HISTORIA DE UNA MOZA CAMPESINA

I

    Como el tiempo era espléndido, la gente de la granja había comido antes de lo acostumbrado y se había marchado al campo.
    Rose, la criada, se quedó sola en medio de la vasta cocina en la que se iba extinguiendo el fuego del hogar bajo la marmita llena de agua caliente. De vez en cuando, sacaba un poco de aquella agua e iba lavando lentamente la vajilla, interrumpiéndose para mirar los dos cuadros luminosos que el sol, a través de la ventana, proyectaba sobre la larga mesa, y en los que aparecían las imperfecciones de los cristales.
    Tres gallinas audaces buscaban migas debajo de las sillas. Por la puerta entreabierta entraban los olores del gallinero y el tufo cálido y fermentado del establo; y en el silencio de aquel mediodía ardiente se oía cantar a los gallos.
    Después de haber fregado la vajilla y limpiado la mesa y la chimenea, y después de haber colocado los platos sobre el alto aparador del fondo, cerca del reloj de madera de sonoro tic-tac, la muchacha respiró, un poco aturdida, oprimida sin saber por qué. Miró las ennegrecidas paredes de arcilla, las tiznadas vigas del techo, de las que colgaban telas de araña, arenques ahumados y ristras de cebollas; luego se sentó, importunada por antiguos efluvios que el calor de aquel día hacía salir de la tierra aplastada del suelo, en la que se habían secado tantas cosas que, durante mucho tiempo, se habían ido derramando allí. A estos efluvios se unía el agrio perfume de la leche que, puesta al fresco, se cubría de nata en la habitación de al lado. La muchacha intentó, a pesar de todo, ponerse a coser, como de costumbre, pero le faltaron las fuerzas y salió al umbral para respirar un poco.
    Entonces, bajo la caricia de la luz ardiente, sintió una suavidad que le traspasaba el corazón, un bienestar que invadía todos sus miembros.
    Ante la puerta, el estiércol desprendía sin cesar un hilo de vapor reluciente. Las gallinas se revolcaban sobre él, tendidas lado, y escarbaban un poco con una sola pata para encontrar lombrices. En medio de ellas se erguía el gallo, soberbio. A cada momento escogía una y se ponía a dar vueltas alrededor de ella llamándola con un pequeño cacareo. La gallina se levantaba perezosamente y lo recibía con aire tranquilo, doblando las patas y soportándolo sobre sus alas; luego, sacudía las plumas, de las que salía el polvo, y se tendía otra vez sobre el estiércol, mientras el gallo cantaba, contando sus triunfos; y en todos los corrales, respondían todos los gallos, como si de una granja a otra se enviaran desafíos amorosos.
    La criada los miraba sin pensar en nada; luego, alzó la vista y se quedó deslumbrada por el estallido de los manzanos flor, blanquísimos, como cabezas empolvadas.
    De pronto, un potrillo, loco de alegría, pasó galopando ante ella. Dio dos vueltas alrededor de las zanjas llenas de árboles y luego se paró bruscamente y volvió la cabeza, como si se extrañara de estar solo.
    También ella sentía ganas de correr, una necesidad de moverse y, al mismo tiempo, un deseo de tenderse, de estirarse, descansar en aquel aire cálido e inmóvil. Dio algunos pasos, idecisa, con los ojos cerrados, invadida por un bienestar animal; luego, muy despacio, fue a buscar los huevos al gallinero. Había trece; los cogió y se los llevó. Después de haberlos guardado en el aparador, volvieron a molestarle los olores de la cocina y salió para sentarse un rato en la hierba.
    El patio de la granja, rodeado de árboles, parecía dormir. La alta hierba, en la que los amarillos dientes de león estallaban como fogonazos, era de un verde fuerte, de un verde completamente nuevo, como en primavera. Las sombras de los manzanos se acortaban, dibujando un círculo al pie de cada árbol. Y tejados de paja de los cobertizos, encima de los cuales brotaban los lirios con hojas como sables, despedían un hilo de vapor, como si la humedad de las caballerizas y de los graneros se escapara a través de la paja.
    La criada se adentró en el cobertizo en donde se guardaban los carros y los coches. Allá, al fondo de la zanja, habían un amplio rincón verde, lleno de violetas que exhalaban un intenso perfume, y, por encima del talud, se veía el campo, una vasta llanura en la que crecían las mieses, con bosquecillos diseminados. Aquí y allá, se distinguían grupos de trabajadores lejanos, diminutos como muñecos, y caballos blancos que parecían de juguete, arrastrando un arado de niño empujado por un hombrecillo no más alto que un dedo.
    Fue a buscar un haz de paja a un granero y lo echó en aquel rincón para sentarse encima; luego, como no estaba a gusto, desató el haz, desparramó la paja y se tendió boca arriba, con los brazos detrás de la cabeza y las piernas estiradas.
    Poco a poco, se le iban cerrando los ojos, amodorrada en una deliciosa lasitud. Iba, incluso, a quedarse completamente dormida cuando sintió dos manos que le cogían los pechos, y se incorporó de un brinco. Era Jacques, el mozo de granja, un picardo alto y bien plantado, que la cortejaba desde hacía algún tiempo. Aquel día estaba en el aprisco y, al ver que ella se tendía a la sombra, había venido sigilosamente, reteniendo el aliento, con los ojos brillantes y el pelo lleno de briznas de paja.
    Trató de besarla, pero ella, que era tan fuerte como él, le dio una bofetada; entonces, astutamente, él pidió perdón. Se sentaron uno junto al otro y charlaron amigablemente. Hablaron del tiempo, que era favorable para las cosechas, del año, que se anunciaba bien, de su amo, un buen hombre, y luego de los vecinos, de toda la comarca, de ellos mismos, de su aldea, de su juventud, de sus recuerdos, de los padres, de los que se habían separado para una larga ausencia, quizá para siempre. Ella se enterneció pensando en aquello y él, con su idea fija, se acercaba, se pegaba contra ella, trémulo, completamente poseído por el deseo. Ella decía:
    —Hace mucho que no he visto a mi madre; parece que no, pero cuesta estar así, separadas.
    Y su mirada errante contemplaba la lejanía, atravesando el espacio hasta la aldea abandonada allá, allá, hacia el norte.
    De pronto, él la cogió por el cuello y la besó otra vez; pero ella, con el puño cerrado, le golpeó en plena cara, con tanta violencia que le hizo sangrar por la nariz. El tuvo que levantarse para ir a apoyar la cabeza contra un tronco de árbol. Entonces, ella se ablandó y, acercándose, le preguntó:
    —¿Te duele?
    Pero él se echó a reír. No, no era nada; sólo que le había dado justo en medio de la cara. Murmuraba: «¡Demontre», y la miraba con admiración, lleno de un respeto y de una afección muy distinta, de un comienzo de amor verdadero por aquella mocetona tan fuerte.
    Cuando dejó de sangrar, le propuso que dieran una vuelta, temiendo, si se quedaban así, uno junto al otro, los rudos puños de su vecina. Pero ella, sin que se lo pidiera, le cogió del brazo, como hacen los novios por la tarde, en la avenida, y le dijo:
    —Jacques, no está bien eso de despreciarme así.
    El protestó. No, no la despreciaba; es que estaba enamorado, eso era todo.
    —¿Entonces, me quieres para casarte conmigo? -.—-dijo ella.
    El vaciló; luego se puso a observarla de reojo, mientras ella tenía la mirada perdida en la lejanía. Tenía las mejillas rojas y carnosas, un voluminoso pecho saliente bajo la chambra de indiana, unos labios gruesos y frescos, y su cuello, casi desnudo, estaba cubierto de pequeñas gotas de sudor. El se sintió otra vez lleno de deseo y, con la boca pegada a su oído, murmuró:
    —Sí, sí te quiero.
    Entonces ella le echó los brazos al cuello y lo besó durante tanto tiempo que los dos se quedaron sin aliento.
    Desde aquel momento, empezó entre ellos la eterna historia del amor. Se hacían diabluras en los rincones; se daban citas a la luz de la luna, al abrigo de un almiar, y se hacían cardenales en las piernas, por debajo de la mesa, con sus gruesos zapatos herrados.
    Luego, poco a poco, Jacques pareció aburrirse de ella, la evitaba, apenas le hablaba ya, ya no trataba de encontrarla Entonces ella se llenó de dudas y la invadió una gran tristeza y, al cabo de algún tiempo, se dio cuenta de que estaba encinta.
    Al principio, se quedó consternada; luego le entró una rabia; cada día más grande, porque no lograba encontrarle, tanto era el empeño que ponía él en evitarla.
    Al fin, una noche, mientras todo el mundo dormía en la granja, salió sin ruido, en enaguas, descalza, atravesó el patio y empujó la puerta de la cuadra donde Jacques estaba acostado en un gran cajón lleno de paja, encima de donde se hallaban los caballos. Cuando la oyó venir, hizo como que roncaba; pero ella subió hasta donde él estaba y, poniéndose de rodillas a su lado, lo sacudió hasta que él se incorporó.
    Cuando se sentó, preguntando: «¿Qué es lo que quieres?», ella, con los dientes apretados y temblando de ira, declaró:
    —Quiero..., quiero que te cases conmigo, porque me lo prometiste.
    Él se echó a reír y respondió:
    —¡Vaya! Si uno se fuera a casar con todas las chicas con las que ha hecho algo, menuda gracia.
    Pero ella le echó las manos al cuello, lo derribó, sin que él pudiera librarse de su feroz abrazo y, sin dejarle respirar, le espetó a la cara:
    Estoy preñada, ¿te enteras? Estoy preñada.
    El jadeaba, sofocado; y ambos permanecían inmóviles, mudos en el oscuro silencio, turbado solamente por el ruido de las mandíbulas de un caballo, que iba engullendo la paja del pesebre y luego la trituraba lentamente.
    Cuando Jacques comprendió que ella era la más fuerte, balbució:
    —Bueno, ya que es así, me casaré contigo.
    Pero ella ya no creía en sus promesas.
    —En seguida —le dijo—; te encargarás de que publiquen las amonestaciones.
    Él contestó:
    —En seguida.
    —Júralo por Dios.
    Él dudó algunos segundos; luego, resignándose, dijo:
    —Lo juro por Dios.
    Entonces ella soltó su cuello y, sin añadir ni una sola palabra, se marchó.
    Estuvo algunos días sin poder hablarle y, como desde entonces la cuadra estaba cerrada con llave todas las noches, no se atrevía a hacer ruido, por miedo al escándalo.
    Una mañana vio que entraba a comer un mozo nuevo. Preguntó:
    ¿Se ha ido Jacques?
    Sí—contestó el otro—, yo vengo en su lugar.
    Ella se puso a temblar tan violentamente que no podía descolgar-la olla; luego, cuando todos se marcharon al trabajo, subió a su habitación y lloró, con la cara hundida en la almohada para que no la oyeran.
    A lo largo del día trató de informarse sin levantar sospechas; pero estaba tan obsesionada por la idea de su desgracia que le parecía que todas las personas a quienes preguntaba reían maliciosamente. Por lo demás, no pudo averiguar nada; sólo que él se había esfumado de la comarca.

    II

    Entonces empezó para ella una vida de continua tortura. Trabajaba como una autómata, sin atender a lo que hacía, con una idea fija en la cabeza: « ¡Si la gente lo supiera! »
    Aquella obsesión constante la dejaba tan incapaz de razonar que ni siquiera buscaba los medios para evitar aquel escándalo que sentía aproximarse, cada día más cercano, irreparable y seguro como la muerte.
    Todas las mañanas se levantaba mucho antes que los demás y, con una encarnizada obstinación, trataba de mirar su talle un pequeño trozo de espejo roto que le servía para peinarse, ansiosa por saber si iba a ser aquel día cuando los demás iban a darse cuenta.
    Y, durante la jornada, interrumpía a cada instante su tarea para mirar detenidamente si el volumen de su vientre no levantaría demasiado su delantal.
    Los meses iban pasando. Ella apenas hablaba y, cuando preguntaban algo, no entendía, se quedaba confusa, con la mirada alelada y las manos temblorosas. Todo lo cual hacía decir a su amo:
    —¡Pobre hija mía, qué tonta te has vuelto últimamente!
    En la iglesia, se escondía detrás de una columna, y ya no atrevía a confesarse, porque tenía mucho miedo de encontrarse con el cura, al que atribuía un poder sobrehumano que le permtía leer en las conciencias.
    En la mesa, las miradas de sus compañeros la hacían desfallecer de angustia, y constantemente se imaginaba que había sido descubierta por el mozo que cuidaba de las vacas, un muchacho precoz y astuto cuya mirada brillante no se apartaba de ella ni un momento.
    Una mañana, el cartero le entregó una carta. Ella jamás había recibido ninguna y se quedó tan agitada que tuvo que sentarse.
    ¿Era de él, quizá? Pero, como no sabía leer, permanecía inquieta, temblorosa, ante aquel papel cubierto de tinta. Se lo metió en el bolsillo, sin atreverse a confiar a nadie su secreto; y, de vez en cuando, dejaba de trabajar para contemplar durante largo rato aquellas líneas regularmente distribuidas, rematadas por una firma, imaginándose que quizá iba a descubrir su sentido de golpe. Por fin, como la impaciencia y la inquietud la volvían loca, fue al encuentro del maestro, quien la hizo sentar y leyó:

    «Querida hija: la presente es para decirte que me estoy muriendo; nuestro vecino, el señor Dentu, te escribe para mandarte venir, si puedes.
    Por orden de tu querida madre:
    CÉSAIRE DENTU, teniente de alcalde.»

    Ella no dijo una palabra y se marchó. Pero, en cuanto estuvo sola, se desplomó a la orilla del camino, porque las piernas no la sostenían; y se quedó allí hasta la noche.
    Al volver, le contó su desgracia al granjero, que le dio permiso para ausentarse todo el tiempo que quisiera y le prometió que encomendaría su trabajo a una jornalera y que volvería a admitirla a su regreso.
    Su madre estaba en la agonía; murió el mismo día de su llegada; y, al día siguiente, Rose daba a luz un sietemesino, un pequeño esqueleto feísimo, tan escuálido que daba grima verlo, y que parecía sufrir sin cesar, pues crispaba dolorosamente sus manitas descarnadas como patas de cangrejo.
    Sin embargo, vivió.
    Ella contó que estaba casada, pero que no podía encargarse del niño; y lo dejó en casa de unos vecinos que prometieron cuidarlo bien.
    Y volvió a la granja.
    Pero entonces, en su corazón lastimado durante tanto tiempo, se levantó, como una aurora, un amor desconocido por aquel pequeño ser esmirriado que había dejado allá; y aquel mismo amor era un nuevo sufrimiento, un sufrimiento de cada hora, de cada minuto, porque estaba separada de él.
    Lo que la torturaba era, sobre todo, un deseo loco de besarlo, de estrecharlo en sus brazos, de sentir contra su carne el calor de su cuerpecillo. Ya no dormía por la noche; pensaba todo el día; y, por la tarde, cuando había terminado su trabajo se sentaba delante del fuego y se quedaba ensimismada contemplándolo fijamente.
    Incluso empezaron a chismorrear sobre ella, y le gastaban bromas sobre el novio que debía de tener, y le preguntan si era guapo, si era alto, si era rico, cuándo iba a ser la boda, cuándo el bautizo. Y, muchas veces, ella se escapaba para llorar sola, porque aquellas preguntas le atravesaban la carne como alfileres.
    Para distraerse de las habladurías, se puso a trabajar con fu ria, y, sin dejar de pensar en su niño, buscó los medios de ahorrar para él mucho dinero.
    Decidió trabajar tanto que no tendrían más remedio que aumentarle la paga.
    Entonces, poco a poco, fue acaparando trabajo, hizo que despidieran a una criada que resultaba inútil desde que ella se esforzaba por dos, hizo economías en el pan, en el aceite y en velas; en el grano, que se echaba en demasía a las gallinas, en el forraje del ganado, que se desperdiciaba un poco. Se mostraba avara con el dinero del amo como si fuera suyo, y, a fuerza de hacer compras ventajosas, de vender caro lo que salía de la casa y de deshacer las artimañas de los campesinos que ofrecían sus productos, se convirtió en la única encargada de las compras y las ventas, de dirigir el trabajo de los braceros, de la admministración de las provisiones; y, en poco tiempo, se hizo indispensable. Ejercía una vigilancia tal a su alrededor que, bajo su dirección, la granja prosperó prodigiosamente. A diez leguas a la redonda se hablaba de la «criada del señor Vallin»; y el granjero repetía en todas partes:
    —Esa muchacha vale su peso en oro.
    Sin embargo, el tiempo pasaba y su salario seguía siendo el mismo. Se aceptaba su exceso de trabajo como una obligación de cualquier criada abnegada, como una simple prueba de buena voluntad; y empezó a pensar, con un poco de amargura, que el granjero ingresaba, gracias a ella, cincuenta o cien escudos suplementarios todos los meses, ella seguía ganando sus 240 francos al año, ni más ni menos.
    Resolvió reclamar un aumento. Tres veces fue a ver al amo y, al encontrarse en su presencia, le habló de otra cosa. Experimentaba una especie de pudor al pedir dinero, como si hubiera sido una acción un poco vergonzosa. Por fin, un día en que el granjero comía solo en la cocina, ella le dijo, con aire azorado, que deseaba hablarle particularmente. Él alzó la cabeza, sorprendido, con las manos sobre la mesa, sosteniendo en una el cuchillo suspendido en el aire y en la otra un pedazo de pan, y miró fijamente a la criada. Ella se turbó bajo aquella mirada y le pidió ocho días para ir a su tierra, porque se sentía un poco enferma.
    Él se los concedió inmediatamente; luego, azorado a su vez, añadió:
    —Yo también tengo que hablarte, cuando vuelvas.

   
    III

    El niño iba a cumplir ocho meses; no lo reconoció. Se había vuelto rosado, mofletudo, rollizo, como un viviente paquetito de grasa. Sus dedos, separados por rodetes de carne, se agitaban suavemente, mostrando una visible satisfacción. Se lanzó sobre él como sobre una presa, con un arrebato animal, y lo besó con tanta violencia que él empezó a gritar de miedo. Entonces ella se echó a llorar también, porque él no la reconocía y porque tendía los brazos hacia la nodriza en cuanto advertía su presencia.
    Sin embargo, desde el día siguiente, el niño se acostumbró a su cara, y se reía al verla. Ella lo llevaba al campo, corría alocadamente levantándolo en sus brazos, se sentaba a la sombra de los árboles; y, por primera vez en su vida y aunque él no pudiera escucharle, le abría su corazón a alguien, le contaba sus penas, sus trabajos, sus preocupaciones, sus esperanzas, y lo fatigaba incesantemente con la violencia y la furia de sus caricias.
    Experimentaba un gozo infinito manoseándolo, lavándolo, vistiéndolo; y hasta era feliz limpiando las suciedades del niño, como si aquellos íntimos cuidados fueran una confirmación de su maternidad. Lo miraba con atención, asombrándose de que fuera suyo, y se repetía a media voz, moviéndolo en sus brazos:
    —Es mi chiquillo, es mi chiquillo.
    De vuelta a la granja, fue sollozando todo el camino, y apenas acababa de llegar cuando el amo la llamó a su habitación. Ella fue, muy asombrada y emocionada sin saber por qué.
    —Siéntate ahí —le dijo él.
    Se sentó, y durante unos instantes se quedaron el uno al del otro, muy turbados, con los brazos inertes, sin saber que hacer con las manos y evitando mirarse frente a frente, como suelen hacer los campesinos.
    El granjero, un hombre gordo de cuarenta y cinco años había enviudado dos veces, jovial y testarudo, experimentaba una timidez evidente, lo que no era habitual en él. Al fin, se decidió y empezó a hablar con vaguedad, atropellándose un poco y mirando el campo, a lo lejos.
    —Rose —dijo-——, ¿nunca has pensado en colocarte?
    Ella se puso pálida como una muerta. Al ver que no le contestaba, él prosiguió:
    —Eres una buena chica, seria, dispuesta y ahorrativa. Una mujer como tú, haría la fortuna de cualquier hombre.
    Ella continuaba inmóvil, con los ojos asustados, sin intentar siquiera comprender, pues la cabeza le daba vueltas, como a la cercanía de un gran peligro. Él esperó un segundo, y luego continuó:
    —Una granja sin ama no marcha bien; aunque tenga una criada como tú.
    Entonces se calló, no sabiendo cómo continuar; y Rose lo miraba con el aire espantado de una persona que se cree frente a un asesino y se dispone a huir al mínimo gesto que haga.
    Por fin, al cabo de cinco minutos, él preguntó:
    —Bueno, ¿te parece bien?
    Ella respondió con cara triste:
    —¿Qué, señor amo?
    Entonces él dijo, bruscamente:
    —¡Pues casarte conmigo, pardiez!
    Ella se incorporó de pronto, luego volvió a caer como desplomada en la silla, donde se quedó inmóvil, como si hubiera recibido el golpe de una gran desgracia. Finalmente, el granjero se impacientó:
    —Bueno, vamos; ¿qué más quieres?
    Ella lo contemplaba, trastornada; luego, de pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas y repitió dos veces, con voz ahogada:
    —¡No puedo! ¡No puedo!
    —¿Por qué? —preguntó el hombre—. Vamos, no seas tonta; te dejo que lo pienses hasta mañana.
    Y se apresuró a marcharse, muy aliviado por haber terminado con aquel asunto que le fastidiaba mucho y no dudando que, al día siguiente, la criada aceptaría una proposición que era, para ella, completamente inesperada y, para él, un excelente negocio, ya que así ataba a él, para siempre, a una mujer que le sería, sin duda, más ventajosa que la mejor dote de la comarca.
    Por otra parte, no podía haber entre ellos escrúpulos por un casamiento desigual, porque, en el campo, todos son, más o menos, iguales: el granjero trabaja como su criado que, con mucha frecuencia, un día u otro se convierte a su vez en amo; y las criadas pasan a menudo a ser amas, sin que eso traiga ningún cambio en su vida o en sus costumbres.
    Rose no se acostó aquella noche. Se sentó, derrumbándose sobre la cama, sin tener fuerzas ni para llorar, de lo anonadada que estaba. Se quedó inerte, sin sentir su cuerpo, y con el espíritu disperso, como si se lo hubieran hecho trizas con uno de esos instrumentos que usan los cardadores para cardar la lana de los colchones.
    Sólo de vez en cuando lograba reunir como migajas de pensamientos, y se espantaba ante la idea de lo que podía ocurrir.
    Sus terrores aumentaron y, cada vez que, en el silencio adormecido de la casa, el gran reloj de la cocina daba lentamente las horas, le entraban sudores de angustia. La cabeza se le iba, tenía continuas pesadillas, la vela se apagó; entonces empezó el delirio, ese delirio de huida que se apodera de las gentes del campo que se creen golpeadas por un destino adverso, y que les hace ;sentir un deseo furioso de marcharse, de escapar, de correr ante la desgracia como un barco ante la tempestad.
    Chilló una lechuza; la muchacha se estremeció, se incorporó, se pasó las manos por la cara, por el pelo, se palpó el cuerpo como una loca; luego, con andares de sonámbula, bajó. Al llegar al patio, se arrastró para que no la viera ningún merodeador, pues la luna, a punto de desaparecer, lanzaba un claro resplandor sobre los campos. En lugar de abrir la puerta del cercado, trepó por el talud; luego, cuando estuvo frente al campo, echó a andar. Caminaba de prisa, en línea recta, con un trote elástico y precipitado y, de cuando en cuando, inconscientemente lanzaba un grito penetrante. Su sombra, desmesurada, corría a su lado por el suelo y, a veces, un ave nocturna venía a dar vueltas. alrededor de su cabeza. Los perros ladraban en los patios de las granjas al oírla pasar; uno de ellos saltó la zanja y la persiguió para morderla; pero ella se volvió hacia él gritando de tal modo que el animal, espantado, huyó, se acurrucó en su caseta y se calló.
    De vez en cuando, una joven familia de liebres salía a retozar en un campo; pero, cuando se acercaba aquella andariega furiosa, como una Diana delirante, los animales se dispersaban, temerosos; los pequeños y la madre desaparecían agazapados en un surco, mientras que el padre salía de estampía y, a veces, su sombra saltarina de grandes orejas erguidas se recortaba sobre la luna, que se hundía ahora en el confín del mundo e iluminaba la llanura con su luz oblicua, como una enorme linterna puesta en la línea del horizonte.
    Las estrellas se borraron de las profundidades del cielo, algunos pájaros piaban; el día estaba naciendo. La muchacha, extenuada, jadeaba; y cuando el sol atravesó la aurora color de púrpura, se detuvo.
    Sus pies hinchados se negaban a andar; pero distinguió una balsa, una gran balsa cuya agua estancada parecía sangre bajo los reflejos rojos del nuevo día, y fue hacia allí, muy despacio, cojeando, con la mano sobre el corazón, para sumergir en ella las piernas.
    Se sentó sobre una mata de hierbas, se quitó los gruesos zapatos llenos de polvo y las medias, y hundió sus pantorrillas azuladas en la onda inmóvil en la que, a veces, estallaban burbujas.
    Un delicioso frescor le subió desde los talones a la garganta y, de pronto, mientras miraba fijamente aquella profunda balsa, se apoderó de ella el vértigo, el deseo furioso de sumergirse por completo en el agua. Así se acabaría aquel sufrimiento dentro de ella, se acabaría para siempre. Ya no pensaba en su hijo; quería paz, reposo completo, dormir sin fin. Entonces se incorporó, con los brazos levantados, y avanzó dos pasos. Ahora se hundía hasta los muslos, e iba a tirarse ya cuando unas ardientes mordeduras en los tobillos le hicieron echarse atrás, y lanzó un grito desesperado, porque, desde las rodillas hasta la punta de los pies, unas sanguijuelas largas y negras bebían su sangre, se inflaban, pegadas a su carne. No se atrevía a tocarlas, y aullaba horrorizada. Sus desesperados gritos atrajeron a un campesino que pasaba a lo lejos con su carro. El arrancó las sanguijuelas una a una, emplastó las heridas con hierbas y llevó a la muchacha en su carro hasta la granja de su amo.
    Durante quince días estuvo en la cama. La mañana en que volvió a levantarse, mientras estaba sentada delante de la puerta, el granjero vino de pronto y se plantó ante ella.
    —Bueno —le dijo—, la cosa está hecha, ¿no?
    Ella, al principio, no contestó nada; luego, como él continuaba de pie, atravesándola con su mirada obstinada, articuló con dificultad:
    —No, señor amo, no puedo.
    Pero él, de golpe, perdió la paciencia.
    —¿Que no puedes, muchacha, que no puedes? ¿Y eso por qué?
    Ella se echó a llorar y repitió:
    —No puedo.
    El la miraba atentamente, y le gritó a la cara:
    —¿Será porque tienes un novio?
    Ella balbució, temblando de vergüenza:
    —Puede que sea por eso.
    El hombre, rojo como una amapola, farfullaba encolerizado:
    —Lo confiesas entonces, bribona. ¿Y quién es el pájaro? ¡Un pelagatos, un pordiosero, un vagabundo, un muerto de hambre! ¿Quién es, di?
    Y, como ella no contestaba nada, dijo:
    —¡Ah, no quieres hablar...! Yo te lo diré. ¿Es Jean Baudu?
    Ella exclamó:
    —¡Oh, no, él no es!
    —¿Entonces es Pierre Martin?
    — ¡Oh, no, señor amo!
    Y él fue nombrando desatinadamente todos los mozos de la comarca, mientras ella negaba, abrumada y secándose los ojos constantemente con una esquina de su delantal azul. Pero él seguía buscando con una obstinación brutal, arañando aquel corazón para conocer su secreto, como un perro de caza que  escudriña todo el día una madriguera para apoderarse del animal que olfatea al fondo. De pronto, el hombre exclamó:
    —¡Ah, diantre! Es Jacques, el criado del año pasado; la gente decía que hablaba contigo y que ibais a casaros.
    Rose se sofocó; una oleada de sangre enrojeció su rostro; las lágrimas cesaron de golpe; se secaron sobre las mejillas como las gotas de agua sobre un hierro al rojo. Exclamó:
    —¡No, no es él, no es él!
    —¿Estás segura? —preguntó el astuto campesino, que husmeaba un rastro de verdad.
    Ella respondió apresuradamente:
    —Se lo juro, se lo juro...
    Buscaba algo por lo que jurar, sin atreverse a invocar cosas sagradas. Él la interrumpió:
    —Sin embargo, te seguía a todos los rincones, y te comía con los ojos durante las comidas. Le diste tu palabra, ¿eh? Di.
    Esta vez, ella miró a su amo de frente.
    —No, nunca, nunca; y le juro por Dios que si viniera hoy a pedirme que fuera su mujer, no querría saber nada de él.
    Tenía un aire tan sincero que el granjero dudó. Prosiguió como si hablara para sí mismo:
    —Pues, entonces, ¿qué? No has tenido ningún percance, eso se sabría. Y ya que la cosa no ha tenido consecuencias, una muchacha no rechaza a su amo por eso. Tiene que haber algo más.
    Ella ya no decía nada, sofocada de angustia.
    El preguntó otra vez:
    —¿No quieres?
    Ella suspiró:
    —No puedo, señor amo.
    Y él dio media vuelta y se fue.
    Creyó que se lo había quitado de encima, y pasó el resto del día bastante tranquila, pero tan deshecha y extenuada como si, en lugar del viejo caballo blanco, le hubieran mandado a ella mover desde la aurora la máquina de trillar.
    Se acostó lo más pronto que pudo y se durmió inmediatamente.
    En mitad de la noche, la despertaron dos manos que palpaban su cama. Se sobresaltó, llena de miedo, pero en seguida reconoció la voz del granjero que le decía:
    —No tengas miedo, Rose, soy yo, que vengo a hablar contigo.
    Al principio se asombró; luego, como él trataba de meterse debajo de las sábanas, comprendió lo que buscaba, y empezó a temblar violentamente, sintiéndose sola en la oscuridad, todavía entorpecida por el sueño, completamente desnuda y en la cama, cerca de aquel hombre que la deseaba. Ella no consentía, desde luego, pero resistía perezosamente, luchando contra el instinto que es siempre más fuerte en las naturalezas sencillas, y desprotegida por la voluntad indecisa de las gentes blandas y sumisas de su raza. Volvía la cabeza hacia la pared o hacia el interior de la habitación, para evitar los besos con los que la boca del granjero buscaba la suya, y su cuerpo se retorcía un poco bajo la colcha, enervado por el cansancio de la lucha. El era cada vez más brutal, embriagado por el deseo. Con un movimiento brusco, la destapó. Entonces ella comprendió que ya no podía seguir resistiendo. Obedeciendo a un pudor semejante al del avestruz, se tapó la cara con las manos y dejó de defenderse.
    El granjero se quedó toda la noche a su lado. Volvió la noche siguiente, y, luego, todos los demás días.
    Vivieron juntos.
    Una mañana, él le dijo:
    —He mandado publicar las amonestaciones. Nos casaremos el mes que viene.
    Ella no contestó. ¿Qué podía decir? No ofreció resistencia. ¿Qué podía hacer?

   
    IV

    Se casaron. Ella se sentía hundida en un agujero sin fondo, del que no podría salir jamás, y sobre su cabeza gravitaba toda suerte de desgracias, como gruesas rocas que podían caer en cualquier momento. Ante su marido, se sentía culpable de un robo que él descubriría un día u otro. Y pensaba en su niño, de donde venía toda su desgracia, pero de donde venía también toda su felicidad sobre la tierra.
    Iba a verlo dos veces al año, y cada vez volvía más triste.
    Sin embargo, con el hábito, sus aprensiones se calmaron, su corazón se apaciguó, y vivía más confiada, pero con un vago temor que flotaba aún en su alma.
    Pasaron los años; el niño iba a cumplir seis. Ella empezaba a ser casi feliz, cuando, de pronto, el humor del granjero se ensombreció.
    Hacía ya dos o tres años que parecía alimentar una inquietud, tener dentro una preocupación, alguna enfermedad del espíritu que iba creciendo poco a poco. Después de comer, se quedaba mucho tiempo sentado a la mesa, con la cabeza hundida en las manos, y triste, muy triste, roído por el dolor. Sus palabras en más impacientes, a veces brutales; y parecía incluso que tenía algún secreto propósito contra su mujer, porque a veces le contestaba con dureza, casi con rabia.
    Un día, el chiquillo de una vecina vino a buscar huevos, ella lo trató desabridamente, porque había mucho trabajo y tenía prisa. De pronto, apareció su marido, y le dijo con voz insidiosa:
    —Si fuera el tuyo, no lo tratarías así.
    Ella se quedó sorprendida, sin acertar a responder; luego volvió a casa, sintiendo que se despertaban todas sus angustias.
    A la hora de cenar, el granjero no le habló, no la miró, parecía detestarla, despreciarla, como si realmente supiese algo.
    Ella, enloquecida, no se atrevió a quedarse sola con él después de la cena; se escapó y corrió hasta la iglesia.
    Caía la noche; la estrecha nave estaba envuelta en sombra pero se oían unos pasos allá, hacia el coro, porque el sacristán estaba preparando para la noche la lámpara del sagrario. Aquel punto de luz vacilante, sumergido en las tinieblas de la bóveda apareció ante Rose como una última esperanza y, con los ojos fijos en él, cayó de rodillas.
    La débil lamparilla se elevó de nuevo en el aire con un ruido de cadenas. Pronto resonó en el pavimento el taconeo regular de unos zuecos, al que siguió el roce de una cuerda, y la triste campana lanzó el Angelus de la tarde a través de las brumas que iban espesando. Cuando el hombre iba a salir, ella lo alcanzó.
    —¿Está en casa el señor cura? —le dijo.
    —Supongo que sí; siempre cena a la hora del Angelus.
    Entonces ella empujó temblando la puerta de la rectoral.
    El cura estaba sentándose a la mesa. En seguida la hizo sentar también.
    —Sí, sí, ya sé; su marido me ha hablado ya del asunto que la trae.
    La pobre mujer desfallecía. El eclesiástico añadió:
    —¿Qué quiere usted, hija mía?
    Y, mientras tanto, iba engullendo rápidamente las cucharadas de sopa cuyas gotas caían sobre la sotana que se abultaba, mugrienta, en el vientre.
    Rose ya no se atrevía a hablar, ni a implorar, ni a suplicar; se levantó; el cura le dijo:
    —Animo...
    Y ella salió.
    Volvió a la granja sin saber lo que hacía. El amo la estaba esperando, porque, en su ausencia, los braceros se habían ido. Entonces ella cayó pesadamente a sus pies y gimió, deshaciéndose en lágrimas.
    —¿Qué es lo que tienes contra mí?
    El empezó a gritar, jurando:
    —¡Pues que no tengo hijos, rediez! Cuando se busca una mujer, no es para quedarse solos los dos hasta la muerte. Eso es lo que me pasa. Cuando una vaca no tiene terneros, es que no vale nada. Cuando una mujer no tiene niños, es que tampoco vale nada.
    Ella lloraba y repetía balbuciendo:
    —¡No es por culpa mía, no es por culpa mía!
     Entonces él se calmó un poco, y añadió:
    —No te digo eso, pero, aún así, es una desgracia.

    V

    Desde aquel día no tuvo más pensamiento que éste: tener un niño, otro; y confió su deseo a todo el mundo.
    Una vecina le indicó un remedio: darle a beber a su marido, todas las noches, un vaso de agua con una pizca de ceniza. El granjero se prestó a ello, pero el remedio no surtió efecto.
    Se dijeron: «Quizá hay algún secreto en esto.» E intentaron enterarse. Les hablaron de un pastor que vivía a diez leguas de allí; y un día, después de enganchar su tílburi, el señor salió para ir a consultarle.
    El pastor le entregó un pan sobre el que trazó unos un pan amasado con hierbas, y del que ambos debían comer cada noche un pedazo, tanto antes como después de sus encuentros amorosos.
    El pan se consumió por completo sin que obtuvieran ningún resultado.
    Un maestro de escuela les desveló algunos misterios, algunos procedimientos amorosos desconocidos en el campo y, según él, infalibles. Fallaron.
    El cura recomendó una peregrinación a la Preciosa Sangre de Fécamp. Rose fue con la muchedumbre a prosternarse en la abadía y, mezclando su ruego a los rústicos deseos que exhalaban todos aquellos corazones campesinos, suplicó a Aquel al que todos imploraban que la hiciera fértil una vez más. Todo en vano. Entonces dio en imaginar que aquello era el castigo por su primer desliz, y la invadió un inmenso dolor.
    Languidecía de pena; también su marido envejecía, «se reconcomía», según decía la gente, se consumía en esperanzas inútiles.
    Entonces, estalló entre ellos la guerra. El la insultó, le pegó. Todo el día disputaba con ella y, por la noche, en la cama, jadeante y vengativo, le lanzaba a la cara injurias y palabrotas.
    Al fin, una noche, no sabiendo ya qué inventar para hacerla sufrir más, le ordenó que se levantara y fuese a esperar que hiciera de día a la puerta, bajo la lluvia. Como ella no le obedecía, la cogió por el cuello y empezó a darle puñetazos en la cara. Ella no dijo nada, no se movió. Exasperado, se puso de rodillas sobre su vientre; y, con los dientes apretados, loco de ira, empezó a molerla a golpes. Entonces, ella tuvo un instante de rebeldía desesperada y, con un gesto furioso, rechazándolo contra la pared, se incorporó en la cama, y con una voz extraña y silbante le dijo:
    —¡Yo sí que tengo un hijo, tengo uno! Lo tuve con Jacques, ya sabes quien digo, Jacques. Iba a casarse conmigo y se marchó.
    El hombre, estupefacto, se quedó tan fuera de sí como ella; farfullaba:
    —¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás diciendo?
    Entonces ella empezó a sollozar y balbució entre lágrimas:
    —Por eso no quería casarme contigo, por eso. No podía decírtelo, me hubieras puesto en la calle con el niño. Como tú no tienes ninguno, no sabes lo que es eso, no lo sabes.
    El repetía maquinalmente, cada vez más sorprendido:
    —¿Tienes un niño? ¿Tienes un niño?
    Ella dijo entre sollozos:
    —Me tuviste por la fuerza, ¿o es que no te acuerdas? Yo no quería casarme contigo.
    Entonces él se levantó, encendió la vela y se puso a pasear por la habitación, con las manos a la espalda. Ella seguía llorando, derrumbada sobre la cama. De pronto, él se detuvo ante ella:
    —Entonces, ¿es culpa mía si no te he hecho ninguno? —dijo.
    Ella no contestó. Él siguió paseando; luego, parándose otra vez, preguntó:
    —¿Cuántos años tiene tu chiquillo?
    Ella murmuró:
    —Ahora va a cumplir seis.
    Él siguió preguntando:
    —¿Por qué no me lo dijiste?
     Ella gimió:
    —¿Cómo iba a atreverme?
    Él seguía de pie, inmóvil.
    —Vamos, levántate —le dijo.
    Ella se incorporó penosamente; cuando se puso de pie, apoyada contra la pared, él se echó a reír de pronto, con sus fuertes carcajadas de los buenos tiempos; y, como ella seguía turbada, añadió:
    —Bueno, pues iremos a buscar a tu niño, ya que no tenemos ninguno nuestro.
    Ella se quedó tan asustada que, si no le hubieran faltado las fuerzas, seguramente habría huido. Pero el granjero se frotaba las manos y murmuraba:
    —Yo quería adoptar uno. Ya lo he encontrado, ya lo he encontrado. Le había pedido al cura que nos trajera un huérfano.
    Luego, sin dejar de reír, besó en las dos mejillas a su mujer, llorosa y atontada, y gritó, como si ella no le oyera:
    —Bueno, mamá, vamos a ver si aún queda sopa. Yo me comería una olla entera.
    Ella se puso la falda; bajaron; y, mientras la mujer, de rodillas, avivaba el fuego debajo de la olla, él, radiante, seguía andando a grandes zancadas por la cocina, y repetía:
    —Pues, la verdad me alegro. No es por decir, pero es contento, muy contento.