JOSEPH


    Estaban alegres, más que alegres, la baronesita de Fraisiéres y la condesita de Gardens.
    Habían comido solas en un mirador, frente al mar, sintiendo, la brisa fresca y suave del anochecer, la salada brisa del Océano. Jóvenes las dos, recostadas en los divanes, sorbían poco a poco unas copitas de chartreuse, fumando cigarrillos turcos y haciéndose confidencias íntimas, confidencias que sólo una embriaguez dichosa pudo empujar hasta sus labios.
    A mediodía, los maridos habían regresado a Paris, dejándolas en aquella playa desierta, elegida expresamente para evitar a los moscones galantes de los veraneos en moda. Ausentes la mayor parte de la semana, temían, con razón, las expediciones campestres, los almuerzos sobre la hierba, las enseñanzas de natación y la rápida familiaridad que nace de la holganza en lugares concurridos. Dieppe, Etretat, Trouvllle, les parecieron peligrosos y alquilaron una casa construida y abandonada por un excéntrico en el valle de Roqueville, cerca de Fécamp, donde resolvieron enterrar a sus mujeres durante todo el verano.
    Estaban alegres, muy alegres las dos. No sabiendo qué inventar para distraerse, la baronesita propuso a la condesita una delicada comida, con champaña. Se habían divertido mucho guisando y preparando escogidos platos; luego, saboreándolos y bebiendo de firme para calmar la sed que había excitado el calor de la lumbre. Hablaban y barbarizaban a compás, fumando cigarrillos turcos y apurando suavemente copitas de chartreuse, sin darse cuenta de lo que decían.
    La condesa, con los pies apoyados en el respaldo de una silla, se arriesgaba más aún que su compañera:
    —Para terminar dignamente nuestra diversión, seria preciso que tuviésemos aquí dos amantes. Si lo hubiese pensado a tiempo, habría hecho venir de Paris... dos..., para cederte uno.
    —Yo los encuentro en todas partes; ahora mismo, si quisiera uno, lo tendría.
    —Vaya, no exageres. ¿En este pueblo? Un aldeano tal vez...
    —No; eso no...
    —Pues cuéntame, anda.
    —¿Qué quieres que te cuente?
    —De tu amante...
    —Yo no puedo vivir sin un amor. El día que no inspire un amor, habré muerto.
    —Lo mismo digo.
    —Sentir que nos desean...
    —Es indispensable. Pero los hombres no lo comprenden, y menos aún los maridos.
    —No lo comprenden. ¿Cómo han de comprenderlo? Necesitamos un amor compuesto de frivolidades, galanterías y exquisiteces que alimentan el corazón. Es indispensable a nuestra vida, indispensable, indispensable.
    —Indispensable.
    —Necesito saber que alguien piense en mí a todas horas, en todas partes. Cuando me duermo y al despertar, necesito sentir que alguien me desea, que alguien vive soñando en mí. Sin esto seria desgraciada, muy desgraciada... ¡Oh!, tan desgraciada que lloraría constantemente.
    —Yo también.
    —Otra cosa es imposible. Aunque un marido sea galante un mes, un año, dos..., acabará, sin remedio, mostrándose grosero y bruto; sí, grosero y bruto... Ya no se violenta por nada, no disimula; se presenta al natural, se enfurece al ver las cuentas. ¡Oh, siempre las cuentas! ... La intimidad constante y eterna, la vida en común, hace imposible un amor.
    —Cierto, muy cierto.
    —¿Es verdad?... ¿Qué decíamos?... No recuerdo nada.
    —Decías que todos los maridos acaban mostrándose brutales...
    —Sí, brutales...; todos  
    —Y es verdad.
    —¿Qué decíamos?
    — ¡Eso!
    —Y ¿qué más?
    —Ahí estabas; no sé lo que pensabas decir...
    —Algo, algo iba yo a contarte.
    —Piensa, piénsalo...
    —¡Ah! ¡Sí!... Decía que yo encuentro un amante.., siempre...
    —¿Cómo?
    —Escucha: Cuando llego a cualquier punto, empiezo a observar, tomo notas y elijo.
    —¿Eliges?
    —Elijo, cuando he completado mis informes. Un hombre ha de ser, en primer lugar, discreto, rico y generoso. ¿No es así?
    —Ciertamente.
    —Y, además, ha de agradarme como hombre.
    —¡Claro!
    —Entonces, echo el anzuelo.
    —¿El anzuelo?
    —Sí; como para pescar. ¿No has pescado nunca con caña?
    —Nunca.
    —Pues te hubieras divertido... instruyéndote, además. Preparo mi anzuelo.
    —¿Cómo?
    —No seas tonta. Elegimos entre los hombres el que más nos agrada. Y ellos piensan... ¡estúpidos!, piensan que pueden elegir... Elegimos nosotras... constantemente. Cuando una mujer no es fea ni tonta, la pretenden, sin excepción, todos los hombres. Ella los examina mañana y tarde, y cuando uno le gusta... le tira el anzuelo...
    —¿Pero no me dices cómo? ¿Qué haces para tirar el anzuelo?
    —No hago nada..., hija mía... Dejo hacer... Consiento que me devore con los ojos.
    —¿Y es bastante?
    —Sí; cuando una mujer consiente que la mire un hombre, acaba el infeliz creyéndola seductora como ninguna, y trata de seducirla. Cuando este caso llega, yo le doy a entender que no me desagrada..., pero todo en silencio, y él se apasiona como un inocente. ¡Ya es mío! Esto dura más o menos... Depende sólo de sus condiciones.
    —Y ¿así conquistas a todos los que te gustan?
    —A casi todos.
    —¿Luego algunos resisten?
    —De cuando en cuando.
    —¿Por qué?
    —iOh! ¿Por qué? Hay tres motivos: Un amor grande inspirado por otra mujer, una timidez exagerada y una... ¿cómo decirlo?... una... incapacidad notoria para conducir a la mujer hasta el último extremo de la conquista.
    —Supones...
    —¡Bah! Estoy segura... Si... Hay muchos; muchos más de lo que se dice. ¡Oh! Tienen las apariencias de todos; visten como todos y se pavonean como todos... A No; eso, no; porque no podrían... erguirse.
    —¡Vaya!
    —Los tímidos resultan muchas veces inabordables de puro tontos. Los hay que ni se atreven a desnudarse frente a un espejo. Con ellos es necesario mostrar mucha energía, y si no bastan las dulzuras de la mirada, recurrir a los abandonos de la mano. A veces todo es inútil; hasta los hay que nunca saben por dónde principiar; cuando una mujer se desmaya, como último recurso, hallándose a solas con uno de ellos..., buscan en seguida quien les ayude... Yo prefiero a los enamorados entusiastas de otras mujeres. Los conquisto por asalto a...¡a la bayoneta!
    —Todo eso está muy bien; pero cuando no hay hombres, como aquí ocurre...
    —Se buscan.
    —Se buscan. ¿Dónde?
    —Pues.., en cualquier parte...  Mira... Esto me recuerda una historia... Verás... Hace dos años mi esposo me llevó a pasar el verano en sus posesiones de Eougrolles. Allí, ¡nada! pero ¡nada!; lo que se dice nada. En los cortijos inmediatos algunos brutos muy asquerosos, cazadores de pelo y de pluma, viviendo en sus haciendas; hombres que no se bañan jamás, que huelen a sudor y que son incorregibles, porque suponen que la porquería engorda. ¿Sabes lo que hice?
    —No adivino...
    —¡Ja, ja, ja!... Oye... Acababa de leer varias novelas de George Sand, escritas para la glorificación de la plebe, novelas en las cuales aparece un obrero sublime, y los hombres de buen tono, criminales. Añade que recordaba Ruy Blas... Oye... Uno de nuestros colonos tenía un hijo, un guapo mozo de veintidós años, el cual había estudiado para cura y dejó el seminario, aburrido... Pues bien: lo tomé de criado.
    —¡Oh! ¿Y luego?
    —Luego, luego le trataba despreciativamente, mostrándome sin preocupación a sus ojos..., como si no le considerase hombre siquiera. ¡Oh! A ése no le puse anzuelo; a ése lo abrasé vivo...
    —Sí; me divertía llamándole cada mañana mientras la doncella me vestía, y cada noche míentras me desnudaba.
    —Fue abrasándose, abrasándose cómo un haz de paja. En la mesa, yo hablaba siempre de aseo, de baños, de duchas, de los cuidados que necesita una persona para ser admisible. Y a los quince días el infeliz aprovechaba todas las ocasiones para darse zambullidas en el rió. Luego se llenaba de perfumes apestantes. Hija, me obligó a prohibirle que se perfumara, y en tono de reprensión le dije que los hombres sólo debían usar agua de colonia.
     —Más adelante adquirí algunos cientos de novelas morales, cuya lectura recomendé a los campesinos y a los criados. Había deslizado en los estantes algunos libros... poéticos.., de los que turban las almas..., las almas de los colegiales y de los inocentes... Y , se los di a mi criado.., para educarle...; ¡una bonita educación!
    —¿...?
    —Le traté con más dulzura, tuteándole. Le llamé Joseph, y el pobre se iba poniendo..., tan flaco... Daba miedo... ¡Cuánto sufria! ... Y sus ojos.., encendidos, como los de un demente... Yo me divertía pensando... ¡Ah, una temporada ideal!
    —Y ¿al fin?
    —Al fin..., un dia que mi marido no estaba en casa, le mandé enganchar un cochecillo para que me llevase al bosque. Hacia calor, mucho calor...
    —Sigue, sigue... ¡Me interesa tanto!
    —Hacía mucho calor... Toma, bebe un poco de chartreuse para que no me acabe yo la botella... Y me puse mala...: un mareo...
    —¿Cómo?
    —¡Tonta! Le dije que me sentía mal..., que me dejara sobre hierba... Yo no podía moverme... y me cogió... Cuando estuve sobre la hierba.., yo me ahogaba..., y le dije que me desabrochase... Luego, cuando me hubo desabrochado... me desmayé.
    —¿De veras?
    —No; eso, no.
    —¿Y qué?
    —¡Oh! Más de una hora desmayada... El no sabia qué remedio aplicar. Tuve paciencia y aguardé... Al fin halló la medicina conveniente... Abrí los ojos después del exceso...
    —Y ¿qué le dijiste?
    —¡Nada! ¿Por ventura me había dado yo dado cuenta durante mi desmayo? Le dije que me llevase al coche, y volvimos a casa. En poco estuvo que no volcáramos. ¡Tan aturdido iba Joseph!
    —Y ¿no hubo más?
    —Nada más.
    —¿No volviste a desmayarte?
    —Sólo una vez. No quise que fuera mi amante aquel bribón.
—Y ¿continuó en tu casa?
—Ya lo creo. ¿Había motivo para despedirle? Sin una queja fundada...
    Y ¿sigue adorándote siempre?
    —Ahora verás.
    La baronesita oprimió el botón del timbre. Se abrió la puerta y entró un criado, buen mozo, que olía mucho a colonia.
    La baronesa le dijo:
    —Siento un mareo; di a la doncella que no tarde.
    El hombre se quedó inmóvil como un soldado en presencia de un jefe, clavando una mirada encendida en el rostro de la señora. Esta prosiguió como si nada notase:
    —De prisa, estúpido; ahora no estamos en el bosque y la doncella me atenderá mejor que tú.
    El criado se fué.
    La condesita preguntó, algo turbada:
    —Y ¿qué dirás a la doncella?
    —Qué ya pasó... ¡Bah! Le diré que me desabroche. Bien lo necesito... Me cuesta mucho respirar...Estoy borracha... Completamente borracha... No podría tenerme.