EL SEÑOR YOCASTA

   
    ¿Recuerda usted, señora, la viva discusión que mantuvimos una noche en el saloncito japonés, a propósito del padre que cometió un incesto? ¿Recuerda usted su propia indignación, las frases violentas que me dirigió, sus arrebatos de cólera? Y ¿recuerda mis alegatos en defensa del hombre? Usted me condenó; pero yo apelo.
    Nadie en el mundo, afirmaba usted, absolutamente nadie, dejaría de encontrar culpabilidad en la infamia de la que yo me constituía en defensor. Pues bien: voy a relatar hoy en público aquel drama.
    Acaso haya quien esté dispuesto no a disculpar el hecho inmundo y brutal, sino a comprender la imposibilidad de luchar contra ciertas fatalidades que se diría que son caprichos horribles de la omnipotente Naturaleza.

    La casaron a los dieciséis años con un hombre de edad y sin sentimientos, con un negociante que ambicionaba su dote. Era ella una linda mujercita rubia, alegre y soñadora al mismo tiempo, con grandes anhelos de una dicha ideal.
    El desencanto cayó a plomo sobre su corazón y lo aplastó. Comprendió de golpe lo que era la vida, la pérdida de su porvenir, la ruina de sus esperanzas y en su alma subsistió tan sólo un anhelo: el de tener un hijo en quien desahogar su amor.
    Pero no lo tuvo.
    Transcurrieron dos años. Amó. Amó a un joven de veintitrés, que era capaz, en la adoración que sentía por ella, de cometer cualquier locura. Ella resistió, sin embargo, con firmeza y durante mucho tiempo. El joven se llamaba Pedro Martel.
    Pero cierta velada de invierno se encontraron los dos a solas en casa de ella. Había ido él a tomar una taza de té. A continuación se sentaron junto al fuego, en un asiento bajo. Apenas hablaron; los aguijoneaba el deseo; sus labios sentían la sed furiosa que hace buscar otros labios, sus brazos se estremecían con el ansia de abrirse y de abrazar.
    La lámpara, velada con encajes, proyectaba en el salón silenciosos un resplandor íntimo.
    Uno y otro se sentían embarazados; de cuando en cuando pronunciaban algunas frases; pero cuando se encontraban sus miradas, sufrían un vuelco sus corazones.
    ¿Qué pueden contra la violencia de los instintos los sentimientos creados por la educación? ¿Qué puede, contra la irresistible voluntad de la Naturaleza, el prejuicio del pudor?
    Sus dedos se tocaron casualmente. No hizo falta más. La fuerza brutal de los sentidos los empujó el uno hacia el otro. Se abrazaron y ella se entregó.
    Quedó encinta. ¿De su amante o de su esposo? Ni ella misma podía saberlo. Sin duda que del amante.
    Se sintió de pronto acosada por el terror; estaba segura de que moriría de parto, y constantemente le hacía jurar al que de ese modo la había poseído que cuidaría del hijo durante toda su vida, que no le negaría nada, que sería par él todo, absolutamente todo y que llegaría, si fuese preciso, hasta cometer un crimen por él.
    Era una obsesión que lindaba con la locura y que se iba exaltando conforme se acercaba la hora de dar a luz.
    Murió al dar vida a una niña.
    *
    La desesperación del joven fue horrible; fue la suya una desesperación tan furiosa que no podía ocultarla. Acaso el marido tuvo sus sospechas. ¡Acaso sabía que la niña no había podido ser engendrada por él! Cerró las puertas de su casa al que se consideraba padre verdadero de la niña, y la sustrajo a su contacto, haciéndola criar secretamente.
    Corrieron muchos años.
    Pedro Martel olvidó, como se olvida todo. Llegó a ser rico, pero nunca se enamoró, ni contrajo matrimonio. Vivía como cualquier otra persona, feliz y tranquilo. No había vuelto a tener noticia alguna del esposo al que había burlado, ni de la joven que él suponía hija suya.
    Pero una buena mañana recibió carta de un individuo que nada tenía que ver en el asunto, y en ella le daba incidentalmente la noticia del fallecimiento de su antiguo rival. Se sintió acometido de un vago malestar, de una especie de remordimiento. ¿Qué sería de la niña aquella, de su hija? ¿No podría hacer nada por ella? Tomó informes. La joven había sido recogida por una tía suya, y era pobre; tanto, que casi estaba en la miseria.
    Se propuso verla y ayudarla. Se hizo presentar en casa de la única parienta de la huérfana.
    Su apellido no despertó ningún recuerdo. El tenía cuarenta años y representaba ser aún joven. Al ser recibido, no hizo mención alguna de que hubiese conocido a la madre, por temor a despertar más tarde algún recelo.
    Pues bien: cuando apareció en el saloncito donde Pedro esperaba anhelante su llegada, tuvo él un sobresalto que lindaba con el terror. ¡Era ella! ¡La otra! ¡La difunta!
    Tenía la misma edad, los mismos ojos, los mismos cabellos, e1 mismo talle, la misma sonrisa, la misma voz. Era una ilusión tan completa, que lo enloquecía; no vio nada más, desvariaba; en el fondo de su corazón bullía a borbotones el amor tumultuoso de otros tiempos. Ella era, como su madre, alegre y sencilla. Daba su amistad, tendía su mano en el acto.
    Cuando estuvo de vuelta en su propia casa, advirtió que la antigua herida se había vuelto a abrir y lloró con desconsuelo, oprimiéndose la cabeza con las manos; lloró a la otra, acosado por sus recuerdos, perseguido por las frases familiares que tenía por costumbre decir, víctima otra vez de una desesperación irremediable.
    Frecuentó la casa en que vivía la joven. Le era imposible prescindir de ella, de su charla alegre, del roce de sus vestidos, del sonido de su voz. Confundía en sus pensamientos y en su corazón a las dos, a la difunta y a la viva, prescindiendo de distancias, del tiempo transcurrido, de la muerte, amando a aquélla en ésta, amando a ésta en el recuerdo de la otra, sin querer ya distinguir, ponerse en la realidad, ni preguntarse siquiera si, en efecto, ella no sería hija suya.
    De cuando en cuando, al ver la estreches y pobreza en que vivía la que él adoraba con aquella pasión doble, confusa e incomprensible para él mismo, sufría horriblemente.
    ¿Qué podía hacer? ¿Ofrecerle dinero? ¿Con que títulos? ¿Con qué derecho? ¿Asumiría el papel de tutor? ¡Si representaba casi su misma edad! Lo tomarían por amante de ella. ¿Casarla? Esta idea, que surgió de pronto en su alma, le causó espanto. Pero pronto se aquietó. ¿Quién se quería casar con ella? No tenía dote alguna; absolutamente nada.
    La tía lo veía venir, dándose cuenta de que estaba enamorado de la joven. Esperaba. ¿Qué? ¿Lo sabía Pedro?
    Una noche se encontraron a solas. Conversaban tranquilos, el uno al lado del otro, en el canapé del saloncito. De pronto, Pero le agarró la mano con impulso paternal. Y la retuvo entre las suyas; le dieron un vuelco el corazón y los sentidos, a pesar suyo, sin atreverse a abandonar aquella mano que ella le entregaba, y sintiéndose desfallecer si la guardaba entre las suyas. Ella se dejó caer bruscamente en sus brazos, porque lo amaba ardientemente.  Igual que su madre lo había amado, como si hubiese heredado de ella la pasión fatal.
    Fuera de sí besó los rubios cabellos de la joven, y al levantar esta la cabeza con el propósito de huir, sus labios se encontraron. Hay momentos en que enloquecemos. Eso les ocurrió a ellos.
    Ya en la calle, Pedro echó a andar sin rumbo fijo, sin propósito fijo.

    *

    Recuerdo, señora, vuestro grito e indignación: «¡No le quedaba otra salida que matarse ¡»
    Yo le contesté a usted: «¿Y ella? ¿También debía matarla a ella.»
    La joven lo amaba con locura, con frenesí, con la pasión fatal y hereditaria que la había derribado, virgen, ignorante y desatinada, sobre el pecho de aquel hombre. Ella obró de esa manera porque se hallaba en ese estado de irresistible embriaguez que se apodera de todo el ser, cuando ya éste no sabe lo que se hace y se entrega; cuando el instinto alborotado nos arrebata, nos precipita a los brazos de un amante, igual que lanza entre los animales la hembra hacia el macho.
    ¿Qué seria de ella, si Pedro se matase?... ¡Moriría de dolor!... Moriría deshonrada, desesperada, entre atroces torturas.
    ¿Qué hacer?
    ¿Abandonarla? ¿Dotarla? ¿Casarla?... Se moriría también; se moriría de pena, sin aceptar ni su dinero ni otro esposo, ya que se había entregado a él. Había roto su vida, había destrozado toda la dicha que pudiera esperarla; la había condenado a una angustia eterna, a una desesperación eterna, a un fuego eterno, a una soledad eterna o a morir.
    Pero, además, Pedro la amaba. ¡La amaba ahora con horror, pero arrebatadamente! ¿Que era su hija? Bueno. El azar de las fecundaciones, la ley brutal de la reproducción, un contacto de un segundo, habían hecho hija suya a este ser que no estaba ligado a él por ningún lazo legal, al que él quería como había querido a. su madre y aún más, como si se hubiesen acumulado en él dos amores. ¿Era, por lo demás, hija suya? Y aunque lo fuese, ¿qué importaba? ¿Quién iba a saberlo?
    Y le venia a la memoria el recuerdo de los juramentos hechos a la moribunda. «Había prometido que consagraría toda su vida a esta niña y que no repararía en cometer un crimen si era preciso para hacerla feliz.»
    Y zambullido en el recuerdo de su acción, abominable y dulce, desgarrado de dolor y asolado de anhelos, la amaba.
    ¿Quién había de saberlo?... El otro, el padre, había muerto.
    «¡Sea!—se dijo—. Este secreto vergonzoso podrá destrozarme el corazón. Pero ella no lo sospechará jamás, y yo cargaré con él.»
    Pidió su mano y se casó con ella.
    Ignoro si fue feliz; pero yo habría hecho lo mismo, señora.