EL VIEJO

         
    Un tibio sol de otoño se  derramaba en el patio del cortijo, cayendo a plomo por encima de las enormes hayas que lo bordeaban.
    Bajo la hierba, rapada por el ganado, la tierra, impregnada por lluvia reciente, se hallaba reblandecida. y en ella se hundían los pies con un ruido semejante al chapoteo del agua. Las ramas de los manzanos, crujiendo al peso de su abundante fruta de un verde pálido, la dejaban caer, matizando el verde terroso de la hierba.
    Cuatro chotas pacían, atadas en hilera; berreando a cada momento, alzaban la cabeza en dirección de la casa. Las gallinas animaban el estercolero, coloreándolo, agitándose frente al establo, escarbando, yendo y viniendo, cacareando, mientras los dos gallos cantaban sin cesar, buscando gusanillos para ofrecérselos a sus favoritas, a las cuales llamaban con impaciente clamoreo.
    El portillo de madera se abrió, dejando paso a un hombre que tendría tal vez cuarenta y dos años y representaba sesenta por lo arrugado y descolorido de su rostro, el encogimiento y abandono de su figura, su andar lento, inseguro y dificultoso al arrastrar las pesadas almadreñas llenas de paja. Sus brazos, de sobra largos, colgaban de sus hombros decaídos y faltos de vigor. Cuando se acercó a la casa del cortijo, un gozque amarillento, atado al pie de un peral enorme, junto a un barril viejo que le servía de caseta, menó la cola y se puso luego a ladrar mostrando su alegría.
    El hombre le dijo:
    —¡Te callas, Finot!
    Y el perro enmudeció.
     Una campesina salía de la casa en aquel momento. Su cuerpo anguloso y flaco, sin pecho ni caderas, se dibujaba oprimido por un estrecho jubón de lana. Una falda gris, muy corta, le dejaba casi por completo descubiertas las pantorrillas, a las que se ajustaban medias azules; también tenía los pies metidos en almadreñas llenas de paja. Una cofia de un blanco amarillento y sucio cubría en parte su pelo pegajoso y lacio, y su rostro cetrino, descarnado, con las facciones irregulares y la boca sin dientes, mostraba la fisonomía bestial y estúpida que ofrecen con frecuencia los rostros de las campesinas.
    El hombre, al verla, preguntó:
    —¿Cómo sigue?
    La mujer dijo:
    —El señor cura dice que no pasará la noche, que se acaba por momentos.
    El hombre y la mujer entraron en la casa.
    Después de atravesar la cocina, se metieron uno tras otro en una alcoba muy baja de techo y muy oscura, porque solo recibía luz de un ventano cubierto con un pingajo de indiana de Normandía. Las toscas vigas del techo, denegridas, ahumadas, atravesando la estancia de parte a parte, sostenían el delgado piso del granero, por donde sin cesar evolucionaba de día y de noche un ejército de ratas.
    El suelo era de tierra, húmedo y desigual, giboso, grasiento; y en el fondo, entre tanta negrura y oscuridad, aparecía un bulto grande, blanquecino: era la cama.
    Un resoplido continuado, ronco; una respiración difícil y angustiosa, un estertor agudo como un silbido, un gorgoteo semejante al que produce una bomba descompuesta, salía de las ropas de la cama tenebrosa, donde agonizaba un viejo: el padre de la campesina.
    El hombre y la mujer, acercándose, contemplaron al moribundo con ojos tranquilos y resignados.
    El hombre dijo:
    —Ahora va de prisa; no hay remedio. No es posible que dure toda la noche.
    La mujer insinuó:
    —Desde mediodía está lo mismo. Luego quedaron silenciosos, inmóviles.
    El viejo había cerrado los ojos, y sus facciones se dibujaban tan secamente, que su rostro pardusco parecía de madera. En su boca entreabierta resonaba el estertor de su aliento entrecortado y dificultoso; a cada trabajosa y ronroneante aspiración oscilaban las ropas, movidas por el pecho agarrotado.
    Después de un largo silencio, el hombre dijo:
    —No podemos hacer nada por él, y lo mejor será dejarle que muera tranquilamente. De todos modos, me impide apalear las cascablas que tenemos puestas al sol, en la era.
    La mujer pareció inmutarse con esa reflexión.
    A su vez reflexionó algunos instantes, y luego dijo:
    —Padre se muere hoy por la noche; le enterraremos pasado mañana, y te queda mañana el día libre para meter en casa las legumbres.
    Preocupado el campesino, insistió:
    —Sí; el entierro será pasado mañana; pero mañana perderé todo el día participando la muerte a la familia y a los amigos, invitándolos al entierro. Necesito cerca de seis horas para ir a Tourville y a Manetot.
    La mujer, después de meditar dos o tres minutos, le advirtió:
    —No son las tres aún; podrías ir a Tourville, aprovechando la tarde, y decirles a todos que mi padre ha muerto ya, pues le falta muy poco. Avísales que pasado mañana es el entierro, y así te queda mañana todo el día libre para apalear las cascablas, cerner el grano y entrarlo en el granero.
    El hombre se quedó algunos instantes perplejo pensando en las ventajas y en los inconvenientes de aquella idea, y al cabo se decidió:
    —Me parece bien; voy ahora mismo.
    Al salir se detuvo y retrocedió para decirle a su mujer:
    —Ya que no tienes nada que hacer esta tarde, podrías entretenerte cogiendo manzanas y luego preparando cuatro docenas de rebociños, que se comerán muy a gusto los que vengan al entierro, porque después de la caminata no puede faltarles algo que reconforte. Para encender el horno toma leña menuda de la que hay en el cobertizo, junto a la prensa del aceite. Bien seca esté.
    Salió de la alcoba, y al pasar  por la cocina, sacó del armario un pan grande y cortó una rebanada, muy primorosamente, recogiendo en la palma de la mano las migas que al cortar cayeron sobre la tabla del estante y echándoselas a  la boca para no desperdiciar nada. Tomó con la punta de la navaja un poco de manteca de cerdo  salada que había en un tarro de loza pardusca, y la extendió en la  rebanada de pan, comiéndoselo al fin reposadamente, como lo hacía todo.
    Luego salió al patio, acarició al perro para tranquilizarle y evitar que ladrara, tomó el camino que bordeaba su hacienda, y se alejó dirigiéndose hacia Tourville.
    *

    Ya sola en casa, la mujer dio principio a su labor. Destapando la artesa de amasar, dispuso la masa para los rebociños. La trabajaba mucho, estrujándola, retorciéndola, volviéndola, revolviéndola, reuniéndola y aplastándola. Luego hizo una gruesa bola de color blanco amarillento y la dejó en una esquina de la mesa. Entonces fue a buscar las manzanas, y para no dañar el árbol sacudiéndolo, con una vara, se encaramó hasta donde sus manos alcanzaran la fruta, valiéndose de una banqueta. Escogió con mucho cuidado, para coger solamente las. manzanas bien maduras, y las fue echando en su delantal. Una voz la llamó desde el camino:
    —¡Eh, señora Chicot!
    La campesina volvió la cabeza para enterarse de quién la llamaba. Era un vecino, el señor Osimo Favet, alcalde, que se iba a estercolar sus tierras, sentado sobre la carga de su carro.
    La mujer dijo al reconocerle:
    —¿Se le ofrece a usted algo, señor Osimo?
    —¿Y tu padre? ¿Qué hace tu padre?
    La campesina gritó:
    —Está en las últimas. El sábado será el entierro, a las siete, porque no podemos perder todo el día; no podemos dejar sin recoger el grano de las cascablas que tenemos en la era.
    El alcalde repuso:
    —Comprendido. Buena suerte. que sigáis tan buenos.
    Ella respondió a tanta cortesía:
    —Gracias. Lo mismo le deseamos a usted.
    Y continuó cogiendo manzanas. Cuando acabó su tarea, entrando en la cocina, dejó la fruta y se asomó a la alcoba de su padre, creyendo ya encontrarle muerto, pero desde la puerta oyó el estertor continuo, ruidoso, y juzgando inútil entrar, se acercó a la mesa para ir preparando los rebociños.
     Después iba envolviendo las manzanas, una por una, en una hoja tenue de masa, y así revestidas, las alineaba en el borde de mesa. Cuando tuvo cuarenta y ocho en cuatro filas de a doce, se puso a preparar la cena, colgando en el gancho del hogar el perolillo donde cocía las patatas. Había dejado en suspenso la preparación de los rebociños, reflexionando que sería inútil encender el horno aquella tarde teniendo aún todo el día siguiente disponible para concluir de preparar la sabrosa golosina.
    El hombre volvió al anochecer. Sus primeras palabras fueron para preguntar:
    —¿Acabó ya de sufrir?
    Y le respondió la mujer:
    —Aún se resiste; continúa el gorgoteo sin parar.
    Entraron para ver al moribundo, que seguía en el mismo estado, en la misma posición. Su estertor incesante, acompasado, como la marcha de un reloj, ni aceleraba ni disminuía; solamente variaba un tanto de tono en algunos momentos.
    El hombre le miró, y dijo:
    —Acabará de un momento otro, apagándose como un candil sin aceite.
    Volvieron a la cocina y, en silencio, comenzaron a cenar. Después de haberse comido el potaje, untaron rebanadas de pan de manteca de cerdo, y cuando la mujer acabó de fregar los cacharros, ambos volvieron a ver al agonizante.
    La mujer, empuñando un candil, cuya mecha humeaba horriblemente, lo acercó al rostro del viejo. Si no le sintieran respirar le hubieran creído muerto, sin duda. Estaba inmóvil, rígido, cadavérico.
    La cama del matrimonio se hallaba oculta en una especie de nicho, cubierto con una cortina, en otro rincón de la misma alcoba. Se acostaron sin decir ni una palabra, y después de apagar el candil cerraron los ojos. Pronto dos ronquidos muy diferentes, un amplio y grave, y otro precipitado y agudo, acompañaron al estertor monótono del agonizante.
    Las ratas corrían por el granero, sobre sus cabezas.
    *
    El hombre despertó con la primera claridad del día. Y al enterarse de que su suegro continuaba respirando aún, despertó a la mujer, molestado por aquella resistencia incomprensible del moribundo.
    —¿Oyes, Eufemia? No quiere acabar. Tú, ¿qué harías?
    Confiaba mucho en las prudentes resoluciones de su esposa.
    La cual respondió:
    —No es posible que pase de hoy; no hay que temerlo. Y aunque tarde un poco en morir, aunque muera por la noche, no se opondrá el señor alcalde a que sea mañana el entierro; ya recuerdas lo que hizo por el viejo Renard, que murió precisamente a mitad de la siembra.
    Convenció al hombre aquel evidente razonamiento, y se fue a la era.
    La mujer calentó el horno, puso a cocer los rebociños y luego ejecutó una tras otra, como de costumbre, varias faenas de la casa.
    A mediodía el agonizante no había muerto aún. Los jornaleros que habían ido para apalear las cascablas puestas al sol en la era, entraron todos juntos en la alcoba. Cada uno dijo su frase; después volvieron a trabajar.
    A las seis, cuando pusieron fin a su labor los campesinos, el viejo respiraba todavía. Su yerno acabó por desconcertarse.
     —¿Qué harías tú, Eufemia? .¿Qué se te ocurre?
    La mujer no sabía ya qué partido tomar. Fue a tratarlo con el señor alcalde, su vecino, el cual prometió hacer la vista gorda y consentir el entierro a la mañana siguiente aun cuando muriera estando muy avanzada la noche. También el practicante, que debía certificar el fallecimiento, se comprometió, para complacer a Chicot y tenerle agradecido, a falsear la fecha.
    El marido y la mujer volvieron a su casa completamente satisfechos por el resultado favorable de sus diligencias.
    Se acostaron y durmieron toda la noche, como la víspera, mezclando sus ronquidos, firmes y sonoros, con el estertor, ya más débil, del moribundo.
    Cuando el matrimonio despertó, el viejo agonizaba todavía.

    *

    Marido y mujer se quedaron aterrados. En pie, junto a la cabecera del enfermo, le miraban recelosos, como si temiesen que lo hiciera expresamente para jugarles una mala partida, para engañarlos, para contrariarlos, por gusto de comprometerlos; y renegaban de aquella fatalidad incomprensible, sobre todo por el tiempo que les hacia perder.
    El yerno preguntó:
    —Y ¿qué se hace ahora?
    Ella tampoco lo sabia; sin embargo, dijo:
    —¡Es una contrariedad! ¡No hay remedio!
    Era imposible advertir a todos los invitados, que no tardarían en llegar. Resolvieron que lo mejor seria esperarlos y referirles punto por punto lo sucedido.
    A eso de las siete menos cuarto se presentaron los primeros. Las mujeres, vestidas de negro cubriéndose la cabeza con grandes mantos, procuraban tener rostro compungido. Los hombres, molestos en sus chaquetones de paño, avanzaban más resueltamente, de dos en dos, hablando de las cosechas.
    Chicot y su mujer los recibieron desolados; y ambos a un tiempo, llegándose al primer grupo, se pusieron a llorar. Explicaron lo sucedido, creyendo que las circunstancias los disculparían, agasajando a todos, invitándolos a que tomaran asiento, andando solícitos del uno al otro, queriendo convencerse de que cualquiera en su caso hubiera obrado como ellos; y no dejaban de hablar un instante, de pronto convertidos en charlatanes, de tal suerte, que a ninguno daban lugar para meter baza. Iban y venían entre los invitados, repitiendo:
     —¡Nunca lo hubiéramos creído! ¡No es creíble que dure tanto!
    Los invitados, al pronto, sorprendidos y algo molestos, como las personas que pierden una ceremonia ofrecida y esperada, no sabían qué hacer ni qué actitud adoptar, hallándose unos en pie y otros sentados. Alguien quiso irse, pero Chicot le detuvo amablemente con estas palabras:
    —De todos modos, tomaremos un bocado. Habíamos hecho rebociños. Hay que probarlos.
    Con esta idea se animaron los rostros más decaídos. Se entablaron conversaciones en voz baja. El patio se iba animando; engrosaba la concurrencia. Los ya enterados cuchicheaban con los recién venidos. La promesa de una golosina reanimó a todo el mundo.
    Las mujeres entraban en la alcoba para contemplar al agonizante, y junto a la cama, después de persignarse, rezaban entre dientes alguna oración; luego salían de nuevo al patio. Los hombres, menos curiosos, se limitaban  a mirar por la ventana.
    La mujer de Chicot explicaba la agonía de su padre:
    —Hace dos días que le vemos así: ni atrás ni alante; ni mejor ni peor; y respira como una bomba descompuesta que no sube agua.

    *

    Cuando todos hubieron visto al agonizante, comenzaron a ocuparse del refrigerio; y como eran muchos para caber en la cocina, decidieron sacar al patio la mesa. Y las cuatro docenas de rebociños dorados, apetitosos, atraían las miradas, colocados en varias fuentes. Cada uno de los invitados se apresuró a coger el suyo, creyendo que no habría bastantes; pero hubo para todos, y aún sobraron tres.
    Chicot dijo con la boca llena:
    —Si mi suegro nos viese, nos tendría envidia. Mientras vivió, era esto lo que más le gustaba.
     Un campesino gordo y jovial añadió:
    —Ya nunca podrá comerlos. A cada uno le llega su hora.
    Esta reflexión, lejos de entristecer a los invitados, pareció alegrarlos. Para todos ellos había llegado también la hora de saborear los rebociños.
    La mujer de Chicot no hacía otra cosa que ir y venir de la bodega, sin descanso, desolada con el cuantioso consumo de sidra. Las colodras iban sucediéndose y vaciándose instantáneamente. Los invitados reían, hablaban a gritos, como se grita en las comilonas de fiesta.
    De pronto, una vieja campesina que se había quedado junto al agonizante, con voz aguda clamó:
    —¡Ya no respira! ¡Ya no respira!
     Todos callaron. Las mujeres levantándose, fueron a verlo.
    Ya no existía; era verdad; su estertor había terminado para siempre. Los hombres, en silencio, se miraban unos a otros bajando luego la vista para fijarla en el suelo, con cierta inquietud; no habían acabado aún de comerse los rebociños. Aquel inoportuno, había escogido para expirar el momento peor, aguándoles así la fiesta.
    Pero el matrimonio Chicot no lloraba. Todo había terminado al fin. Ya estaban tranquilos el yerno y la hija del difunto.
    Y decían:
    —Sabíamos que no podía durar. Si al menos hubiese muerto algunas horas antes, por la noche o de madrugada, no hubiera ocasionado tantas molestias.
    No Importa, ya no era posible remediarlo. Habría que aplazar el entierro para el lunes, y se comerían otros tantos rebociños y se beberían otra cuba de sidra los invitados, que sin duda ya contaban con ello desde aquel instante.
    Se fueron todos comentando el suceso y satisfechos de haberlo presenciado; pero más satisfechos aún de haber comido y bebido a su gusto.
    Cuando el hombre y la mujer quedaron solos en su casa frente a frente, dijo ella con el rostro angustiado por una preocupación:
     —¡Habrá que disponer otras cuatro docenas de rebociños ¡ ¡Por qué no habrá muerto unas horas antes!
    Y el marido, más resignado, le respondió:
    —Paciencia. Tengamos paciencia. Esto no sucede todos los  días.