EL REGRESO

I
    El mar bate la costa con un vaivén monótono. Blancas nubecillas cruzan rápidamente sobre un cielo azul, como los pájaros, arrastradas por el viento, y el caserío, en un repliegue del valle que desciende hasta el mar, se calienta el sol.
    La casa de los Martin-Levesque, aislada junto al camino, es una reducida vivienda de pescador, con paredes de barro y techo de paja; tiene frente a la puerta un jardincito grande como un pañuelo, donde crecen algunas cebollas, coles y perejil, todo ello rodeado por una cerca.
    El hombre ha salido a pescar, la mujer está remendando las redes tendidas a lo lago del muro, como inmensa tela de araña. Una muchacha de catorce años, a la entrada del jardincito, sentada en una silla de anea, cuyo respaldo se apoyaba en la tapia, repasa la ropa, una ropa vieja, zurcida, estropeada, puros andrajos. Otra muchacha un poco menor tiene en brazos a una criatura de pocos meses, y dos niños, uno de dos y otro de tres años, este último echado en el suelo, hacen montones de tierra y se tiran barro.
    Nadie habla. Sólo el pequeño se hace oír, llora con un sonsonete agudo. Un gato duerme acurrucado en la ventana, y los alhelíes abiertos forman, al pie del muro, un hermoso haz de flores blancas, a cuyo derredor zumba un enjambre de insectos.
    La muchacha que repasa la ropa dice de pronto:
    —¡Madre!
    La mujer contesta:
    —¿Qué quieres?
    —¡Se acerca otra vez! Están inquietas desde muy temprano, porque anda rondando por allí un anciano que parece pordiosero. Le vieron al acompañar al padre a la barca, estaba sentado en la cuneta frente a la puerta. Al volver le hallaron aún contemplaba fijamente la casa.
    Parecía enfermo y miserable. Había permanecido inmóvil más de una hora; luego, comprendiendo tal vez que infundía los recelos que infunde un malhechor, se levantó y se fue arrastrando una pierna.
    Pero pronto le vieron volver con paso fatigoso; volvió a sentarse algo más lejos, como para observarlas.
    La madre y las muchachas tenían miedo.
    La madre, sobre todo, de naturaleza débil y asustadiza, pensaba con horror que su hombre, Levesque no volvía de pescar hasta la noche.
    Se llamaba Levesque el marido, a ella la llamaban Martín y eran conocidos por los Martin-Levesque. Veréis por qué razón ella se había casado con un péscador llamado Martin, que iba todos los veranos a Terranova a la pesca del bacalao.
    A los dos años de matrimonio tenían una hija, y estaba embarazada de seis meses cuando la barca de tres palos Das Hermanas, en que iba su marido, naufragó.
    No hubo más noticia; ninguno de los tripulantes apareció; se consideró todo perdido.
    La Martin aguardó a su hombre durante diez años, educando y manteniendo penosamente a sus dos hijas; luego, como era muy trabajadora y buena mujer, un pescador de aquella costa, Levesque, viudo con un hijo, se casó con ella. Tuvieron dos hijos más en tres años.
    Vivían humilde y trabajosamente. En aquella morada iba escaso el pan, y la carne casi era desconocida. En invierno, compraban al fiado en la panadería durante los meses borrascosos. Los niños crecían robustos, a pesar de la miseria.
    La gente decía:
    —Son muy buenos y muy honrados los Martín-Levesque. La Martín es trabajadora como ninguna, y Levesque no tiene igual en toda la costa.

    II
    La muchacha, sentada junto al portillo del jardín, murmuró:
     —Sin duda nos conoce. Debe de ser un pordiosero de Epreville o de Auzebore.
    Pero la madre no se engañaba. No, no era nadie conocido en la región, era un extraño, uno que venía de lejos.
     Como el pobre no se movía y fijaba obstinadamente los ojos en la casa de los Martin-Levesque, la mujer, enfurecida y envalentonada por el miedo mismo, cogió una vara y salió al portillo, amenazadora.
     —¿Qué hace usted ahi?—preguntó al vagabundo.
     El pobre respondió con la voz enronquecida:
     —Tomo el fresco. ¿Estorbo?
    Ella insistió:
     —¿Por qué se puso usted de centinela como un espía delante de la casa?
    El pobre dijo:
    —No hago daño a nadie. ¿No está permitido sentarse a descansar?
    No sabiendo qué responder, la Martín entró en su casa.
    Hacia el mediodía, el hombre desapareció. A eso de las cinco pasó de nuevo. No le vieron más en toda la tarde.
    Levesque regresó por la noche. Le contaron lo que ocurría, y dijo:
    —Es algún ratero, algún tunante.
    Y se acostó tranquilamente, mientras que su compañera pensaba en aquel vagabundo que la miraba de un modo tan extraño.
    Al amanecer hacía mucho viento, y el pescador, decidiendo no salir al mar, se puso a recoser las redes con su esposa.
    A eso de las ocho, la hija mayor, una Martin, que había ido a comprar pan, volvió corriendo aterrada, gritando:
    —¡Madre! ¡Ya vuelve! ¡Ya vuelve!
    La madre se conmovió, y, pálida le dijo a su hombre:
    —Háblale tú, Levesque, hasta conseguir que se vaya; esto me desespera.
    Y Levesque, un marinerazo de barba espesa y rubia, de ojos azules con un punto negro, ancho y robusto cuello, vestido siempre con blusa de lana para resguardarse del viento y de la lluvia, salió tranquilamente, aproximándose al vagabundo.
    Y hablaron.
    La madre y los hijos los observaban desde lejos, ansiosos y agitados.
    De pronto, el desconocido se levantó, dirigiéndose con Levesque hacia la casa.
    La Martin, espantada, retrocedió. Su hombre le dijo:
    —Dale un pedazo de pan y un vaso de sidra; no ha comido nada desde anteayer.
    Y los dos entraron en la vivienda, seguidos por la mujer y por los hijos. El vagabundo, sentándose, comenzó a comer con la cabeza baja.
    La mujer, en pie, lo observaba; las dos muchachas, las de Martin, pegadas a la puerta, llevando la mayor al pequeñuelo en brazos, clavaban ansiosamente sus ojos en el pobre, y los dos niños, acurrucados junto a la chimenea, dejaron de jugar con el ahumado puchero para fijarse también en el desconocido.
    Levesque, tomando una silla, le preguntó:
    —¿Viene usted de muy lejos?
    —Vengo de Séte.
    —¿A pie?
    —Sí, a pie. Cuando no hay recursos, la necesidad obliga.
    —Y ¿adónde va usted?
    —Aquí.
    —¿Conoce usted a alguien del pueblo?
    —Es posible.
    Callaron. Comía lentamente, a pesar del hambre, y bebía de cuando en cuando un sorbo de sidra. Su rostro estaba envejecido, arrugado, con señales de hondo sufrimiento.
    Levesque le preguntó con brusquedad:
    —¿Cómo se llama?
    El pobre contestó, sin levantar la cabeza:
    —Me llamo Martín.
    Un extraño temblor sacudió a la madre. Avanzó un paso, como para ver de más cerca al vagabundo, y se quedó frente a él con los brazos caídos y la boca abierta. Nadie hablaba.
    Levesque dijo, al fin.
    —¿Es usted de aquí?
    El pobre respondió:
    —Soy de aquí.
    Y como al decir esto alzara la cabeza, sus ojos y los de la mujer se encontraron, mirándose fijamente, confundiendo sus miradas en una sola.
    Y ella balbució, temblando, angustiosamente:
    —¿Serás tú mi marido?
    El pobre dijo con calma:
    —Si, yo soy.
    No se movió; seguía comiendo el pan.
    Levesque, más extrañado que conmovido, insistió:
    —¿Eres tú Martin?
    Y el pobre dijo sencillamente:
    —Sí, yo soy.
    El segundo marido preguntó:
    —¿De dónde vienes?
    El primero dijo:
    —De la costa de África. Embarrancamos, y sólo pudimos llegar a la orilla tres: Picard, Vatinel y yo. Nos cogieron los salvajes; Picard y Vatinel murieron; yo estuve doce años prisionero de los salvajes. Un viajero inglés me ha rescatado y me llevó a Séte. Aquí estoy.
    La Martín lloraba, cubriéndose la cara con el delantal.
    Levesque dijo:
    —¿Qué haremos ahora?
    Martin preguntó:
    —¿Estás casado con ella?
    Levesque respondió:
    —Sí, nos casamos.
    Se miraron en silencio.
    Entonces Martin, viendo a los niños que le rodeaban, señalando a las dos niñas mayores, dijo:
    —¿Son las mías?
    —Si, las tuyas.
    Ni se levantó, ni las acarició, limitándose a decir:
    —¡Cuánto han crecido!
    Levesque preguntó:
    —¿Qué haremos?
    Martín, perplejo, no sabía qué resolver. Por fin se decidió:
    —No quiero perjudicarte. Arreglémoslo todo. Hay dos hijos, y tuyos tres. La mujer, ¿será tuya, será mía? Resuelve a tu gusto. Pero la casa es mía, porque mi padre me la dejó, porque nací en ella, y los papeles están en la notaría.
    La Martin seguía llorando, y, tapándose la cara con su delantal azul, sollozaba. Las dos muchachas, acercándose más, contemplaban a su padre con inquietud. En cuanto acabó el pan, dijo:
    —¿Qué resolvemos?
    Levesque tuvo una idea.
    Vamos a casa del señor cura y que decida él.
    Levantóse Martin, y la mujer se arrojó sobre su pecho sollozando:
    —Mi pobre Martin, ya viniste! Mi pobre MartIn, ¡ya estás en casa!
    Y lo oprimía entre los brazos, poseída bruscamente por los recuerdos amorosos de muchos años atrás, que la recordaban su juventud y sus primeras caricias.
    Martín, emocionado, le dio un beso en la cabeza. Los dos pequeños, en la chimenea, empezaron a berrear viendo que su madre lloraba, y el de mantillas, en brazos de la menor de las Martín, chillaba como un pífano descompuesto.
    Levesque, en pie, aguardaba, y dijo:
    —Vamos, hay que arreglarlo todo.
    Separándose de Martin, la mujer dijo a las muchachas:
    —Abrazad a vuestro padre.
    Se aproximaron a él con los ojos secos, muy sorprendidas y algo temerosas. El hombre las besó en las mejillas. Al ver de cerca el rostro del desconocido, el pequeñuelo lanzó convulsivamente gritos atronadores.
    Luego los dos hombres salieron juntos.
    Al pasar frente al café del Comercio, Levesque preguntó a Martin:
    —¿Quieres que tomemos una copa?
    —Bueno—contestó el vagabundo.
    Entraron, se sentaron y Levesque llamó.
    —¡Eh! ¡Mozo! Dos copitas de aguardiente.
    Cuando el camarero vino con el servicio que le habían pedido, Levesque le dijo:
    —Mira, Martin ha vuelto, ¿sabes? Martin el de mi mujer, el de la barca Dos Hermanas que se perdió hace muchos años.
    El mozo, aproximándose con dos vasos y una botella, preguntó sencillamente:
    —¡Hola! ¿Conque apareció Martin?
    Y el repatriado contestó:
    —Aquí me tienes.