EL PAN MALDITO

A Henry Brainne.

I


     El tío Taille tenía tres hijas: Anna, la mayor, de quien apenas se hablaba en la familia; Rose, la mediana, que tenía ahora dieciocho años, y Claire, la más pequeña, todavía una chiquilla, que acaba de cumplir sus quince primaveras.
     El tío Taille se había quedado viudo, y era maestro mecánico de la fábrica de botones de monsieur Lebrument. Era un hombre honrado, muy considerado, diestro y comedido, una especie de obrero modelo. Vivía en la calle de Angouleme, en Le Havre.
     Cuando Anna se fugó de casa, el viejo se encolerizó de una manera espantosa, y amenazó con matar al seductor, un joven inexperto que era jefe de sección de un gran almacén de novedades de la ciudad. Después se había enterado por diversos conductores que su hija se arreglaba bien, que tenía dinero en obligaciones del estado, que no pindongueaba por las calles, pues se había liado con un hombre de edad, un juez del tribunal de comercio monsieur Dubois, y se habla calmado.
     Se preocupaba de todo lo que ella hacía; pedía informes sobre su casa a sus antiguas amigas que habían ido a verla; y cuando le aseguraban que tenía sus muebles y un montón de vasos de color en las repisas de las chimeneas, cuadros colgados en las paredes, péndulos dorados y tapices por todas las partes, una leve sonrisa de contento se esbozaba en sus labios. ¡Treinta años llevaba él trabajando para reunir unos cinco o seis mil miserables francos! Su hija no era tonta, después de todo.
     Pues bien, una mañana aconteció que Touchard hijo, cuyo padre era el tonelero que vivía al final de la calle, vino a pedirle la mano de Rosa, su segunda hija. El corazón del viejo empezó a latir aceleradamente. Los Touchard eran ricos y estaban bien situados; decididamente, tenía suerte con sus hijas.
     Fue acordada la boda, y resolvieron que sería de importancia. Se celebraría en Sainte-Adresse, en el restaurante de la tía Jusa. Costaría muy caro, eso sí, pero por una vez quién lo iba a saber.
     Pero un día, cuando el viejo regresaba de casa para comer, en el momento en que se sentaba a la mesa con sus dos hijas, la puerta se abrió bruscamente y apareció Anna. Venía elegantemente vestida, con sortijas y un sombrero de plumas. Estaba hermosa como un sol con todo eso. Saltó al cuello de su padre, que ni siquiera tuvo tiempo de decir “uf”, y se arrojó llorando en los brazos de sus dos hermanas, y luego se sentó enjugándose las lágrimas, y pidió un plato para tomar la sopa con la familia. Esta vez, el tío Taille se enterneció y lloró a su vez, y repetía muy frecuentemente:
     —Esto está bien, pequeña, esto está bien.
     Entonces ella dijo en seguida a lo que había ido. No quería que la boda de Rose se hiciese en Sainte-Adresse; no, no quería que se hiciese allí. Se haría en su casa, y así la boda no le costaría nada al padre. Ya había tomado sus disposiciones, había arreglado todo y ya estaba todo listo. ¡Ella se encargaría de todo, ya está!
     —Está bien, pequeña, está bien—repetía el viejo—. Pero de pronto se le ocurrió un escrúpulo. ¿Consentirían los Touchar? Rosa, la novia, sorprendida, preguntó:
     —¿Y por qué no van a querer? Déjame a mí, yo me encargo de esto, voy a hablar con Philippe.
     Y, en efecto, habló con su pretendiente aquel mismo día. Philippe declaró que le parecía perfectamente. Los padres Touchard quedaron también encantados de hacer una buena boda sin que costase nada. Y decían:
     —Así estará muy bien seguramente, ya que el señor Dubois nada en oro.
     Solamente pidieron permiso para invitar a una amiga, a mademoiselle Florence, la cocinera del primer piso. Anna consintió en todo.
     El casamiento se fijó para el último martes del mes.

II

     Después de la formalidad en la alcaldía y de la ceremonia religiosa, la boda se dirigió hacia la casa de Anna. Los Taille habían invitado, por parte suya, a un primo, ya anciano, monsieur Sauvetanin, hombre de reflexiones filosóficas, ceremonioso y afectado, de quien esperaban heredar, y a una tía, también anciana, rnadame Lamondois.
     Sauvetanin había sido designado para ofrecer su brazo a Anna. Se los había acoplado destacadamente, pues se los consideraban las personas más importantes y distinguidas de la reunión.
     En cuanto llegaron a la puerta de la casa de Anna, ésta abandonó inmediatamente a su caballero y se adelantó corriendo, mientras decía:
     —Voy a enseñaros el camino.
     Subió corriendo la escalera, en tanto que el cortejo de los invitados seguía detrás, más despacio.
     Una vez que la joven abrió su casa, se apartó un poco para dejar pasar a la gente que desfilaba ante ella volviendo la cabeza y los ojos hacia todos los lados para ver ese lujo misterioso.
     La mesa se había puesto en el salón, pues se había juzgado que el comedor resultaba demasiado pequeño. Un restaurante próximo había servido los cubiertos, y las botellas de vino brillaban bajo los rayos del sol que entraban por una ventana.
     Las señoras entraron en el dormitorio para desembarazarse de sus chales y de sus sombreros, y el tío Touchard, de pie ante la puerta, guiñaba un ojo mirando hacia la cama, baja y ancha, al tiempo que, dirigiéndose a los hombres, hacía gestos guasones y cariñosos. El tío Haille, muy digno, contemplaba con orgullo íntimo el mobiliario suntuoso de su hija, iba de habitación en habitación, y, llevando siempre el sombrero en la mano, inventariaba los objetos con una mirada de comerciante, a la manera de un sacristán en la iglesia.
     Anna iba y venía, corría, daba órdenes y se apresuraba para que estuviese lista en seguida la comida.
     Por fin, apareció en el umbral del comedor desalojado de muebles, y exclamó:
— ¡ Venid todos por aquí un momento!
     Los doce invitados se apresuraron a entrar y vieron doce vasos de vino Madeira, puestos en corona, sobre un velador.
     Rose y su marido se abrazaban y besaban ya por los rincones. Sauvetanin no quitaba ojo a Anna, acosado sin duda por ese ardor, por esa espera que agita a los hombres, aunque sean viejos y feos, cuando están junto a mujeres galantes, como si debiesen por oficio, por obligación profesional un poco de sí misma a todos los varones.0
     Luego se sentaron a la mesa y comenzó la comida. Los padres ocupaban una punta de la mesa, y los jóvenes la otra. Madame Touchard presidía a la derecha, y la recién casada presidía a la izquierda. Anna se ocupaba de todos y de cada uno, y vigilaba para que vasos y platos estuviesen siempre llenos. Un embarazo respetuoso, y cierto apocamiento ante la riqueza de la sala y solemnidad del servicio, paralizaban a los invitados. Se comía bien y de lo bueno, pero no se bromeaba como debe bromearse en las bodas. Se sentía en una atmósfera demasiado distinguida, y eso molestaba. Madame Touchard, que era muy bromista, intentó animar la situación; y al llegar a los postres, gritó:
     —¡Vamos, Philippe, cántanos algo!—pues su hijo pasaba, en su calle, por tener una de las voces más bonitas del Havre.
     El novio se levantó en seguida, sonrió y, volviéndose hacia su cuñada, por educación y por galantería, buscó algo apropiado, serio, algo que juzgase conveniente y en armonía con la gravedad de la comida.
     Anna adoptó un aire de contento y se recostó en su silla para escuchar. Todos los rostros se mostraron atentos y vagamente sonrientes.
     El cantor anunció “El pan maldito”, y echando el brazo derecho alrededor de su cuerpo, por lo que le sobresalía el frac un poco sobre el cuello, comenzó:

     Hay, sí, un pan bendito que la tierra, huraña, cede si se le arranca con brazo victorioso.
     Es el pan del trabajo; el que el hombre honrado lleva a sus hijos todos los días, tan gozoso.
     Pero hay otro pan, de aspecto tentador, pan maldito que el diablo sembró para el mal.
     ¡ Hijos, no lo toquéis, porque es el pan del vicio!¡ Guardaos, hijos míos, de tocar ese pan!

     Toda la reunión aplaudió con frenesí. El tío Touchard declaró:
     —¡Ahí queda eso!
     La cocinera invitada rodeó con la mano un picatoste que estaba mirando con enternecimiento. Sauvetanin murmuró:
     —¡Muy bien!
     Y la tía Lamondois se enjugó las lágrimas. con su servilleta.
     El novio anunció:
     —Segunda canción—y se lanzó con una energía cada vez mayor—:

     Respeta al pobre que, bajo el peso de los años, nos implora, al pasar a nuestro lado, su pan.
     Mas despreciemos a quien deserta del trabajo y, estando sano y fuerte, se atreve a mendigar.
     Los que así mendigan, roban a la vejez y al obrero encorvado de tanto trabajar.
     ¡ Afrenta a quien vive del pan de la pereza! ¡ Guardaos, hijos míos, de tocar ese pan!

     Todos, incluso los dos camareros que permanecian de pie, apoyados contra la pared, corearon el estribillo. Las voces falsas y agudas de las mujeres desentonaban con las voces graves de los hombres.
     La tía y la novia lloraban a lágrima viva. El tío Taille se sonaba con un ruido de trombón, y el tío Touchard enloquecido blandía un pan entero alargando el brazo hasta el centro de la mesa. La cocinera dejaba caer silenciosamente unas lágrimas sobre su picatoste, que continuaba manoseando.
     Sauvetanin, en medio de la emoción general, dijo:
     —He aquí cosas sanas, bien diferentes de las chocarrerías.
     Anna, conmovida también, enviaba besos a su hermana y le mostraba con un gesto amistoso a su marido, como para felicitarla.
     El novio embriagado por al éxito, continuó:

     Encerrada en tu humilde hogar, gentil obrera, pareces escuchar la voz del tentador.
      ¡ Bah, créeme, pobre niña, no abandones tu aguja!
     Tus padres sólo en ti tienen su felicidad.
     ¿Encontrarás encanto en un lujo vergonzoso cuando a ti te maldiga tu padre al expirar?
     El pan del deshonor se amasa con tristes lágrimas.
     ¡ Guardaos, hijos míos, de tocar ese pan!

     Únicamente los sirvientes y el tío Touchard repitieron el estribillo. Anna, completamente pálida, bajó los ojos. El novio, cortado, miraba en torno suyo sin comprender la causa de aquella frialdad súbita. La cocinera dejó de repente su picatoste como si estuviese envenenado.
     Sauvetanin declaró gravemente, para salvar la situación:
     —La última canción está de sobra.
     El tío Taille, rojo hasta las orejas, lanzaba miradas furiosas a su alrededor.
     Entonces Anna, que tenía los ojos llenos de lágrimas, dijo con voz empañada, con voz de mujer que está llorando:
     —Traigan el champaña.
     En seguida la alegría reinó de nuevo entre los invitados, cuyas caras se volvieron resplandecientes. Y como el tío Touchard, que no había visto, ni oído, ni comprendido nada, seguía blandiendo su pan y cantando solo, mientras se lo mostraba a los invitados:

     ¡ Hijos míos, guardaos de tocar ese pan!,

toda la boda, electrizada al ver aparecer las botellas sin descorchar y con sus envolturas de plata, reanudó con un ruido de trueno:

¡ Hijos míos, guardaos de tocar ese pan!