EL PASTEL

 
    Digamos que se llamaba la señora de Anserre, a fin de que no se descubra su nombre verdadero.
    Era uno de esos cometas parisienses que dejan tras si como un rastro luminoso. Hacia versos, inventaba noticias; tenía un corazón poético y era soberanamente hermosa. Recibía poco, nada más a las personas distinguidas, a aquellos a quienes comúnmente se llaman príncipes de algo. Ser admitido en su casa era un título, un verdadero título honorífico; así, al menos, se apreciaban sus invitaciones.
    Su marido desempeñaba el papel de un satélite oscuro. Ser el esposo de un astro no es cosa que carezca de inconvenientes. Aquél, sin embargo, había tenido una idea feliz: la de crear un Estado en el Estado y poseer un mérito propio, mérito de segundo orden, es verdad; pero, en fin, conduciéndose de aquel modo, los días en que su esposa recibía, él recibía también; tenía su público especial, que le apreciaba y le escuchaba, prestándole más atención  que a su brillante compañera.
    Se había entregado a la agricultura, a la agricultura dé gabinete. Porque hay agricultores de gabinete, como hay generales de gabinete—¿acaso no lo son todos los que nacen, viven y mueren sobre los redondeles de cuero del Ministerio de la Guerra?—, marinos de gabinete—los del Ministerio de Marina—, colonizadores de gabinete, etc., etc. Había, pues, estudiado la agricultura; pero la había estudiado profundamente, en sus relaciones con las demás ciencias, con la economía política, con las artes—entran las artes en todas las salsas, puesto que «obras de arte» se llama a los horribles puentes de los caminos de hierro—. Había, en fin, conseguido que se dijera de él: «Es un hombre inteligente.» Se le citaba en las revistas técnicas, y su mujer le había hecho nombrar miembro de una comisión en el Ministerio de Agricultura.
    Esta gloria modesta le bastaba.
    Bajo el fútil pretexto de reducir gastos, invitaba a sus amigos el mismo día que su mujer recibía a los suyos; de manera que unos y otros se mezclaban; mejor dicho, no, formaban dos grupos. La señora, con su escolta de artistas, académicos y ministros, ocupaba una especie de galería amueblada y decorada con arreglo al estilo del Imperio. El señor se retiraba generalmente con sus labradores a una habitación más pequeña, que hacía las veces de fumadero, y que la señora de Anserre llamaba irónicamente el salón de Agricultura.
    Ambos bandos estaban bien atrincherados. El señor, sin envidia, por otra. parte, penetraba a veces en la Academia, donde cambiaba cordiales apretones de manos; pero la Academia desdeñaba infinitamente al salón de Agricultura, y era raro que uno de los príncipes de la ciencia, del pensamiento o de cualquier otra cosa, se aventurase entre los labriegos.
     Estas recepciones se hacían sin gastos: un té, un bollo, y nada más. Al principio, el señor había reclamado dos bollos: uno para la Academia y otro para los labradores; pero la señora había justamente replicado que aquel modo de obrar hubiese dado a entender que allí había dos bandos, dos recepciones, dos partidos, y el señor no insistió; de manera que sólo se servia un bollo, del que la señora de Anserre hacía los honores a la Academia y que pasaba en seguida al salón de Agricultura.
    Pues bien: este bollo fué en breve para la Academia un motivo de observación de los más curiosos. La señora de Anserre nunca lo partía con propias manos. Este papel recaía siempre en uno u otro de los Ilustres concurrentes.
    Cargo tan especial, particularmente honroso y solicitado, duraba más o menos tiempo para cada uno, en ocasiones tres meses,  pocas veces más; y se observó que el privilegio de «dividir el pastel»  parecía llevar consigo una multitud de superioridades más, una especie de realeza o, mejor dicho, de vicerrealeza muy acentuada. El partidor reinante hablaba más alto que nadie, tenía un marcado tono de mando; y todos, absolutamente todos los favores de la dueña de la casa, eran para él. Llamábase a estos seres afortunados en la intimidad, a media voz, por detrás, los «favoritos del pastel», y cada cambio de favorito ocasionaba en la Academia una especie de revolución. El cuchillo era un cetro; el pastel, un emblema; se felicitaba a los elegidos. Los labradores nunca cortaban el bollo. Hasta el señor estaba excluido de este cargo bilen que se comiese su parte.
    El pastel fue sucesivamente partido por poetas, pintores y novelistas. Un músico célebre midió las porciones durante algún tiempo; le sucedió un embajador. En ocasiones, un hombre menos conocido, pero elegante y solicitado, uno de esos a quienes se llama, según las épocas, verdadero gentleman, o perfecto caballero, o dandi o de otro modo, se sentó a su vez delante del pastel simbólico.
    Cada cual, durante su reinado efímero, atestiguaba al esposo una consideración mayor; luego, cuando llegaba la hora de su caída, pasaba a otro el cuchillo y se confundía de nuevo entre la multitud de cortesanos y admiradores de la «hermosa señora de Anserre».
    Tal estado de cosas duró mucho, mucho tiempo; mas los cometas no tienen siempre el mismo brillo. Todo envejece en el mundo. Hubiérase dicho que, poco a poco, el apresuramiento de los partidores disminuía; en ocasiones parecían vacilar cuando se les tendía el plato; aquel cargo. antes tan envidiado, cada vez se solicitaba menos y se conservaba menos tiempo, pareciendo los comensales cada vez menos orgullosos de él. La señora de Anserre prodigaba las sonrisas y las amabilidades; mas, ¡ay!, ya nadie partía el pastel de buena gana. Los nuevos invitados parecían negarse a efectuarlo. Los «antiguos favoritos» reaparecían uno a uno como príncipes destronados a quienes se coloca por un instante en el poder. Luego, los elegidos se hicieron raros. Durante un mes, ¡oh prodigio!, el encargado de partir el pastel fué el señor de Anserre; en seguida pareció cansarse, y un día se vio a la señora de Anserre, a la bella señora de Anserre, partirlo con sus propias manos.
    Mas esto parecía molestarle mucho, y al siguiente día tanto insistió con un invitado, que éste no se atrevió a desairarla.
    Sin embargo, el símbolo se conocía de sobra, y se miraban unos a otros disimuladamente y con semblante asustado, ansioso. Partir el pastel no era nada; pero los privilegios a que tal favor había siempre dado derecho causaban miedo ahora; así que, en cuanto la bandeja aparecía, los académicos pasaban en tropel al salón de Agricultura, como para guarecerse detrás del marido, que sonreía sin cesar. Y cuando la señora de Anserre, ansiosa, se dejaba ver a la puerta con el pastel en una mano y en la otra el cuchillo, todos parecían alinearse en derredor del esposo como para pedirle protección.
    Pasaron dos años más. Ya nadie partía; pero, por una vieja costumbre inveterada, aquella a quien se seguía llamando galantemente la «hermosa señora de Anserre» buscaba con la vista todas las noches un individuo fiel que tomase el cuchillo; y siempre en torno de ella se producía el mismo movimiento: una huida general, hábil, llena de maniobras combinadas y diestras, para evitar la orden que veían en sus labios.
    De repente, he aquí que un día se presenta en la casa un jovenzuelo tan inocente como ignorante. No conocía el misterio del pastel; así que, cuando apareció éste, en el momento de escapar todos, en el momento de tomar la señora de Anserre de manos del criado la bandeja y el cuchillo, continuó tranquilamente a su lado.
    —¿Tiene usted, querido caballero, la amabilidad de partir este bollo?—le dijo la dueña de la casa.
    El se apresuró a despojarse de los guantes, entusiasmado al verse honrar de aquel modo.
    —¿Cómo no, señora? Con el mayor placer—contestó.
    A lo lejos, en los rincones de la galería, en el marco de la puerta, abierta de par en par, del salón de los labradores, los invitados miraban estupefactos. Luego, cuando vieron que el nuevo invitado partía sin vacilar, se aproximaron vivamente.
    Un viejo poeta festivo dio al neófito un par de palmaditas en el hombro.
    —¡Bravo, joven!—le dijo al oído. Le miraban con curiosidad. Hasta el esposo pareció asombrado. Por lo que hace al joven, le sorprendía la consideración que de repente parecía mostrársele, extrañando sobre todo las marcadas atenciones, el evidente favor y la especie de mudo reconocimiento que le significaba la dueña de la casa.
    Parece, no obstante, que, por último comprendió.
    ¿En qué momento, en qué lugar le fue revelada la cosa? No se sabe; pero, cuando reapareció en la velada siguiente, mostraba un aire preocupado, avergonzado casi, y miraba con inquietud a su alrededor. Dio la hora del té. Apareció el lacayo. La señora de Anserre, sonriente, cogió el plato y buscó con la vista a su amigo; mas éste había escapado tan pronto, que ya no le distinguió. Se echó entonces a buscarle, y en breve le halló en el fondo del salón de labradores. Del brazo del esposo, le consultaba con angustia acerca de los medios empleados para la destrucción de la filoxera.
    —Querido caballero—le dijo—. ¿tendría usted la amabilidad de partirme este bollo?
    El se ruborizó hasta las orejas y balbució algo, perdiendo el tino. Pero el señor de Anserre tuvo piedad de él y, volviéndose hacia su esposa, le dijo:
    —Amiga mía, serías muy amable si dejaras de molestarnos; hablamos de Agricultura. Que Bautista te parta el pastel.
    Y nadie, desde aquel día, cortó ya el bollo de la señora de Anserre.