EL SUSTITUTO

   
    «¿La señora Bonderoi?
    —Sí, la señora Bonderoi.
    —¡No es posible!
    —Se lo aseguro.
    —¿La señora Bonderoi, esa vieja de cofias de puntillas, la beata, la santa, la honorable señora Bonderoi que parece que lleva pegados alrededor del cráneo unos pelillos postizos?
    —La misma.
    —¡Oh! Vamos, ¿está usted loco?
    —Se lo juro.
    —Pues cuénteme todos los detalles.
    —Aquí los tiene. En la época del señor Bonderoi; el ex-notario, la señora Bonderoi utilizaba a los pasantes, dicen, para su servicio personal. Es una de esas respetables burguesas de vicios secretos y principios inflexibles, como, hay muchas. Le gustaban los guapos mozos, ¿hay algo más natural? ¿No nos gustan a nosotros las buenas mozas?
    »Una vez que el viejo Bonderoi murió, la viuda se puso a vivir como una rentista pacífica e irreprochable. Frecuentaba asiduamente la iglesia, criticaba desdeñosamente al prójimo, y no daba nada que hablar.
    »Después envejeció, se convirtió en la mujercita que usted conoce, afectada, agria, maligna.
    »Ahora bien, he aquí la inverosímil aventura ocurrida el pasado jueves: mi amigo Jean de Anglemate es, como usted sabe, capitán de dragones, y está acuartelado en el arrabal de La Rivette.
    «Al llegar al cuartel, la otra mañana, se enteró de que dos hombres de su compañía se habían dado una zurra fenomenal. El honor militar tiene leyes severísimas. Se produjo un duelo. Después del asunto, los soldados se reconciliaron e, interrogados por su oficial, le contaron el motivo de la disputa. Se habían pegado por la señora Bonderoi.
    —Sí, amigo mío, ¡por la señora Bonderoi!
    Pero le cedo la palabra al dragón Siballe.»

    *

    La cosa fue así, mí capitán. Hace unos dieciocho meses paseaba yo por la calle, entre las seis y las siete de la tarde, cuando me abordó una individua.
    Me dijo, como si me preguntara una dirección: «Militar, ¿quiere ganarse honradamente diez francos por semana? »
    Le respondí sinceramente: «A su disposición, señora.» Entonces ella me dijo: «Venga a verme mañana, a mediodía. Soy la señora Bonderoi, de la calle de la Tranchée, número 6.
    —No faltaré, señora, esté tranquila.»
    Después se separó de mí muy contenta, agregando:
    «Se lo agradezco mucho, militar.
    —Soy yo el agradecido, señora.»
    La cosa no dejó de inquietarme hasta el día siguiente.
    A mediodía, llamaba a su casa.
    Vino a abrirme en persona. Llevaba un montón de cintitas en el pelo.
    «Démonos prisa —dijo—, porque mi criada podría volver.»
    Respondí: «Toda la prisa que usted quiera. ¿Qué hay que hacer?»
    Entonces ella se echó a reír y replicó: « ¿No lo comprendes, picaruelo? »
    Yo no caía, mi capitán, palabra de honor.
    Ella vino a sentarse muy cerca de mí, y me dijo: «Si repites una sola palabra de esto, haré que te metan en la cárcel. Júrame que serás mudo.»
    Le juré todo lo que quiso. Pero seguía sin comprender. Tenía la frente bañada en sudor. Entonces me quité el casco, donde estaba mi pañuelo. Ella cogió el pañuelo, y me secó el pelo de las sienes. Y de pronto me besa y me susurra al oído:
    «Entonces ¿quieres? »
    Respondí: «Quiero lo que usted quiera, señora, pues para eso he venido.»
    Entonces ella se manifestó abiertamente para darse a entender. Cuando vi de qué se trataba, dejé mi casco en una silla, y le demostré que un dragón no retrocede nunca, mi capitán.
    No es que la cosa me dijera mucho, porque la individua ya estaba más que pasada. Pero no hay que andarse con miramientos en este oficio, en vista de que los cuartos andan escasos. Y además uno tiene una familia que mantener. Yo me decía: «Sacaré cinco francos para mi padre, con esto.»
    Cumplida la faena, mi capitán, me dispuse a retirarme. Ella habría querido que no me marchara tan pronto. Pero yo le dije: «Las cuentas claras, señora. Una copita cuesta cuarenta céntimos, y dos copitas cuestan ochenta céntimos.»
    Ella entendió bien el razonamiento y me metió en la palma de la mano un napoleón de diez castañas. No me convenía nada, esa moneda, porque se escurre en el bolsillo, y cuando los pantalones no están bien cosidos, uno la encuentra en las botas, o no la encuentra.
    Mientras yo miraba aquella oblea amarilla diciéndome esto, ella me contempla; y después se pone colorada, y se equivoca sobre mi expresión, y me pregunta:
    «¿Es que opinas que no es suficiente? »
    Yo le respondo:
    «No es exactamente eso, señora, pero, si no le importa, preferiría dos piezas de cinco francos.»
    Me las dio y me largué.
    Pues bien, mi capitán, hace dieciocho meses que dura la cosa. Voy allí todos los martes, por la noche, cuando usted accede a darme permiso. Ella prefiere eso, porque su criada está ya acostada.
    Ahora bien, la semana pasada me encontraba indispuesto, y tuve que pasar a la enfermería. Llega el martes, no hay manera de salir; y me reconcomía la sangre por las diez castañas a que estoy acostumbrado.
    Me dije: «Si no va nadie, menuda lata; seguro que se busca un artillero.» Y eso me alborotaba.
    Entonces mandé a buscar a Paumelle, un paisano mío, y le conté el asunto: «Habrá cinco francos para ti y cinco para mí, ¿de acuerdo?»
    Acepta, y se pone en camino. Yo le había dado todas las informaciones. Llama; ella abre; lo hace pasar; no lo mira a la cara y ni se da cuenta de que no es el mismo.
    Ya comprenderá usted, mi capitán, un dragón y otro dragón, si llevan el casco puesto, se parecen.
    Pero de pronto descubre la transformación, y pregunta con aire colérico:
    «¿Quién es usted? ¿Qué es lo que quiere? Yo a usted no lo conozco.
    Entonces Paumelle se explica. Demuestra que estoy indispuesto y expone que lo he enviado de sustituto.
    Ella lo mira, lo obliga a jurar el secreto, y después lo acepta, como puede imaginarse usted, en vista de que Paumelle tampoco está nada mal.
    Pero cuando ese perro volvió, mi capitán, no quiso darme mis cinco francos. Si hubieran sido para mí, no habría dicho nada, pero, pero eran para mi padre; y en eso, no admito bromas.
    Le dije:
    «Tu proceder no es delicado, para un dragón, y deshonras el uniforme.»
    El me levantó la mano, mi capitán, diciendo que aquella faena valía más del doble.
    Cada cual con su opinión, ¿no? Nadie lo obligaba a aceptar. Le di un puñetazo en la nariz. El resto ya lo sabe usted.

    *

    El capitán de Anglemare lloraba de risa contándome la historia. Pero también me hizo jurar el secreto que él había garantizado a los dos soldados. «Sobre todo no vaya usted a traicionarme, guárdeselo para usted, ¿me lo promete?
    — ¡Oh!, no tema. Pero, en definitiva, ¿cómo se arregló todo?
    —¿Cómo? ¡Apuesto lo que sea a que no lo adivina!
    La señora Bonderoi se ha quedado con sus dos dragones, reservándoles un día a cada uno. De esta manera, todos contentos.
    — ¡Oh! ¡Esa sí que es buena, buenísima!
    —Y los ancianos padres tienen ingresos para rato. La moral está satisfecha.»