EL PARAGUAS

   
    La señora de Oreille era muy económica. Sabia lo que vale un duro y conocía un sinfín de severos principios acerca de la multiplicación del dinero. A su criada le costaba mucho trabajo poderle sisar alguna cosa, y el señor Oreille, sólo con grandes apuros obtenía el dinero necesario para sus gastos particulares. Sin embargo, vivían satisfechos, y sin hijos. Para la señora de Oreille era un verdadero disgusto ver salir las monedas de su casa. Se le desgarraba el corazón cada vez que tenía necesidad de hacer un gasto de alguna importancia, aunque indispensable, y dormía muy mal a la noche siguiente.
    Oreille repetía sin cesar a su mujer:
    —Deberías ser más espléndida, puesto que nunca gastamos el total de la renta.
    —No se sabe lo que puede suceder—respondía la señora—. Más vale que sobre, que no que falte.
    Era una mujercita de unos cuarenta años, viva, arrugada, limpia  y fácilmente irritable.
    Su marido solía quejarse de las privaciones que su mujer le hacía sufrir, algunas de las cuales atacaban principalmente a su vanidad.
    Oreille desempeñaba un destino en el Ministerio de la Guerra, únicamente para obedecerla y aumentar los ingresos de la casa. Pues bien: durante dos años había ido a la oficina con el misio paraguas viejo y remendado, siendo el hazmerreír de sus compañeros. Hasta que harto ya de tantas burlas, exigió a su esposa que le comprase otro paraguas. Ella entonces adquirió uno de ocho francos y medio, articulo de reclamo de un almacén, que se había prodigado a millares por todo Paris, y los compañeros de su marido reanudaron sus bromas, con las que Oreille sufría horriblemente. El paraguas, que nada valía, a los tres meses estaba en un estado lastimoso, y la guasa se hizo general en el Ministerio. Hasta compusieron una canción alusiva, que se oía desde la mañana a la noche en todos los negociados.
    Oreille, exasperado, ordenó a su mujer que le comprase otro paraguas de seda, cuyo precio no bajara de veinte francos, y exigiéndole una factura justificativa.
    Compró uno de dieciocho francos, y, roja de cólera, le declaró a su esposo:
    —Aquí tienes uno para cinco años, lo menos.
    Oreille alcanzó en la oficina un verdadero triunfo.
    Cuando regresó por la noche a su casa, su mujer, dirigiendo una mirada inquieta al paraguas, le dijo:
    —No debes dejarle doblado, porque se abre la seda. Ya puedes cuidarlo, pues no pienso comprarte otro en mucho tiempo.
    Lo cogió, y desdoblándolo con cuidado, lo sacudió, pero, de pronto, se quedó estupefacta. Acababa de ver en la tela del paraguas un agujero redondo, del tamaño de un céntimo. Era una quemadura de cigarro.
    —¿Qué es esto?—le preguntó.
    —¿Qué? ¿A qué te refieres? ¿Qué quieres decir? — contestó tranquilamente su marido sin mirarla.
    La cólera la ahogaba; no podía articular ni una palabra.
    —¡Has..., has..., has quemado el paraguas! ¡Pero... estás loco! ¡Quieres arruinarnos!
    —¿Qué dices?—exclamó su marido, volviéndose y sintiéndose palidecer.
    —Digo que has quemado el paraguas... Mira.
    Y abalanzándose hacia él como para pegarle, le puso bajo las narices la quemadura circular.
    Se quedó atontado ante aquella señal, murmurando:
    —Pero... ¿pero qué es esto? ¡Yo no lo sé, nada hice, te lo juro! ¡Yo no sé qué tiene este paraguas!
    Pero ella gritaba sin oírle:
    —Apostaría a que has hecho alguna estupidez con el paraguas en la oficina, alguna payasada; lo habrás abierto para enseñarlo.
    —Sólo una vez lo he abierto para enseñarlo, para que lo viesen todos. Nada más, te lo juro.—contestaba él.
    Pero ella, loca de furor, le dio un escándalo de esos que hacen el hogar familiar, para un hombre pacífico, más temible que un campo de batalla donde llueven las balas.
    Su mujer se lo arregló, remendando el agujerito con un pedazo de la tela del paraguas viejo, que era del mismo color, y al día siguiente Oreille salió de su casa con el artefacto compuesto y con aspecto humilde.
    Lo dejó en su armario y no pensó en él más que como se piensa en un recuerdo desagradable.
    Pero por la noche, apenas hubo entrado en su casa, su mujer, quitándole el paraguas de entre las manos, lo abrió para enterarse de su estado; y se quedó atónita ante un desastre irreparable. Estaba acribillado de agujeritos procedentes, indudablemente, de quemaduras, como si hubieran sacudido sobre la tela del paraguas la ceniza de una pipa en encendida. Estaba perdido, perdido sin remedio.
    Contemplaba estos desperfectos sin decir una palabra, pues su excesiva indignación no la permitía articular ningún sonido. También él, examinando aquellos estragos, permanecía sobrecogido, consternado, estúpido.
    Luego se miraron; él bajó lo ojos; después recibió en el rostro el objeto estropeado; y al fin ella recobrando la voz, en un acceso de furia, gritó:
    —¡Ah! ¡Canalla, canalla! ¡Lo has hecho a propósito! ¡Pero ya me las pagarás! No tendrás otro en toda tu vida!..
    Y el escándalo se reanudó. Después de una hora de borrasca, el marido pudo al fin explicarse. Juró que no comprendía lo que pasaba, que sólo podía achacarlo a una mala intención o a una venganza.
    Un campanillazo vino a salvarle.
    Era un amigo que cenaba con ellos aquella noche.
    La señora de Oreille le expuso el caso. Pero respecto a la compra de un nuevo paraguas no había ni que hablar. Su marido no volvería seguramente a tener otro.
    El amigo arguyó con mucha razón:
    —Señora, entonces estropeará la ropa, que indudablemente vale mucho más.
    La mujercita, siempre furiosa le contestó:
    —Pues, en ese caso, usará el paraguas de la cocinera; no le daré otro de seda.
    Oreille se rebeló con semejante idea.
    —¡Entonces presentaré mi dimisión! Pues yo te aseguro que no iré al Ministerio con el paraguas de la cocinera.
    —Mande usted que le forren éste de nuevo; no es muy cara la compostura—repuso el amigo.
    La señora de Oreille balbució, exasperada:
    —Lo menos cuesta ocho francos forrarle. Ocho francos y dieciocho hacen veintiséis. Veintiséis francos por un paraguas. Pero ¡es una locura, es una demencia!
    El amigo, pobre burgués, tuvo de pronto una inspiración:
    —Que lo pague la Compañía de seguros, que indemniza de los objetos quemados siempre que la catástrofe haya tenido lugar en el domicilio asegurado.
    Con este consejo la mujer se tranquilizó, y después de unos momentos de reflexión, dijo a su marido:
    —Mañana, antes de Ir al Ministerio, irás a las oficinas de «La Maternal» para hacer constar el estado de tu paraguas y reclamar una indemnización.
    El señor Oreille se sobresaltó.
    —No me atreveré jamás en la vida a dar ese paso. Se pierden los dieciocho francos y se acabó. No nos moriremos por eso.
    Al día siguiente salía con sur bastón. Afortunadamente hacia buen tiempo.
    La señora Oreille, sola en su casa, no podía consolarse de la pérdida de sus dieciocho francos.
    Daba vueltas en torno de la mesa del comedor, sobre la cual estaba el paraguas, sin decidirse a tomar una resolución.
    La idea de la Compañía de seguros no la abandonaba un instante, pero no se atrevía a afrontar las miradas burlonas de los señores que la recibieran, pues era tímida con la gente, se ruborizaba por cualquier cosa, y se azoraba cuando tenía que hablar con personas desconocidas.
    El recuerdo de los dieciocho francos perdidos la hacía sufrir más que una herida. Aunque deseaba no pensar en ellos, la idea continua de semejante pérdida la martirizaba dolorosamente.
    ¿Qué hacer? Pasaban las horas, y a nada se decidía. Luego, de pronto, como los cobardes que se envalentonan, tomó una resolución.
    —¡Iré, y ya veremos!
    Lo primero, era menester dejar el paraguas en condiciones que indicaran un desastre completo, para que la causa fuese de fácil defensa. Cogiendo un fósforo de encima de la chimenea, hizo entre las varillas una quemadura tan grande, que por ella cabía una mano; luego, enrollando cuidadosamente lo que restaba de seda, la sujetó con la cinta elástica, y poniéndose el sombrero y el abrigo se encamino a toda prisa a la calle de Nicoli, donde estaban las oficinas de la Compañía de seguros.
    Pero a medida que se iba aproximando acortaba el paso. ¿Qué diría? ¿Qué le contestarían?
    Miraba la numeración de las casas. La faltaban veintiocho. Muy bien. Tenía tiempo de reflexionar. Cada vez andaba más despacio.
    De pronto se estremeció. Había llegado a la puerta sobre la cual, con letras de oro, brilla el rótulo siguiente:

    LA MATERNAL
    Compañía de seguros contra incendios
    ¡Ya! Se detuvo un segundo, ansiosa, avergonzada; luego siguió adelante; después volvió atrás; avanzó de nuevo y volvió a retroceder; al fin se dijo:
    —Tengo que entrar a la fuerza. Cuanto antes mejor.
    Pero al entrar en la casa reparó que el corazón la latía con violencia.
    Se introdujo en una gran habitación rodeada de ventanillas, por cada una de las cuales se veía la cabeza de un hombre cuyo cuerpo estaba oculto por una celosía.
    Apareció un caballero llevando un fajo de papeles. Le detuvo al paso, y con una vocecita muy tímida, dijo:
    —Dispense usted, caballero: ¿puede usted indicarme adónde hay que dirigirse para reclamar la indemnización de los objetos quemados?
    —En el primero, a la izquierda, oficinas de los incendios—contestó con voz sonora.
    Estas palabras la intimidaron más todavía; casi tenía deseos de marcharse sin reclamar nada y sacrificar los dieciocho francos. Pero la importancia de esta cantidad le dio un poco de valor y subió muy sofocada, deteniéndose en cada peldaño de la escalera.
    En el primero vio una puerta, donde llamó.
    —Adelante—dijo una voz muy clara.
    Después de abrir la puerta se encontró en una habitación donde tres señores, condecorados, hablaban en pie, con tono solemne.
    —¿Qué desea usted, señora?—le preguntó uno de ellos.
    No encontrando palabras oportunas, balbució:
    —Vengo..., vengo..., para..., para una reclamación.
    —Tenga la bondad de esperar un instante, soy con usted al momento—le dijo el desconocido ofreciéndola una silla, y volviéndose hacia los otros dos, prosiguiendo la conversación:
    —La Compañía, señores, no cree tener que indemnizarles más que con cuatrocientos mil francos. No podemos admitir reivindicaciones por los cien mil francos que pretenden hacernos pagar de más. Por otra parte, la tasación...
    Uno de los dos, interrumpiéndole, dijo:
    —No hablemos más; los tribunales decidirán. Sólo nos queda retirarnos.
    Y salieron después de hacer mil saludos ceremoniosos.
    ¡Oh, si hubiera tenido valor de marcharse tras ellos, lo habría hecho; hubiera huido abandonándolo todo! Pero ¿podía hacerlo? El caballero se dirigió hacia ella, e inclinándose atentamente le dijo:
    —¿En qué puedo servirla, señora?
    —Vengo por..., por esto.
    El director bajó los ojos con inocente extrañeza hacia el objeto que le mostraba.
    La señora, con mano trémula procuraba desabrochar la cinta elástica. Después de muchos esfuerzos lo consiguió, abriendo bruscamente el esqueleto andrajoso del paraguas.
    El hombre, con tono compasivo dijo:
    —Me parece que está muy malo.
    —Me ha costado veinte francos —declaró ella sin vacilar.
    —¡De veras! ¿Tan caro?—exclamó admirado el director.
    —Si, era excelente. Por eso quiero que vean su estado actual.
    —Muy bien; ya lo veo. Pero no sé en qué puede esto interesarme.
    Una gran inquietud se apoderó de la señora al pensar que quizá, la Compañía no pagara menudencias como aquélla.
    —Pero.., está quemado.
    El caballero no lo negó.
    —Ya lo veo.
    La señora se había quedado con la boca abierta, no sabiendo qué decir; pero de pronto, advirtiendo su olvido, añadió con precipitación:
    —Soy la señora de Oreille. Es tamos asegurados en «La Maternal», y vengo a reclamar el precio de este desperfecto.
    Temiendo una negativa se apresuró a añadir:
    —Sólo pido que me lo manden forrar.
    El director, con tono desapacible, declaró:
    —Pero, señora.., no comerciamos en paraguas. No podemos encargarnos de esta clase de composturas.
    La mujercita recobraba su aplomo. Era menester luchar. Lucharía.
    Ya nada temía.
    —Sólo exijo el importe de la compostura. Yo me encargo de mandarla hacer.
    El director dudaba qué responderle.
    —Verdaderamente, es muy poco lo que reclama, señora. Pero nunca nos piden indemnización por accidentes de tan mínima importancia. No podemos reembolsar, compréndalo usted, los pañuelos, los guantes, las escobas, el calzado y todas las menudencias que se hallan a diario expuestas a sufrir las averías del fuego.
    Ella enrojeció, sintiendo que la cólera la invadía.
    —Pero, caballero: en el mes de diciembre hemos tenido un fuego en la chimenea, que nos ha costado lo menos quinientos francos de reparaciones; el señor Oreille nada reclamó a la Compañía; por lo cual es muy justo que hoy me pague la tela del paraguas.
    El director, adivinando el embuste, dijo sonriendo:
    —Es preciso confesar que es muy extraño que no habiendo reclamado el señor Oreille una indemnización de quinientos francos, reclame ahora cinco o seis francos por un paraguas.
    Sin inmutarse, la mujer replicó:
    —Dispense usted, caballero: los quinientos francos conciernen al señor de Oreille, y la indemnización de los dieciocho francos atañe a la señora de Oreille, que no es lo mismo.
    Comprendiendo que no se libraría fácilmente de aquella mujer que acabaría exasperándole, dijo con resignación:
    —Tenga la bondad de contarme de qué modo se produjo el accidente.
    Sintiéndose victoriosa, comenzó su cuento:
    —Verá usted, caballero: Tengo en el vestíbulo de mi casa una especie de mueble de bronce, donde se dejan los paraguas y los bastones. El otro día, al volver de la calle, dejé éste en dicho sitio. No puedo prescindir de decirle que, justamente encima, hay una mensulita para poner las velas y las cerillas. Alargo el brazo y cojo cuatro cerillas. Restriego una; no arde. Cojo otra; se enciende y se apaga en seguida. Con la tercera me sucede lo mismo.
    El director la interrumpió para decir una frase ingeniosa:
    —Serían cerillas de las que fabrica el Gobierno.
    Ella, sin comprenderle, prosiguió:
    —Puede ser. El caso es que la cuarta ardió y yo encendí mi vela, después de lo cual, entré en mi habitación para acostarme. Al cabo de un cuarto de hora, me pareció oler a quemado. Siempre he tenido mucho miedo al fuego. ¡Si alguna vez hay un incendio en mi casa, no será por culpa mía! Sobre todo, desde ese fuego de la chimenea que le he referido, no vivo tranquila. Me levanto, salgo, busco, olfateo por todos los lados, como un perro de caza, y, por fin, observo que mi paraguas arde. Probablemente se había caido alguna cerilla en él; y ya ve cómo ha quedado.
    El director, que tenía formada su resolución, le preguntó:
    —¿En cuánto calcula usted el desperfecto?
    La señora permaneció muda, sin atreverse a decir una cantidad; luego, queriendo ser espléndida, dijo:
    —Puede usted mismo mandarlo a componer. Confío en usted.
    —De ningún modo, señora—contestó él, rehusando el encargo—. ¡Pida usted lo que crea conteniente!
    —Pues… me parece que... caballero; quiero conducirme como a mi honrado proceder corresponde; hagamos una cosa. Llevaré mi paraguas a la fábrica, donde lo forrarán de seda, todo seda, y le traeré la factura. ¿Le parecea usted bien?
    —Perfectamente señora; estamos conformes. Voy a darle una nota, para que en la caja le reembolsen el gasto del arreglo.
    Al decir esto, entregó una tarjeta a la señora de Oreille que, cogiéndola, se levantó y salió dando las gracias, deseosa de verse fuera de allí, con el temor de que cambiara el otro de parecer.
    Andaba alegremente, buscando una tienda de paraguas que le pareciera elegante. Cuando vio una de buen aspecto, entró en ella, diciendo con voz segura.
    —Este paraguas, para que lo forren de seda, de muy buena clase. Lo mejor que tengan ustedes. No reparo en el precio.