EL POZO

   
    Muerte ocasíonada Por golpes y heridas. Así rezaba el cargo de acusaciónn por el cual comparecía ante el juzgado del crimen un tal Leopoldo Renard, tapicero.
    Rodeando al acusado se hallaban sus principales testigos: la señora Flameche viuda de la víctima; Luis Ladureau ebanista, y Juan Durdent, gasfitero.
    Junto al acusado se encontraba su esposa, vestida de negro, pequeña y fea, con aspecto de mona vestida de dama.
    Leopoldo Renard refirió con estas palabras el drama:
    —Dios mío, fue una desgracia de la cual fui yo, en todo momento, la mayor víctima y en la que mi voluntad no intervino para nada. Los hechos hablan por sí mismos, señor juez. Soy un hombre honesto, un hombre trabajador. Hace dieciséis años que trabajo como tapicero en la misma calle. Todos los vecinos me conocen, me quieren, me respetan me consideran, como lo han declarado. Hasta la portera, que no está casi nunca de buen humor. Me gusta el trabajo, me gusta el ahorro, Me gustan la gente decente y los placeres honestos Eso me perdió. ¡Qué le vamos a hacer. Lo hice sin querer, y por eso sigo creyéndome un hombre de honor.
    “Hace ya cinco años que mi señora y yo vamos todos los domingos a pasar el día a Poissy Tomamos el aire, y además nos gusta pescar con caña. Eso sí: a los dos nos gusta con locura. Melie es quien me aficionó a la pesca, ¡la haragana! Ella se apasiona mucho más que yo, ¡la muy tiñosa! y ella tiene la culpa de todo este asunto, como verán si me prestan atención.
    “Soy vigoroso, pero bonachón No tengo un pelo de maldad. Ella, en cambio bueno..., ella. ¡Oh, si parece que no matara una mosca, tan chica, flacucha! ¡pero más mala que una garduña! No niego sus buenas cualidades, algunas muy importantes para un comerciante ¡Pero su carácter! Pregunten a los vecinos La misma portera que declaró en mi favor hace un momento podrá decir algo.
     “Todos los días me reprochaba mi mansedumbre: “Yo no aguantaría que me hicieran tal cosa! ¡ Yo no aguantaría que me hicieran tal otra!” Si yo la escuchara señor juez, tendría que agarrarme a bofetadas por lo menos tres veces al mes.
    La Señora Renard lo interrumpió, murmurando:
    —Charla, charla. Quien ríe último, ríe mejor.
    Él se volvió para decirle con inocencia:
    —Puedo inculparte porque no estás procesada.
    Y encarándose con el juez, prosiguió:
    —Ahora continúo. Ya le he dicho que íbamos a Poissy todos los sábados por la tarde para pescar el domingo desde la madrugada. Es una costumbre que se ha convertido para nosotros en una segunda naturaleza, como suele decirse. Había encontrado yo, hace tres años, un sitio, ¡pero qué sitio! Un sitio a la sombra, con ocho pies de agua por lo menos; tal vez, diez. Un pozo grande con sus cuevas bajo la orilla. Un criadero de peces en toda la regla, el paraíso para un pescador. Ese pozo, señor juez, podía considerarlo mío, visto que yo había sido su Cristóbal Colón. Todo el mundo lo sabía, todos sin excepción lo aceptaban. Decían: “Aquí se instala Renard”. Y nadie se habría atrevido a ocuparlo, ni siquiera el Señor Plumeau que tiene fama, dicho sea sin ofenderlo de birlar sitios descubiertos por otros.
    “Así, pues, sintiéndome seguro de mi sitio, regresaba cada semana y lo consideraba de mi propiedad. Apenas llegaba, el sábado por la tarde, nos embarcábamos, mi señora y yo, en la Dalila. Bueno: Dalila es mi lancha, que ordené me construyera Fournaise, y es cierto que pocos la ganan en ligereza y seguridad. Le decía, pues, que embarcábamos en la Dalíla, y llegábamos hasta el pozo para echar el cebo. Nadie me gana en poner el cebo: lo dicen todos los amigos. ¿Se preguntará usted qué cebo uso? No puedo contestarle. No es asunto que se relacione con el accidente. No puedo contestarle: es mi secreto. Hay más de doscientas personas que me lo han preguntado. ¡Los vasos de vino, las fritangas, los caldillos que me ofrecen para que lo diga! ¡Las zalamerías que me hacen para que les dé mi receta! ¡Mi mujer es la única que lo sabe...!, ¡pero ella tampoco lo dirá, menos que yo! ¿Verdad que no, Melie?
    El juez le interrumpió para advertirle:
    —Al grano, al grano. Evite las divagaciones...
    El procesado prosiguió:
    —Ya voy, ya voy, señor juez. El sábado ocho de julio partimos, pues, en el tren de las cinco veinticinco, y antes de ponernos a comer fuimos, como de costumbre cada sábado, a echar el cebo. El tiempo se anunciaba bueno. Le dije a Melie: “¡Mañana va a esta formidable, formidable!” Y ella respondió: “¡La cosa promete!’ Nunca hablamos más cuando estamos juntos.
    “Luego volvimos a comer. Estaba yo muy alegre y sediento. Fue la causa de todo, señor juez. Dije a Melie: “Oye, Melie, hace calor, qué te parece que me tome una botella del despertador”. Es un vinito blanco: lo llamamos así porque si se bebe mucho de él, no deja dormir. Es como un despertador. Usted comprende.
    “Ella me respondió: “Bebe si te da la gana, pero seguro que otra vez te enfermarás y no podrás levantarte mañana.” Lo cual era verdad. Eso era lo sensato, lo prudente, lo perspicaz, lo confieso ahora. Pero no pude contenerme y me bebí la botella. Ahí empezó todo.
    “Estuve desvelado, por la gran..., hasta las dos de la mañana, con el despertador de jugo de uva en la cabeza Y luego, ¡paf!, me quedé dormido. Cuando me quedo dormido ni la trompeta del Ángel que anuncia el Juicio Final es capaz de despertarme.
    “Mi mujer logra despertarme a las seis de la mañana. Salto de la cama, me pongo de prisa el pantalón y la chaqueta, me salpico apenas la cara, y nos embarcamos en la Dalila. Demasiado tarde. Cuando llegamos a mi pozo, ¡el sitio estaba ocupado! ¡Nunca me había sucedido algo parecido, señor juez, nunca, en tres años! Aquello me produjo el efecto de un despojo. Dije: “Por la..., por la..., por la gran...” Y ahí mismo, mi mujer comienza a hostigarme. ¡Ah, ah, ah, tu .famoso despertador! ¡Miren al borrachito! ¿Estarás contento, imbécil?” Yo no contestaba: ella tenía razón.
    “Pese a todo desembarcamos cerca del lugar. Pensábamos aprovechar de todas maneras el viaje. Acaso el hombre no lograra pescar. Acaso se fuera pronto.
    “El pescador era un hombrecito flaco. Llevaba traje de crea y sombrero de paja. Su mujer, una gorda sentada detrás de él, bordaba.
    “Cuando vio que nos instalábamos junto a su marido, murmuró:
    “—¿No hay otro sitio donde pescar en el río?
    “Y mi mujer, que reventaba de rabia, contesta:
    “—Las personas educadas, antes de instalarse en sitios reservados, averiguan cuáles son las costumbres del lugar...”
    “Como no quería pleitos, le dije a mí señora:
    “—¡Cállate, Melie! No hagas caso. No hagas caso. Ya veremos.
    “Había dejado la Dalila a la sombra de los sauces, y luego de haber desembarcado, pescábamos Melie y yo, codo a codo, justo al lado de los otros dos.
    “Aquí, señor juez, debo detallar un poco.
    “Hacía cinco minutos que pescábamos cuando el sedal de mi vecino se hunde una, dos, tres veces; alza la caña y saca un pez. grueso como un muslo, tal vez un poco menos, ¡pero casi tan grande! Me palpitaba el corazón, sudaba de angustia. Melie me dice:
    “—¡Mira, borrachín, mira eso!
    “En ese momento, el señor Bru, abarrotero de Poissy y aficionado a la pesca, que pasaba por allí en su barca, me gritó:
    “—¿Le han tomado su sitio, señor Renard?
    “Yo le respondí:
    “—Pues sí, señor Bru. En este mundo hay personas muy poco•finas que ignoran las buenas costumbres.
    “Mi vecino, el hombrecito vestido de crea, se hacía el sordo, también su mujer, ¡aquella gorda que parecía una auténtica vaca.
    Por segunda vez, el juez lo interrumpió advirtiéndole:
    —¡Cuidado! Usted, insulta a la viuda de Flameche, aquí presente.
    Renard se excusó diciendo:
    —Perdón, perdón, la culpa la tiene mi pasión por la pesca. que me domina.
    Prosiguió:
    —Sólo había transcurrido un cuarto de hora, cuando el hombrecito vestido de crea pescó otro pez tan grande como el primero, y casi enseguida otro, y cinco minutos más tarde, otro.
    “Yo casi lloraba, y mi mujer hervía. Me pinchaba sin cesar.
    ‘‘—¿No ves, estúpido? ¿Ves cómo nos roban la pesca? ¿Lo ves? pescarás nada, nada, nada, ni una rana, nada de nada. ¡Sólo dc pensarlo me da calentura!
     “Yo me decía: “Esperemos hasta el mediodía. Esos pescadores furtivos irán a almorzar y volveré a ocupar mi sitio. Porque yo, señor juez, almuerzo todos los domingos allí mismo. Traemos los alimentos en la Dalíla.
    “¡No ocurrió nada! Dieron las doce y no se movieron. Llevaba un pollo envuelto en un periódico, el muy desgraciado, y mientras comía, ¡pum!, saca otro de los gordos.
    “Melie y yo probamos un bocado, nada más, y a la fuerza. No teníamos apetito.
    “Y después, como suelo hacer siempre para ayudar a la digestión, leo mi periódico. Todos los domingos acostumbro leer así el Gil Blas, a la sombra de un árbol y a la orilla del agua. Los domingos aparece Colombina, Usted sabe: Colombina, la que escribe articulos en el Gil Blas. Siempre hago rabiar a mi señora diciéndole que conozco a Colombina. No es verdad, no la conozco, no la he visto nunca, pero escribe muy bien; dice cosas que tienen mucha miga. Algo extraño en una mujer. A mí me gusta. No hay muchas como ella.
    “Empiezo, entonces, a bromear con mi mujer, pero se enoja de inmediato: se pone rígida. En vista de esto, callo.
    “En ese momento aparecieron en la otra orilla del río los dos testigos presentes: el señor Ladureau y el señor Durdent. Nos conocíamos de vista.
    “El hombrecito se puso a pescar de nuevo. Me daban escalofríos ver cómo sacaba uno tras otro esos peces gordos. Su mujer le -dijo entonces:
    “—¡Este lugar es fenomenal! Volveremos todos los domingos, Desiderio.
    “Sentí frío en la espalda. La señora Renard me incitaba repitiéndome:
    “—¡Eres un marica, eres un marica! ¡Tienes sangre de gallina!
     “Me limité a contestarle:
    “—Mira, vámonos. Es mejor. No quiero hacer un disparate.
    “Ella, como si me pusiese unas tenazas al rojo bajo las narices me acicatea al decirme:
    “—Eres un marica, eres un marica. Huyes, te rindes, entregas lo tuyo. ¡Vamos, cobarde!
     “Sus palabras me hicieron mella. Pero, a pesar de todo, me contuve.
    “Mientras tanto, el otro tira la caña y saca un sargo. ¡Nunca en mi vida había visto otro igual! ¡Nunca!
    “Mi mujer,. en ese mismo instante, empezó a decir, como si pensara en voz alta:
    “—Esto sí que puede llamarse robo. Fuimos nosotros los que cebamos el pozo. Tendrían que pagarnos por lo menos el costo del cebo.
    “Entonces la señora gorda del hombrecito del traje de crea replica:
    “—¿Usted se refiere a nosotros, señora?
    “Y la mía dice:
    “—Me refiero a los ladrones de pescado que se aprovechan del dinero que otros han gastado en el cebo.
    “La gorda insiste:
    —¿A nosotros nos dice ladrones de pescado?
    “Replican una y otra vez hasta que terminan insultándose. ¡Y qué insultos, por la gran...! ¡Qué repertorio tienen las bribonas! ¡Insultos a granel! Gritan tan fuerte que los dos testigos, aquí presentes, que estaban en la otra orilla, en son de burla, gritan también:
    “—¡Eh! ¡Ustedes! Un poco de silencio, que no dejan pescar a sus maridos.
    “Lo cierto es que ni el hombrecito de la crea ni yo interveníamos en la pelea. Lo mismo que si fuéramos de palo. Teníamos los ojos fijos en el agua y nos hacíamos los sordos.
    “¡Por la gran...! ¡Bien que las oíamos, sin embargo! “¡Usted es una mentirosa.¿” “ ¡Usted, una mujer de mala vida!” “¡Usted una puta!” “¡Usted una cerda!” Y así por el estilo. ¡Ni un marinero las habría ganado!
    “De pronto, un ruido a mi espalda me obligó a volverme. La gorda golpeaba a mi mujer con una sombrilla. ¡Pam! ¡Pam! Melie había recibido dos golpes. Melie estaba furiosa, y cuando se pone furiosa, Melie pega. Agarra a la gorda del pelo, y empiezan a caer como ciruelas las bofetadas. ¡Plam, plam, plam, plam!
    “Yo, la verdad, no habría intervenido. Las mujeres con las mujeres y los hombres con los hombres. No hay que mezclar los golpes. Pero el hombrecito de la crea se levanta como un loco y quiere Lanzarse sobre mi mujer. ¡Y eso no: era demasiado! ¡Eso sí que no, mi amigo! Cuando se acerca se encuentra con mis puños el pajarraco aquel, y ¡pum!, y ¡pum!, un derechazo en la nariz, y otro en el vientre. Levantó, primero, los brazos, luego las piernas, y cayó de espaldas en el río, justo dentro del pozo.
    “Habría podido sacarlo de inmediato, señor juez, si hubiera tenido tiempo de hacerlo. Pero, por desgracia, en aquel momento la gorda volvía al ataque y le propinaba a mi mujer una gran paliza. Es verdad que no debí ayudarla mientras el otro estaba en el agua.
    Pero jamás pensé que se ahogaría. Al contrario, me dije: “¡Bah! ¡Eso lo refrescará!”
    “Me acerqué, corriendo a las dos mujeres para separarlas. Al intentarlo recibí una buena dosis de puñetazos, arañazos y mordiscos. ¡La gran...! ¡Qué fieras!
    “Total: necesite por lo menos cinco minutos, o quizá diez, para separar a estas dos lapas.
    “Me doy vuelta, entonces. Ya no se veía nada. El agua estaba tan tranquila como un lago. Los pescadores, al otro lado del río, me. gritaban:
    “—¡Sácalo! ¡Sácalo!
    “¡Sí! Decirlo era muy fácil. Yo no sé nadar, y bucear mucho menos.
    “Al fin se presentaron el encargado del embalse y dos señores que portaban garfios. Fue cuestión de un cuarto de hora. Lo rescataron en el fondo del pozo, más o menos a unos ocho pies de agua de profundidad, tal como lo dije. ¡Ahí estaba el hombrecito de la crea!
    “Los hechos sucedieron tal cual los cuento, lo juro, señor juez. ¡Soy inocente, soy un hombre honesto!’’

   
    Como las declaraciones de los testigos le favorecían, fue absuelto.