ENCUENTRO


    Fué una casualidad, una verdadera casualidad. El barón de Etraille, aburrido al fin de pasar tantas horas a pie firme, y sabiendo que todas las habitaciones de la princesa estaban aquella noche abiertas a los invitados, se encaminó hacia la elegante alcoba solitaria y casi oscura para quien salía de un salón esplendoroso.
    Buscaba un refugio que no frecuentasen las gentes, decidido a dormir un buen rato, en la seguridad absoluta de que su mujer no querría irse hasta la madrugada. Vio desde la puerta la monumental cama, que lucía en el centro de la habitación sus vestiduras azules con flores doradas, como un catafalco donde hubieran enterrado al amor, porque la princesa no era joven. Detrás, una superficie clara y extensa ofrecía en la pared la sensación de un lago visto por una ventana. Era el espejo; colosal, prudente. revestido con oscuros paños, que se dejaban caer en ocasiones y que se alzaron a veces con tentadora curiosidad; el espejo parecía mirar a la cama, su cómplice. Hubiérase dicho que guardaban recuerdos, imágenes como esos castillos frecuentados por apariciones y que, sobre la superficie alisada y desierta, se verían cruzar los pronunciados contornos de mujeres desnudas, los movimientos encantadores de brazos que aguardan.
    El barón se había detenido sonriendo, un poco emocionado, en el umbral de aquel templo del amor. Y al instante algo surgió en la transparencia del espejo, como si las apariciones evocadas quisieran ofrecerse a sus ojos. Un hombre y una mujer se levantaban de un diván muy bajo, sumergido en la sombra; el cristal reflejaba sus imágenes, reteniéndolas en pie, besándose con apasionamiento en los labios antes de irse.
    No le fué difícil reconocer en aquellas figuras a su esposa y al marqués de Cervigné. Convencído, se alejó volviendo la espalda, como un hombre prudente y seguro de si mismo. Esperó a que se hiciera de día para irse con la baronesa; pero ya no pensaba en dormir.
    Cuando estuvo solo con ella, le dijo:
    —Señora, la he visto sin proponérmelo, sin acecharla, en la alcoba de la princesa de Raynes. Me parece inconveniente dar mayores referencias. La he visto y basta. Odio las disputas, las recriminaciones, el ridículo. Para evitarlo todo, nos divorciaremos tranquilamente. Mi administrador le dará cuenta de ciertos detalles, obedeciendo a órdenes mías. Queda usted autorizada para vivir a su gusto, pero no bajo mi techo; advirtiéndole sólo que si da ocasión a escandalosos comentarios por su proceder, como ha de seguir llevando mi nombre, me obligará, señora, contra mi gusto, a mostrarme severo.
    Ella quiso hablar; él no se lo consintió. Saludándola, se retiró.
    Más que desdichado, se sentía triste y sorprendido. Llegó a quererla mucho en los primeros meses de matrimonio. Después, aquellos ardores, poco a poco iban menguando, y al presente, se permitía el barón algunos caprichos con mujeres de teatro y con señoras de buena sociedad, conservando ciertas predilecciones por la baronesa, la cual era muy joven aún—veinticuatro años—, bajita, singularmente rubia y delgada, muy delgada. Era una muñeca de París, encantadora, elegante, coqueta, ocurrente, con más atractivos que perfecciones: una criatura bonita.
    El barón decía familiarmente a su hermano, hablándole de la baronesa:
    —Mi mujer es provocativa, insinuante; pero es como una copa de champaña, todo espuma: cuando la bebes, un sorbo. Una delicia para el paladar; una delicia... en miniatura. No satisface, no convence, no llena.
    Recorría una vez, y otra, y otra su habitación, intranquilo, agitado siempre por mil pensamientos. De pronto, la cólera le cegaba y sentía impulsos de acogotar al marqués en su propia casa o de abofetearle cuando le viera en el casino. Luego juzgaba de un gusto deplorable aquellas manifestaciones airadas, pensando que la gente hace burla del esposo y no del amante, y que sus exaltaciones procedían sólo de su orgullo herido, no de su corazón maltrecho.
    Algunos días después corrió la noticia del divorcio amistoso, por incompatibilidad de caracteres, con lo cual nadie sospechó nada, ni se dijo nada, ni aquello sorprendió a nadie.
    Sin embargo, el barón, para evitar encuentros desagradables, viajó durante un año; al volver de regreso pasó el verano en una playa, el otoño en el monte y a principios de invierno volvió a París. Ni una sola vez por casualidad vio a la baronesa.
    Sabia que no daba en absoluto de qué hablar. Al menos, caso de que tuviese amoríos, guardaba correctamente las apariencias.
    El barón se aburría; hizo más viajes; luego, restauró su residencia señorial de Villebose, empleando en esa obra dos años. Cuando estuvo terminada, recibió alli a sus amigos, distrayéndose así otros quince meses; luego, harto de la vida campestre, volvió a su hotel de la calle de Lila, a los séis años de su divorcio amistoso.
    Tenía ya entonces cuarenta y cinco años, muchas canas, un poco de barriga y la expresión melancólica de los que habiendo sido buenos mozos, admirados y pretendidos, comienzan a deteriorarse.
    Al mes de hallarse de regreso en París, se enfrió al salir del campo y tuvo tos. El médico le dijo que acabara de pasar aquel invierno en Niza.
    Se fué un lunes, en el rápido.
    Llegó a la hora precisa de salir el tren, y le indicaron un sitio disponible en un cupé. Subió. En el sillón del fondo se hallaba instalada otra persona, de tal modo envuelta en abrigos y pieles, que apenas podía conjeturarse si era hombre o mujer. El barón se caló la gorra de viaje y, bien envuelto en sus mantas, se durmió.
    Despertando al amanecer, miró hacia el sitio que ocupaba su compañero de viaje. Continuaba inmóvil, en la misma postura, entre los mismos envoltorios.
    El barón se alegró de hallarse aún sin testigo, y se aprovechó para hacer su tocado matinal: peinarse la barba y el cabello, restaurar el buen aspecto del rostro que la noche cambia tan lastimosamente cuando se tiene cierta edad.
    El gran poeta lo dijo:

    Tiene la juventud
    el despertar triunfante.

    Los jóvenes despiertan con los ojos vivos, la boca risueña, el cutis rosado, el pelo rizoso; los viejos, con los ojos empañados, la boca seca, las mejillas amoratadas, los cabellos lacios. Y es que a los unos acompaña el vigor y a los otros la fatiga.
    Cuando se hubo atusado un poco, el barón aguardó.
    La locomotora silbaba; el tren se detuvo. El otro viajero se movió. Sin duda en aquel instante despertaba. El tren se puso de nuevo en marcha. Un rayo de sol, oblicuo, entraba en el vagón cruzando el arrebujado soñoliento, el cual volvió a moverse, dio algunas sacudidas, como un polluelo que rompe su cascarón, y asomó tranquilamente la cabeza.
    Era una mujer muy rubia, regordeta y apetitosa.
    El barón se sentía acosado por la incertidumbre.
    ¿Se hallaría acaso junto a su mujer? ¿O seria otra semejante?
    Después de seis años de ausencia, podía equivocarse fácilmente.
    La señora bostezó. Entonces él recordó en seguida su gesto. Pero volvió a dudar viendo que la mujer le analizaba de pies a cabeza, tranquila, indiferente, sin la más pequeña impresión que revelare a recuerdo. Después, ella se volvió a mirar la campiña.
    El barón, horriblemente perplejo, aturdido, aguardó, contemplándola de reojo, tenaz, obstinado.
    ¡Sí! Era su mujer. De seguro. ¿Cómo dudó un instante? No había dos narices de mujer en el mundo como aquella nariz. Mil recuerdos le asediaron; recuerdos amorosos, de caricias, de minuciosos detalles de su figura; un lunar en un muslo y en la espalda otro. ¡Cuántos besos puso en aquellos lunares! Y sentía los ahogos de lejanas embriagueces, perfume de la carne adorada, sonrisa de unos labios deseosos entre unas manos que se ceñían a su cuello, las entonaciones melodiosas de su voz, todas las insinuaciones provocativas de una mujer que seduce...
    La encontraba diferente; más agradable; siendo la misma, y parecía otra. Más apetecible, más frondosa, más mujer, y la deseaba como nunca.
    ¡Decir que aquella desconocida, viajando en el mismo vagón casualmente, le pertenecía! La ley se la otorgaba; podía el barón hacerla suya con sólo querer.
    En otro tiempo, había dormido en sus brazos, viviendo en su amor, gozando sus caricias. Y la encontraba tan diferente, que apenas la reconoció. Era otra y era la misma. Era otra que se había transformado en su ausencia; era también la que tantas veces acarició, cuyas actitudes, cuyas facciones conservaba; su sonrisa era menos mimosa y sus gestos más aplomados. Eran dos mujeres en una, mezclando una gran parte de lo nuevo ignorado al encanto mil veces conocido. Era una mezcla singular, perturbadora, excitante; una especie de misterio amoroso, en el cual flotaba una confusión deliciosa. Era su mujer con nueva envoltura, en una carne que los labios del esposo no habían recorrido.
    Y pensó que seis años bastan para mudar completamente un cuerpo. Algo conservaba en el perfil, pero aun a veces desaparecía también esa tenue semejanza.
    La sangre, los cabellos, la piel, todo se reforma, todo se rehace sin cesar. Y al cabo de algún tiempo, encontramos otro ser diferente, aun cuando sea el mismo y lleve el mismo nombre.
    También se modifican sentimientos, ideas, todo va renovándose de tal forma, que a los cuarenta años, por lentas y constantes variaciones, podemos en cinco épocas alejadas unas de otras aparecer como cinco seres en absoluto distintos.
    Meditaba, confuso, perturbado. De pronto se le ofreció el recuerdo triste de aquella noche, de aquella sorpresa, de aquella imagen reflejada en el espejo de la princesa. No sintió furores ni odios. La que tenía delante no era la muñeca delgada y frágil de otro tiempo.
    ¿Qué haría? ¿Cómo se insinuaría? ¿Qué le diría? ¿Le habría reconocido también ella?
    El tren se detuvo. El barón, poniéndose en pie, dijo:
    —¿Necesitas algo, Berta? Yo te lo traeré...
    Ella le miró de pies a cabeza y  sin aturdimiento, sin cólera, sin disgusto, con placidez indiferente, respondió:
    —Nada; no quiero nada; muchas gracias.
    El barón, apeándose, dió un paseo por el andén como para desentumecer las piernas y recobrar los movimientos después de haber sufrido una caída. ¿Qué resolvería? ¿Marcharse a otro vagón? Eso podría interpretarse como una huida. ¿Mostrarse atento y galante? Daba lugar a que le juzgase arrepentido. ¿Hablar como dueño y señor? Le resultaba un tanto expuesto a producirse como un canalla, y, después de tantos años...
    Volvió, a ocupar su puesto en el vagón.
    También ella, viéndose un momento sola, trató de atusarse un poco y cambiar de postura. Estaba recostada en el sillón, impasible y espléndida.
    El barón, inclinándose hacia ella, dijo:
    —Querida Berta, cuando la fortuna, de una manera tan singular, vuelve a reunirnos después de una separación de seis años, de una separación amistosa, ¿continuaremos tratándonos como enemigos irreconciliables? Viajamos juntos y solos; así lo quiere la casualidad. ¿No es preferible que hablemos como..., como..., como amigos, hasta el fin de nuestro viaje?
    La baronesa respondió tranquilamente:
    —Como usted guste.
    Por de pronto, el hombre no supo de qué hablar. Luego, acercándose a la mujer, ocupando el sillón del centro, dijo:
    —Si es preciso galantearte, lo haré; después de todo, es un gusto galantear a una mujer tan deliciosa, tan adorable, aun cuando se muestre algo esquiva. Tú no puedes comprender lo hermosa que te pusiste desde hace seis años. Ninguna mujer me produjo una emoción tan espléndida como la que sentí al verte surgir hace un rato entre las envolturas que te cubrían por completo. Te aseguro que no creía posible un cambio tan absoluto...
    Sin levantar los ojos y sin un solo movimiento de cabeza, la señora indicó:
    —Mis observaciones me impiden que le diga otro tanto, porque usted.., ha perdido mucho.
    Confundido y turbado, el barón se ruborizó; después añadió, con una sonrisa resignada:
    —Eres muy dura.
    Ella levantó la cabeza, diciendo:
    —¿Por qué? Supongo que no tendrá usted pretensiones de amante, ¿no es cierto?, y, por consiguiente, nada importa que le haya encontrado bien o mal. Pero si este asunto le molesta, me parece justo cambiar de conversación. ¿Qué hizo usted en tanto tiempo?
    El barón había perdido la serenidad y balbució:
    —¿Qué hice? ¡Nada! Viajar, cazar, envejecer... Ya lo notaste... Y tú, ¿qué hiciste?
    Ella declaró imperturbable:
    —¿Yo? Guardar las apariencias, como usted me había ordenado.
    Una frase brutal vibró en los labios del hombre, pero no fué pronunciada. El barón, cogiendo una mano de su mujer, la besó mientras decía:
    —Te lo agradezco.
    La sorprendió ver que su marido era para todo y siempre dueño de si.
    —Puesto que has consentido a mi primer deseo—prosiguió el barón—, consiente al segundo: que nos hablemos ahora sin acritud.
    Ella no pudo contener un gesto despreciativo.
    —¿Acritud? No la tengo. Usted no tiene ya influencia ninguna en mí. Es difícil que nuestra conversación sea muy animada.
    El barón la contemplaba fijamente, seducido, a pesar de su rudeza, sintiendo que le invadía un deseo brutal, un deseo irresistible, un deseo de amo y señor.
    La baronesa, conociendo que le había herido, se encarnizó:
    —¿Cuántos años tiene usted ahora? Le creí más joven de lo que parece.
    —Cuarenta y cinco años—dijo el hombre, palideciendo; y prosiguió—: Se me ha pasado pedirte noticias de la princesa de Raynes. ¿Continúas viéndola?
    Envolviéndole con una mirada llena de odio, la mujer contestó:
    —Sí; con mucha frecuencia. Está buena. Gracias.
    Permanecieron así, juntos, en silencio, con el corazón agitado y el alma soliviantada. El barón, pronto, declaró:
    —Querida Berta: He resuelto cambiar de vida. Eres mi mujer, y me propongo que volvamos a reunirnos bajo el mismo techo. Soy tu marido.
    Absorta, ella le miró a los ojos para leer en su pensamiento. El rostro del barón se ofrecía impasible, impenetrable y resuelto.
    Ella respondió:
    —Lo siento, pero no puede ser.
    El sonrió, diciendo:
    —La ley me ampara.
    Llegaban a Marsella; la máquina silbó, aminorando la velocidad. La baronesa, después de poner en orden su equipaje, dijo al barón:
    —No abuse usted de una entrevista que yo he preparado. Quise tomar una precaución, siguiendo sus instrucciones, para no temer a nadie, suceda la que suceda. Va usted a Niza, ¿nó es cierto?
    —Voy a donde tú vayas.
    —No. Estoy segura de que me dejará libre si me oye. Pronto verá usted en la estación a la princesa de Raynes y a la condesa Henriot, que habrán salido a esperarme con sus maridos. Quise que nos vieran juntos, enterándose de que habíamos pasado la noche solos en un cupé. No se preocupe usted. Ellas referirán a todo el mundo este suceso extraordinario. Hace poco le dije que siguiendo sus instrucciones, he guardado las apariencias. Guardando las apariencias, lo demás no importa, ¿verdad? Pues bien: para continuar guardándolas, he preparado este.., casual encuentro. Usted me ordenó que no diese nunca motivo a escandalosos  comentarios con mi proceder, y hago todo esto para evitar un escándalo, porque temo..., temo…
    Esperó a que se hubiera detenido el tren, y que un grupo de amigas corriese hacia el coche, para terminan la frase:
    —Temo estar embarazada.
    La princesa tendió los brazos deseosa de oprimirla y besarla, y ella presentó al barón, estúpidamente asombrado:
    —¿No le reconocen ustedes? ¡Mi marido! La verdad es que parece otro. Me hizo el favor de acompañarme, porque no me gusta viajar sola. De cuando en cuando nos permitimos alguna escapada como buenos camaradas que no pueden vivir juntos. Ahora nos despediremos y... ¡sabe Dios hasta cuándo!
    Le tendió la mano, que oprimió el barón maquinalmente, y luego la baronesa bajó al andén, rodeándose de sus amigas.
    El marido cerró bruscamente la portezuela, de sobra emocionado para decir una palabra ni para tomar una resolución. Oía la voz de su mujer y las alegres risas que se alejaban.
    Jamás volvió a verla.
    ¿Por qué le dijo aquello? ¿Era verdad? ¿Era un engaño? Lo ignoró siempre.

    Guy de Maupassant
Encuentro 1 Guy de Maupassant