi que tenía más en el cajón, un verdadero montón. La vista de esa clase de papel me da ganas de rajarlo. Alargo la mano para coger el que me ofrecía, pero en vez de recibir su limosna, salto sobre él, lo derribo al suelo, y le aprieto la garganta hasta hacerle revolver los ojos; después, cuando vi que iba a palmarla, lo amordacé, lo até, lo desnudé, le di la vuelta y luego... ¡ja, ja, ja!... ¡Le vengué a usted de una forma muy divertida!...
    Philippe Auguste tosía, estrangulado por el gozo, y en el pliegue feroz y alegre que alzaba su labio, el padre Vilbois seguía hallando la antigua sonrisa de la mujer que le había hecho perder la cabeza.
    —¿Y después?—dijo.
    —Después... ¡Ja, ja, ja!... Había un gran fuego en la chimenea.., era en diciembre... con los grandes fríos... cuando murió.., mamá.., un gran fuego de carbón... Cojo el atizador... lo pongo al rojo... y ya está... le marco cruces en la espalda, ocho, diez, no sé cuantas, después le doy la vuelta y hago otro tanto en el vientre. ¡Qué divertido! ¿eh, papá? Así es como marcaban en otros tiempos a los forzados. El se retorcía como una anguila... pero yo lo había amordazado bien, no podía gritar. Después cogí los billetes —doce—, con el mío eran trece... Eso me dio mala suerte. Y escapé diciéndoles a los criados que no molestasen al señor conde hasta la hora de la cena, porque dormía.
    Pensaba que no diría nada, por miedo al escándalo, en vista de que es senador. Pero me engañé. Cuatro días después me pillaron en un restaurante de París. Me gané tres años de cárcel. Por eso no pude venir a verlo antes.
    Bebió un poco más, y farfullaba, pronunciando apenas las palabras:
    —Y ahora.., papá... ¡papá cura!... ¡Es divertido tener por padre a un cura!... ¡Ja, ja!, hay que ser amable con mi menda, porque mi menda no es normal.., y porque le gastó una buena... ¿no?... una buena... al viejo...
    La misma cólera que había enloquecido en tiempos al padre Vilbois ante la amante traidora, lo agitaba ahora frente a aquel hombre abominable.
    El, que tanto había perdonado, en nombre de Dios, los secretos infames susurrados en el misterio del confesionario, se sentía sin piedad, sin clemencia en su propio nombre, y ya no llamaba en su ayuda a aquel Dios benigno y misericordioso, pues comprendía que ninguna protección celestial y terrena puede salvar aquí abajo a aquellos sobre quienes caen tamañas desgracias.
    Todo el ardor de su corazón apasionado y de su sangre violenta, extinguido por el sacerdocio, despertaba en medio de una irresistible rebelión contra aquel miserable que era su hijo, contra aquel parecido con él, y también contra la madre, la madre indigna, que lo había concebido semejante a ella, y contra la fatalidad que remachaba a aquel pordiosero a su pie paterno como una bola de presidiario.
    Veía, preveía todo con repentina lucidez, despertado de sus veinticinco años de piadoso sueño y de tranquilidad por aquel choque.
    Convencido de pronto de que había que hablar con dureza para ser temido por aquel maleante y aterrarlo ya desde el principio, le dijo, con los dientes apretados de furor, y sin pensar ya en su embriaguez:
    —Ahora que me lo ha contado todo, escúcheme. Se marchará mañana por la mañana. Vivirá usted en un pueblo que le indicaré y del que no saldrá nunca sin una orden mía. Le pasaré una pensión que le bastará para vivir, pero pequeña, pues no tengo dinero. Y si desobedece una sola vez, se habrá acabado y tendrá que vérselas conmigo...
    Aunque embrutecido por el vino, Philippe Auguste entendió la amenaza; y el criminal que había en él surgió de repente. Escupió estas palabras, entre hipos:
    —¡Ah, papá!, no me gastes bromas... Eres cura.., te tengo cogido...! y pasarás por el aro, como los otros!
    El sacerdote se sobresaltó; y hubo, en sus músculos de viejo hércules, un invencible deseo de agarrar a aquel monstruo, de doblarlo como una varilla y de demostrarle que tendría que ceder.
    Le gritó, sacudiendo la mesa y empujándola contra su pecho:
    —¡Ah! Tenga cuidado, tenga cuidado... ¡No tengo miedo de nadie!
    El borracho, perdiendo el equilibrio, se bamboleaba en la silla. Notando que iba a caer y que estaba en poder del sacerdote, alargó la mano, con una mirada asesina, hacia uno de los cuchillos que había sobre el mantel. El padre Vilbois vio el gesto, y le dio a la mesa tal empujón que su hijo cayó de espaldas y quedó tendido en el suelo. La lámpara rodó y se apagó.
    Durante unos segundos un cristalino tintineo de vasos entrechocados cantó en la oscuridad; después hubo una especie de deslizamiento de un cuerpo blando sobre el pavimento, y después nada más.
    Al romperse la lámpara una súbita oscuridad se había extendido sobre ellos, tan repentina, inesperada y profunda que se quedaron estupefactos como ante un suceso pavoroso. El borracho, acurrucado contra la pared, no se movía; y el sacerdote permanecía en su silla, sumido en aquellas tinieblas, que ahogaban su cólera. Aquel negro velo arrojado sobre él detuvo su arrebato ,inmovilizando también el furioso impulso de su alma; y le asaltaron otras ideas, sombrías y tristes como la oscuridad.
    Se hizo el silencio, un espeso silencio de tumba cerrada, donde nada parecía vivir y respirar. Tampoco nada llegaba de fuera, ni el paso de un carruaje a lo lejos, ni un ladrido de perro, ni siquiera el roce en las ramas o sobre las paredes de un leve soplo de viento.
    La cosa duró mucho tiempo, muchísimo tiempo, acaso una hora. Después, de pronto, ¡el gong tañó! Tañó herido por un solo golpe duro, seco y fuerte, al que siguió un gran ruido extraño de una caída y de una silla derribada.
    Marguerite, que estaba al acecho, acudió; pero en cuanto abrió la puerta, retrocedió espantada ante las sombras impenetrables. Después, temblorosa, el corazón estremecido, con voz jadeante y baja, llamó:
    —¡Señor cura! ¡Señor cura!
    Nadie respondió, nada se movió.
    «¡Dios mío! ¡Dios mío!, pensó, ¿qué han hecho? ¿Qué ha ocurrido?»
    No se atrevía a avanzar, no se atrevía a salir en busca de una luz; y unas ganas locas de escapar, de huir y de gritar la asaltaron, aunque se sentía con las piernas flojas como para caer allí mismo. Repetía:
    —Señor cura, señor cura, soy yo, Marguerite.
    Pero de pronto, pese a su miedo, un deseo instintivo de auxiliar a su amo, y una de esas valentías de mujer que a veces las vuelven heroicas, llenaron su alma de aterrada audacia y, corriendo a la cocina, trajo su quinqué.
    En la puerta de la sala, se detuvo. Vio primero al vagabundo, tumbado junto a la pared, y que dormía o parecía dormir, después la lámpara rota, y después, debajo de la mesa, los dos pies negros y las piernas con calcetines negros del padre Vilbois, que había debido caer de espaldas golpeando el gong con la cabeza.
    Palpitante de espanto, las manos trémulas, repetía:
    —¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué es esto?
    Y como avanzaba a pasitos cortos, con lentitud, resbaló en algo grasiento y estuvo a punto de caer.
    Entonces, inclinándose, vio que sobre el pavimento rojo corría un líquido también rojo, extendiéndose en torno a sus pies y fluyendo con rapidez hacia la puerta. Adivinó que era sangre.
    Enloquecida, huyó, tirando la luz para no ver nada, y se precipitó al campo, hacia el pueblo. Marchaba tropezando con los árboles, los ojos clavados en las luces remotas y chillando.
    Su voz aguda volaba por la noche como un siniestro grito de lechuza y clamaba sin descanso: «El maoufatan... ¡el maoufatan... el maoufatan!. . . »
    Cuando llegó a las primeras casas, unos hombres asustados salieron y la rodearon; pero se debatía sin responder, pues había perdido la cabeza.
    Al fin comprendieron que acababa de ocurrir una desgracia en el campo del cura, y un grupo se armó para correr en su ayuda.
    En medio del olivar la pequeña alquería pintada de rosa se había vuelto invisible en la noche profunda y muda. Desde que la única luz de su ventana iluminada se había apagado como un ojo cerrado, estaba anegada en sombras, perdida en las tinieblas, imposible de encontrar para quien no fuera natural del pueblo.
    Pronto unas luces corrieron a ras de tierra, a través de los árboles, yendo hacia ella. Paseaban sobre la hierba agostada largas claridades amarillas; y bajo su errante resplandor los atormentados troncos de los olivos parecían a veces monstruos, serpientes del infierno enlazadas y retorcidas. Los reflejos proyectados a lo lejos hicieron surgir de pronto en la oscuridad una cosa blanquecina y vaga, y después, en seguida, la pared cuadrada y baja de la casita volvió a ser rosa ante las linternas. Las llevaban algunos campesinos, escoltando a dos gendarmes, con los revólveres empuñados, al guarda rural, al alcalde y a Marguerite, a quien sostenían unos hombres, porque desfallecía.
    Frente a la puerta que seguía abierta, espantosa, se produjo un instante de vacilación. Pero el sargento, agarrando un farol, entró seguido por los otros.
    La sirvienta no había mentido. La sangre, coagulada ahora, cubría el pavimento como una alfombra. Había corrido hasta el vagabundo, mojando una de sus piernas y una de sus manos.
    El padre y el hijo dormían, el uno, con la garganta cortada, el sueño eterno, el otro el sueño de los borrachos. Los dos gendarmes se arrojaron sobre él y antes de que se despertase tenía ya las esposas en las muñecas. Se frotó los ojos, estupefacto, atontado por el vino; y cuando vio el cadáver de su padre pareció aterrado, sin entender nada.
    —?Cómo es que no escapó?—dijo el alcalde.
    —Estaba demasiado borracho— replicó el sargento.
    Y todos fueron de su opinión, pues a nadie se le pasó por la cabeza que el padre Vilbois hubiera podido darse muerte.