EL SALTO DEL PASTOR

   
   De Dieppe al Havre, la costa es una serie interrumpida de escarpadas rocas de unos cien metros de altura y erguidas como una pared.
   De trecho en trecho, esta larga hilera de blancos peñascos desciende bruscamente y un vahecho angosto, de rápidas pendientes cubiertas de césped y juncos marinos, baja, desde la meseta cultivada, a una playa cubierta de guijarros, a la que llega por una hondonada semejante al lecho de un torrente. La Naturaleza ha formado estos valles, que las tempestuosas lluvias han rematado con aquellas hondonadas tallando lo que quedaba de roca, ahondando hasta el mar el lecho de las aguas que sirve de paso a los hombres, por
   A veces se vislumbran en estos valles un pueblo al que azota el duro huracán.
   He pasado el estío en uno de esos claros de la costa, albergado en casa de un aldeano cuya morada, situada de cara a las olas, permitía ver desde la ventana un enorme triángulo de agua azul limitada por las verdes pendientes del peñasco y manchada a veces por blancas y lejanas velas en un golpe de sol.
   El camino que conducía al mar seguía el fondo del desfiladero, y, bruscamente, se hundía entre dos paredes de marga y se convirtía en una especie de profundo pantano, antes de desembocar en una hermosa sábana de guijarros extendidos, redondeados y pulimentados por la secular caricia de las olas.
   Este sitio se llama el Salto del Pastor.
   Ved aquí el drama al cual debe su nombre:

   Se cuenta que aquel pueblo se hallaba antiguamente gobernado por un sacerdote austero y violento.
   Había salido del Seminario lleno de odio hacia los que viven con arreglo a las leyes naturales, y no conforme a las de Dios. De inflexible severidad para consigo mismo, se mostró para los demás implacablemente intolerante; una cosa le llenaba, sobre todo, de cólera y de disgusto; y esta cosa era el amor.
   Si hubiese vivido en las ciudades, en medio de los civilizados y refinados que disimulan tras de los velos delicados del sentimiento y de la ternura los brutales actos que impone la Naturaleza; si hubiese confesado en la sombra de las elegantes naves a las pecadoras perfumadas, cuyas faltas parecen atenuadas por la gracia de la caída y la nube de ideal en torno del beso material, tal vez no hubiera sentido aquellas locas revueltas, aquellos furores desordenados que le acometían ante el sucio emparejamiento de los pordioseros en el lodo de una cuneta o sobre la paja de una granja.
   Comparaba con los brutos a aquellas gentes que no conocían el amor y se unían solamente como los animales; y les odiaba por lo grosero de su alma, por la sucia satisfacción de su instinto, por la repugnante jovialidad de los viejos cuando hablaban todavía de aquellos inmundos placeres.
   Tal vez se encontraba también, a pesar suyo, torturado por la angustia de apetitos no satisfechos y minado por la lucha de su cuerpo rebelado contra un espíritu despótico y casto. Ello era que todo lo tocante a la carne le indignaba, le ponía fuera de si; y sus violentos sermones, llenos de amenazas y furiosas alusiones, hacían bromear a las mozas y a los muchachos, que se miraban a hurtadillas en la misma iglesia; y los labriegos de blusa azul y las labradoras de mantilla negra, se decían al salir de misa, volviéndose hacia la casucha, cuya chimenea lanzaba al cielo un hilo de negro humo:
   —No bromea con eso el señor cura.
   En cierta ocasión hasta llegó a enfurecerse sin motivo. Iba a ver a un enfermo. Pues bien: apenas hubo penetrado en el corral de la granja, divisó un grupo de niños, los de la casa y los de la vecindad, aglomerados en torno del camastro del perro. Miraban curiosamente alguna cosa, y la contemplaban inmóviles, con atención concentrada y muda. El sacerdote se acercó a ellos. Era que la perra paría allí. Delante del camastro, cinco cachorros se movían en torno, de la madre, que los lamía tiernamente, y, en el momento en que el cura alargaba el cuello por encima de las cabezas de los muchachos, aparecía un nuevo perrillo. Llenos de alegría, todos los galopines se pusieron a gritar: «Otro, otro » Aquello era un juego para los muchachos, un juego natural, en que nada impuro entraba; contemplaban aquel nacimiento como hubieran mirado llover manzanas; pero el ensotanado se crispó de indignación y, extraviada la cabeza, levantó su paraguas de tela azul y se puso a golpear con él a los chiquillos. Estos huyeron a escape. Entonces él, viéndose solo frente a la perra recién parida, la golpeó con toda su fuerza. Como estaba sujeta por una cadena, la perra se revolvía gimiendo y el cura la emprendió a patadas, haciéndole echar fuera un último cachorro y rematándola después a taconazos. Luego dejó el cuerpo ensangrentado en mitad de los recién nacidos, que, chillones y torpes, buscaban ya las tetas.

   *

   Daba largos paseos solitarios, caminando a grandes zancadas, con aire salvaje. Y un día del mes de mayo, al regresar de una lejana excursión, conforme avanzaba a lo largo de la roca mirando al pueblo, le acometió un acceso de furia. No se veía ninguna casa; sólo se divisaba la desnuda costa, que el océano acribillaba con sus flechas de agua.
   El agitado mar removía sus espumas, y las grandes nubes sombrías se reunían en el horizonte aumentando la fuerza de la lluvia. El viento silbaba, soplaba, tumbaba las jóvenes mieses y zurraba al empapado abate, pegando a sus piernas la humedecida sotana y llenando de ruido sus oídos y de tumulto su exaltado corazón.
   Se descubrió, ofreciendo su frente a la tempestad, y poco a poco se fue acercando a la aldea. Pero le alcanzó una ráfaga tan fuerte, que no pudo seguir avanzando. De repente divisó junto a una red de ovejas la choza ambulante de un pastor.
   Aquello era un abrigo, y a él dirigió sus pasos.
   Los perros, atontados por el huracán, no se movieron cuando se acercó; y llegó a la cabaña de madera, especie de camastro establecido sobre ruedas, que los pastores arrastran durante el estío de paraje en paraje.
   Encima de un escabel, la puerta inferior se abría, dejando ver la paja de dentro.
   El sacerdote iba a penetrar, cuando divisó en la sombra una pareja amorosa que se abrazaba. Entonces, bruscamente, cerró la puerta con pasador; y en seguida, empuñando las varas, doblando su delgado cuerpo, tirando como una bestia y resoplando bajo su empapada ropa de paño, echó a correr, arrastrando hacia la pendiente rápida, hacia la pendiente mortal, a los jóvenes sorprendidos en mutuo abrazo, que golpeaban por dentro con el puño, creyendo, sin duda, que aquello era una broma de un transeúnte.
   Cuando estuvo en lo alto del precipicio, soltó la ligera choza que, rodó hacia la parte inclinada.
   Precipitaba su carrera locamente impelida, yendo cada vez más veloz, saltando, tropezando como una bestia, golpeando la tierra con sus varas.
   Un viejo mendicante que se había guarecido en un agujero la vio pasar sobre su cabeza, oyendo horribles gritos que salían de la vivienda de madera.
   De repente perdió una rueda en un choque, cayó de lado y corrió como una bola, como una casa desarraigada correría desde la cima de un monte; luego, llegando al borde de la última hondonada, saltó, describiendo una curva, y, cayendo en el fondo, se estrello en él como un huevo.
   Los amantes fueron extraídos de allí magullados, aplastados, con todos los miembros rotos, pero abrazados siempre, ligados los brazos por los codos en el espanto como en el placer.
   El cura no permitió que sus cadáveres entraran en la iglesia, y negó su bendición a los féretros.
   Y el domingo, en el púlpito, habló con calor del séptimo mandamiento de la ley de Dios, amenazando a los enamorados con un brazo vengador y misterioso, y citando el ejemplo terrible de los dos infortunados muertos en el momento de pecar.
   Conforme salía de la iglesia, dos gendarmes le detuvieron.