GRITO DE ALARMA

     
     He recibido la siguiente carta. Pensando que puede interesar nuestros lectores me apresuro a ofrecérsela.

     Paris, 15. de noviembre de 1886.

     Caballero: Trata usted con frecuencia en sus crónicas y en su cuentos asuntos pertenecientes a lo que yo llamaría «la moral en uso». Someteré al juicio de usted algunas reflexiones que, según creo, podrán aprovecharle.
     Soy un soltero; a juzgar por lo que me ocurre, bastante inocente. Pero imagino que muchos hombres, la mayor parte de los hombres, resultan inocentes como yo. Obrando siempre o casi siempre de buena fe, no distingo la singular astucia de mis contemporáneos y vivo con los ojos y el corazón abiertos, viéndolo todo a derechas y sin preocuparme de las malicias ocultas ni del doble fondo que tienen muchas cosas.
     Estamos acostumbrados casi todos a tomar las apariencias por realidades y a ver a las personas del modo que tienen interés en mostrarse. Pocos disfrutan del buen sentido que hace adivinar a ciertos hombres la naturaleza real y oculta de los otros. De ahí esa óptica particular y convencional que nos hace pasar por la vida como topos, a oscuras, no cerciorándonos nunca de lo que realmente son las cosas; y viéndolas en su aspecto aparente, las juzgamos inverosímiles desde que se nos muestran como en el fondo son; todo lo que desdice de nuestra moral idealista lo creemos excepcional, sin que nos demos cuenta de que la suma de todas las excepciones forma casi la totalidad de los hechos. Resulta que los crédulos como yo son victimas de todo el mundo y principalmente de las mujeres, maestras en engaños.
     Tomé las cosas de un poco lejos para venir a parar al suceso que me interesa.
     Tengo una querida, una mujer casada.
     Como la mayoría de los hombres que se hallan en mi caso, creía habérmelas con una excepción, con una mujercita infeliz que por vez primera engañaba a su marido. Yo la pretendí largo tiempo, mejor dicho, creí haberla pretendido largo tiempo; venciéndola con mi constancia y con mis ternuras, creí haber triunfado a fuerza de amor y delicadeza.
     En efecto, había empleado mil precauciones, mil cuidados y ninguna precipitación para conseguir mi propósito, para realizar mi conquista.
     Vea usted lo que me sucedió la semana pasada.
     Habiéndose ausentado su marido por algunos días, ella quiso ir a comer a mi casa, pero a condición de servirnos nosotros mismos, evitando así la presencia de los criados.
     Un deseo la obsesionaba; quería emborracharse; pero emborracharse tranquilamente, sin temor alguno, sin tener precisión de volver a su casa, de confiar su estado a la doncella, de hacer eses y dar traspiés en presencia de testigos. Otras veces se había alegrado, sin atreverse a pasar adelante, y aquella turbación de vino le parecía deliciosa.
     Quería emborracharse una vez, una sola vez, pero del todo, completamente.
     Diciendo en su casa que pasaría un día entero en un pueblo próximo a París, donde habitaban unas amigas, llegó a mi casa cerca de la hora de comer.
     Naturalmente, una señora sólo debe emborracharse con champaña. Bebió una buena cantidad en ayunas, antes de las ostras, empezando inmediatamente a divagar.
     Íbamos a comer sólo fiambres que hice disponer en otra mesa detrás de mi silla, de modo que me bastaba volverme y extender el brazo para cogerlo todo.
     Ella bebía y hablaba, obstinándose más y más en su idea.
     Empezó por hacerme confidencias anodinas, interminables, referentes a su niñez. Poco a poco sus ojos chispeaban y su confesión se hacía interesante. De cuando en cuando, me decía:
     —¿Estoy borracha ya?
     —No, no lo estás aún tanto como deseas.
     Y seguía bebiendo hasta emborracharse, no para perder el sentido, sino lo suficiente para decir la verdad, según yo supuse.
     A sus confidencias relativas a emociones inocentes pronto siguieron confidencias más íntimas acerca de su marido. Me las hizo completas; y con la muletilla de que a mí, sólo a mi, debía decirle todo, me hizo escuchar detalles molestos.
      Quedé así enterado en absoluto de todas las costumbres, de todos los defectos, de todas las manías y de todos los gustos más reservados del marido.
     Y me preguntaba, deseando mi  aprobación:
     —¿Será puerco? ¿Eh? ¿Será puerco? Supondrás lo que me habrá fastidiado. ¿Eh? Por eso cuando te conocí, me dije: «Me gusta éste, me gusta; será mi amante.» Y entonces me pretendiste.
     Debí de poner un gesto muy extraño, porque, a pesar de la borrachera, mirándome fijamente, comenzó a reír y dijo:
     —¡Ah tonto!... Cuántas precauciones inútiles tomaste. Cuando un hombre pretende a una mujer, es porque a ella le gusta que la pretenda, porque ya está decidida..., y no es prudente hacerle esperar. Es necesario ser muy tonto para no adivinar cuándo nuestros ojos dicen que sí. ¡Lo que yo tuve que aguardarte! Ya no sabía qué hacer para que me comprendieras que tenía prisa. ¡Ah! Y tú, con flores, con versos, con atenciones delicadas... A punto estuve de plantarte; ¿por qué te costaba tanto decidirte? Y pensar que la mitad de los hombres hacen lo que tú, mientras que la otra mitad... ¡Oh! Su risa me hizo estremecer.
     —La otra mitad... ¿Qué hace la otra mitad?—le pregunté:
     Ella seguía bebiendo, con los ojos abrillantados por el vino; impulsada por esa necesidad imperiosa de decir verdades que sienten a veces los borrachos, proseguía:
     —¡Oh! La otra mitad va de prisa. Muy de prisa... Tal vez demasiado... Pero hacen bien. Algunas veces no les trae cuenta; pero en cambio muchas veces da resultados magníficos, a pesar de todo. Amigo mío: si tú imaginases la diferencia que hay de unos a otros... Verás: los tímidos como tú, no comprenden lo que hacen los arriesgados... Estos, en cuanto se hallan solos con nosotras... Allá va... Juegan el todo por el todo. Es posible que nos encuentren de uñas; pero no pierden mucho, pues ya saben que nosotras no acriminamos nunca sus atrevimientos. Nos conocen bien.
     Yo la miraba con ojos de inquisidor, con un deseo impecable de hacerla charlar, de saberlo. Me había preguntado yo mismo tantas veces: «¿Qué harán los demás hombres con las mujeres, con nuestras mujeres?» Comprendía, sólo con ver en público a dos hombres hablando con una mujer, que se portarían de un modo muy diferente con ella en el mismo caso y teniendo la misma intimidad.
     Al primer golpe de vista se adivina que ciertos hombres, dotados naturalmente para seducir, o sólo más atrevidos y desenvueltos, llegan en una hora de conversación a una intimidad que otros no consiguen en un año. Pues bien: estos hombres audaces o seductores, cuando se les ofrece una ocasión, se permiten contactos que a los más tímidos nos parecen odiosos ultrajes, y que las mujeres consideran sólo como atrevimientos perdonables provocados por su irresistible atractivo.
     —Hay hombres que resultan inconvenientes. ¿No es verdad?—le dije.
     Y ella, riendo estrepitosamente, con una de esas risas que parecen un ataque de nervios, respondió:
     —¡Ah! ¡Ah! ¿Inconvenientes? Los hay que se atreven a todo.. inmediatamente... A todo, ¿sabes? Y a otras cosas más...
     Me sentí malamente impresionado, como si oyese la confesión de algo monstruoso, y le dije:
      —¿Pero vosotras lo permitís?
     —No, no lo permitimos... Les arañamos... Pero nos divierten... Son mucho más agradables que vosotros... Más emocionantes... Porque a su lado siempre hay que defenderse... No dejan un momento de tranquilidad... Y es delicioso tener miedo... Miedo a esas cosas... No podemos descuidarnos un momento... Como si nos batiéramos en duelo. Hay que adivinar en sus ojos lo que piensan hacer y adónde se dirigirán sus manos. Son unos granujas, no lo niego; pero nos quieren más que vosotros.
     Una sensación singular, imprevista, me sobrecogió. Aun estando soltero y decidido a morir soltero, sentí las emociones de un marido ante aquella confidencia. Me creí el amigo, el aliado, el hermano de todos aquellos hombres confiados, que son diariamente, si no robados, al menos defraudados por tan grandes bribonas.
     Y a esa extraña emoción obedezco aún al comunicar a usted mis reflexiones para que lance un grito de alarma que avise a los maridos.
     Me quedaba una duda; la borrachera podía ser causa de mentiras o exageraciones, y pregunté:
     —¿Cómo no se os ocurre alguna vez referir esas aventuras cuando sois inocentes?
     Me miró compasivamente y con tal sinceridad, que la creí en su  juicio:
     —Eres tonto, amigo mío. ¿Cómo hemos de hablar de tales cosas? ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! ¿Por ventura, tu criado te da cuenta de que te sisa? Pues bien: esto es nuestra sisa. El marido no debe quejarse, no pasando nosotros de ahí. ¡Qué tonto eres! Hablar de tales cosas, fuera por lo menos infundir sospechas, alarmas inconvenientes; porque a nadie perjudican los ataques mientras la mujer sabe resistirse.
     —De modo que... ¿Te han besado muchas veces?—pregunté cor aturdimiento.
     Y me respondió con el desprecio soberano que sin duda merece un hombre que ignora esto:
     —¡Claro! Y a todas las mujeres. Haz una prueba con la que te dé la gana y verás. No seas tonto; dale un beso a la señora X, tan pulcra, tan joven y honesta... Dales besos a todas..., manoséalas..., y te convencerás...
     De pronto, riendo, arrojó al aire su copa llena, y el champaña, cayendo como una lluvia, inundó la mesa y apagó tres bujías, quedando los pedazos de cristal esparcidos por el suelo. Después quiso agarrar una botella para repetir la misma suerte y se lo impedí. Comenzó a gritar desaforadamente; le dio de pronto un ataque de nervios. Era inevitable; no me sorprendió, porque lo tenía previsto...
     Pasados algunos días, teniendo ya casi olvidadas las revelaciones de mi querida, encontré una noche en una tertulia a la pulcra, joven y honesta señora X. Como vivíamos en el mismo barrio, me ofrecí a acompañarla, y ella aceptó.
     Cuando estuvimos en el coche, recordé las recomendaciones de la otra, y creyendo llegada la hora de probarlo, no sabia cómo empezar el ataque.
     De pronto, sentí el valor desesperado de los cobardes y me lancé diciendo:
     —Estaba usted muy seductora esta noche.
     —Seria una excepción—me dijo riendo—, pues hasta, esta noche no lo había usted advertido.
     No supe qué añadir. Decididamente no tengo condiciones para las escaramuzas galantes. Después de reflexionar un poco, encontré una frase oportuna:
     —Lo he notado siempre, pero nunca me atreví a decirlo.
     —¿Por qué?
     —Porque... se me hacia difícil...
     —¿Difícil decirle a una mujer que se la encuentra encantadora? ¿En qué mundo vive usted? Esas cosas deben decirse siempre, aun cuando no se crean del todo, porque siempre nos gusta oírlas.
     Animándome de pronto, sintiéndome audaz en un instante, la cogí por la cintura y busqué sus labios con los míos.
     Sin embargo, como yo temblaba, no le parecí terrible. Sin duda debí de combinar y ejecutar mal el movimiento, porque la señora X, sólo con apartar un poco la cabeza, consiguió evitar mi contacto, y dijo:
     —No; eso, no; es demasiado... Va usted muy de prisa... Me despeina usted. Es una imprudencia besar a una señora que lleva un peinado como el mío.
     Me retiré a mi rincón abrumado por la derrota. El coche se detuvo; ella se apeó, y dándome la mano, dijo:
     —Gracias por la compañía... Y tenga presente mi consejo.
     A los tres días volví a encontrarla y me habló como si lo hubiera olvidado todo.
     Sin que pueda evitarlo, me preocupan los otros..., los otros..., aquellos que saben aprovechar todas las ocasiones y tomar en cuenta los peinados.