EL PROTECTOR


     Nunca habría soñado semejante fortuna. Hijo de un escribano de provincias, Jean Marin fue, como tantos otros, a seguir la carrera de derecho en el barrio latino. En las diversas cervecerías que sucesivamente frecuentó, se hizo amigo de varios estudiantes habladores, que escupían política mientras se bebían sus bocks. Se convirtió en su admirador y les siguió obstinadamente, de café en café, pagando incluso sus consumiciones cuando tenía dinero.
     Luego se hizo abogado, y tuvo pleitos, y los perdió. Una mañana, se enteró por la prensa de que uno de sus antiguos compañeros del barrio acababa de ser nombrado diputado.
     Volvió a ser su perro fiel, el amigo que hace los encargos, las gestiones, el amigo a quien se manda a buscar cuando se le necesita y con quien no hace falta cumplidos. Y sucedió, por un azar parlamentario, que el diputado se convirtió en ministro; seis meses después, Jean Marin era nombrado consejero de estado.

* * *


     Tuvo al principio una crisis de orgullo que le hizo perder la cabeza. Iba por las calles por el placer de que le vieran, como si se pudiera adivinar su posición sólo con verle. Se las arreglaba para decir a los comerciantes en cuyas tiendas entraba, a los vendedores de periódicos, incluso a los cocheros de punto, a propósito de las cosas más insignificantes:
     —Yo, que soy consejero de estado...
     Luego sintió, naturalmente, como una consecuencia de su categoría, como una necesidad profesional, como un deber de hombre poderoso y generoso, una imperiosa ansia de proteger. Ofrecía su apoyo a todo el mundo, en cualquier circunstancia, con una inagotable generosidad.
     Cuando veía en los bulevares un rostro conocido, se adelantaba con un aire feliz, le cogía las manos, le preguntaba por la salud, sin esperar a que le preguntase nada, declaraba:
     —Yo soy consejero de estado y estoy a su disposición. Si puedo serle útil en cualquier cosa, venga a mí sin reparos. En mi posición, se tiene mucha influencia.
     Y entraba en los cafés con el amigo encontrado para pedir una pluma, tinta y papel de carta:
     —Sólo una hoja, camarero, es para escribir una carta de recomendación.
     Y escribía cartas de recomendación, diez, veinte, cincuenta al día. Las escribía en el Café Américaines, en Chez Bignon, en Chez Tortoni, en la Maison Dorée, en el Café Riche, en el Helder, en el Café Anglais, en el Napolitain, en todas partes. Se las escribía a todos los funcionarios de la república, desde los jueces de paz hasta los ministros. Y era feliz, completamente feliz.

* * *


     Una mañana, al salir de su casa para ir al consejo de estado, empezó a llover. Dudó si tomar un coche de punto, pero no lo cogió y se dirigió a pie por las calles.
     El aguacero se hacía terrible, encharcaba las aceras, inundaba la calzada. El señor Marin se vio obligado, a refugiarse en un portal. Alguien se le había adelantado: era un cura viejo, de cabellos blancos. Antes de llegar a consejero de estado, al señor Marin no le gustaba el clero. Ahora, le trataba con consideración desde que un cardenal le había consultado cortésmente sobre un asunto difícil. Aumentaba la lluvia, obligando a los dos hombres a huir de ella hasta la portería para evitar las salpicaduras. El señor Marin, que sentía siempre una especie de comezón por hablar para darse a valer, declaró:
     —Hace un tiempo muy malo, señor abate.
     El viejo cura asintió:
     —Sí, señor, y sobre todo resulta desagradable cuando se viene a Paris sólo por unos días.
     —¡Ah! ¿Es usted de provincias?
     —Sí, señor, sólo estoy aquí de paso.
     —En efecto, es muy desagradable que llueva cuando se está sólo por unos días en la capital. A nosotros, los funcionarios, que estamos aquí todo el año, apenas si nos importa.
     El cura no contestó. Miraba la calle, donde el aguacero había aflojado. Y de pronto, tomando una resolución, alzó su sotana como las mujeres se alzan los vestidos para pasar los arroyos.
     El señor Marin, al ver que se marchaba, exclamó:
     —Se va usted a empapar, señor abate. Espere aún unos instantes, que esto pasa.
     El buen hombre, indeciso, se detuvo. Luego dijo:
     —Es que tengo prisa. Tengo una cita urgente.
     El señor Marin parecía desolado.
     —Pero se va usted a calar completamente. ¿Puedo preguntarle a qué barrio va?
     El cura parecía vacilar. Luego dijo:
     —Voy hacia el palacio real.
     —En ese caso, si me lo permite, señor abate, le ofrezco la protección de mi paraguas. Yo voy al consejo de estado. Soy consejero de estado.
     El viejo cura levantó la nariz y miró a su vecino:
     —Se lo agradezco mucho, señor—dijo—. Acepto encantado.
     Entonces, el señor Marin le cogió del brazo y le hizo andar. Le conducía, velaba por él, le aconsejaba:
     —Tenga cuidado con ese regato, señor abate. Desconfíe, sobre todo, de las ruedas de los coches; a veces le salpican a uno de los pies a la cabeza. Y mucha atención a los paraguas de la gente que pasa. No hay nada más peligroso para los ojos que la punta de sus varillas. En especial las mujeres son insoportables; no prestan atención a nada y en cuanto uno se descuida le meten a uno por la cara las puntas de sus sombrillas o paraguas. Y nunca se preocupan por nadie. Da la impresión de que la ciudad les pertenece. Reinan en las aceras y en la calle. A mí me parece que se ha descuidado mucho su educación.
     Y el señor Marín se echó a reír.
     El cura no contestó. Caminaba un poco encogido, eligiendo con cuidado los sitios donde pisaba para no salpicarse de barro los zapatos y la sotana.
     El señor Marin continuó:
     —Seguramente habrá venido a París para distraerse un poco, ¿no?
     —No—respondió el buen hombre—. Vengo por un asunto.
     —¡Ah! ¿Es un asunto importante? ¿Es un atrevimiento preguntarle de qué se trata? Si puedo serle útil, estoy a su disposición.
     El cura parecía embarazado. Murmuró:
     —Bueno, es un asuntillo personal. Una dificultad con... con mi obispo. No tiene interés para usted. Es un... un asunto de régimen interno..., de... de... materia eclesiástica.
     El señor Marin se apresuró a intervenir:
     —Pero sí precisamente es el consejo de estado el que resuelve esas cosas. Si es así, acuda a mí.
     —Sí, señor, yo también voy al consejo de estado. Es usted muy amable. Tengo que ver a los señores Lerepóre y Savon, y quizá también al señor Petitpas.
     El señor Marín se detuvo bruscamente:
     —Pero si son amigos míos, señor abate, mis mejores amigos, excelentes compañeros; gente encantadora. Le voy a recomendar a los tres, y calurosamente. Déjelo de mi cuenta.
     El cura le dio las gracias, se deshizo en excusas, balbució mil acciones de gracias.
     El señor Marin estaba encantado.
     —Verdaderamente, puede presumir de tener buena suerte, señor abate. Ya verá, ya verá. Gracias a mí, su asunto irá como sobre ruedas.
     Llegaron al consejo de estado. El señor Marin hizo subir al cura a su despacho, le ofreció asiento, le colocó ante la chimenea, y luego él se sentó a la mesa y empezó a escribir: “Mi querido colega:  permítame recomendarle con calor a un venerable eclesiástico, de los más dignos y valiosos, el señor abate...” Se interrumpió para preguntar:
     —¿Su nombre, por favor
     —Abate Ceinture.
     El señor Marin continuó escribiendo: “... Ceinture, que necesita de sus buenos oficios para un asunto del que le hablará él mismo. Celebro esta ocasión, que me permite, querido colega...” Y terminó con los cumplidos habituales.
     Cuando hubo escrito las tres cartas, se las entregó a su protegido, que se marchó tras expresarle repetidamente su agradecimiento.

* * *

     El señor Marin atendió su trabajo, regresó a su casa, pasó la jornada tranquilamente, durmió en paz, se despertó contento y pidió los periódicos.
     El primero que abrió era un diario radical. Leyó: “Nuestro clero y nuestros funcionarios.— Nunca acabaremos de contar las fechorías del clero. Cierto cura, llamado Ceinture, convicto de haber conspirado contra el gobierno actual, acusado de actos indignos que callaremos, sospechoso de ser además un antiguo jesuita disfrazado de cura, destituido por un obispo por motivos inconfesables, según se dice, y llamado a París para que dé explicaciones sobre su conducta, ha encontrado un ardiente defensor en el señor Marin, consejero de estado, que no ha vacilado en dar a este malhechor de sotana las cartas de recomendación más calurosas para todos los funcionarios republicanos colegas suyos. Señalamos la incalificable actitud de este consejero de estado a la atención del ministro...”
     El señor Marín se puso en pie de un salto, se vistió y corrió a casa de su colega Petitpas, el cual le dijo:
     —¿Ah, es usted? ¿Está loco para recomendarme a ese viejo conspirador?
     Y el señor Marín, desconcertado, tartamudeó:
     —No, no..., mire usted..., me han engañado... Tenía un aspecto tan de buena persona... Me ha manejado... Me ha manejado indignamente. Se lo ruego, haga que le castiguen con la máxima severidad. Escribiré lo que sea. Dígame qué es lo que tengo que escribir para que le castiguen. Voy a ver al procurador general y al arzobispo de París, sí, al arzobispo...
     Y sentándose bruscamente al despacho del señor Petitpas, escribió: “Monseñor: tengo el honor de poner en conocimiento de su ilustrísima que acabo de ser víctima de las intrigas y mentiras de cierto abate Ceinture, el cual ha sorprendido mi buena fe. Engañado por las manifestaciones de dicho eclesiástico, he llegado a...”
     Cuando hubo firmado y cerrado su carta, se volvió a su colega y dijo:
     —Ya ve usted, amigo mío. Que esto le sirva de enseñanza: no recomiende jamás a nadie.