IMPRUDENCIA


    Antes de la boda se habían amado castamente, en la luna. Había sido al principio un encantador encuentro en una playa del Océano. A él le había parecido deliciosa la jovencita rosa que pasaba, con sus sombrillas claras y sus vestidos frescos, sobre el gran horizonte marino. La había amado, rubia y frágil, en aquel marco de olas azules y cielo inmenso. Y confundía la ternura que aquella mujer apenas brotada del capullo le inspiraba con la emoción vaga y poderosa que despertaban en su alma, en su corazón y en sus venas el aire vivo y salado, el gran paisaje lleno de sol y de olas.
    Ella lo había amado, por su parte, porque la cortejaba, y era joven, bastante rico, amable y delicado. Lo había amado porque es natural en las jovencitas amar a los jóvenes que les dicen tiernas palabras.
    Entonces, durante tres meses, habían vivido uno al lado de otro, mirándose a los ojos y cogidos de las manos. Los ‘buenos días’ que intercambiaban, por la mañana, antes del baño, en el frescor del nuevo día, y el ‘adiós’ de la noche, en la arena, bajo las estrellas, en la tibieza de la noche en calma, murmurados en voz baja, muy baja, tenían ya un sabor a besos, aunque sus labios no se hubiesen unido jamás.
    Soñaban el uno con el otro tan pronto como se dormían, pensaban el uno en el otro tan pronto como despertaban, y, sin decírselo aún, se llamaban y se deseaban con toda su alma y todo su cuerpo.
    Después de la boda se habían adorado en la tierra. Fue al principio una especie de furia sensual e infatigable; después, una ternura exaltada hecha de poesía palpable, de caricias ya refinadas, de invenciones amables y pícaras. Todas sus miradas significaban algo impuro, y todos sus gestos recordaban la cálida intimidad de las noches.
    Ahora, sin confesárselo, acaso sin comprenderlo aún, empezaban a hartarse uno del otro. Se querían mucho, sin embargo; pero ya no tenían nada que revelarse, nada que hacer que ya no hubiesen hecho a menudo, nada que aprender ya el uno del otro, ni siquiera una nueva palabra de amor, un impulso imprevisto, una entonación que volviera más ardiente el verbo conocido, repetido con tanta frecuencia.
    Se esforzaban, empero, por encender la llama debilitada de los primeros abrazos. Ideaban, cada día, tiernas astucias, chiquilladas ingenuas o complicadas, toda una serie de desesperados intentos para que renaciera en sus corazones el ardor inextinguible de los primeros días y en sus venas la llama del mes nupcial.
    De vez en cuando, a fuerza de fustigar su deseo recobraban una hora de enloquecimiento ficticio al que seguía pronto una lasitud asqueada.
    Habían probado los claros de luna, los paseos bajo las hojas en la suavidad de las noches, la poesía de las riberas bañadas en bruma, la excitación de las fiestas públicas.
    Ahora bien, una mañana Henriette dijo a Paul:
    — ¿Quiéres llevarme a cenar a un cabaret?
    —Claro que sí, querida.
    —A un cabaret muy conocido.
    —Claro que sí.
    La miraba, interrogándola con los ojos, viendo perfectamente que pensaba en algo que no quería decir.
    Ella prosiguió:
    —Ya sabes, a un cabaret..., ¿cómo explicarlo?..., a un cabaret galante..., a un cabaret donde la gente se cite...
    El sonrió: —Sí, ya entiendo: ¿a un reservado de un gran café?
    —Eso es. Pero de un gran café donde te conozcan, donde hayas ya cenado a altas horas... no una cena corriente...; en fin, ya sabes...; en fin, yo querría... ¡No, jamás me atreveré a decirlo!
    —Dilo, querida; entre nosotros, ¿qué importa? No nos andamos con tapujos.
    —No, no me atrevo.
    —Vamos, no te hagas la inocente. ¡Dilo!
    —Pues bien... Pues bien..., querría..., querría que me tomasen por tu querida..., ¡sí! ..., y que los camareros, que no saben que te has casado, me miren como a tu querida, y tú también..., que tú me creas tu querida, una hora, en ese sitio, donde debes de tener recuerdos... ¡Eso es! ... Y yo misma creeré que soy tu querida... Cometeré una grave falta... Te engañaré... contigo... ¡ Eso es! ... Es muy feo... Pero quisiera... No me hagas ruborizarme... Noto que me ruborizo... No te figuras cuánto me..., me... turbaría cenar así contigo, en un sitio nada decente..., en un reservado donde la gente se ama todas las noches..., todas las noches... Es muy feo... Estoy colorada como un tomate. No me mires...
    El reía, muy divertido, y respondió:
    —Sí, iremos esta tarde a un sitio muy elegante, donde me conocen.

    Subían, a eso de las siete, la escalera de un gran café del bulevar: él, sonriente, con aire triunfador; ella, tímida, envuelta en velos, encantada. En cuanto hubieron entrado en un reservado amueblado con cuatro sillones y un ancho diván de terciopelo rojo, el maitre, de frac, entró y presentó la minuta. Paul se la tendió a su mujer:
    — ¿ Qué quieres comer?
    —Pues no sé, lo que se coma aquí.
    Entonces él leyó la letanía de platos mientras se quitaba su gabán, que puso en manos del sirviente. Después dijo:
    —Comida fuerte: crema de cangrejos, pollo a la diabla, lomo de liebre, bogavante a la americana, ensalada con muchas especias y postre. Beberemos champán.
    El maitre sonreía al mirar a la joven. Recogió la minuta, murmurando:
    —¿Desea usted sidra achampanada o champán don Paul?
    —Champán, muy seco.
    A Henriette la hizo feliz ver que aquel hombre sabía el nombre de su marido.
    Se sentaron, uno al lado del otro, en el diván y empezaron a comer.
    Los iluminaban diez velas, reflejadas en un gran espejo empañado por miles de nombres trazados con diamantes, y que arrojaban sobre el claro cristal una especie de inmensa tela de araña.
    Henriette bebía sin parar para animarse, aunque se sintiera ya aturdida con las primeras copas. Paul, excitado por los recuerdos, besaba a cada momento la mano de su mujer. Sus ojos brillaban.
    Ella se sentía extrañamente emocionada por aquel lugar equívoco, agitada, contenta, un poco mancillada pero vibrante. Dos criados serios, mudos, habituados a verlo todo y a olvidarlo todo, a entrar sólo en los instantes necesarios, y a salir en los minutos de desahogo, iban y venían rápida y suavemente.
    Hacia la mitad de la cena, Henriette estaba achispada totalmente achispada, y Paul, alegre, le oprimía la rodilla con todas sus fuerzas. Ella charloteaba ahora, osada, las mejillas rojas, la mirada viva y húmeda.
    —¡ Oh! Vamos, Paul, confiésate, ¿ sabes?, quisiera saberlo todo.
    —Todo, ¿qué?, querida.
    —No me atrevo a decírtelo.
    —Venga, dilo...
    —¿Has tenido amantes..., muchas..., antes de mí?
    El vacilaba, un poco perplejo, sin saber si debía ocultar sus aventuras galantes o jactarse de ellas.
    Ella prosiguió:
    — ¡Oh! Por favor, dímelo, ¿has tenido muchas?
    —Algunas.
    —¿Cuántas?
    —Y yo qué sé... ¡Esas cosas no se saben!
    —¿No las has contado?
    —Claro que no.
    — ¡Oh! Entonces, has tenido muchas.
    —Pues sí.
    —¿Cuántas, más o menos..., sólo más o menos?
    —De veras que no lo sé, querida. Hay años en los que tuve muchas, y años en los que tuve menos.
    —¿Cuántas al año, dime?
    —A veces, veinte o treinta; a veces, cuatro o cinco solamente.
    —¡Oh! Eso suma más de cien mujeres, en total.
    —Pues sí, más o menos.
    —¡Oh! ¡Qué asqueroso!
    —¿Por qué asqueroso?
    —Pues porque es asqueroso, cuando se piensa en ello..., todas esas mujeres... desnudas... y siempre..., siempre lo mismo... ¡Oh! ¡ Qué asqueroso, más de cien mujeres!
    A él le chocó que considerara eso asqueroso, y respondió con ese aire superior que adoptan los hombres para dar a entender a las mujeres que están diciendo tonterías.
    —¡ Pues sí que tiene gracia! Si es asqueroso tener cien a mujeres, igualmente asqueroso es tener una sola.
    —¡Oh, no! ¡En absoluto!
    —¿Por qué no?
    —Porque con una mujer hay una relación, hay un amor que te liga a ella, mientras que cien mujeres es una porquería, una indecencia. No comprendo cómo un hombre puede rozarse con todas esas mozas, que son sucias...
    —No, son muy limpias.
    —No se puede ser limpio teniendo el oficio que tienen.
    —Al contrario, justamente a causa de ese oficio son limpias.
    — ¡Oh! ¡Quita! ¡Cuando se piensa que la víspera hacían eso con otro! ¡ Es innoble!
    —No es más innoble que beber en este vaso en el que ha bebido no sé quién esta mañana, y que han lavado menos, puedes estar segura, que...
    — ¡Oh! Cállate, me das asco...
    —Pero, entonces, ¿por qué me preguntas si he tenido amantes?
    —Y dime, tus amantes, ¿eran todas furcias?... ¿Las cien?
    —No, no...
    —¿Quiénes eran, entonces?
    —Pues actrices..., obreritas y... algunas mujeres de mundo...
    —¿Cuántas mujeres de mundo?
    —Seis.
    —¿Sólo seis?
    —Sí.
    —¿Eran guapas?
    —Claro que sí.
    —¿Más guapas que las furcias?
    —No.
    —¿Cuáles preferías, las furcias o las mujeres de mundo?
    —Las furcias.
    —¡Oh! ¡Qué sucio eres! ¿Y por qué?
    —Porque no me gustan los talentos de las aficionadas.
    —¡Oh! ¡Qué horror! Eres abominable, ¿sabes? Dime, ¿te divertía pasar así de una a otra?
    —Claro que sí.
    —¿Mucho?
    —Mucho.
    —¿Qué es lo que te divertía? ¿Es que no se parecían?
    —Claro que no.
    —¡Ah! Las mujeres no se parecen...
    —En absoluto.
    —¿En nada?
    —En nada.
    —¡Qué gracia! ¿Qué es lo que tienen de diferente?
    —Pues todo.
    —¿El cuerpo?
    —Sí, el cuerpo.
    —¿Todo el cuerpo?
    —Todo el cuerpo.
    —¿Y qué más?
    —Pues la manera de..., de besar, de hablar, de decir las menores cosas.
    —¡Ah! ¿Y resulta muy divertido cambiar?
    —Pues sí.
    —¿Y también los hombres son diferentes?
    —No lo sé.
    —¿No lo sabes?
    —No.
    —Deben de ser muy diferentes.
    —Sí..., sin duda...
    Ella se quedó pensativa, la copa de champán en la mano. Estaba llena, la bebió de un trago; después, dejándola sobre la mesa, echó los dos brazos al cuello de su marido, murmurando junto a su boca:
    —¡ Oh! ¡ Querido, cuánto te amo! ...
    El la estrechó en un arrebatado abrazo... Un camarero que entraba retrocedió cerrando la puerta; y el servicio quedó interrumpido alrededor de unos cinco minutos.
    Cuando reapareció el maitre, con aire serio y digno, trayendo la fruta del postre, ella tenía de nuevo una copa llena entre sus dedos y, contemplando el fondo del líquido amarillo y transparente, como para ver en él cosas desconocidas y soñadas, murmuraba con voz pensativa:
    « ¡Sí!¡Debe de ser divertido, muy divertido! »